El cuervo de Samarine

Cuento de Rafael Arozarena

Presentación de Cecilia Domínguez Luis

Todos conocemos la obra poética y novelística de Rafael Arozarena (Santa Cruz de Tenerife 1923-2009), pero quizá sean menos conocidos sus relatos, aunque el universo particular del escritor está presente en cada uno de ellos.

En este relato, El cuervo de Samarine, una excursión a un barranco, como muchos de los que hay en nuestras islas, se convierte de pronto, con la aparición de una mujer cuyo aspecto recuerda al de una bruja, «viva la mirada como las aves de rapiña», y la de un cuervo, esa ave que, como se sabe, está muy unida a poderes mágicos, como el de la adivinación y, por el color de su plumaje, asociado a la noche.

A partir de ahí, los personajes de este relato, una familia compuesta por el padre, la madre y dos hijas pequeñas, empiezan a sentir que algo los amenaza, algo que no pueden controlar y que los acerca a lo misterioso.

El ruido del mar cercano, cuyas olas «retumban en la paya, como golpes de truenos en la lejanía» aumenta aún más si cabe la sensación de indefensión y el desasosiego , que va a desembocar en una drástica decisión por parte del padre.

Contado en primera persona, por el hombre del grupo, ya desde el principio, el libro que está leyendo su mujer, Narraciones Extraordinarias de Edgar Allan Poe, parece advertirnos de que algo insólito puede ocurrir.

Es inevitable, ante la aparición del pájaro, el recuerdo del poema El cuervo de dicho autor, que dice de él que «con suave batir de alas, entró/un majestuoso cuervo/ de los santos días ido».

El cuervo de Samarine, sin embargo, aparece en la hora del desayuno y da vueltas en círculo sobre los personajes, graznando «tres veces en cada vuelta».

Paisaje, mujer-bruja y cuervo, producen un cambio en los personajes ante una situación que se les ha vuelto totalmente nueva y, por lo tanto llena de amenazas.

Una vez más, hombre y paisaje, realidad y magia cobran importancia en este relato que, como toda la obra de este autor, no deja de sorprendernos.

Rafael Arozarena
El cuervo de Samarine

A mis hijas, Elia y Dácil, que protagonizaron esta historia

El Barranco de Samarine está habitado por la soledad. La soledad vive permanentemente en Samarine. Durante la mañana, la brisa del mar penetra barranco arriba y va dejado en las piedras y en las plantas cristales pequeñísimos blancos. Las piedras son de volcán. Basaltos grises, oscuros y aristados. Las plantas son tabaibas dulces, que tienen forma de candelabros y colores de nácar y de carne. Al atardecer, el viento regresa de las altas cumbres y pasa otra vez por Samarine, ahora con aromas de pinos lejanos y manzanillas. El sol, a las dos de la tarde, comienza a subir por las rocas hasta llegar al borde del barranco, y allí descansa y enrojece como una extraña serpiente de fuego, Después descienden las sombras de Samarine, y la noche. Con la noche, el ruido del mar se hace bronco. Las olas retumban en las playas como golpes de trueno en lejanía. Las olas se deshacen con una queja prolongada, soplo, casi para comenzar con un silbo. Las piedras corren por el fondo del mar, son arrastradas, se entrechocan y se lamentan. Las olas retumban de nuevo y, otra vez, un largo suspiro que parece salir entre dientes. Por el aire, las pardelas cruzan chillando y Samarine se llena con gritos de niños que sufren. Hay muchas cosas que pasan por Samarine. Así, los espectros de los ahogados. También grande veleros que navegan tierra adentro, con todas sus luces apagadas, silenciosos y sin tripulación. Los tres perros blancos que salen del mar desaparecen por la Cueva de Osera. También una mujer joven, como de niebla, que sostiene una cruz ardiendo para alumbrar el camino. Doblones de Cabeza de Perro. Hay muchas cosas que pasan por Samarine, pero son cosas que vienen y van. En Samarine, la soledad permanece y es quien pone los pelos de punta.

– Son cosas extrañas…

Sí, tan extrañas. El día que acampamos en Samarine no sabíamos nada de esto. Nos atrajo aquella soledad del barranco y allí pusimos la tienda, sobre un pequeño lecho arenoso. En paz la hubiéramos tenido de no ser por aquella vieja.

– ¿Qué vieja? Cuenta, cuenta…

Verás. Miraba yo las cumbres lejanas y azules de pinares, miraba las nubes que descendían aprisa por las laderas, como rebaños dorados de merinos. Mi mujer se entretenía leyendo las Narraciones extraordinarias de Allan Poe, Lady Ligeia en aquel momento. El sol encendía los tabaibales, los hacía rojos como el coral. Recuerdo también el silencio. Un silencio que fue roto de repente por un guijarro del tamaño de una almendra. La piedrecilla rebotó varias veces contra las paredes rocosas y cayó al fondo del barranco. Entonces vimos a la vieja. Estaba allí arriba, sentada al borde de una peña, con su negra silueta recortándose en el cielo rojo del crepúsculo. Allí permaneció largo rato y, luego, adelantándose un poco a las sombras violáceas de la noche, comenzó a descender por la cornisa que servía de sendero.. Caminaba algo encorvada, con la mano puesta en la cadera, como tratando de aliviar algún dolor en los huesos. Mi mujer cerró el libro y esperó la llegada de aquella extraña visita.

– Buenas tardes.

– Buenas tardes – contestamos.

– ¿A descansar?

– A descansar.

Tenía las órbitas muy hundidas y, al fondo, unos ojos pequeños y muy brillantes; viva la mirada como las aves de rapiña. Nos miró con detenimiento. Luego observó la tienda y, a fuerza de escudriñar, descubrió a las dos niñas que dormían en el interior. Nuestras hijas dormían plácidamente después de tanto corretear por la playa durante el día.

– ¡Dios las guarde! No tema usted, señora, que yo no les hago ningún daño. Al contrario, las sano. ¡Ay, señora! Estos ojos míos ya están muy cansados, pero en otros tiempos tuvieron mucha fuerza. Testigos tengo en el pueblo. Cuando el hijo de Juana, la sardinera, le atacó el mal y ya estaba como muerto, estos ojos míos lo sanaron ¡Ay, señora! Las comadres se asomaban a las ventanas para verme pasar con el niño en brazos, y me miraban con envidia, porque yo tuve fuerza para sacarlo de la muerte y para hacerlas llorar a todas. No tema usted, que a sus niñas no les hago mal. Sus niñas están bien sanas, que así me lo dijeron los aires cuando pasaba por el puente.

La vieja hizo una pausa. Miró el mar que comenzaba a rugir. Miró las sombras que se avecinaban.

– ¿Y van a pasar aquí la noche?

Entonces nos contó las cosas que pasaban en Samarine. Nos dio un remedio para cada aparición.

– Si ven luces que vienen de la playa recen un padrenuestro a San Telmo. Si ven los perros blancos es buena suerte. A la mujer de la cruz le rezan tres avemarías para ayudarla a salir de su pena. Los ahogados son moros y San Marcial los devuelve al agua.

Sacó del bolsillo un hueso de cabra con un lazo negro y lo colgó en la tienda.

– La noche será tranquila-dijo- y no les pasará nada.

La vieja suspiró. Se puso la mano en la cadera y se fue por donde había venido.

– Son cosas extrañas…

Sí, tan extrañas. A la mañana siguiente, con la primera claridad del alba, cogí la escopeta y me fui por los alrededores por si tenía la suerte de hallar algún conejo. No vi ninguno y regresé al campamento cuando el sol comenzaba a salir en el horizonte, por encima de una barra de nubes. Las matas estaban cargadas de rocío y todo el barranco brillaba como si fuese de cristal. Mi mujer surgió de la tienda. Se echó una manta sobre los hombros y se sentó a mi lado. Estaba ojerosa y temblaba ligeramente. No había dormido. Pasó la noche con los ojos abiertos, apretándome la mano y preguntando:

– ¿Oyes?

– Es el mar- le decía.

– ¿Oyes?

– Son las piedras en el fondo.

– ¿Oyes?

– Es el viento- le decía.

Cuando pasaron las pardelas se incorporó sobre las niñas, las acarició. Luego estuvo sollozando. Tres veces me hizo levantar, salir de la tienda, mirar los alrededores.

– No hay nadie- le dije.

Así y todo no se quedó tranquila. Siguió con los ojos abiertos, apretándome la mano. No pudo dormir.

– ¿Crees que volverá hoy?

– ¿Quién?

– La vieja.

Estábamos desayunando cuando llegó el cuervo. Volaba en círculos sobre nosotros. Graznaba tres veces en cada vuelta. Las niñas se olvidaron de las tazas que sostenían en el aire. Miraban al pájaro.

– Papá ¿qué es?

– Un cuervo.

El cuervo se cansó de dar vueltas. Descendió y fue aposarse sobre una roca, a quince pasos de la tienda. Frotó el pico en la roca, ladeó la cabeza y se quedó inmóvil mirando a las niñas.

Me puse el bañador y me fui al mar. El mar estaba calmoso, tibio y en silencio. Estuve nadando hasta cansarme. Daba gusto aquella tranquilidad. Luego me subí a unas peñas- Tres días así – pensé- Tres días así y se acabaron los nervios. Permanecí un gran rato mirando el horizonte.

Cuando volví al campamento el sol ya estaba bastante alto. Mi mujer acariciaba a las niñas. Las niñas se apretaban contra la madre. Abrían mucho los ojos y me miraban con susto. Las Narraciones de Poe se encontraban a distancia, tiradas sobre las rocas. El aire iba pasando las hojas del libro.

– Bueno – dije – ¿qué ocurre?

– ¡No quiero estar aquí! ¡No quiero que vuelva esa vieja! ¡Estas laderas tan altas, esas cuevas como órbitas vacías, las sombras! ¡No quiero que venga la noche ¡ Y luego…

– ¿Luego?

– ¡Ese bicho! ¡Ese pájaro tan negro, mirando a las niñas, mirando, mirando, mirando!

– Pero mujer…

– ¡No quiero! ¡No quiero permanecer aquí!

Me puse nervioso

– Bien. Nos iremos- dije.

Me dirigí a la tienda. Cogí la escopeta y me fui hacia la roca donde estaba el cuervo. A diez pasos de él me detuve. El cuervo ladeó la cabeza.

– ¡Croac!-hizo.

Le coloqué el punto de mira en el pecho y apreté el gatillo. Cayó como un trapo. La detonación subió por el barranco. La más pequeña de las niñas empezó a llorar asustada. La otra fue corriendo a ver al pájaro. El cuervo había quedado mirando al cielo, con las alas extendidas. Abría y cerraba el pico lentamente, encogía las patas. La niña se puso a tocarle con el índice, pasaba el dedo con suavidad sobre las plumas.

No sé por qué te cuento esto. No sé por qué me ha durado tanto esta congoja.

– Sí. Debiste quemar el libro. Debiste taparle la boca a la vieja. El cuervo no tenía la culpa.

No tenía la culpa. Entró en el ambiente de Samarine, entró con aquel aspecto suyo, tan negro.

– Sí, el aspecto. A veces ocurre que…