Por los días compartidos

Por Cecilia Domínguez Luis

A Juan José Delgado i.m.

Es ardua la tarea de tomar distancia para hablar de alguien querido y admirado, ya en su ausencia definitiva. Es difícil, porque para ello es necesaria una fuerza de voluntad que, en el caso de Juan José Delgado, no tengo. Fueron muchos años de amistad, de complicidad literaria y vital para que ahora, que todo parece haber saltado por los aires, con su dolorosa partida, pueda establecer un espacio -no sé si necesario- entre la emoción y el deseo de hablar del escritor, del investigador, del fundador de revistas, y de otras tantas cosas como fue Juan José, llevado por su pasión por la Literatura.

Permítanme, pues, que acuda, no sé si como recurso distanciador, a la memoria.

Eran los últimos años de la década de los 70. Las diez de la noche, el Arkaba, su tertulia alrededor de Rafael Arozarena e Isaac de Vega.

Aquella noche me senté al lado de un muchacho que, por su aspecto calculé de mi edad. Estaba callado, escuchando.

De pronto, Isaac, dirigiéndose a él le dice algo parecido a: «Juan, esta chiquita es del Valle de la Orotava, ¿oíste?». Juan José sonrió y en voz muy baja como si pretendiera que no se enterase nadie más me dijo: «Yo también soy del Valle». Lo miré con extrañeza y él volvió a sonreír con ironía y me dijo: «No, no de ese valle, sino del Valle de San Lorenzo, en ese sur…».

Este fue el principio de una amistad sin fisuras. Una amistad que siempre estuvo unida a nuestra complicidad literaria.

Inmediatamente me di cuenta del amor de Juan José por la Literatura (la he puesto adrede con mayúscula), y su compromiso vital con ella.

Leía, leía mucho, investigaba, escribía, inventaba y recreaba mundos, a veces oscuros, luminosos otras. Siempre hubo en Juan José esa alternancia de luz y sombras en su escritura. Digo en su escritura porque su actitud ante la vida, a pesar de sus oscuridades, siempre era positiva, se asombraba del vivir de cada día y transmitía su asombro a quien se acercaba a su escritura o a su persona.

También fueron comunes nuestros referentes vivos en aquella época: Pedro García Cabrera y, sobre todo, Rafael Arozarena e Isaac de Vega.

Juan José los conoció antes que yo, porque tuvo la ocasión de trabajar con Isaac en un colegio de EGB y, desde el primer momento -me dijo- se estableció entre ellos una comunicación muy especial que se unió a la de Rafael Arozarena, amigos inseparables en la literatura y en la vida.

Pronto la literatura nos unió en otros lugares fuera del Arkaba. Yo ya había empezado a perder el miedo a eso de los recitales y Juan José, que por aquel entonces trabajaba como profesor de bachillerato en el Instituto de Guía de Isora, me invitó a hacer un recital allí, junto a otros compañeros. ¿Y tú? Le pregunté, al ver que no participaba. Él se limitó a sonreír y a darme una disculpa poco convincente.

A los recitales, siguieron las publicaciones en las mismas editoriales. Añil, una editorial que codirigió y donde publicó Tres gritos favorables bajo las nubes (1987) y su primera novela, Canto de verdugo y ajusticiados (Premio de novela Ciudad de La Laguna),  y Libertarias, donde publicó Comensales del cuervo (1989).

Pero Juan José no se conformaba. Él quería que la literatura y las humanidades en general tuviesen la difusión que se merecían. Y sus clases, tanto en su época de Instituto, como en la Universidad, se convertían en expresiones entusiastas de su amor por la literatura, ante un auditorio cada vez más entregado a sus palabras. Porque la Universidad fue para él, no solo un lugar de investigación sino (y creo que sobre todo) la oportunidad de transmitir a sus alumnos su pasión y fomentarla en ellos.

Su paso como presidente el Ateneo de La Laguna dejó una huella muy difícil de olvidar. Su labor de renovación y revitalización de la esa sociedad se hizo patente en las actividades que se desarrollaron en ella durante los cinco años que duró su presidencia. Además, su carácter conciliador hacía que las reuniones de las diferentes secciones se desarrollaran sin problemas, y no se daban por terminadas hasta no llegar a un acuerdo con todas.

Eran buenos tiempos y, por lo general, cuando se terminaba la reunión, íbamos al Maquila a “celebrarlo”, y allí se continuaba hablando de literatura, de arte, pero también de la vida.

Presente en los comités de redacciones de varias revistas y fundador de la Revista Fetasa y del suplemento cultural del Periódico La Gaceta, pronto se le ocurrió la idea de dirigir una nueva revista Cuadernos del Ateneo, donde, gracias a su labor, colaboraron escritores y ensayistas, no solo canarios y españoles, sino también europeos e hispanoamericanos. Fruto de esas colaboraciones fue la edición en francés, por parte de la revista Autre Sud de Marsella, de una antología de poetas canarios, o la invitación, por parte del Instituto Cervantes de Bucarest, a un encuentro en homenaje al poeta Tristan Tzara, y al que asistimos, Juan José, Sabas Martín, Nicolás Melini  y yo.

Ateneo de La Laguna 1997

En el Ateneo de La Laguna (1997)

Fue allí, durante nuestra estancia en Bucarest, donde Juan José me dejó el original de El libro de la intemperie, del que, de una de sus partes, la titulada Especies dije: «Estamos ahora ante una serie de poemas vitales y luminosos, redentores de la intemperie, donde la memoria regresa al Valle, al mismo valle de «Un espacio bajo el día» que el poeta recuerda con la ternura de quien lo ama, porque de él procede y en el pasó sus años de nidos, siegas y bailes de madrugada.»

Luego llegó lo de su entrada en la Academia, con un discurso que ya desde su título nos habla de lo que para él significaba la Literatura, siempre unida a las Humanidades y a la Educación, sus grandes preocupaciones, y por cuyo fomento luchó hasta el final.

A todas estas, seguíamos escribiendo -Juan José en su reducto de Bajamar-, intercambiándonos manuscritos que leíamos, comentábamos y criticábamos, ayudándonos mutuamente en la difícil tarea de la escritura. Fueron experiencias apasionantes que nunca olvidaré.

Instituto Cervantes. Rumanía 2005

En el Instituto Cervantes, Rumanía (2005)

Ya en el 2002 había publicado su novela La fiesta de los infiernos (que originalmente iba a ser de los inviernos), una novela llena de preguntas inquietantes, donde todo se subvierte y lo absurdo ocupa el lugar de lo cotidiano. Y en el 2011 publica La trama del arquitecto, otra importante novela donde Juan José condensa con maestría, en solo doscientas once páginas, la realidad de una época tan complicada como la que nos ha tocado vivir.

Pero la labor de Juan José continuaba y no dudó en enfrentarse con la dirección de una nueva revista la ACL de la Academia Canaria de La Lengua, cuya coordinación emprendió con el mismo entusiasmo de siempre, o más, si cabe.

Y así, entre tertulias, congresos, clases magistrales, reuniones en la Academia, le llegó su tiempo.

Los cielos que escalamos fue su último libro que yo tuve el privilegio de presentarle en su sociedad más querida, el Ateneo, un 22 de junio de este mismo año, con versos tan contundentes como: De allí hasta la sombra/ soy camino de sol/ a descubierto…

Luego empezó su “noche oscura” pero también su escalada al cielo de la memoria, iluminado con esas palabras suyas que seguirán con nosotros, a pesar de su ausencia.

En la dedicatoria que me escribió en su libro Un espacio bajo el día, puso: «A Cecilia, espacios y días compartidos.». Y yo ahora le doy infinitas gracias por ellos.