¿Qué queda, en el centenario de su nacimiento (1916-1979), de un ángel que, de tan fieramente humano, sintió cadenas en sus alas? Queda no la levedad, sino el peso del vuelo. No la ingravidez, sino la raíz que ata el ala a la tierra. ¿Qué queda de un poeta, tan humanamente feroz, que volvió a la vida con la muerte al hombro, siendo escombro de lo que fue y abominando cuanto había escrito porque vivir es saberse al rojo vivo? Queda la palabra y su lucha. Queda la voluntad de quedar, el deseo de seguir siendo a contramuerte. Queda la decidida elección del tránsito de los pronombres: del Tú y el Aquél divino, al yo humano y tangible, y luego al vosotros que encierra el nosotros. Queda el yo que acoge a los otros: el “yotros”. Queda, tras la querella metafísica contra el dios heredado, ciego e impasible ante el dolor, la búsqueda, las bocanadas, tentando a tientas la médula del verbo en donde poder reconocernos. Queda Blas de Otero, duro y seco, sostenido por la conciencia histórica y aferrado a la condición más verdadera, y por verdadera, radical, de la palabra. Queda un gesto terco, sin claudicaciones, tenaz y solitario.

Todo en Blas de Otero aparece sólido, rotundo, contundente, terrenal. Como una isla seca y sola, bronca y rompiente. Al menos así lo evoca la memoria. Una memoria que me lleva a Canarias y a los años 70, cuando tuve conciencia cierta de cumplirme en la escritura. Evoco ahora a Blas de Otero y su imagen se superpone y confunde con la evocación de otros nombres en el inicio de mi biografía literaria. Lo he escrito en otro lugar. Fue en los alrededores de los 70, en Santa Cruz de Tenerife, en medio de un panorama social y cultural sumido, como el resto del país, en la grisura ramplona, mortecina y represiva del franquismo cuando llegó a mí la poesía de Blas de Otero. Algunos entonces jóvenes con inquietudes literarias y artísticas, buscábamos con vehemencia cauces para manifestar ese desasosiego que nos invadía y que pretendía canalizarse en diversas formas expresivas. Nuestro afán también contaba con un componente político, ingenuo tal vez, pero radicalmente honesto, que muchas veces se hacía ostensible en la lucha contra las imposiciones de la censura. Una lucha en la que no rehuíamos la provocación deliberada. Por entonces, Blas de Otero daba a conocer Mientras, Historias fingidas y verdaderas, la antología de Verso y prosa… pero ya sabíamos de sus libros anteriores y buscábamos esos libros señeros fervientemente, como quien busca la memoria de la dignidad perdida. Y la buscábamos no sólo en el verbo exacto y puro, arriscado, de Blas. También en los espejos de los ecos de Celaya, Ángela Figuera, Neruda, Hierro, Alberti, Rejano, Garfias… Era el intento de exorcizar las sombras opacas de la realidad, el afán de respirar un aire libre y auténtico. Y, junto a ellos, nos adentrábamos igualmente en la palabra de nuestros poetas isleños.

Por ese entonces coincidían en Canarias en fecunda convivencia distintas generaciones, grupos y estéticas, algunas ya parte de la historia, otras, en germen todavía: Gaceta de Arte, Gaceta Semanal de las Artes, Postismo, Fetasa, Nuestro Arte, Nueva Narrativa Canaria, Generación de los 70… Nombres como Pedro García Cabrera, Domingo Pérez Minik, Eduardo Westerdahl, Pedro Lezcano, Pilar Lojendio, Manuel Padorno, Enrique Lite, Rafael Arozarena, Isaac de Vega, Félix Casanova de Ayala se unían a los de otros poetas y narradores como Juan Cruz, Alberto Omar, León Barreto, Fernando Delgado… Toda una extensa nómina de creadores canarios que, cada uno en su íntima búsqueda de voz y mundo propios, configuran el retrato humano del comienzo de mi memoria literaria insular. Muchas veces confluíamos en reuniones, actos y tertulias y, si en ellas surgía el nombre y la obra de Blas de Otero, siempre suscitaba la misma unánime aceptación, el mismo asentimiento hacia una actitud ética y literaria ejemplar.

Pero 1970 fue igualmente una fecha clave en el anuncio de la búsqueda de nuevas estéticas creadoras. Fue el año de la aparición de los Nueve novísimos, la polémica antología de Castellet. Y, así, en la poesía canaria de los 70, como también he tenido la ocasión de señalar (véase “Imagen de Pedro García Cabrera: los años 70” incluido en el volumen Ínsula de Babel, Ediciones Idea, Islas Canarias, 2007), se materializa un espíritu rebelde y transgresor de la realidad y de la tradición, con registros múltiples en la manera de afrontar esa rebeldía contra la realidad y la tradición en una suerte de aventura imprevisible. En ese arriesgado salto al vacío no interesaba el neomodernismo ni el populismo ni la estética social, sino que se imponía un tono desacralizador, herético, junto a la iluminación de territorios en los que encarnar una imagen del paraíso, y la entronización de elementos totémicos de la insularidad. Y en esa aventura aparece un elemento significativo: la reflexión múltiple sobre el lenguaje como elemento de discordia. En el lenguaje, más que en el sentimiento, se establece el poema, con un triple objetivo surgido de esa exigencia verbal: describir la realidad para sentirla desde la mirada analítica sin interiorizarla, romper las fronteras estrictas entre los géneros, y convertir el acto de reflexión en poesía.

Tendrían que pasar los años, establecido yo ya en Madrid, para poder apreciar en toda su dimensión la decisiva aportación que en esa nueva búsqueda tuvo Blas de Otero. No el poeta metafísico, ni social, ni maestro indiscutible del soneto, sino el otro, el poeta antipoeta, el de la simplicidad depurada y decantada que alternaba con técnicas surrelistas, con “collages”, con prosaímos, con atrevimientos formales que desechaban la puntuación, el sorprendente autor de Hojas de Madrid con La galerna… La perspectiva del tiempo nos reveló luego que también en eso Blas de Otero fue modelo de vanguardia, adelantado de lo que habría de venir.

Recuerdo ahora una poema de ese prodigioso hacedor de imágenes, maestro del surrealismo, pero igualmente comprometido con una conciencia social y colectiva, que fue Pedro García Cabrera, y de quien podrían extraerse significativos paralelismos con Blas de Otero. El poema comienza:

Un día habrá una isla
que no sea silencio amordazado.
Que me entierren en ella,
donde mi libertad de sus rumores
a todos los que pisen sus orillas…

y pienso en “Solidaria isla”, de Blas, cuando escribe:

Ha venido a una Isla. Una raya verde, profunda,
divide el hoy del ayer.
Así una línea blanca, elástica, separa el mar
de la tierra.
Ha venido a una Isla. Sus hombres miran fijamente,
acercando el futuro.

Ciertamente, Blas de Otero sigue vivo en su empeño de acercarnos el futuro en su palabra absoluta, en la conciencia de su insobornable dignidad. Blas como una isla necesaria. Eso queda del ángel fieramente humano, del poeta humanamente feroz. Y es mucho más que bastante.