Hay novelas en donde el mundo relatado se sitúa extramuros del mundo objetivo y ordinario. El autor tiene en cuenta la gran cantidad de motivos y asuntos que se despliegan vertiginosamente en el mundo real. No se pierden de vista las coordenadas de la concreta realidad. La novela continúa con los pies sobre ese duro fundamento del que irá derivando, mediante la desrealización, el mundo literario que la imaginación erige. La imaginación impone su ley sobre algún tema que, de manera obsesiva y obstinadamente, se expande por las páginas. En ese andar sonámbulo por una realidad de nivel difuso se van intensificando las formas del espejismo. Es una realidad proyectada en un más allá, inasible pero que pertinazmente está invitando a que se entre en ella. El tema alimenta la conducta de los personajes y los encamina hacia direcciones insólitas, envueltos en acontecimientos que suceden al margen de las experiencias habituales. Pero el novelista no pierde de vista las primitivas coordenadas que rigen el mundo real, se atiene a ellas y consigue de la nueva realidad creada visos de verosimilitud. Y siempre con la intención de aproximarse y tratar un tema universal que afecta a un ser humano cargado de incertidumbres.
El realismo literario, en este ámbito, no resulta operativo. Hay quien ha proclamado el final de la historia, Sin llegar a ese punto, Baudrillard, en su libro La ilusión del fin. La huelga de los acontecimientos, anuncia el desvanecimiento de la historia. Apoyado en Canetti considera que los seres humanos se han salidos de la realidad, aunque la existencia de una cierta gravedad los mantenga relativamente dentro de las coordenadas del mundo real.
La historia, el sentido, el progreso –declara Baudrillard- ya no consigue frenar el tiempo de manera que a partir de ese punto la percepción y la imaginación del futuro se nos escapa. El mundo de la sociedad moderna ya no se despliega estable y sólido, parece como si se hubiera producido una transformación en el que las relaciones sociales no son perdurables ni disponen de tiempo para madurar ni mantener una adecuada solidificación. El sujeto que habita en ese tiempo líquido — en expresión de Zygmunt Bauman—, en un mundo volátil –en expresión de Javier Delgado y que le sirve de título a su novela— ha de confrontarse y sobrevivir en una sociedad que ha perdido su estabilidad y que no dispone de tiempo para consolidares.
¿Quién podrá relatar este sinuoso mundo movedizo? Este mundo volátil propuesto por Javier Delgado se está constantemente descomponiendo. Cada personaje ocupa un nicho en la novela. El del joven que, al igual que la historia, está desvaneciéndose y perdiendo parte de su cuerpo; por otra parte, la pareja de amantes: un guionista, productor de palabras que acabarán siendo imágenes con las que concebir un mundo ajeno al real; la pintora, Elisa, encerrada en su arte y en sus reflexiones sobre el arte y su compleja relación con la vida (pág. 268). Y, por último, un viejo director de cine que sobrepone al mundo real su mundo de imágenes.
Todos ellos se manifiestan como “personajes sin posibilidad de desarrollo”. Se hallan asentados en un ámbito en el que impera el individualismo. Viven el presente y no pueden hacer otra cosa que adaptarse a una vida en la que las expectativas de futuro quedan fuera de la conciencia. En ese mundo volátil que el ser humano habita nace una serie de situaciones, vivencias y conductas desusadas, anómalas.
La crisis del individuo está asegurada y el novelista desea referirla. Procura que la novela sea el pretexto y el camino para que emerja de ella alguno de los temas acuciantes de la existencia humana en el mundo de hoy. La novela no es una mera relación de acontecimientos. El grupo coyuntural de personajes servirán supuestamente de referencia para mostrar la exploración de su propia conciencia con el propósito de construir y descubrir su propia identidad.
Pero el personaje tiene sus límites. Se halla sometido a la arbitraria decisión del narrador; de un narrador que desconfía de la historia y que solo quiere imponer “una serie de decisiones éticas y estéticas personales” (pág. 120). El personaje queda en un plano secundario y a expensas de lo que decida su narrador. Son personajes fragmentados, incompletos, pues la perspectiva de la vida no contempla proyectos de futuro. Se agarran al presente, o se engolfan en los recuerdos del pasado como único alivio vital. El se ser humano, mermado, apenas roza el futuro y, cuando se atreve a proyectar su imaginación prospectiva, lo invade la desconfianza y la inseguridad. Los valores que se daban por buenos ya no caben en la sociedad de hoy; el individuo no dispone ya de modelos; sólo tiene como respuesta el acomodarse a la jornada en que vive de acuerdo con las situaciones que repentinamente se le presenten. O rebelarse.
Son las muestras de una conciencia en crisis,, pareja a la del mundo de hoy; pero un mundo que no responde ya a los parámetros de ayer y que desencadena un nuevo modo de representación. Son, pues, personajes anómalos en un mundo anómalo. Algo de familia tiene Mundo volátil de Javier Delgado con los universos literarios de Kafka, o Saramago, o con El lobo estepario de Hermann Hesse; o, si nos situamos en más próxima vecindad, escucharemos los ecos fetasianos de Isaac de Vega, o el turbador universo que ofrece la novela El don De Vorace de Félix Francisco Casanova.
Los personajes de Mundo volátil acaban siendo habitante de un reducto que les sirve como protección ante una realidad desconocida. Viven sus vidas más íntima resguardados en apartamento. Hay un miedo, que no se explicita, pero que determina una vida de encierro y de incomunicación. Con este sentimiento el personaje va creando una conciencia y personalidad manifiestamente patológica. En un mundo cambiante, el individuo va asentando una personalidad obcecada y repetitiva. El ensimismamiento impera mientras el contacto con el mundo se aminora cada día. Los personajes refuerzan sus temores; se encierran en sí mismos para alimentarse de lo que le ofrece su conciencia pobre, limitada, repetitiva. Toda su energía la emplea en esas zozobras existenciales; no hay vida fecunda en esos individuos temerosos y anquilosados. O se vuelven a los recuerdos de las imágenes de un pasado; o se mantienen en una crisis que les impide abrir la puerta del futuro. Aceptan el presente que los está relatando y que pone en evidencia una situación de crisis duradera e insostenible.
Esta es una novela que ha debido recorrer el camino del alegorismo narrativo con el fin de revelar lo que se halla latente en este mundo de comienzos del XXI. La novela alegórica moderna sitúa la existencia del ser humano en el centro de un conflicto que, desprendido del tiempo presente, se desplaza hacia un alternativo ámbito ficticio. En ese diferente mundo ha de vivir un personaje que, si inicialmente se halla acomodado dentro de la realidad imperante, surgirán circunstancias que lo irán conduciendo hacia una posición crítica y disidente. Los fantasmas de la conciencia conviven con las figuras de la realidad. De ahí el desconcierto. Pues la convivencia de lo real y lo irreal cristaliza de tal modo que resulta imposible la disolución.
Javier Delgado: Mundo volátil, émepe, 2016
Un sudario es el séptimo libro de poemas que publica Rafael-José Díaz. Con anterioridad habían visto la luz El canto en el umbral (1997), Llamada en la primera nieve (2000), Los párpados cautivos (2003), Moradas del insomne (2005), Antes del eclipse (2007) y Detrás de tu nombre (2009). En La crepitación (2012) está compilado el conjunto de su obra poética.
El nuevo poemario de Rafael-José Díaz destila una luminosa transparencia del pensamiento. En efecto, en su hechura, el poeta avanza hacia una concepción del poema como desasimiento, tanto en lo que afecta a la materialidad del lenguaje, su precisa enunciación, como a los temas en torno a los que giran las diversas piezas. Un fondo elegíaco anega las composiciones: la pérdida o la ausencia, la presencia rememorada del instante de fulgor, la prefiguración de la muerte, son algunos de los ejes vertebradores del conjunto. Captación sensible y recapitulación meditativa se alían en los momentos de mayor fuerza poética.
A lo largo del libro leemos piezas disímiles en cuanto a su extensión y ritmo. En el volumen se filtra ocasionalmente cierto narrativismo que coadyuva en ese ahondamiento que supone el rescate y la sublimación del instante siendo la palabra el fuego ritual que lo propicia. El sujeto poético se erige en una suerte de vigía insomne que medita en la gruta del tiempo y permanece en la espera de algo que ignora, en el umbral de la inmanencia. En este sentido es relevante la presencia de numerosos textos («Veranos de la infancia», «Niño en el mar») que retoman la imagen del niño, conectando con experiencias primigenias de la infancia. En el poema liminar, «Tahodio», la memoria está mediada por el espacio, por una experiencia concreta del espacio. El paisaje, con frecuencia, será el detonador o el estímulo de un proceso de introspección.
Sobre la poética del espacio cabría apostillar una constancia que afecta a los espacios abiertos y cerrados. Entre los primeros, aquellos que se adscriben al ámbito de la naturaleza (sobre todo paisajes insulares) representan una topografía de la conciencia: en ellos se producen dos procesos simultáneos: la comunión con un pasado gozoso y la reflexividad sobre el mundo o el lugar del hablante en él (a partir, claro está, de los hechos concretos que inducen a esa meditación). Un suborden de estos espacios abiertos lo conformarían los lugares que sirven como encuentro erótico, con la peculiaridad de que, aunque puedan considerarse abiertos, casi siempre están vinculados con la proximidad a la urbe y la transitoriedad e intensidad de la pasión. Y, por último, el espacio cerrado por antonomasia: la casa, que es vivida como localización que expresa el lado más atribulado del yo, centro del declive, siendo predominante el pensamiento sobre sí mismo con un carácter desgarrado: recapitulación agraz de la vida.
Uno de los aspectos que acompañan al sujeto poético en sus rememoraciones, en su asentamiento en la conciencia del tiempo, y el desvelamiento de sus límites (tanto de los extravíos como de las maravillas entrevistas), es el erotismo. Ora tratado con sutileza elusiva, ora abordado en su más intensa encarnación de la conjunción pasional de los cuerpos.
Rafael-José Díaz es, con toda seguridad, uno de los mayores poetas que sobre lo erótico escriben en España. Véase, por ejemplo, el poema que abre con estos versos: «La luz equilibrista de la luna / se desliza hasta un bosque» (p. 30), verdadero prodigio de contención, de formulación en la palabra justa. Con el siguiente poema empieza la sección segunda del libro, que lleva por título precisamente «Un sudario»:
Cuánto tiempo he tardado
en llegar a este día que hoy sostengo
con ojos desprendidos de anteriores miradas.
El tiempo es computable, pero nada
confirma que los labios
recorrieran la piel de cada instante
y entraran, a veces, más adentro
en la carne y la sangre de las horas,
con la misma pasión, el mismo aliento.
Y por eso no sé si el cuerpo ha sido
la mejor de las sedes
para el vaivén de instantes que me han hecho
estar ahora aquí,
ligero y tenebroso,
oyendo los lamentos de unos pájaros
en el alegre balanceo de estas ramas.
Llegado el momento, la intensidad evocadora del sueño o del recuerdo puede suplantar a la propia caricia:
Y así, un sueño es más valioso para mí
que las manos que buscan entre sábanas
el calor de mi cuerpo (…)
La fijación del instante pretérito en el poema como llama votiva que anhelara resguardar el ardor del deseo. Así, pues, siquiera la frágil memoria del poema constituiría la pavesa de todo aquello que se ha visto malogrado.
El encuentro de dos cuerpos que «son parte del rumor del bosque», «palabras más allá de las palabras» («Luna de este verano», p. 43), alude a una cierta vindicación de lo espontáneo o inesperado, del hallazgo súbito. Instante de consumación que instaura el acontecimiento. Y ello en dos direcciones: la primera, en clave vital. El advenimiento de lo colmado requiere ser uno con la sustancia misma de ese tiempo, sin doblez alguna o artificio que disminuya su potencia. De ahí cierto enaltecimiento -por analogía- que se observa, por ejemplo, al hablar de los pájaros y su relación con lo transitorio:
No piensan antes de cantar si van a cantar, pues no saben pensar, y no podrían nunca no cantar. No se entretienen ni pierden en los preliminares del canto, ni se quedan atontados en la nostalgia del canto que ha pasado. Cantan y echan a volar, baten sus alas con la misma pureza, con el mismo frescor con que dicen su canto, y luego están ya posados en otro muro, en otra roca, en otra rama, vivos, libres, puros y renacidos en la eterna persuasión del instante.
Veamos también cómo incide en ello el poema «En la ciudad de él»:
No existen allí gestos
solapados: todo es tan transparente
que a través de los ojos
se logra ver incluso cómo late
el corazón, o se ve con las manos,
apacibles, colocadas sobre la piel
a la mitad del pecho.
Todo es captado en el instante en que nace.
Persuasión del instante que convierte al pájaro en uno con su canto, sin otro tipo de mediación subalterna. Transparencia que permite captar todo en el instante en que nace. Dijimos que la primera dirección hacia donde apuntaría todo ello es de ascendencia vital; la segunda entraña una lectura metaliteraria evidentemente derivada de la primera. Se trataría, en efecto, de una voluntad de transparencia que afectase a la configuración misma del poema como dador de la experiencia originaria evocada. De ahí que el autor escribiera en la nota final que cierra su poesía reunida que «El poema es para mí un fogonazo que, certero o no, alumbra un segundo la mente y desaparece para siempre».
Un hecho que quisiera resaltar es la interposición en algunos poemas de lo que podrían considerarse en primera instancia como mecanismos de distanciamiento de la voz, que abandona la predominante primera persona del singular y asume la segunda o la tercera persona, intentando entablar así una suerte de objetivación muy cernudiana, especialmente incisiva cuando el hablante ejerce un (auto)análisis con un carácter más despiadado. No obstante, cualquier tipo de distancia queda aquí abolida por el ímpetu emotivo que subyace. Véase, verbigracia, la potencia expresiva alcanzada en un texto como «Retrato». En varios poemas dicha recapitulación, aparezca la interposición descrita o no, arroja la certeza de la ruina, del escombro, cual balance de las batallas perdidas. Puede rastrearse en ello, a través de todo el poemario, una vivencia conflictiva del tiempo.
También el simulado diálogo con entidades naturales (una hoja, la luna, el mar, el pájaro, las montañas) funciona como detonante de una introspección. En el poema «La hoja», la caída de una hoja se brinda como instante de revelación, lucidez y desdoblamiento enunciativo que permite y posibilita la indagación sobre sí mismo al sujeto poético. Sobre el mar recae con frecuencia la percepción de la plenitud: su ancho cuerpo de agua incluso es invocado como un dios: «El niño que se esconde / del mundo entre los pliegues / de las olas que rompen, / (…) / Es tan sólo que siente / por vez primera el agua entrelazada / como un dios con su cuerpo». La inmersión en el mar como un rito de aproximación a lo divino, a lo desconocido que habita esa inmensidad: momento de comunión.
Exploración de incertidumbres, las formas interrogativas aparecen espigadas aquí y allá como si dieran cuenta de una morada precaria, de un estado acosado por ciertas preguntas lacerantes y persistentes. Un sudario hace pensar en una desnudez inmediata, despojamiento del ser que habita a la intemperie, y que rastrea desde allí el peso y el sabor, la consistencia de la ceniza.
Rafael-José Díaz: Un sudario, Pre-Textos, 2015
El pasado mes de agosto, la revista literaria La manzana poética (Córdoba), con una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deportes, publicó el libro Poesía Canaria actual -Antología 1960-1992-, con edición y selección a cargo de Cecilia Domínguez Luis, y en la que aparecen autores nacidos entre esos años. Una antología de treinta y seis poetas, elegidos con una intención abarcadora, en la que se intentó que estuvieran representados poetas de todas las islas, teniendo en cuenta, por supuesto, su calidad literaria.
Como se dice en la justificación, en una antología, siempre se corre el riesgo de que se cumpla el dicho «ni son todos los que están, ni están todos los que son». Y esto se complica más cuando se trata de poesía.
La antología es una visión panorámica de autores que inician su andadura poética, a partir de los años 80, muchos de ellos, antologados y estudiados por críticos como Miguel Martinón, Juan José Delgado o Ernesto Suárez, entre otros.
Se incluyen dos ensayos: uno de Miguel Martinón y otro de Daniel Bernal, que nos ofrecen unos clarificadores textos sobre los diferentes poetas y poéticas de los autores recogidos en esta antología.
En el primero, titulado Viniendo a lo de de hoy, el profesor Martinón hace un recorrido por diferentes antologías y revistas que se han ocupado de la poesía canaria más reciente.
El ensayo de Daniel Bernal, La palabra naciente es, como ya se indica en se título, una reflexión sobre los poetas más jóvenes, apoyándose en algunos nombres de escritores que inician su andadura por la poesía.
Al margen de los posibles fallos y aciertos, este libro pretende dar a conocer, fuera de nuestras marítimas fronteras, una muestra lo más cercana posible a la realidad del fenómeno literario-poético en este caso de Canarias.
Cecilia Domínguez Luis: Poesía Canaria actual -Antología 1960-1992-, La manzana poética, 2016
ALMARIO es como un suspiro: se exhala a sí mismo y vuela como una pompa de jabón. Posee la brevedad, la intensidad y la ligereza de un suspiro que sale directamente del alma; con una fuerza que es, a un tiempo, delicada y explosiva. En él, su autora transmite la calidad de lo excelente: ella tiene la palabra justa y el sabor preciso. Su poesía no tiene más ambición que ser sincera. Por eso se trata de una poesía pura, hecha con la sensibilidad de lo sencillo. Su pena es una confesión apagada; su dolor es un llanto contenido. Un suspiro que se exhala a sí mismo y vuela como una pompa de jabón.
Dijo Bécquer en su Rima XXXVIII:
¡Los suspiros son aire y van al aire!
¡Las lágrimas son agua y van al mar!
Dime, mujer, cuando el amor se olvida
¿sabes tú adónde va?
Estos versos sintetizan a la perfección la energía que transmite el poemario. Las reminiscencias románticas y el sentir de la poesía pura se diluyen entre sus páginas. La poesía de ALMARIO es una poesía del aire. En ella los versos vuelan y se mecen en el viento. Por eso se cuelan entre las líneas pájaros, aves y mariposas, como cantan estos versos (pp. 18, 22 y 29):
Primero fueron los carmesíes;
luego, tus manos en mi cintura
rompiendo el azul.
Hoy me he sentado a descansar la soledad
y me han nacido violetas
los pájaros de la boca.
Me descubro en tus ojos
y veo la vida morir
en el vuelo de las aves.
[…]
Recordar que el dolor
no se va si no se olvida.
Y no olvidarte.
Ser mariposa atada a tu ceniza.
Esta condición de aire, que nace en el signo zodiacal de Covadonga García Fierro, la vuelve antítesis: ella une la alegría al llanto con total naturalidad; o el amor a la muerte, como refleja el poema de la página 23:
Cada tarde nos entregamos
a la costumbre de amarnos.
Cada tarde el amor y la muerte
ocultaban su rostro en el abrazo.
No obstante, su poesía es también una poesía del mar. Los ecos de la realidad isleña aparecen en poemas como (pp. 25, 33 y 36):
Por las veces que reprimo el llanto,
viene con su caricia
el mar hasta mis pies.
[…]
No hicieron falta
la piel de los árboles
ni la caligrafía caprichosa de la arena.
[…]
Naces en la letanía angustiosa de una tinta imborrable.
El mar me escucha.
[…]
Pero, sobre todo, es una poesía de lluvia (pp. 28 y 39):
[…]
Los sueños empañan la lluvia
del azul de tu boca.
He llorado más que la lluvia
con sus ruidosas lágrimas suicidas.
[…]
El aire, el mar y la lluvia hacen que el sentir de ALMARIO sea como una especie de ciclo del agua, donde los sentimientos se evaporan con el mar, flotan hacia el cielo y, una vez condensados en la inmensidad de las nubes, se derraman en una fina lluvia que es llanto, pocas veces tormenta (Voz de pájaro,/ mi pequeña tormenta,/ el amor contigo es un placer insoportable, escribe la autora en la página 14) y, siempre, nostalgia. Es un llanto macerado, fruto de un proceso al que nunca le queda un ápice de ira. En sus versos no hay restos de pasión o impulsos, sino un dolor callado y una ausencia asumida, devorada, rumiada y digerida, que se esparce sosegadamente sobre el papel. De este modo, en ALMARIO se conjugan la nostalgia y el abrazo. Los abrazos que Covadonga García Fierro dibuja en sus versos son como los de su cuerpo: apenas una caricia suave, con la delicadeza de la bailarina y la elegancia de lo exacto.
Pero su tristeza no es desesperanza; la delicadeza y el sosiego no son debilidad, sino fortaleza. No son símbolo de redención, sino de lucha. Así lo reflejan estos versos (p. 16):
Aunque la almohada duela a ti
aprenderé a despertar,
a no buscar a mi lado
tu respiración dormida.
La poesía de Covadonga García Fierro camina hacia adelante. Es un lamento que se sobrepone y mira al futuro. Su mirada es la de un corazón hedonista que se recrea en lo que canta. Esto es lo que justifica que la sinestesia sea una constante en el poemario: en sus versos se conjugan el amor con lo plástico, lo visual con lo táctil y el aroma con la música. Así, en ALMARIO hay poesía para todos: este libro no es otra cosa que un alma que abre sus puertas de par en par y se nos ofrece, para que escojamos en él la prenda deseada.
Covadonga García Fierro: Almario, Ediciones La Palma, 2015
Se dice que la ciudad se conforma en la mirada del que la vive y en los estados de ánimo de quien transita por ella, con sus deseos y recuerdos. Y la mirada de Juan Francisco González-Díaz, que se compone de ausencias y memoria, nos habla de cómo la ciudad, su ciudad, La Habana, experimenta cambios, silencios, colisión de cosas y de ideas.
Alejo Carpentier, en uno de sus artículos, publicado en el periódico Tiempo en 1940, y recogido en el libro El amor a la ciudad, afirma que «todos los elementos de la perfección coexisten en La Habana… Y sin embargo… La Habana es la ciudad de lo inacabado, de lo cojo, de lo asimétrico, de lo abandonado.» Y es ese sentimiento de derrumbe y fugacidad el que nos transmite el autor de Silencios, de un especial período, escrito desde la memoria de un tiempo en el que sobrevivir se convirtió en el pan de cada día.
El poeta, como dice la canción del cantautor argentino Luis Aguilé y como la gran mayoría de los que se ven obligados por unas razones o por otras, a salir de su país, no ha abandonado Cuba porque en ella, infierno y paraíso, dejó enterrado su corazón.
Además, el hecho de vivir ahora en otra isla hace que permanezca en él la noción de insularidad que le permite distanciarse de las cosas para transmitirnos la idea de alguien que estuvo allí y ya no está, pero que conserva la huella asumida como destino.
Pero ese amor a su ciudad, La Habana, y a la isla entera, no le impide ver la realidad de cada día para comunicarle a ese otro yo que lo acompaña: «Ya estás en la ciudad./ Te falta/ no confundir la brisa.»
Porque el poeta es consciente en que llegó un tiempo en el que, el caballo de San Jorge- símbolo de lucha y victoria- «pasta frente a la casa» con la resignación de quien acepta el despojamiento, sin que por ello pierda la conciencia de lo que ocurre y parezca esperar el momento propicio para rebelarse, a pesar de esos momentos de claudicación ante un tiempo oscuro donde los hombres «aceptan que el mundo sea los frijoles./Los frijoles y el polvo.»
El escritor siente que la situación se vuelve compleja y angustiosa y consigue liberarse, a veces, de ella a través de la ironía crítica que impregnan sus poemas que, en ocasiones se convierten en una sucesión de aforismos, como ocurre en el poema Divagar en el que, entre otras cosas afirma: «Muy rentable es ser verdugo/ sobre todo si se carece de oficio». No es menor la gran carga irónica de poemas como Tácticas del desgaste o Aviso, en la Oficina de Correos.
Pero la ciudad vive, a pesar de todo, aunque dejen «de ser necesarias las esquinas de los frailes», aunque por las tránsfugas vidrieras contemplemos cómo las calles, las plazas, los muros, las casa, muestran las grietas del abandono, que no es otra cosa más que el desmoronamiento de su historia.
Pero el poeta no juzga sino señala, no cae en el maniqueísmo porque es consciente de que todo cambia y se transforma, a pesar de que parezca que la esperanza se diluye y se ahogan las libertades de tal manera que «sabe tanto este hombre/ que no puede hablar», porque «no le queda nadie/ al furtivo héroe/que se bebe/ la casualidad/ conmigo.»
Ese “conmigo” nos confirma que existe un yo lírico presente en cada uno de los poemas de este libro, en los que no faltan homenajes a filósofos como Juan Bautista Vico o a mujeres tan transgresoras y provocadoras como Mary Quant. Un “yo” lírico que intenta, a través de la palabra, desentrañar el orden de las cosas, explicarse el caos que se produce en la colisión entre realidad y deseo.
Con un lenguaje elaborado donde la imagen sugeridora nos abre la puerta a múltiples preguntas, que nos descubre que la lluvia no es necesaria, ante la simple presencia de una mariposa, donde el amor sobrevuela el interrogante de «cómo sería amarte», Juan Francisco González-Díaz nos presenta su visión de un momento y un lugar precisos, pero, al mismo tiempo, atemporal y universal, con la palabra como elemento unificador y revelador que nos lleva a «la felicidad precisa» , porque sabe bien que todos nos dejamos algo en las ondulantes escaramuzas de la existencia.
Juan Fco. González-Díaz: Silencios, de un especial período, Cuadernos la gueldera, 2016
Llevamos años atravesando una crisis que tiene seguramente otros mil nombres entre los que caben estafa, engaño o robo a mano armada; una crisis que, por si fuera poco, ha terminado de abrirnos en canal con las noticias más recientes; una crisis nauseabunda, salpicada de ladrones con corbata que se creen dueños hasta de los sueños de otros. Ese robo orquestado por los poderosos de siempre, merece sin duda novelas como la última de Francisco J. Quevedo, porque sobre ese pivote gira El tatuaje de Penélope, una obra que no se entendería sin estos últimos años incomprensibles que hemos vivido y sin la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, cruce de caminos hacia tantos horizontes que sigue siendo y será por siempre, como bien demuestra esta novela, un escenario perfectamente legítimo para cualquier trama. Perfecto conocedor de nuestros narradores de las últimas décadas, Quevedo sabe mejor que nadie que muchos han regateado la posibilidad de ubicar en la Canarias de carne y hueso unas historias que parecen, en ocasiones, trasplantes mal hechos. No le sucede eso a esta novela. Atraviesa lugares tan conocidos y tan reconocibles, que no es difícil reconocer también a cada uno de los personajes que atraviesan sus páginas componiendo su singularísima arquitectura, personajes que pueden llamarse de otra manera o tener otro origen pero cargan, como tantos que conocemos o como nosotros mismos, con la dulce amargura de vivir en esta ciudad esquinada en la que, como diría Alexis Ravelo, los barrios altos son en realidad los más bajos.
Sabe el autor que las novelas protagonizadas por perdedores abren muchas más lecturas; es en la derrota y en la tristeza donde uno no tiene otra que crecerse y donde reconoce la piedra en la que vuelve a tropezar. Y así sucede en El tatuaje de Penélope. Historia de perdedores, que no de perdidos, porque, y no me hagan decir más, muchas veces están más perdidos los que se creen a salvo. De perdedores magistralmente llevados a la escritura está llena la literatura canaria, desde el Doramas de Cairasco hasta los pobres desgraciados que ennegrecen las páginas de las novelas más recientes. En Canarias llevamos siglos perdiendo y haciendo aún más grandes los interrogantes que traemos de fábrica. Cuando vienen mal dadas, aquí el golpe es más fuerte, cuando vienen buenas, aquí no llegan. Desde esta ciudad atlántica, ese grupo de perdedores encabezados por la rabiosa magia de Penélope, urden un espejo en el que deben mirarse, por primera vez en su vida, quienes nunca se han mirado, quienes han creído verse donde en realidad no estaban, quienes llenaron sus bolsillos y vaciaron su corazón.
Galdós, cuya casa acogió la presentación de la novela, también contó las penurias de otra crisis que se vio venir con la lentitud de un elefante inmisericorde. Contó una España a la que solo le quedaba la fachada. Casi un siglo después de la muerte de don Benito, Francisco Quevedo viene a decirnos que ni esa fachada sigue en pie y que solo podrán salvarse los que no pierdan la dignidad, esa que se pierde una vez sola. La novela es también una banda sonora, que suena a tango y a desesperación rabiosa, que le hace la segunda voz al mar de la Avenida Marítima y que atraviesa un merengue hipócrita bailado a muchos kilómetros del Caribe.
Quevedo, como aquel Galdós meticuloso y sabio, da voz en sus páginas a quienes ni voz les han dejado, a seres que, sin saberlo, están dando el paso más importante de sus vidas negándose a ser mercancía y enseñándonos el reverso de la vida.
Termino ya. Cuando en aquel curso 97-98 conocí al que fuera mi profesor Francisco Quevedo, hice como todos la alusión evidente al nombre tan literario que traía. Confieso que, mucho más cerca de Góngora, otro perdedor, preferiría que se llamara Luis y que fuera cordobés. Pero este Francisco Quevedo, a diferencia de aquel, no le unta a nadie las obras con tocino ni le afea su nariz imposible. Este es un Quevedo que habla de góngoras que no dejan de buscarse, como diciendo, y esta es su mayor lección, pobre de quien se cree a salvo. La única manera de estar vivo es viviendo, enfrentando la vida como se enfrenta la escritura, con esa pasión con la que espero que ustedes la lean. La única manera de estar vivo, quizá, es no dejando que otros escriban por nosotros la novela de nuestras vidas.
Francisco J. Quevedo Garcíaz: El tatuaje de Penélope, CanariaseBook, 2016
Fue realmente una satisfacción el reencuentro con Alberto Omar hace poco más de un mes en el Museo Poeta Domingo Rivero y en una tertulia peripatética que tuvo su continuidad en la calle de Triana. Sin nostalgias, casi en un santiamén, recordamos situaciones vividas en el escenario de La Laguna hace ya cuarenta y cinco años, cuando él era secretario-ayudante del rectorado y estudiante de Filosofía y Letras, y que vivíamos con más intensidad en el Paraninfo, en los pasillos, en las conferencias, en el bar de don Salvador, en los recitales del Aula Magna de Filosofía… que en las propias aulas, a pesar de que tratábamos de no faltar a aquellas, a veces mortecinas clases vespertinas.
Aquella tarde en Triana desfilaron nombres y recuerdos y pronto me comentó que a veces vivía muy desconectado de muchas cosas o acontecimientos de las islas. Eso es bueno y eso es malo, le dije. Es bueno porque su parcial aislamiento le da tiempo para crear y escribir la ya dilatada obra en diversos géneros. Y es malo porque a los transeúntes de la amistad nos priva de su entusiasmo, de su mirada y de su palabra oral que siempre circula entre la información cultural, lo creativo y el retruécano de su agudeza verbal. Es decir, que siempre es un placer estar al lado de Alberto.
De aquella conversación surgió la invitación a que estuviera en este lado de la mesa para que le acompañara en la presentación de su última novela La sombra y la tortuga. Recuerdo cuando se publicó La canción de morrocoyo, en 1972 en aquella época en que éramos felices e indocumentados, nos quedamos desconcertado por el uso atrevido del lenguaje, porque como diría años más tarde, Jorge Rodríguez Padrón, en ‚La tentación del juego‛, entre otras apreciaciones:
«Alberto Omar se decide a traspasar los límites, a salvar fronteras ceñidoras del lenguaje y la estructura novelística».
Desde entonces, algunos compañeros de aula y de pasillo empezaban a explorar la creación literaria, que luego se consolidó en la expresión de los narra-guanches. La evolución de sus autores ha tenido sus altibajos, e incluso sus polémicas como la formal y frontalmente creada a partir de una conferencia en el Casino de Santa Cruz impartida por el propio Jorge Rodríguez Padrón, aparte de las filias, fobias, celotipias, egolatrías y otras enfermedades del alma que animan el cotarro literario y que si nos ponemos serios empobrecen o enriquecen, según se mire, nuestra vida cultural y es índice de la endeblez de nuestra identidad.
Pero dejemos de lado todo ese anecdotario porque ahora parece que pintan otros tiempos ya que abundan las editoriales, hay especialistas en los géneros novelísticos (novela negra, biogr{fica, histórica, sentimental… etc.). Y en poesía los títulos han aflorado en número hasta lo indecible. La creación cultural en Canarias es copiosa en las múltiples manifestaciones: música, cine, moda, pl{stica, ensayo…y ya hay quien se queja de la cantidad de actos culturales que se celebran cada tarde en nuestra ciudad. Lo que pasa es que algún día, y ya va siendo hora, habrá que crear en los diversos géneros literarios un canon que supere los espontaneísmos y los intereses de cuadras o de grupos engreídos que haberlos háylos. Esto es asunto de otro momento y de otro debate.
Yo creo, sin ningún tipo de ambages, que por biografía creativa en el último medio siglo de nuestra cultura hay que contar con Alberto Omar con nombre propio: teatro, poesía, premios, narrativa, como acaba de apuntar Antonio Arroyo. Ahora nos pone sobre la mesa esta novela La sombra y la tortuga que, en los entresijos que propicia el género recrea una época, un espacio, un ambiente de nuestra historia social y nos aproxima a la interpretación de un siglo de la evolución de la sociedad isleña.
A pesar de que nuestra formación universitaria estuvo centrada en la filología en aquella efervescente etapa del estructuralismo, la posterior dedicación vocacional a la ‘cronistía’ nos hizo indagar de manera directa en la documentación del Antiguo Régimen, en protocolos notariales, en los hábitos de vida cotidiana, de tal manera que hemos llegado a la conclusión (aunque sea provisional) de que quien no conozca esa larga etapa de los siglos XVII hasta el XIX, se distancia de interpretar los principales fundamentos, o por mejor decir, las claves de nuestro presente socio-histórico.
La sociedad canaria se configura en esa larga etapa. Aunque ahora, en el umbral del siglo XXI, claro, vivimos un periodo de transición en el que lo local y lo global se dan la mano, han roto fronteras, las comunicaciones son distintas, las clases sociales se mezclan (observen la propia monarquía reinante…) y la sociedad se ha vuelto líquida, como dice Zigmunt Baugman.
Alberto Omar ha recreado en esta obra una etapa lejana muy hermosa. Y si es verdad que El pasado es un país extraño, como titula una de sus obras el historiador inglés David Lowenthal, el hecho de que se configure en narración le da un atractivo singular. La obra se convierte en realidad verdadera desde el punto de vista de la ficción o del juego que caracteriza la literatura en toda su dimensión.
Antes de entrar en la propia materia de la novela, permítanme que les confiese que aparte del gran atractivo que siempre he sentido por el Renacimiento, en tiempos más recientes me ha interesado ahondar en el Antiguo Régimen casi por la obligación, impuesta por voluntad propia, de escribir la historia del pueblo de mi infancia. Para ello hube de indagar los documentos del Archivo Histórico Provincial, del Diocesano y de otras fuentes parroquiales y civiles. Cada testamento era una fuente informativa para construir y narrar el pasado, que como todo producto histórico no deja de ser una narración. Pero he de confesarles también que tras pasar los días de consulta cuatro o más horas en el AHPLP en la Plaza de Santa Anta, me había quedado imbuido de una realidad lejana en el tiempo de tal manera que cuando salía a la calle, no sólo deslumbrado por el sol sino abstraído mentalmente, no sabía si las palomas tenían rabo o los perros estaban dotados de alas y plumas. Tal era el grado de entusiasmo que se había acumulado en mi mente.
Si digo esto es para trazar un paralelismo con esta obra ya que la lectura de La sombra y la tortuga me ha llevado a una experiencia similar. Pasan las páginas y cada capítulo nos deja inmersos en un mundo propio de espacios, tiempo, personajes, estilos de vida. Al ser una obra que alcanza las 508 páginas, y por circunstancias diversas vividas en las dos últimas semanas, he tenido la oportunidad de leerla en varios sitios: Aquí en Las Palmas, en La Laguna, en el avión entre islas… y cada vez la zambullida era más hermosa, más atractiva. Y ustedes dirán por qué.
Pues bien. Un texto se explica por sí mismo. No tiene nadie que venir a decirnos ni a contarnos sus valores. Pero ha querido Alberto que yo lo haga y que cuente mis impresiones de lectura. Y a ello vamos.
Casi por deformación profesional, entro con el humilde procedimiento del ya ex profesor de Secundaria, tratando de explicar con método, para dejarnos de impresionismos insignificantes, las características de esta novela, atrayente desde su propio título. Si partimos de los elementos esenciales de todo artefacto narrativo nos encontramos con los siguientes: narrador; acción o anécdota; espacio; tiempo; personajes; punto de vista; estilo y, ya a nivel de interpretación personal, su significado en nuestra tradición cultural.
Tal vez sean muchos epígrafes, pero de cada uno de ellos, y p’or cortesía a todos ustedes que están de escuchantes, solo expondré una pincelada para destacar y justificar sus valores y su significado en el interior de la obra. En síntesis apresurada, la anécdota consiste en lo siguiente:
Un personaje – narrador que se llama Liberto, que sobrepasa los cien años (como afirma en las páginas 305 y 507), nos cuenta la vida de una familia burguesa, acomodada, de la que él forma parte en calidad de sirviente/esclavo, y que se desarrolla en una ciudad isleña en fechas que según la nota inicial podría situarse entre 1670 y 1765 (a caballo pues entre los siglos XVII y XVIII).
La historia está contada en primera persona. Es un narrador testigo de los hechos en los que él participa como personaje por lo que la obra no deja de ser una biografía. Desde la atalaya de sus años, Liberto echa la mirada atrás y a través del recurso de la memoria escribe el texto. El narrador se presenta como un personaje de múltiples saberes y con formación humanística y que a sus cien años hace gala de la fijación de los hechos en su mente. Dice, al final de su escritura (página 506):
«Aquellos experimentos de aprendizaje continuo me permitieron ejercitar durante años el instrumento básico recordador de la existencia, la subjetiva memoria. Sin ella no hay vida. La vida es la memoria».
Con esa facultad reconstruye su vida en formato narrativo desde la atalaya que le da el haber estado inserto en el mismo seno de una familia burguesa que vive en una ciudad que se llama La Laguna.
La casona familiar, los esclavos y sirvientes, el convento de las Catalinas, los puertos de Santa Cruz y Garachico… la isla de Canaria. Son datos que enmarcan la acción, espacios locales, isleños, inmediatos. Pero también la obra ofrece otros variados escenarios que enriquecen la perspectiva de sus páginas con el rasgo del cosmopolitismo, el intercambio de culturas y el mestizaje de las islas en el marco del mercantilismo que se lleva a cabo en la época. Hay referencias a espacios internos de la Isla, sin entrar en minuciosa descripción paisajística de los mismos y de otros que rodean lo que es la historia de nuestro archipiélago: Sevilla, Inglaterra, Países Bajos, Europa y el Caribe, la isla de Cuba, La Habana, Berbería, la ciudad de Fes, Senegal, e incluso la isla de San Borondón.
Llegados a este punto, podríamos hacernos una primera pregunta ¿es una novela histórica? Yo no lo creo con rotundidad. Además no viene a cuento ni es necesaria condicionarla con esta clasificación. Está ambientada o extrae en cierta medida lo que podríamos denominar el espíritu de una época.
Todo texto debe explicarse por sí mismo. Y los referentes externos son otra cosa. Ya lo dice Ramón Trujillo en su luminosa obra Principios de semántica textual:
«Los textos son propios, constituyen una propia realidad; la referencia externa es una necesidad del lector, de sus limitaciones o ambiciones culturales».
Otra cosa es que el autor se haya imbuido del espíritu de una época para montar su trama. Pero aquí no hay una historia real documentada, sacada de personajes que fueron reales de nuestra historia conocida, como pudieran ser Viera y Clavijo, el obispo Murga o Juan Francisco Guillén, Nava y Grimón… para novelarlos o relatar sus avatares biográficos. Y los que en algún momento aparecen son meras referencias culturales que no condicionan la estructura ni el contenido del texto.
Alberto Omar con esta obra nos abre una ventana al pasado y sitúa una acción y personajes en un ambiente o en la vida de una familia burguesa en una ciudad isleña que en la novela se denomina La Laguna y que nosotros conocemos. Pero ello no quiere decir que un lector de Cuenca, de La Habana o de Buenos Aires necesite conocer el espacio concreto para mejor moverse por el interior de la obra. No es una obra regionalista ni costumbrista, sino que hay que enmarcarla en una producción de la cultura hispana, sin limitaciones espaciales.
La novela tiene su espacio propio, sus personajes ideados por un autor, su anécdota, su tiempo interno, y una estructura propia. Todo ello está contado por un narrador, en primera persona, que como testigo directo le da un mayor verismo al texto. Una cosa es el verismo, la apariencia de verdad, y otra es la llama verdad histórica o ajuste a unos hechos o personajes documentados. Por ello, tenemos, pues, una vez más, que distinguir los géneros para no caer en la confusión. Todos los elementos narrativos que están en esta novela son autónomos por sí mismos y no busquemos identificaciones que no vienen al caso. No es historia novelada de la manera que son, por ejemplo, los Episodios galdosianos, con referencias explícitas a hechos acaecidos y constatados en la gran historia de España.
Si los que acabo de indicar son los escenarios, no menos plurales son los personajes. Unos primarios y otros secundarios. Creo que esencialmente es una novela de personajes. Y me interesa observar la evolución de los mismos en el proceso narrativo, porque ellos no son solo los portadores de la acción sino del destino personal y del significado social de esta obra.
Los personajes o actantes están ordenados en dualidades. Una primera dualidad está constituida por el bloque culto / popular; burguesía / trabajadores o pueblo llano:
«Hubo días en la casa que entre sirvientes y jornaleros más los proveedores las entradas y salidas llegaran a más de cincuenta personas».
Y en el núcleo de la familia burguesa están las siguientes dualidades que se constituyen en dinamizadores básicos de la acción en tanto entre los mismos se crean las tensiones narrativas con notable significación. Las tensiones narrativas (he llegado a contar unas ochenta) son las que le ofrecen dinamismo y ritmo creciente a la obra y despierta de manera constante el interés y la curiosidad del lector por el desarrollo de la anécdota, que, a manera que avanza, crea un universo propio.
Hernando / Liberto: dos caracteres diferentes, consciente cada uno de su estatus, pero dependientes en grado sumo el uno del otro.
Hernando es libertino, aventurero, vividor, enamoradizo, mujeriego, un casquivano que quiere exprimir la vida. En la página 195 dice el narrador:
«Estoy seguro que, en su caso, era la pasión de vivir la que lo colocaba tan cerca de los seres divinos».
O cuando afirma (página 198):
«Hernando tenía en su condición mucho de arriesgado, humorosos, divertido, tunante y pleno gozador de la vida. Sus fechorías eran un continuo empeño de provocar de frente a la vida».
En cambio, Liberto, la sombra cuidadora de Hernando por mandato de sus padres, es prudente, espiritual, inteligente, sumiso. Sin padre conocido, y atribuido como hijo a la cocinera de la casa: «La mujer que yo tenía por mi madre se llamaba Gonzala» (El Lazarillo y la picaresca est{n presentes hasta en el estilo…). O cuando afirma:
«Ahora que escribo y vuelvo a ver aquello con las imágenes de la mente, reconozco que pude haberlo pasado mucho más divertido de como yo me las hacía. Gracias al niño Hernando mi vida fue bastante más entretenida y salpimentada que la poca gracia que yo le echaba. Porque si algún sentido del humor adquirí lo haría pasando los años, ya bien entrado en la vejez».
Dª. Ana / D. Amberes: matrimonio con intereses divergentes. Doña Ana, es bella, culta, amante de las artes, dinamizadora de tertulias culturales en su casa; Don Amberes, dedicado al negocio del azúcar y del vino, mercader de diversos productos, desde obras de arte hasta tráfico de esclavos…
Liberto /Inés: relación espiritual, unidos por la sensibilidad humana y literaria, pero que luchan-sufren (ella es monja) por la imposibilidad de ver cumplidos sus amores pasionales, ante la posibilidad de que se convirtiera en una relación incestuosa.
Dª Ana /Liberto: dependencia de fidelidad, de ama – criado, una realción de amor cuasi filial, que llegan a vivir una pasión efímera.
Don Raúl /doña Graciela. Matrimonio convencional. Él es el hijo mayor que tiene que administrar el patrimonio familiar. Ella al final de su vida atraviesa un estado de locura.
Doña Úrsula y su vida conventual, con el deseo constante de huir… hecho que intenta poner en práctica de la mano de don Jerónimo Grimón, y que al ser descubiertos le cuesta al raptor la decapitación en la plaza pública.
Un personaje singular como el Dr. Wu, médico chino, maestro esotérico y de artes marciales, que instruye a la muchachada con su sabiduría oriental.
La Consuelo, mujer libertina, que se presta al juego celestinesco de los amoríos de Hernando.
Este friso de personajes, cada uno con sus singularidades y relaciones de dependencia entre sí, crecen en el proceso de la narración y crean la solidez de la obra, una especie de universo firme que se ha forjado al amparo del núcleo familiar burgués: copiosas comidas; varios sirvientes; cocinera que es una institución: «en la cocina se cuecen también los seres futuros» (pág. 66/67); caballos y ocio; amores; viajes a Europa y a la isla de Canaria, relaciones mercantiles. Sin embargo, como veremos, en un momento determinado comienza la decadencia.
Es una novela de estructura lineal, con algunas licencias a la prolepsis o avance informativo de la anécdota que se contará en un momento posterior y a la analepsis, en sentido contrario. La obra se ofrece en capítulos titulados y cada capítulo es una ventana abierta a la novedad de uno o varios hechos. Acaso cada uno de ellos podría funcionar como autónomo, pero en conjunto se enlazan formando el entramado de la anécdota.
Como hemos dicho, la obra se cuenta en primera persona, con un estilo directo. He podido constatar, al menos a mí me lo parece, que ese vaciado que hace el narrador de su memoria está próximo a la oralidad, como si fuera consciente de que alguien está escuchando el cuento de su vida. Este hecho le da un valor de proximidad a la prosa. Sin embargo, no hay descuidos narrativos ni concesiones al costumbrismo ni lo popular. Apenas cuatro canarismos en 500 páginas, o un atinado fragmento de habla popular andaluza en boca de una sirvienta del convento, o Rosario, mujer canaria que en tres líneas expresa el habla vulgar de la dehesa lagunera.
La prosa de La sombra y la tortuga alcanza un ritmo literario propio, elegante, a lo largo de todas sus páginas, con un uso léxico innovador y creativo en la adjetivación, con expresiones oracionales que ofrecen moderados rasgos barrocos en tanto trascienden la comunicación habitual. No utilizo aquí el término barroco con sentido peyorativo, ya que no es necesariamente el recargamiento de las formas, sino la creatividad plástica, según una de las características que destaca HelmuntHatzfeld sobre este movimiento artístico:
«El Barroco fue una cultura de la imagen, con una estética teatral, con ciertos toques naturalistas, pero que expresa dinamismo y vitalidad, y la utilización del lenguaje visual como un medio de comunicación, plasmado en una concepción dinámica de la naturaleza y el espacio envolvente».
En este sentido, el narrador describe muchos hechos con una expansión sintáctica en tríadas adjetivales, de las que he llegado a contar más de un centenar.
– El chocolate me sigue pareciendo como una bebida burbujeante que me hiciera cosquillas en la garganta dándome ganas de reír, imaginar mucho y soñar demasiado, (pág. 38).
– Para que me hallara a gusto, doña Almudena me trajo una jarra de leche, una botellita de mistela y un bizcocho de masa tierna con rellenos de azahar, durazno y granada.
Habría que reseñar el sentido didáctico que ofrece la descripción de los múltiples oficios, con el inventario de productos culinarios, recetas varias; herramientas de carpintería; tipos de embarcación; medicina popular; hierbas medicinales, vestuario teatral; el ajedrez de las enfermedades, etc. etc.
Entrando ya en la parte final de esta exposición, que cubre parcialmente el acercamiento a la obra, no quisiera dejar de destacar cómo en aquel siglo, entre el XVII y XVIII, una mujer como Inés, hija del matrimonio burgués, se rebela contra la sociedad sobre la manera en que se halla la condición femenina. Así, en la página 300, se recoge la siguiente confesión, que podría suscribir cualquier feminista en el momento actual:
«Yo llevo en mi interior una porfía permanente, y que no es otra cosa que la ira contra esta sociedad que ha construido al macho prepotente colocándolo junto al poder demoledor de las doctrinas de la iglesia, que nos condenan desde el mismo momento del nacimiento a obedecerles y a mantener la boca cerrada… Seré más libre en el convento que en la casa de cualquiera siendo la procreadora de sus diez o quince hijos como mínimo! Se nos considera objetos, seres inferiores, hasta tal punto que muchos aún dudan de si tenemos alma».
Por último y como una pincelada referida al rico estilo que emana de la pluma del autor, he de destacar que la plasticidad narrativa se lograr no sólo con la adjetivación, sino con la imaginación y la ironía que subyace y se aplica a la descripción de los múltiples acontecimientos que viven los personajes.
En este sentido, como lectores de la novela, no descuiden la observación sobre el ambiente y los episodios que se viven en la cubierta de sendos barcos que hacen la travesía de ida y vuelta Canarias-Cuba. Aquí la cota narrativa alcanza lo sublime por los múltiples elementos sensoriales que emanan en su escritura. Tampoco olviden, y no me he detenido en ello, de atender las ricas comparaciones, el lirismo de ciertas frases, la prosa poética de los textos conventuales de Inés, y otros hallazgos que ustedes serán capaces, más que yo mismo, de escudriñar en estas páginas.
Asimismo, debemos de recordar que el autor es un hombre forjado en el mundo del teatro y de la escena cinematográfica. Y en esta novela no queda al margen esa cualidad de Alberto Omar. Por tal motivo, yo he querido ver (y no es imaginación propia) una disposición de los personajes en una escenografía circular. Este hecho, que no lo considero como un recurso literario dentro de la retórica tradicional, se manifiesta concretamente en lo que podríamos denominar cuadros o escenas, como pueden ser las siguientes:
– En las tertulias que se forman en la casona de doña Ana.
– En las reuniones vespertinas que se arman en las cubiertas de los barcos.
– En la descripción genealógica, endogámica, circular, de la familia Grimón.
– En el ambiente interior del convento de clausura que, aunque jerarquizado, es un mundo que se configura en unos límites cerrados, circulares.
– En la presencia y disposición de espectadores en el acto de ejecución de Jerónimo Grimón en la plaza pública.
En las múltiples tensiones narrativas que se plantean en el desarrollo de la acción hay una que marca el inicio de la decadencia y destrucción de un mundo que aparentemente es sólido. Es concretamente el homicidio de don Amberes en el viaje de regreso desde Cádiz a las Islas. La consecuente viudedad de doña Ana, que la lleva a ingresar en el convento; la enfermedad y muerte de Inés, recluida en el convento:, la destrucción de la pajarera construida con ilusión por Liberto y que puede ser el símbolo de una identidad (los p{jaros canarios…), la muerte de Genara, mujer de Terencio, que ingresa en un convento de legos; la muerte de Ramón el Cojo, un sirviente de la familia, y sobre todo, el incendio de la casona a manos de Graciela, mujer del hijo-hermano mayor, don Raúl, que se había vuelto loca.
Es pues este componente de destrucción, lo que da muestras de lo efímero del vivir, la tragedia del hombre en su existencia, que atraviesa la obra, en medio de un mundo que parece compacto. Esta percepción la tiene Liberto, el narrador, en los inicios de la obra cuando en uno de los merodeos por el paisaje inmediato a la casona se sienta en lo que parece una roca pero que no es más que la concha de una tortuga, que se mueve, hecho que lo lleva al desconcierto. El mundo y la existencia, pues, no son sólidos. De la sociedad líquida actual ya mencionamos a Zigmunt Baumann.
Aquí queda, a grandes rasgos, nuestra perspectiva de lectura de La sombra y la tortuga. Decía al principio que su título era atrayente. ¿Pero cuál es su significado? ¿Qué simbolismos ofrecen estos dos términos que el autor coloca en la portada de esta espléndida producción narrativa?
– La sombra es la no luz, lo oscuro, lo negativo, lo inasible y dependiente de algo sólido que la proyecte. El psicólogo Jung denomina sombra a la personificación de la parte primitiva e instintiva del individuo. Aunque hay pueblos primitivos que consideran la sombra como un alter ego, un alma, idea que se refleja en la literatura de las culturas avanzadas. Dice Liberto en un momento de soledad (pág. 416):
«Necesito un ser para ser su sombra. Yo había sido siempre una sombra y no me hallaba en esos momentos de quién serlo. Por eso estaba inquieto».
Y cuando parte hacia Berbería en busca de Hernando, para cumplir un mandato de su madre, cuando se encuentran le dice: «soy tu sombra y por eso he venido a buscarte».
– La tortuga, por otra parte, es un animal lento, pero longevo. ¿No habrá una relación entre el narrador, Liberto, y la propia tortuga, animal que alcanza los cien años de vida? Yo he querido ver que es símbolo de la conciencia, de un alma o espíritu, tal y como se podría deducir de un fragmento referido en la página 417, cuando, hablando en alta voz, Liberto se dice a sí mismo:
«Opté por confesar todas las experiencias de mis últimos años de maltrecha vida a la paciente tortuga. La madre Naturaleza nos muestra siempre la humildad y generosidad de todo lo que existe, la verdadera dimensión de lo que nunca muere».
Como conclusiones de lectura, entre otras que se podrían aportar con más tiempo y rigor, y con el fin de alinear las múltiples sugerencias y aportaciones que se recogen en esta obra de ficción, podemos considerarla como un hito narrativo en la tradición de la literatura que se escribe en las islas. La cosmovisión que se recoge en esta obra trasciende lo local porque los iconos que en ella aparecen, si bien tienen una marcada presencia en las islas y en nuestra historia, ofrecen una proyección universal, en cualquiera de las culturas, porque están impregnados de vida y de existencia humana. Estos iconos, extractados de sus páginas, y que a modo de mimbres son los que ha escogido el autor para construir su obra, son:
– Cosmopolitismo.
– Mestizaje cultural.
– Mercantilismo.
– Estratificación social
– Religiosidad popular
– La jerarquización de las instituciones religiosas conventuales
– Moral colectiva
– Información socio etnográfica sobre múltiples oficios y campos productivos.
– El rol de la mujer en una sociedad cerrada
– La soledad existencial
– El amor pasión / Amor divino
– Lo efímero del existir.
– La muerte…
Y otros que tal vez, escarbando, escarbando también podamos desvelar. Por todo ello, quiero felicitar a Alberto Omar Walls con mi mejor sinceridad, ya que he tratado de ser objetivo y trascender lo que puede ser el compromiso de una vieja amistad. La creación recogida en estas páginas y su consecuente lectura propician que nuestro ámbito cultural se enriquezca y, con su disfrute, todos podamos sentirnos algo más felices. Al menos así lo he sentido yo. Muchas gracias.
Alberto Omar Walls: La sombra y la tortuga, NACE, 2015