De mis hombros desciende,
codorniz de metal,
y a su nido de arena
va la muerte a incubar.
Miguel Hernández (Canción de la ametralladora)
Si empiezo este texto con unos versos de Miguel Hernández que pertenecen al poema Canción de la ametralladora, es porque es a ráfagas, esa serie de disparos de una ametralladora, como parece estar escrito este Diario de un soldado de Guillermo de Jorge.
A ráfagas de dolor y rabia por la sinrazón de la guerra, de todas las guerras, pero también a ráfagas de amor, de solidaridad y de tolerancia.
El libro, al que hace un esclarecedor prólogo el escritor Lorenzo Silva, empieza con un preludio dedicado a la memoria de un sargento de Infantería, José Antoni Abril, todo un homenaje que, además hace que presintamos lo que vamos a encontrar según nos adentremos en el difícil territorio en el que nos hace entrar el autor.
Como todo diario, los poemas empiezan señalando el día en que se escribe, en el que se cuenta lo que pasa, o la memoria de lo sucedido hace muy poco, casi nada, en el aquí y el ahora, y los dos primeros se corresponden a los últimos días «en casa» que, en un sentido más amplio, podría considerarse ese lugar libre de guerras, donde el amor se entrega y le asegura esperar su regreso. Un lugar que le sirve para afirmar su condición de soldado, con un “somos” que nos habla de un sentimiento gregario, de pertenencia. Pero llega la incertidumbre ante la partida, ante la imposibilidad de predecir el regreso. Y se produce la despedida con unos versos finales «Pero de lo que sí estoy realmente seguro es que siempre te amaré : siempre», en la que se reafirma el amor a pesar de cualquier ausencia.
Llega el espacio de la guerra y las ráfagas se tornan versos entrecortados, dispersos, como si el azar dispusiera de su colocación en la página en blanco, igual que dispone del destino de las balas y los obuses.
Es el ritual de la destrucción, de la pérdida definitiva de la inocencia; el ritual del hombre que exhausto, incluso antes de entrar en batalla, reflexiona acerca del por qué de la existencia, de cómo se ha llevado a tal extremo el odio, aun teniendo la certeza de que, su historia, cualquier historia, desaparecerá con el tiempo.
Pero ahí está el amor, como acicate y refugio, como último pensamiento, «en este instante en el /que dejo de existir para convertirme en un sol-dado/azul/bajo/la/pólvora». Versos que nos remiten, inevitablemente al poeta oriolano y a su Canción del esposo soldado en uno de cuyos versos dice: «Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas/ansiado por el plomo», y no es esta la única coincidencia con Miguel Hernández.
Los días se desgranan, ardientes como la arena del desierto que habitan los que luchan, y en el que, también a ráfagas, prevalece ese «querer /no dejar de existir».
Y así, ese hombre, en nombre de esos otros hombres «que luchan golpeando las puertas del infierno» y de él mismo, reivindica el amor, al que no le hacen falta grandes territorios, ni grandes victorias, al que, como dice Pedro García Cabrera: le «sobra espacio para vivir aun dentro de un beso de paloma».
Pero la guerra es esa realidad que golpea día tras día, y el poeta-soldado no quiere dejar escapar ni un solo segundo para denunciar lo terrible que ven sus ojos, incluso cuando se permite cierta ironía como en el poema IX que pertenece a Afganistán 0 donde escribe:
Desayunar: 2’50 euros
uniformarse:7.200 euros
arrancar un Lince LMV: 0’35 euros
conducir un Lince LMV: 300.000 euros
montar un check point de ocho horas:10 euros
masticar un chicle de la ración de combate:0’15 euros
gastar papel de folio: 4 hojas x 10 céntimos=40 céntimos
gastar pilas para el GPS: 2’35 euros
no gastar munición:0 euros
gastar explosivo plástico para detonar trampa explosiva de 20 kilos: 7’45 euros replegarnos : 0.01 euros
regresar a la COP sin novedad: no tiene precio
un desglose, a modo de factura que en su verso final nos da el exacto e inexistente- por lo infinito- precio de la vida.
Cada una de las partes de este libro viene encabezada por una cita de algún autor, muy bien escogidas por el poeta, porque o bien las confirma o las contradice en los poemas que siguen. Así la cita de Jaime Gil de Biedma «…que sea el hombre el dueño de su historia», concuerda con los deseos de quien escribe este diario- personaje que puede coincidir o no con el autor del libro-, pero no con una realidad a la que se enfrenta y en la que la derrota por el no saber qué decidir, lo conduce a un sentimiento de culpa que carga sobre sus hombros, y de la que solo puede redimirlo el amor o el recuerdo de “tu cintura de salitre”.
Ya, desde el primer poema, nos damos cuenta de que los espacios en blanco, los huérfanos signos de puntuación, solitarios como esquirlas que escapan de cualquier explosión y que se clavan en la nada o en alguien que cae, nos hablan de ese espacio aterrador y vacío de la guerra.
Las operaciones bélicas, los hostigamientos se suceden, no conceden tregua alguna, como tampoco lo hace el poeta, en cada uno de sus versos, señalándonos, como en un presagio, que «pase lo que pase, al final de este viaje, ya no seremos los mismos».
Guerra, amor y ausencia son las constantes de este libro, como lo fueron también en la poesía de guerra de Miguel Hernández, salvando las distancias espaciales y temporales, pero no el desatino. Porque a los dos les duele la guerra, porque sus ausencias son también las ausencias de todos, que se levantan contra la guerra y sus devastaciones.
La guerra, que destruye la identidad de los pueblos, que los reduce a todos, vencedores y vencidos, en supervivientes o en víctimas. La guerra con su dantesca visión de cadáveres, de trincheras, de alambradas.
La guerra que nos ausenta de todo, de los otros, incluso de nosotros mismos. Porque hay que atacar para ejercer el poder, porque hay que apropiarse de las posibles riquezas del vecino, o porque hay que protegerse de cualquier amenaza, aunque esta no sea real, aunque se invente. Y es que, como afirma el poeta-soldado, «aquí la vida vale menos que la arena», porque «vivimos como un cadáver aullando entre las grietas del silencio; somos una señal visible para las huellas de Caronte: un abismo insalvable que terminará junto a unos huesos.»
Pero aún queda el amor; no solo el de aquellos a los que tuvo que abandonar, no solo ese amor al que nombra en sus noches de vigilia, sino también el amor hacia sus compañeros, a los que, como él se embarcaron o los embarcaron en una guerra sin sentido. Un amor, que según nos dice el poeta, intenta paliar la ferocidad de la guerra, inutilizar esas armas que animalizan al hombre; un amor que hace que este poeta soldado pueda remontar el desaliento con su inquebrantable fe en el hombre, a pesar de todo.
Los días se suceden, pero todos parecen un solo día interminable y enloquecedor. Tanto que, en la tercera parte de Afganistán, que comienza con una acertada cita de Eduardo Galeano y que dice: «Estamos condenados a morirnos de hambre, a morirnos de miedo o a morirnos de aburrimiento, si es que una bala perdida no nos abrevia la existencia.», el poeta se rebela contra el cielo y afirma: «aborrezco a un dios que nos ha hecho/ a su imagen y semejanza». Tal vez y desgraciadamente sea el lado oscuro del hombre el que ha fabricado a ese dios, a su imagen y semejanza, para ponerlo de excusa a todas las barbaries.
Sin embargo, el poeta, a pesar de todo, ha decidido «creer en lo humano», intuyendo que quizá sea esta la única manera de poder afirmarse en la existencia.
Porque aún es posible porque, al final, la vida se impone por encima de cualquier obstáculo; porque el amor sigue siendo el refugio de los propios miedos y las propias incertidumbres.
El poeta afirma que no le gusta el mundo en que vive, un mundo que, día a día, con nuestros errores, hemos ido fabricando, locos y estúpidos al creernos el centro del universo, amos de la sinrazón y la soberbia. Pero, a pesar de este rechazo, el hombre, el poeta, el soldado no se resigna y quiere dejar testimonio de su lucha, de sus derrotas, pero también de su esperanza.
Una esperanza que, al final, ya de regreso con los suyos y unido a la memoria de los otros, los ausentes, le hacen -plagiando al poeta- «erguirse triunfante ante su exacta medida».
Y termino con unos versos de Miguel Hernández que, estoy segura, habrá leído y releído Guillermo, y que resume lo que este poeta nos quiere transmitir en su hermoso y terrible libro Afganistán: Diario de un Soldado: «Tristes guerras/ si no es amor la empresa/ Tristes, tristes.»
Gracias, Guillermo, y enhorabuena por este libro tan necesario.
Guillermo de Jorge: Afganistan, Diario de un soldado, Playa de Akaba, 2016
La poesía de Javier Castañeda nos habla siempre de un viaje, hacia las cosas o hacia su interior, real o imaginario, sobre todo a partir de su último libro, Cardiorazones Urbanas, publicado en 2015, que tiene como sustento el viaje a unas ciudades, cuya contemplación se convierte en poemas. Lo cierto es que los poemas de este autor trazan un mapa en el que también nos señala los espacios vacíos. Imprescindibles estos espacios, para colocar cada cosa en su sitio.
Este libro, Suturas del alba fénix, ya desde su título, nos indica cuál va a ser la ruta que el poeta impondrá en este viaje.
Todos sabemos que el ave fénix resucita de sus propias cenizas, que el alba, como el alfa, es el principio y que, una de las acepciones de la palabra sutura, nos remite a la unión en algunas cosas. Y esa unión que se produce entre el ave fénix y el alba nos puede marcar el camino a seguir.
El libro se divide en seis partes que yo llamaría itinerarios, en los que el poeta, a través del descubrimiento de las cosas, trata de encontrarse a sí mismo.
La primera parte, Antes de anochecida, y no olvidemos que esa es la hora del poniente-con la excusa de dedicar poemas a las diferentes esculturas de Villa Borghese, nos ofrece una visión sobre la belleza que perdura, a pesar de los ocasos, y cuyo canto coral conjura el paso del tiempo.
Ya, desde estos primeros poemas vemos como, al igual que en sus libros anteriores, el poeta utiliza, la reticencia, la elipsis, el discurso fragmentado, el no querer decir sino insinuar.
Elipsis que nos hablan de un aliento entrecortado en esa «quietud sin horas» dela que habla el poema Apolo y Dafne y que dice:
Ahora somos canto central.
La quietud sin horas.
La rama de vida entronizada,
sin número olvido
que la navegue sola.
Le siguen dos poemas: uno dedicado a la escultura de Paolina Borghese y otro al David que, en este caso se representa en el momento de lanzar su piedra a Goliat, con la tensión gestual que esto conlleva y que se trasluce en los versos de Javier, donde «la danza se vuelve más llana/ y las manos ya no prensan temores».
Esta primera parte termina con una reflexión sobre el paso del tiempo en el que
Un reloj palpita
el vientre blanco
de nuestros broches heridos
El escenario cambia en la segunda parte, pero no así la intención del poeta. Hasta el alba en sutura, se compone de un solo poema largo, donde la reflexión, convertida en diálogo con un tú, que bien podría ser el alter ego del poeta, se convierte en viaje interior -o al revés- Donde todo se vuelve pregunta, donde se van dejando atrás silencios, derrotas y pequeños vislumbres que animan a seguir en esta ruta de purificación y aceptación del propio destino.
Te vas y sigues yendo…
Dejando tu sombra atrasada.
En Animalogía en mordida zen, título de la tercera parte, Javier Castañeda irrumpen un mundo que por, alejado en el espacio real, requiere la utilización de un lenguaje y una estructura del poema diferentes. Como él mismo aclara, se trata de convivencias entre monjes budistas y animales salvajes. De ahí que sean inevitables los poemas cortos, algunos, a manera de haikus, con lo que supone esta forma de poema japonés en cuanto a la expresión del instante y de comunión con la naturaleza.
Así dice:
Gris sigue el cielo
sin dos metros de sus plumas
dormido.
Aquí, los espacios y las páginas en blanco que suceden a cada uno de los poemas, nos ofrecen territorios de silencio, tan necesarios para la unión con el universo y la reflexión sobre el paso del tiempo. De tal manera que nos indica cómo el amor a la vida y a lo que esta significa para nuestra propia perfección, puede llegar a nosotros, si sabemos contemplarla con otros ojos.
Se podría pensar que la cuarta parte de este libro, El sueño vive compartido, se aparta de lo hasta ahora leído, pero no es así. La elección de los personajes que reposan en cementerios londinenses y a cuyas lápidas dedica los siguientes poemas, no es inocente, sino que supone una revisión de los propios anhelos y propuestas vitales del autor. Por sus poemas desfilan Karl Marx, Sophia del Reino Unido, John Dickens o Anna Mahler, personajes singulares de la historia que se rebelaron contra su propio destino.
Llegados a este punto, quiero hacer notar la presencia de la mujer a lo largo de todo el poemario. Mujeres que pertenecen al mundo del mito como Venus, Dafne o Ceres, y otras que pertenecen al mundo real que, en su momento, les fue esquivo.
El poeta se vale de sus esculturas o sus lápidas, para reivindicar un mundo más fértil y armonioso, donde exista «un ahora de aquí sin más geografías/desorientadas», que diría en el poema dedicado a Paolina Borghese, hermana de Napoleón,o como los versos, dirigidos, en segunda persona a Sophia del Reino Unido, en la que le dice: «Aún hoy, tu paso rojo/surca mellizos despertares».
La mujer, pues, como parte esencial de un mundo por el que lucha y contra el que se rebela, en un afán por conseguir la libertad- la propia y la de los otros-, por hacer más habitable, justo y hermoso, el mundo en que vive, a pesar de todas sus derrotas.
La penúltima parte de este libro, El passegio de don C (esta C se refiere a don Carlos III de Borbón) es, de nuevo, una invitación al viaje y a la contemplación.
Esta vez se vale de los Jardines de Carseta, en la Italia meridional, donde las fuentes adquieren un singular protagonismo, tal vez porque, este elemento, unido al del agua, simboliza la fuerza vital del hombre y de la naturaleza. Además, según Jung, las fuentes se relacionan también con “el país de la infancia”, y son el símbolo de la vida interior y de la energía espiritual. De ahí que las fuentes ocupen siempre la parte central de los jardines.
En esta ocasión, son cinco fuentes dedicados a personajes o animales vinculados al mito, como la de los delfines, a la que le siguen la de Venus y Adonis, la de Eolo, la de Ceres y la de Diana y Acteón, cuyas simbologías tan unidas a la naturaleza, a lo telúrico, a la fuerza del cosmos o a la belleza, son de todos conocidas.
En este singular paseo, las fuentes parecen confraternizar unas con otras, y así se encuentras «la nueva cesta amorosa de Venus con Adonis», o «la alegría siempreviva de Ceres en paz con Eolo. Y todo ello, configurando «Otro cielo/clandestino».
El libro termina con Tránsitos contrasuelo, donde se produce un cambio drástico en el paisaje pues, esta vez, nos traslada al Central Park neoyorkino.
Aquí, la mirada del poeta, fortalecida ya en sus anteriores itinerarios y contemplaciones, puede proyectarse sin miedo desde el mirador 20 E y contemplar, desde arriba, ese capítulo final que nos deja con una pregunta ¿quién es ese paseante nº 180.034 que da título al último poema?
Tal vez el poeta prefiera dejar en el aire la respuesta y que cada cual acompañe a este paseante que continúa subiendo pisos hacia no se sabe qué lugar. Continuemos, pues, con él, su itinerario.
En un ensayo titulado Hacer, saber y juzgar, el poeta Auden dice: «…cada poema hunde sus raíces en un sobrecogimiento imaginativo. La poesía puede hacer cien cosas, deleitar, entristecer, perturbar, divertir, instruir, puede expresar cualquier matiz emocional y describir cualquier clase de suceso, pero solo hay una cosa que toda poesía debe hacer: ha de alabar lo más que pueda el hecho de ser y acontecer».
Y yo no encuentro mejores palabras para terminar esta presentación.
Javier Castañeda: Suturas del alba fénix, La página Ediciones, 2016
No me cabe la menor duda de que la poesía es un viaje de ida y que muy pocas veces la vuelta es imposible o innecesaria. Nadie quiere volver una vez haya entrado en la habitación que va a ser la suya para siempre. De ahí el juego de palabras nada inocente que da título a este poemario, Isla y vuelta —no «ida»—, indique no solo la condición insular o islosa del poeta—neologismo del Aquiles— sino de toda la poesía tal como es concebida en la obra. Vuelta, entonces, se transforma en un vocablo que alude a un estado anímico que procede de [y alude al mismo tiempo a] ese coloquialismo que impregna todo el poemario. Y también cepos, los incisivos cepos—aeropuertos, coches, barcos…— que parecen ser los medios de locomoción naturales del viaje. La poesía de Aquiles García Brito no sube a las alturas, al menos las incorpóreas. Cierto; pero algo más: nuestro poeta «está de vuelta» de tanto isloteñismo y de tanta superficialidad que supone el ser insular, y sus cloquíos—como diría Jorge Rodríguez Padrón—. De esa manera, la isla es la ida, el movimiento real del poema. Ya nos da una señal desde el principio en el haikú titulado «La poesía»: Brillo del pez/ en la red de Saussure./La poesía, Incluso en el «Deámbulo» que introduce Isla y vuelta, donde aparece el término redpescar—otro neologismo—. Forma que es red, poesía que es pez brillando en su último coletazo, entre la luz y la sombra. «Y todo es circular—u ondulante—, pues no queda más remedio que redpescar los sedimentos por el retiro de una experiencia que nada supo de espejismos» […] Experiencia en sedimentos, hechos poesía a pesar del poeta. Más no poesía de la experiencia tal como proclamaba el grupo de Luis García Montero. Solo apenas un soplo de Luis Alberto de Cuenca, Felípe Benítez Reyes… Y mucho de la poesía canaria, sobre todo de esos Caminos dispersos de Alonso Quesada que en el poema «[Caminos del mar II]» dice: «Aprende con el mar a forjar oro/ de sol en las entrañas de tu vida». La experiencia de Aquiles García es experiencia cotidiana y poética al mismo tiempo. Experiencias ambas en sedimentos, redpescados en la red de Saussure, donde nada se explica sin el otro o sin lo otro. La palabra adquiere sentido por el lugar que ocupa en el verso, por la ausencia de las posibles palabras que pudieran sustituir o evocar esa posibilidad y, a veces, por el extrañamiento que pudiera producir la junción de varias palabras que nos hacen pensar en otra cosa que va más allá de lo cotidiano o que fundan una cotidianeidad otra. Es el caso del poema «Piélago sin isla»:«El mar/es aquel otro menos extraño/que el aire».
Y, a la orilla del mar, La Ciudad, un tema que, según mi punto de vista, Aquiles ha madurado y enriquecido. Mayor agilidad, mayor salto imaginativo. Dice el propio poeta: «[…]prestos a construir esta ciudad de alambres sobre la arena que—sabes—debajo tolera los cimientos como antes tantas veces debajo».
Este sentimiento urbano de la atlanticidad de Aquiles procede de poetas como Tomás Morales; pero sobre todo de Alonso Quesada (como decía antes) y la visión crítica que aparece en las Crónicas de la ciudad y la noche. Así, Aquiles García en el poema «La retirada». dice: «has enajenado tu reserva ciudadana./Estás sólo, vecino anónimo». Sentimiento no ya de aislamiento sino de soledad, la doble soledad con su bipolaridad negativa que absorbe al individuo; pero, además, positiva, pues supone un hueco necesario para la escritura poética y la reflexión.
Esta manera singular del poeta se extiende, como en Alonso Quesada, a Madrid. Su reflexión y su modo de ver desde su insularidad crítica y reflexiva. Así lo apreciamos en el soneto «Visita a los parques»: Sin embargo, en el otro parque, El Rastro,/ el sustento vi desgarrar a un hombre,/que salvaje marcaba el territorio.
Hace tiempo, a propósito de Cabaña, el que les comenta tuvo un diálogo incesante con Carlos Edmundo de Ory. Le decía al poeta gaditano que había calles para el verso y que la esquina pensada que nos huye escarabajo decía a la aurora. Calles hasta el límite sangrando mis palabras de estío, donde rabioso el día muerde azul las aceras. Muchos años más tarde entro en las calles de Aquiles, calles de verso, desde las cuales el poeta nos dice:[…]Porque la calle es fuera/y azar la suerte/los que van a morir/ni se saludan.
Territorio de afuera de la casa que habita el poeta. Este poema, «La calle» reaparece a continuación, en página desplegable, de forma bifacial y paralela. Primero, en lo que podría llamarse poesía-pensamiento (minúsculas, carencia de signos de puntuación, en prosa sin límites como los flujos del pensar). Segundo, bajo titulares de periódico viejo y gastado. Ambas maneras constituyen visualmente el alzado de una ciudad, de un barrio. Y por debajo, tangencialmente, la calle fluye con su canción inconclusa que cierra Isla y Vuelta, entre los titacs de. Suena jazz en la bakelita de la radio, arriba, en los los palomares de las azoteas. Aquiles García deja que su verso —de forma estudiadamente inocente— vaya desplegando el arsenal de un pensamiento propio y absolutamente eficaz. Pero no hay inocencia aquí, los años y los líquenes han soltado las maromas de los norayes del sueño y el barco de su poesía orza al horizonte y a toda vela. En cuanto al léxico utilizado, admira la precisión de cada palabra, parece como si desplegara la persiana sinonímica y se quedara con el término más usual, más coloquial. Precisamente por este motivo la palabra de Aquiles le da nuevo vigor y gallardía a su verso.
Verso corto, por lo general, que va entrando como un goteo hasta formar una estalactita gigante en medio de una plaza o un otro país llamado Poesía. Decía Tristan Tzara que todo lo que nos rodea puede ser transformado en arte tan solo por la voluntad del genio creador. El único genio creador es la vida misma, el poeta Aquiles García Brito lo sabe muy bien. Entonces es cuando el verso respira por sí mismo y es capaz de andar, como en este libro titulado Isla y vuelta, de Aquiles García Brito.
Aquiles García Brito: Isla y vuelta, NACE, 2016
No se me ocurre cómo comenzar estas notas de lectura sobre Profesión de fe, de Cecilia Domínguez Luis sino con una pregunta: ¿dios es violencia? Imagino que para muchas personas, independientemente del credo que profesen y del nombre con el que se refieran a ese dios suyo, que se pueda asociar la divinidad con resulta deplorable, doloroso cuando no, ofensivo. Para otras, incluso aquellas que se declaren no creyentes, es también probable que tal pregunta provoque desazón, cierta incomodidad o disgusto. Resulta incuestionable que la religión y la religiosidad conforman el nudo más profundo de las creencias personales y culturales en la mayoría de las sociedades humanas. Permítanme dejar aquí en suspenso el desarrollo de esta premisa para plantear una segunda pregunta. Tal cuestión es la siguiente: ¿Por qué la poesía ha de servir, aún en el siglo XXI, de marco reflexivo sobre el sentido de la divinidad y de las religiones?
En realidad, que los poetas contemporáneos y actuales ahonden su escritura con las claves textuales de cierta religiosidad no es infrecuente, sino todo lo contrario. Las obras de Pier Paolo Pasolini, Alda Merini, Allen Ginsberg, Leonard Cohen, Eugen Dorcescu, Yves Bonnefoy, Ángel Crespo, Vicente Gallego, César Simón, Daniel Faria, por citar sin orden de prelación algunos nombres, son ejemplo de ello. ¿Qué busca cifrarse con la mención de lo divino?
Escribe Cecilia en uno de los textos iniciales del libro:
Ese cuerpo desnudo
lo cambiaría todo
por una voz o un grito
que conjure su miedo.
Dios es metáfora de toda palabra y la palabra es el don único del ser humano. Mas ese dios que es palabra, será siempre también imagen de un decir incierto, una palabra dubitativa, inexistente incluso: voz muda al cabo, esa que ha sido designada el vocablo mismo de dios. En todas las tradiciones judeocristianas y musulmanas, la propia esencia del lenguaje supone anudar la voz y la escritura a la referencia divina y a reclamación de un espacio espiritual de encuentro y hallazgo. Buscamos la palabra y al mismo tiempo nos alejamos de ella. A veces simplemente nos paramos a esperarla; que sea ella la que nos halle y nos viva, se haga plenitud en el texto. Así acaso, toda la poesía y todo el ejercicio del poema: la escritura siempre clamando en el desierto y el poeta que lo es sólo cuando es capaz de leer el libro que fuera el mundo, en el decir de autores como Edmond Jabes, entre otros. Claro que, como apunta el ya mencionado Bonnefoy, “Un nombre para lo absoluto no es la designación, todavía menos la celebración, es la trampa que nos tiende, ay, el lenguaje. En cuanto Dios tiene nombre el trigo arde, el cordero es degollado” (Este es un fragmento de Los nombres divinos, poema en prosa del libro La larga cadena del ancla. Traducción de Enrique Moreno Trujillo).
Hay poetas cuya escritura es fácilmente identificable. Me refiero a que, de una obra a otra, apenas hay diferencia entre los cuerpos verbales que sostienen sus poemas. A la hora de explicar estas reiteraciones es fácil escudarse en la idea del estilo propio, como si se tratase de algo a valorar en si mismo. Por suerte no es el caso de Cecilia Domínguez Luis. No creo que nadie sea capaz aún hoy de identificar en ella ese estilo o lenguaje propio. Yo, al menos, no puedo hacerlo. Me remito a la evidencia que supone, por ejemplo, las patentes diferencias semánticas y sintácticas que se dan entre los tres libros de poemas que preceden en edición a Profesión de fe: Bestiario, La ciudad y el deseo -ambos publicados en 2008- y el más reciente -de 2014- Cuaderno del orate. Cuando se le pregunta por la razón que explique esta diversificación estilística, Cecilia suele referirse a la idea de que toda obra poética tiene su propio lenguaje, que su trabajo como autora es conseguir hallar ese lenguaje requerido por cada libro. Es el lenguaje de los poemas de cada libro lo que definen el estilo.
Con todo, no quiero que lleven a engaño estas consideraciones. Profesión de fe nunca podrá ser leído como un libro orientado por la práctica de una ascesis espiritual sustentada metapoéticamente. No, en absoluto. Les propongo una imagen algo menos complaciente del libro a la vez que doy cumplida respuesta a la pregunta con la que iniciaba estos apuntes. Lean Profesión de fe como aquellas ineludibles notas apócrifas que un día pudieron encontrarse escritas en los márgenes de los textos bíblicos. En esas notas, en estos poemas, lo que hallarán es la evidencia de la figura de un dios que violenta, un dios que provoca un terrible intencionado dolor. Los poemas actúan así como memoria de las zonas ocultas de la historia evangélica y oficial. Cecilia reveló que Profesión de fe ya ha sido calificado como un libro blasfemo. Si el significado de blasmefia hace referencia a aquella palabra o expresión injuriosas contra alguien o algo sagrado (DRAE), es bueno conocer que una parte de su raíz etimológica tiene que ver con el término “reputación”, es decir la estima, la consideración que se tiene por ese algo, de ese alguien. Es, por tanto, un respeto que se alcanza, que se obtiene como consecuencia del mérito propio.
La poesía entonces desde los márgenes; poesía como voz fuera de quicio; la poesía siendo entonces, ahora sí y siempre, imagen contrariada de toda palabra que fuese dictada para ser ley y verdad absoluta. Vean así el poema número 13:
Y todas las palabras fueron nuestras,
salvo aquellas
que iban en contra de tu nombre.
Sin embargo yo sigo buscándolas
y no me importa el precio
que tendré que pagar por desafiarte.
Cualquier fe es un crimen cuando lo que la sostiene es apenas el anhelo de dominación, el afán de poder absoluto. Pero la vida es sublevación. En realidad, la vida insurrecta es la única verdadera posibilidad, a pesar de su brevedad y de su derrota o, mejor, precisamente por su brevedad y derrota. Rescatar las palabras del poder, reapropiarse de aquello que no sólo nos fue vedado sino que fue convertido en artefacto de dominio y de dolor. Esa es la razón que explica el uso recurrente de las fórmulas verbales bíblicas y de los hitos religiosos. La religión y lo eclesiástico por tanto como cuerpo textual del que Cecilia Domínguez Luis se apodera, reclamando para si todas aquellas palabras con las que la historia y sus dueños han buscado dominar e imponer.
Nos grabaste a fuego la culpa.
Culpa por ser,
culpa por estar,
por hacer o no hacer en tu reino.
Pero yo me resisto
a ser parte de tu recua de esclavos.
La palabra vivifica, no el silencio.
Cecilia ha querido hacer humano el don, aunque ello implique, inevitable, el reconocimiento del propio engaño, de la responsabilidad -individual y colectiva- en la explotación y en la ceguera. Vean el poema 76:
Se niega el pan, la sal.
En los esteros
se acumulan los números vacíos.
Se oyen tiros de gracia
y una mujer que llora.
Pero los días siguen siendo azules.
Y todavía más explícito, el poema nº 96:
Tal vez sin Ti
sea mejor despertar cada mañana,
sabiéndonos los únicos responsables
de tanta desmesura.
La violencia no es una abstracción; la violencia tiene el rostro y las manos de los verdugos y de sus víctimas. No es lo mismo responsabilidad que culpa ¿Qué sucedería si en el tercer verso de este poema Cecilia hubiera la palabra “responsables” por la de “culpables”? ¿Qué resonancias se hubieran desplegado entonces desde el texto? Con demasiada y perversa frecuencia se han enlazado dioses, acusaciones y culpabilidades. El relato de lo hecho en nombre de dios es siempre ignominioso; está atestado de sacrificios inútiles, de ausencias baldías. A medida que se avanza en la lectura del libro, dos motivos se vuelven preeminentes y fijan las claves expresas para la reflexión crítica que sostiene a una buena parte de sus poemas. Por un lado, la guerra y el sufrimiento provocado por ella. Por otro, la estafa y la ceguera enmascarada en forma de dividendos y consumo: “… / los golpes de pecho / et miserere nobis. / La mercancía / va saliendo, bendita, / de los templos”, escribe Cecilia. Así, lo divino pasa a convertirse apenas en una excusa para el humano ejercicio de un mal metódico. La figura de dios y su glorificación es, en realidad, el ocultamiento de la pérdida de la propia conciencia, el exilio de nosotros mismos.
En la iglesia católica, la profesión de fe es el credo. Profesión de fe, este nuevo libro de Cecilia Domínguez Luis, puede interpretarse como un gran poema único, es una elegía sostenida por la compasión; un poema escrito desde el vínculo compasivo con el “cuerpo vulnerable”, con los “supervivientes”, con la “memoria de este barro”, con la “perecedera realidad de la tierra”. Es, al menos yo no lo dudo, una elegía por esa perdida virtud que es la dignidad humana.
[Texto leído en la presentación del libro. Librería de Mujeres. Santa Cruz de Tenerife, 20 de octubre de 2016]
Cecilia Domínguez Luis: Profesión de fe, Baile del Sol, colección Poesía, 2016
Katherine Mansfield y Alonso Quesada, de Jorge Rodríguez Padrón, acaba de publicarse en Mercurio Editorial, en Madrid. El breve libro trae perspectivas nuevas sobre Alonso Quesada. No es raro. El autor de Crónicas de la ciudad y la noche ha crecido en significación para sus lectores y estudiosos actuales. En Alonso Quesada existe el poeta y el periodista, el autor teatral y el narrador. También es el definidor de una condición insular que sirvió de partida a las generaciones siguientes, a los vanguardistas, a los escritores de posguerra y del mediosiglo, a los animadores de la revista Fablas… En su centro está la poesía, en sentido amplio; está la creación de un lenguaje que asume riesgos, que censura e ironiza, que crea o funda la imagen del ser atlántico en su sentido más ontológico o en su ensueño identitario. También retrató a las clases populares y a las clases medias de Las Palmas de Gran Canaria, a los ingleses de la colonia o a los alemanes que llegaron durante la Primera Guerra Mundial.
El libro no sigue tópicos y propone vías poco frecuentes. Jorge Rodríguez Padrón, como Agustín Espinosa en los años treinta, es capaz de trazar una «transgeografía» de los signos creadores y de percibir los diálogos secretos con obras que están en un mismo campo de significación, aunque procedan de sitios muy alejados. Está asimismo cerca de Octavio Paz, lo que resulta natural: Rodríguez Padrón fue uno de los primeros en difundir la obra del mexicano en España.
Si Espinosa apura relaciones que sortean la sincronía o la historia, Octavio Paz hizo de ello un método de interpretación: expresiones en lenguas y geografías diversas, en siglos distintos, y autores de distinta condición pueden dialogar entre sí y ser «contemporáneos», porque los lenguajes se aproximan y expresan con similares inquietudes. Es una cuestión de sensibilidad, de formación y de escritura: si Espinosa puso en contacto a Antonio de Viana con Walter Scott y Unamuno, Octavio Paz desplegó analogías y puentes que hicieron más comprensible la aportación de un creador en el dominio del arte o de la literatura. Este es el camino elegido por Jorge Rodríguez Padrón: en principio nada parece indicar que una neozelandesa y un canario puedan tener algo en común. Sin embargo, se trata de mirar con atención, de ver los lazos históricos o los más secretos, de establecer vínculos y analogías. Se trata de tener una mirada que observa la salida a la superficie de una cultura que no soslaya lo desconocido, los signos que destellan cuando se vislumbran las correspondencias.
Jorge Rodríguez Padrón establece, en efecto, los vínculos entre la neozelandesa Katherine Mansfield (1888-1923) y el canario Alonso Quesada (1986-1925), escritores estrictamente contemporáneos. Coinciden en sensibilidad, en la actitud ante la expresión y en la conciencia de los límites con que unos personajes o una obra se unen al tiempo. Los dos sintieron una soledad que llevaba a sortear hábitos en lo social y situarse ante el vértigo de una angustia que tiraba de los pies. Era una sensación compartida desde finales del siglo XIX: la anonadante fuerza que mutó la expresión moderna y condujo a territorios inesperados.
Los dos tienen que ver con el mundo colonial inglés, tienen como referencias a escritores ingleses. Mansfield vivió en su isla, en el Reino Unido y en otros países de Europa; Alonso Quesada vivió entre los ingleses de la colonia, quiso ir al continente aunque cuando llegó a Madrid sus sueños se disiparon; ella describió sitios que le gustaban a los ingleses; Quesada habló de Smoking-Room y de las inquietudes del hall desde su ínsula lejana.
Los dos, además, conocieron de cerca, hasta el fin, la experiencia de la tuberculosis y amaron la vida intensamente, incluso hasta lamentarse. Los dos tuvieron que afirmar una identidad a través de enmascaramientos, cuando la crisis de fin de siglo y la Primera Guerra Mundial pusieron todo boca abajo. Las máscaras estuvieron asimismo cerca. Conocieron la experiencia que venía de Robert Browning y que se adentraba por los cauces del drama de la identidad en el siglo XX, en Pound o Pessoa (otro anglófono), esto es, en aquellos que, como Quesada, percibieron las personae: un mundo donde la identidad se tensa o se destruye, pero que puede sobrevivir a través de disfraces y rostros que singuen hablando de la vida, vengan del pasado o surjan del presente.
Mansfield y Quesada dejan a la vista las costuras frágiles de un sujeto que ya aceptaba el destino en la dispersión. Compartieron también algunos otros signos: pasajes de erotismo y referencias a un espacio que constituía el panorama espiritual de un insulario. En los textos de Quesada no es difícil hallar alguna inglesa equivalente a Harry Kemper. No es raro encontrar cómo se recorta la identidad de los personajes en su aparente cotidianeidad para que aparezca lo que cada uno es bajo la sociedad contemporánea, en Nueva Zelanda o en Gran Canaria, o en las capitales europeas: un individuo que va solo en su deseo de ser algo más, a veces otro. Mansfield y Quesada comparten la experiencia de la insularidad, del mar, de la playa, del puerto. Cualquiera de ellos pudo escribir: «En este instante de tinieblas, el ruido del mar retumbó, profundo y turbado. Luego, la nube se fue a bogar a lo lejos, y el ruido del mar se convirtió en un vago murmullo, como si despertase de un sombrío sueño».
Katherine Mansfield es una escritora que ocupa un lugar excéntrico en la literatura en lengua inglesa. Muy pronto, no obstante, fue conocida: en español Leonor Acevedo, la madre de Jorge Luis Borges, tradujo en 1943 para Losada En la bahía, Preludio, Garden-party y Las hijas del difunto coronel. Quesada es más desconocido. Su obra, no obstante, sigue abierta al estudio y a interpretaciones que sortean enclaustramientos nacionales, como en este pequeño libro de Jorge Rodríguez Padrón. El autor, sin duda, tiene destacados precursores, pero es el primero en apurar el diálogo entre contemporáneos de lenguas y geografías diversas, enlazados por su sentido insular, su libertad expresiva y su manera de vivir y de morir.
Jorge Rodríguez Padrón: Katherine Mansfield y Alonso Quesada, Mercurio , 2016