Sr. Profesor el Hadji Amadou Ndoye

Por Nicolás Melini · Trasatlántico

Por Nicolás Melini


Es extraño para mí hablar sobre El Hadji Amadou Ndoye. Comienzo a escribir esto sentado junto a un butacón en el que él se sentó alguna vez, en casa, en Madrid, y nunca pensé que me encontraría en esta tesitura, y menos tal día como hoy, en 2013, tan pronto. Como bien saben, el profesor Ndoye falleció –aún no se había jubilado de su trabajo del Departamento de Español en la Universidad Cheik Anta Diop de Dakar—, demasiado joven, a los 65 años de edad, aún no hace un año.

Cuando pienso en él y entrevero su gesto, su forma de hablar y estar, comprendo que El Hadji Amadou Ndoye era un hombre reflexivo, así como portador de una honorabilidad y una bonhomía que, tras haber conocido a muchos senegaleses, me resulta familiar, aunque en su caso estas llegasen algo más lejos debido a su educación y su claridad de principios.

Senegal es un mundo más “sólido” que el nuestro en la actualidad, y por ello lento, ceremonioso. No sé si han tenido ocasión de ver alguna ficción audiovisual dirigida al público televisivo senegalés: nada que ver con los audiovisuales de ficción “occidentales”. Se trata de una sucesión de largas escenas en las que alguien se dirige a la casa de otra persona, es recibido, acomodado, agasajado; luego, el visitante hace una larga exposición y plantea al anfitrión lo que ha venido a decirle o pedirle; y así describiendo minuciosamente los instantes que jalonan el clásico melodrama de culebrón, pero en una diluida baja intensidad, donde el melodrama queda muy al fondo, detrás de las buenas o malas maneras de los personajes.

Pero Amadou Ndoye –que era un buen representante de las buenas viejas maneras del África del oeste—, además, concluyó su carrera universitaria en Lyon, Francia, y desarrolló su vida profesional en Dakar –ciudad de dimensiones importantes (dos millones y medio de personas), con posibilidad de cierto cosmopolitismo—, en un país, Senegal, en el que conviven unas 20 etnias distintas con sus propios idiomas (y quien dice idiomas dice concepciones del mundo), y además en el ámbito universitario, en modo “literatura española e hispanoamericana”, es decir, abierto a un territorio vastísimo, el de la lengua española que, como saben, es una gran patria.

El profesor Ndoye tuvo tres educaciones distintas: primero, la tradicional, impartida en casa por sus padres y abuelos, completamente oral, basada en acertijos, refranes, fábulas, juegos de palabras, etc. La segunda, ya que era musulmán, la educación coránica, impartida con torpeza en base a memorizar las suras en árabe (por lo que no consiguió hablar árabe, aunque sí desarrollar la memoria, algo que luego le vendría muy bien, según sus propias palabras). Y la tercera, la educación francesa, en la que también le enseñaron inglés y otro idioma, el español, para ya en la universidad aprender también portugués, porque era un forofo de la selección brasileña de finales de los 50 y principios de los 60, de Pelé.

Así que el profesor Ndoye era un africano wolófono, francófono, arabófono, anglófono, hispanófono y lusófono, nada menos; musulmán y perteneciente a la etnia Lebu. Una etnia muy particular, porque –también en sus propias palabras— hasta el siglo XVIII los Lebu convivieron con los Wolof, se rebelaron para no pagar una serie de tributos y se alejaron hacia la península de Cabo Verde, y, en el camino, se mezclaron con los Serer, de ahí que en la actualidad los Lebu compartan palabras, expresiones y algunas costumbres con estos. Por cierto, los Lebu, la etnia del profesor Ndoye, es política y económicamente preponderante en Dakar, y me cuentan que su wolof es más arcaico de lo habitual.

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En las Islas Canarias en las que yo me crié –en La Palma, durante la década de los 70— no veíamos negros más que por la tele: negros norteamericanos; pandilleros, humoristas, y ya en los 80, Tina Turner…, amén de los africanos esclavizados de la serie de televisión Raíces. Si los niños de aquellos años hubiésemos visto llegar a un negro subiendo por la carretera –como por otra parte solía suceder con blanquísimos turistas alemanes— no sé lo que hubiera pasado; tal vez lo que me han contado que aún sucede en aldeas de cualquier rincón de África cuando los niños ven aparecer a un blanco: hubiésemos salido corriendo, hubiésemos huido despavoridos, tal vez habríamos corrido a casa para contarlo.

O, tal vez, hubiésemos corrido tras él cantando “¡Negro!”, “¡hola negro!”, todos los niños arremolinándose “¡negro, negro, negro!”, exactamente igual que me ha pasado a mí en Senegal, ya de adulto, todos los niños corriendo detrás de mí, arremolinándose alrededor mío, gritando “¡tubab, tubab, tubab, tubab, tubab!”. Sé que no hubiese sucedido lo mismo en esta ciudad, por ejemplo, en Las Palmas, en la que ya en los 70 existía una gran colonia de africanos, pero lo que sí igualaba a toda Canarias por entonces era una voluntad económica y política de ocultar a sus ciudadanos el lugar que las islas ocupaban en el mundo, haciendo desaparecer el continente africano de los mapas, cuando no situando las islas en un improbable aparte allá en un córner del Mediterráneo. Nos querían españoles, luego nos quisieron europeos; la gran mayoría de nosotros nos queríamos españoles, y luego, también, nos quisimos europeos. Para mi generación de canarios, en un altísimo porcentaje, África no estaba ahí.

Cada vez que nos topábamos con la visión de ese continente en el televisor nos hacíamos la falsa idea de que no teníamos nada que ver con este. Creo que es algo que nos explica mucho de lo que somos hoy, de nuestros anhelos e incomodidades y sorpresas y despertares de ahora. También explica en parte lo que el profesor Ndoye es para nosotros, para la literatura de las islas.

Curiosamente, en la historia reciente hemos asistido a la llegada a las costas insulares, en pateras o cayucos, de grupos de negros de África en busca de una oportunidad de desarrollo personal, y una parte de la sociedad ha reaccionado empavorecida, como si se tratase de fantasmas, de zombis de ultratumba, de gentes que venían del más allá del final del mundo. Todavía recuerdo con estupor la portada del periódico Diario de Avisos en la que figuraba el presidente Paulino Rivero, de pie en un muelle, con mascarilla, mirando con aprensión, a cuatro metros de distancia –sin atreverse a acercarse— a un africano recién llegado en cayuco que, tendido en el suelo, desfallecía de cansancio e hipotermia. La foto del Presidente en la portada del diario lanzaba un mensaje claro a la población: teman, sientan asco, alármense. Pero tiene su envés para quien quisiera verlo: fascínense, investiguen, descubran, ábranse, desperécense, creen.

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Sin embargo, el profesor Ndoye llegó mucho antes, y por otros medios, fue un aparecido distinto que estos otros, vino del más allá del final de nuestro mapa, de la zona ciega de nuestra cartografía, y traía noticias de nosotros, es decir, de los escritores nuestros de los 70, en un tiempo en el que la maltrecha autoestima de los isleños y de su literatura anhelaban fervientemente trascender alguna de las fronteras de esta tierra.

Fue un hecho insólito, surreal e inesperado: un negro del África se interesó por nosotros.

En el caso de quienes anhelaban algún reconocimiento exterior solo cabía la posibilidad de acogerlo, atenderlo, escucharlo, traerlo para que nos dijera… (en Canarias hemos padecido una necesidad casi existencial de que nos hablen de quienes somos); en el caso del Sr. Ndoye, sin embargo, debió de tratarse tan solo de un paso lógico en el devenir de su hispanofilia.

Como bien recuerda el periodista Carlos Fuentes en su artículo tras la muerte de Amadou Ndoye, de título “El profesor de español que bailaba cha-cha-cha”, ese devenir comenzó en la adolescencia y a través de determinada música:

“Solía decirlo con una sonrisa: “la letra con música entra”. Antes que profesor y apóstol del español en África, Amadou Ndoye (1947-2013) fue un hijo de su tiempo. Y un joven en un mundo de esperanza marcado por la independencia de Senegal en 1960. En aquellos días (y noches) de efervescencia empezó a familiarizarse Ndoye con el idioma castellano, al que siempre se refería como “la lengua de Cervantes”. Pero no fue un libro el que puso la semilla hispana en el futuro profesor de la Universidad Cheik Anta Diop. En Dakar, como en otras capitales africanas ya emancipadas, los bailes populares solían estar animados por ritmos latinos y un estimable puñado de discos singles americanos. Como retrató Malick Sidibé.

Era, principalmente, música cubana que llegaba por dos vías: con los marineros senegaleses que cruzaban el océano Atlántico y con la influyente presencia político-militar cubana en el continente. “Escuchábamos música en español y queríamos entender a los cantantes, a Benny Moré, a Abelardo Barroso, también al Trío Matamoros”, recordó en entrevista con este cronista en 2009. Porque Amadou Ndoye, además de maestro del castellano en Senegal, era un bailarín de cierta destreza. Conocía, y bailaba, son montuno y timba, pero también algún chachachá legendario. Ya fuera en un rato libre en México o en la fiesta de clausura de un congreso en Colombia.

Daba gusto escuchar su alegría por la influencia latina, y española, en el universo cultural africano. De las huellas en Nicolás Guillén (Songoro cosongo) al nuevo hip hop combativo de Didier Awadi, sin olvidar a los pioneros de lo latino en África, la todopoderosa Orchestra Baobab. Fue un lujo compartir ratos de escucha con la Orquesta Aragón (“ya casi son africanos”, bromeaba), entre café y café, con los recuerdos de los días felices bailando en la memoria. Buen viaje, Amadou”.

También mi actual compañera, Mama Diédhiou, bailaba aquellos discos con su padre, subiéndose de niña a sus pies, en el cuartel de Dakar donde se crió. Se trata de algo, aquella música, que Canarias compartió y comparte en la actualidad con el África del oeste y, sin embargo, parece que nunca lo supo, parece que aún no lo sabe, aunque ahora esté Carlos Fuentes para contárnoslo y siempre hubo alguien que tuvo algún atisbo.

Amadou Ndoye se hizo “apóstol del español” en África, primero impartiendo clases de traducción, gramática histórica y literatura española e hispanoamericana en la universidad y, después, indagando en la literatura de las islas Canarias porque, en sus propias palabras –pero prestadas de Agustín Espinosa—, las islas se encuentran “a un tiro de piedra” del continente africano, y, también, porque se dio cuenta de que nadie lo hacía. Se lo contó así al periodista Eduardo García Rojas:

“Entre 1966 y 1967 y mientras estaba en la Universidad de Dakar, tuvimos a un lector canario, Juan Manuel González, que junto al director del departamento, puesto que ocupaba un francés, nos animó a traducir del español al francés poemas de escritores canarios como Pedro Lezcano, Pedro García Cabrera, Pedro Perdomo Acedo y así fue cómo tuve acceso a la poesía canaria por primera vez. Más tarde tuve la oportunidad de viajar en 1985 a Tenerife, invitado por un encuentro Canarias-África organizado por la Caja de Ahorros, y en el que me tocó hablar de literatura española y me regalaron una serie de libros que tras ojearlos me hizo entender que hubo una narrativa canaria de los años 70 entre cuyos autores estaban, entre otros, Juan Cruz, Alberto Omar y Fernando Delgado, y como estaba buscando tema para la tesis de doctorado, pensé, he encontrado un filón porque esa literatura no se conocía en los países del África francófona y me puse a estudiar textos de Luis León Barreto, Juan-Manuel García Ramos, Víctor Ramírez, todos los autores de los setenta en Canarias, desde la dictadura a la dictablanda y la Transición. También lo que vino después, en los ochenta, lo que contribuyó a que entendiera a Canarias porque me obligó a remontar a su pasado literario. Es decir, Viera y Clavijo, Cairasco de Figueroa, casi todo lo que se escribió en el siglo XVI hasta los setenta”.

En 1998, el profesor Ndoye defendió en Toulouse, Francia, una tesis de Nuevo Régimen: “La narrativa canaria del 70 (1975-1985)”. Ese mismo año 1998 presenta en Las Palmas su libro Estudios sobre narrativa canaria (Baile del sol, 1998), y en dicha presentación, según sus propias palabras, un señor se le acercó y le propuso –de parte del periodista grancanario Federico González Ramírez— colaborar en un periódico que comenzaba su andadura: La Tribuna de Canarias. El periódico no duró mucho, un par de años, pero lo suficiente para que de esas colaboraciones periodísticas saliese su libro “A un tiro de piedra” (Baile del sol, 2006), y hay que decir que la presencia de Ndoye en sus páginas significó un pequeño hito en la prensa insular.

No parece que encontrase mayor dificultad en la tarea de escribir aquellos artículos desde Dakar; además, aprovechó la oportunidad para, sobre todo, abordar temas de África que no solían tener cabida regularmente en ese tipo de espacios en los medios de Canarias. Esa colección de 61 artículos suponen una buena muestra del pensamiento del profesor.

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Está en estos artículos el Amadou Ndoye político, el de los principios, el que tiene tan plena conciencia del lugar que ocupa en el mundo, el de ideas, el hijo de la descolonización que observa cómo su país, lejos de emanciparse, se sume en una segunda colonización que es de influencia, económica, bancaria, con el FMI y unos cuantos más al fondo, y aún peor en aquellos otros países descolonizados donde hay riqueza (diamantes, petróleo, coltán); se encuentra ahí el profesor Ndoye que observa cómo aquí se manipulaba a la opinión pública retorciendo por interés político el significado de la llegada de los cayucos, obviando que una de las principales razones ha sido la desaparición de la pesca en las costas de Senegal por culpa de acuerdos internacionales que han permitido a grandes barcos esquilmar la zona.

También se encuentra en esos artículos el profesor Ndoye que se pregunta por la necesidad de una Justicia Universal, que ofrece una versión de cómo es eso de enseñar español en África, o cuestiona el empecinamiento canario de darles la espalda.

Le cito:

“Los isleños le dan la espalda a África y tienen la mirada puesta en Europa y América. Si visitaran Dakar se enterarían de que los alisios que soplan sobre el Archipiélago refrescan a la capital de Senegal de clima parecido al de las islas entre noviembre y mayo. Se percatarían si viajaran un poco de que en el África subsahariana –Gabón, Costa de Marfil, Camerún, Benín, Senegal— se estudia el idioma de Cervantes y de Alonso de Quesada. La insularidad les parecería un vestidito estrecho que se quitarían momentáneamente. ¿Saben los canarios que Dakar está más cerca de las islas que Madrid? ¿Que de noche se puede escuchar en Dakar Radio Nacional de España como en San José o en Taco? Mientras tanto, siguen soplando los alisios sobre las costas del Atlántico.”

En lo referente a lo que el profesor Ndoye escribió sobre la narativa canaria de los 70, hay que observar que comienza su libro Estudios sobre narrativa canaria (Baile del sol, 1998) con un texto sobre la novela Faycán, novela de los años 40 de Víctor Doreste, en lo que no parece en absoluto un gesto arbitrario ni casual. El texto de Ndoye se titula “O el viaje de retorno al rompecabezas de la identidad canaria”, y le sirve para cifrar el “condicionamiento del canario”: “Un pasado de golpes, humillaciones, torturas y represiones”, y cita el relato:

—“Los perros hemos nacido para adular y para morder al enemigo del amo”.

La gracia del asunto es que se trata de una alegoría narrada por un perro vagabundo de pura raza canaria, una fábula de apariencia inofensiva, pero el profesor desentraña su sentido escondido (¿tal vez demasiado duro y desagradable como para ser contado sin ambages en los años 40?), y pone el foco en todo lo que tiene la novela de radiografía velada de los orígenes de la identidad insular y el efecto devastador que el sometimiento antiguo ha producido sobre el carácter de las personas en el presente.

En la última página del libro, el profesor nos ofrece la clave de por qué ha iniciado el libro con Faycán. Dice: “El papel de la historia en las pautas de conducta y la neurosis está confirmado por un estudio de Quevedo Suárez […] si ha desaparecido oficialmente la esclavitud como institución sigue viviendo agazapada en los pliegues de la idiosincrasia”. Regresando al primer texto del libro, y refiriéndose a Faycán, dice Ndoye: “Al canario sojuzgado y desposeído lo socializaron infundiéndole una mentalidad de esclavo”, y cita un fragmento en el que el perro nos ilustra sobre su educación: “Cuando crecíamos lo suficiente, muchos de nosotros ingresábamos en un colegio, donde nos enseñaban cosas utilísimas y, sobre todo, la manera de tratar a nuestros amos”.

Se trata de un perro. Y se trata de un canario. Can (ario).

Podemos afirmar que el profesor Ndoye encontró en la narrativa de Canarias un tema afín, y lo mismo que se interesa por lo de africano que hay en la toponimia reflejada en Faycán, también se tiene en cuenta a sí mismo cuando aborda el tema de la esclavitud de los canarios y cómo esa herida se extiende hasta el presente e impregna la literatura. En cierto modo, al acercarse a nosotros, nos acercó a sí mismo, a su continente.

Mi generación, por ejemplo –esto no lo dice el Sr. Ndoye, sino yo—, que es una generación que ignora con cierto desparpajo este pasado de esclavitud (y gracias a ello ha podido desembarazarse solo en parte de algunos sentimientos incómodos, por no decir desagradables, o al menos de la mayor parte de su intensidad), aun reproduce comportamientos que en ocasiones pueden producir hartazgo: una quejumbre injustificada, cierto victimismo, cierta necesidad de que nos digan quiénes somos, refuercen nuestra identidad o, simplemente, nos halaguen los oídos diciéndonos qué inteligentes y qué guapos somos… Aun no siendo muy conscientes de ese pasado de esclavitud, servilismo e indignidad, se observa en los canarios una necesidad de dignificarse equiparable a la de otros pueblos desposeídos.

En Canarias ha habido y hay artistas muy conscientes de esa necesidad canaria, que ellos mismos portan; algunos la utilizan a su favor, masajeando egos y aliviando la autoestima del público insular para obtener su atención o crear expectativas sobre sí mismos; otros huyen de esa carga, se desmarcan, reaccionan; demasiados pocos son ajenos u operan por libre de esa rémora de indignidad que proviene del pasado.

Pero también estas cosas de la idiosincrasia han traído comportamientos inteligentes. Por poner un ejemplo, recordaré algo muy palmero, y que el escritor Anelio Rodríguez Concepción suele reivindicar: es lo que podríamos denominar “hacerse el coño”. Esto es, cuando alguien tiene un comportamiento poco inteligente y agresivo contigo, ser amable, adularlo, agachar la cabeza y sonreír, hacerse el tonto, hacerse el coño, quedar por debajo para sobresalir por encima. Es todo un arte.

En cualquier caso, no es de extrañar que el profesor Ndoye nos tuviera calados, me recuerda Mama que en el comportamiento y la gestualidad corporal de muchos blancos al encontrarse con un negro puede observarse muchas veces que espera que el negro adopte una gestualidad servil, y si el negro no la adopta, muchos blancos se soliviantan íntimamente, y, automáticamente, sienten antipatía por esa persona. Lo mismo, muchos negros, africanos o no, incurren en esa gestualidad servil frente a los blancos, y ahí está también esa actitud extremadamente arrogante y exhibicionista de muchos negros norteamericanos para ilustrar otro posible estadio de la cosa.

Volviendo a su libro, siempre que me encontré con el Profesor, en algún momento, se acordó de Víctor Ramírez y J.J. Armas Marcelo. En este libro le dedica tres trabajos a cada uno de ellos, seis trabajos en total que suponen prácticamente el corazón del libro. Creo que es evidente que tenía un especial interés por la obra de estos dos autores.

En uno de los trabajos dedicados a Armas Marcelo comienza diciendo:

“Aunque ustedes puedan mirarme como un ejemplar raro, exótico y sorpresivo de africano que se interesa de manera casi milagrosa por la literatura canaria mientras su continente se desangra en las atrocidades y pesadillas del hambre y las guerras fratricidas, me reconozco en los fantasmas y demonios de J.J. Armas Marcelo […] J.J. Armas Marcelo es contemporáneo mío y nuestras vidas han sido paralelas hasta cierto punto. Para mí, leer a J.J. es recrear parte de mi vida.”

En la obra de Víctor Ramírez, por otro lado, parece encontrar el alma de ese canario herido que introduce a través de Faycán, y cuando desgrana Arena Rubia y otros relatos aparecen párrafo a párrafo todos los síntomas de algo que él conoce tan bien por su condición de negro africano: 1) la herencia del miedo; 2) la cobardía;  3) lo de fuera, mejor; y 4) el pesimismo.

Cuando el profesor Ndoye se adentra en la poesía de Juan Manuel Torres Vera (Nunca fui a Garatusa), lo primero que señala es un “consejo” que dice que el poeta se permite solo murmurado:

“Olvídate si quieres encontrarte. Abraza esa piedra y estamos en camino infinito. Chijeré”.

Y de J.J. Armas Marcelo le interesa que, si tuviera que escoger entre España y América, no lo conseguiría. Acaso encuentra ahí una válvula de escape hacia lo ancho del mundo en español similar a la suya propia, lo que asocia a esta afirmación “identitaria” del autor:

“Fuimos y somos criollos raros, sin apenas tenerlo en cuenta, como quien no quiere la cosa, y pese a nosotros mismos y nuestras máscaras temporales; fuimos y somos jugadores empedernidos de la baraja americana, desde la nada de Las Alcaravaneras a lo que hoy se llama Playa de las Américas; fuimos y somos Lopes de Aguirre anónimos, sombras inmutables de Vieras y Clavijos contenidos y extrañamente tímidos, Condes don Julián de patios interiores que no sólo nunca vendimos nuestro Tánger imaginario sino que nunca nos atrevimos a dar el triple salto mortal y el grito de la gran traición necesaria frente a los que nos enseñaron lo que éramos y nunca habíamos sido. De ahí la Historia, la Literatura, y nosotros”.

En definitiva, le interesa al profesor Ndoye lo que la literatura insular ha manifestado acerca de esa identidad canaria que describe Armas Marcelo, una identidad compleja y lastrada, y por ello concluye su libro con un texto de título: “El tema de la esclavitud a través de la narrativa canaria contemporánea”, relacionando definitivamente ambos pueblos, el canario y el africano. La estructura del libro no es casual ni inocente, estructura para decir, por supuesto en cada capítulo encontramos el análisis de las obras, pero comienza con la identidad maltrecha del canario, escoge obras mediante las cuales hacer un seguimiento del tema, y concluye con la esclavitud.

En este cierre del libro señala:

“Antes que los negros, los guanches salieron del archipiélago como esclavos rumbo a los mercados de Sevilla y Valencia”.

Hasta finales del siglo XIX, la esclavitud

“era la base del sistema económico y político en ambas orillas del Atlántico”, y “no nos andemos con rodeos, la burguesía canaria de la segunda mitad del siglo XIX se opuso de modo tajante a la abolición de la esclavitud”, y “todas las instituciones oficiales peninsulares e insulares, en sus respectivos informes, califican a la esclavitud de inmoral, injusta, detestable, etc… la condena al mismo tiempo que desean manifestar su necesidad. […] El hombre debe ser libre según el derecho de gentes, pero no hay que cuestionar el concepto de propiedad privada”.

Sigo leyendo:

“La presencia de esclavos en el archipiélago durante 4 siglos ha dejado huellas –¿precisas?, ¿difusas?— en la conformación física, cultural, religiosa y psicológica del pueblo canario […] Lo seguro es que muchas familias isleñas actuales muy ufanas de su abolengo han sacado sus riquezas del comercio triangular. ¿Cuántos caserones de Tenerife y Lanzarote guardan en el silencio de sus mazmorras los gemidos de esclavos arrancados por la fuerza de la tierra de sus antepasados?”.

Hasta aquí han de llegar mis palabras sobre el Profesor hoy. Espero que hayan sido lo suficientemente ilustrativas.

Versión abreviada de la conferencia impartida para la Cátedra Vargas Llosa en la Universidad de Las Palmas en noviembre de 2013 con motivo del homenaje tras el fallecimiento del profesor Amadou Ndoye

Fotografías: Ecos Cotidianos y Canarias3puntocero

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