Introducción

La narrativa canaria anterior a la denominada “nueva narrativa canaria” supone una importante producción, aunque aislada y puntual según las épocas, que sin llegar a conformar una tradición narrativa de igual naturaleza, pero sí tradición y constante en sus circunstancias, debe considerarse predecesora, en su conjunto, del fenómeno de los setenta. La consideramos merecedora, al menos, de una denominación, acertada o no, pero identificable, de “vieja narrativa canaria” o “narrativa canaria anterior”. Con esto queremos decir que la novela canaria no nació en los setenta, aunque sí que se consolidó en esta década.

Al hablar de la narrativa anterior iniciamos el viaje con Bernardo González de Bobadilla y sus Ninfas y pastores de Henares de 1587. En la Ilustración nos vienen a iluminar las Cartas de la Corte de Madrid (1745) del Vizconde de Buen Paso y el intento juvenil de la Vida del noticioso José Sargo (publicada en 1983) de Viera y Clavijo. Hasta Galdós, con o sin Canarias, más bien con su brillante universalismo, no encontramos un nombre tan potente y visible, pero hallamos las bibliografías de Pereyra de Armas, Désiré Dugour, Nicolás Estévanez, Francisco González Díaz, Miguel Maffiotte, Agustín Millares Torres, Rafael Martín Neda, Aurelio Pérez Zamora, Claudio F. Sarmiento, los hermanos Luis y Agustín Millares Cubas, Guillón Barrús, pseudónimo de Luis Rodríguez Figueroa, Rafael Mesa y López, Secundino Delgado, el desconocido Calicrates Temisdemos, Enrique Nácher y Francisco María Pinto de la Rosa. Además de Miguel Sarmiento, Leandro Perdomo, Ángel Guerra, Benito Pérez Armas, Claudio de la Torre, Josefina de la Torre, Alonso Quesada, la episódica Máxima culpa (novela a escote escrita por once autores y aparecida en La Prensa en 1915), la posterior Faycán de Víctor Doreste en 1945, José Antonio Rial, Manuel Socorro y Nivaria Tejera. También los hitos de la vanguardia que suponen Guanches en el cabaret (1928) de Elfidio Alonso y las sobresalientes Lancelot, 28 ̊- 7 ̊ (1929) y Crimen (1934), ambas de Agustín Espinosa. En este punto habría que exhumar la novela de Pino Ojeda, Con el paraíso al fondo, que resultó seleccionada para el Premio Nadal de 1954, y Stefanía (1959) y Cartas en el crepúsculo (1962), las dos novelas de la inmensa poeta grancanaria Natalia Sosa Ayala.

Pablo Quintana Déniz, a raíz de la investigación emprendida para su tesis doctoral, La narrativa canaria: Estudio de su historia (1500-1930), afirma haber descubierto 400 títulos de narrativa en la literatura canaria desde el Quinientos hasta 1930 y otros 500 títulos publicados desde entonces y hasta 1987. Por su parte, el barrido localizador de la narrativa canaria del siglo XIX que realiza Juan José Delgado establece una firme docena de títulos; y ya en la primera década del siglo XX autores como Manuel Picar cultivaban una decidida acción en prosa, siendo La bruja de las peñuelas (1907) uno de los sus más importantes títulos narrativos. De este decenio es también la deliciosa novela El Vizconde de Buen Paso (1904), reconstrucción de la vida y fatigas del genial Cristóbal del Hoyo, escrita por José Rodríguez Moure a lo largo de 396 páginas jamás reeditadas.

Los años 20 y 30 en Canarias originan entregas narrativas y novelescas como La efigie de cera (1927), de José Bethencourt Padilla, que tiene el honor de ser una de las primeras (si no la inicial) novela en España de corte masónico, sepultada entre títulos que gozan de mayor reconocimiento como las obras de Pérez Armas o Ángel Guerra. En 1929 el periodista Alfredo Puentes publica Flor de los Campos. Novela cinematográfica y aunque se trata realmente de un cuento largo al que se ha denominado novela, es interesante su muestra de modernidad: elaborar un texto narrativo para su posterior adaptación cinematográfica. Habría que esperar hasta la década de los ochenta para que la novela canaria mostrase decididas y recurrentes influencias cinematográficas (Muerte de animales, El ojo vacío, Testigo). La actividad editorial de la Librería Hespérides y de la Imprenta de José Bethencourt Padilla (luego Imprenta Católica) es muy apreciable, así como las novelas por entregas en los periódicos, las biografías y los libros de memorias y recuerdos. A poco que se exhuma toda esta actividad editorial y literaria, los títulos de narrativa, de novela concretamente, cambiarán la persistente percepción de que no fue tan constante la producción narrativa anterior.

Si se valora el índice de analfabetismo de estos años, la precariedad y encarecimiento de la actividad editorial e impresora, el tipo de distribución y el tiempo que tardaban las obras en superar las fronteras isleñas, cuando lo lograban, y los escasos puntos de venta, así como de compradores potenciales, la opinión sería distinta. Hubo antes de los setenta, e inserta en las condiciones económicas, sociales y culturales de su tiempo, otros fenómenos narrativos, pero ni los protagonistas de los setenta ni la crítica que en ese momento, y posteriormente, ha valorado este capítulo esencial de nuestra historia literaria reciente, han descubierto, valorado y situado la narrativa precedente más allá de los veteranos de aquella hora que los acompañaron en la aventura.

Lo anterior, sepultado en bibliotecas y en contadísimos fondos particulares, se diluyó en la nebulosa, entre otras cosas porque no tocaba reivindicaciones ni descubrimientos tan lejanos, sino la reivindicación y el descubrimiento de lo que acontecía en su presente. Pero, pasados cuarenta años del fenómeno de los setenta, urge puntualizar los firmes brotes del pasado narrativo de la literatura canaria para, sin desvalorar un ápice el episodio de los setenta, situar este en su posición renovadora, impulsadora y decisiva, pero no iniciática, ni originaria, ni exclusivamente cardinal, en el siglo XX.

Los dos grandes razonamientos en los que se sustenta el planteamiento de una ocasional y dispersa actividad narrativa antes de los setenta son que aquella no fue constante y que no ejerció ninguna influencia en los autores que protagonizaron el fenómeno que nos ocupa. En primer lugar, como hemos visto, la constancia se manifestó, insisto que enmarcada en su época, con una importante bibliografía aún desconocida e ignorada. No se puede hablar de una nula atención crítica a la narrativa precedente como razón por la que no valorar su constancia y naturaleza; y continuar precisamente desatendiendo toda esa narrativa rechazada por oculta.

Sobre la influencia jamás ejercida, esta tiene una explicación, al menos para la narrativa de los primeros treinta y seis años del siglo XX. La guerra y la posguerra anuló el desarrollo intelectual, abortó el diálogo entre escritores de los años treinta y los que surgirían a finales de los cuarenta y durante los cincuenta y sesenta, las prioridades eran otras, el miedo era mucho, y las obras o desaparecieron o se volvieron más inaccesibles que nunca. Sin diálogo no hay traspaso de cultura. Fue precisamente el encuentro entre los autores nacidos en los años veinte y treinta con los nacidos en los años cuarenta el que propició un fenómeno multigeneracional en los setenta. Ellos tenían un espacio intelectual común y una hora de encuentro: el tardofranquismo. ¿En qué espacio y en qué hora podían citarse en los represores y míseros años de la posguerra? Aún con todo hubo encuentro, como demuestra la Gaceta Semanal de las Artes del periódico La Tarde o el grupo Nuestro Arte, pero téngase en cuenta la muerte de narradores jóvenes como Agustín Espinosa, Alonso Quesada o Ernesto Pestana, la residencia fuera de Canarias de Claudio de la Torre o Ángel Guerra y el fallecimiento por edad de narradores cuyas obras por entregas o publicadas en pequeñas tiradas ya no llegaron a oídos de los narradores emergentes de los años cuarenta. Insisto, sin diálogo no hay traspaso de cultura. Y lo que no se conoce no se busca. En todo caso, tampoco generó una influencia trascendente la narrativa de los setenta sobre la de los ochenta en Canarias –pese a la estrechísima proximidad- y no por ello cesa el interés por la séptima década del siglo XX para el impulso y auge de la narrativa canaria. La influencia, por tanto, no es vinculante.

Salvando las obligadas distancias, los episodios de brotes narrativos importantes en Canarias, incluido también el de los setenta, dibujan un panorama casi invariable, el que señala Juan José Delgado al referirse a los comienzos del siglo XX: “Hay una burguesía que puede leer, una masa analfabeta y un escritor. Y este último, obviamente, ideará un texto con el propósito de que sea leído por el mayor número de lectores”. Se tambalean los poderes adquisitivos de esta burguesía, mejora o empeora la visión social del escritor y las posibilidades de su proyección pública, se reduce el analfabetismo en un plano literal, pero aumenta en un plano cultural que origina, década tras década, una importante masa que vive ajena, alejada e indiferente ante el hecho literario.

El desarrollo del cuento literario desde principios del siglo XX y la aparición de los fetasianos: las ficciones de Isaac de Vega, Rafael Arozarena, José Antonio Padrón y Antonio Bermejo, especialmente la sólida narrativa de Isaac de Vega y su inaugural Fetasa (seleccionada en 1955 para el Premio Viera y Clavijo y publicada dos años después) junto a la producción de Julio Tovar, Alfonso García Ramos, Emilio Sánchez Ortiz o Carlos Pinto Grote van trazando camino hasta desembocar en el año de 1970.

Es precisamente en esta fecha cuando vuelve a convocarse el Premio de Novela “Benito Pérez Armas”, que en sus dos únicas convocatorias del decenio de los cincuenta premió a Luis Gálvez Monreal en 1955 por La ciudad tiene otra cara y declaró finalista a Pedro García Cabrera por Las fuentes no descansan. En 1956, Antonio Bermejo se alza con el premio gracias a su novela desaparecida La lluvia no dice nada, que aumentó el silencio en el que perduró el galardón hasta que en 1970 lo lograra Alfonso García Ramos con su novela Guad.

Consideremos como “nueva narrativa canaria” la producción novelística que se desarrolló en los años setenta venida de la mano de una generación de autores que, por edad, profesión e intereses comunes, integran el grupo de autores noveles que irrumpieron a comienzos de la década con sus óperas primas. Consideremos también que el “fenómeno de los setenta” está conformado por el grupo de la “nueva narrativa canaria” así como por los narradores de generaciones anteriores cuyas obras aparecieron en este período y contribuyeron al incremento y desarrollo del género en las Islas.

Si establecemos que la “nueva narrativa canaria” está formada por autores noveles, universitarios en su mayoría y cercanos a los medios de comunicación, que alrededor del “Benito Pérez Armas” -sin que suponga conditio sine qua non alzarse con él- y de las editoriales emergentes, dan a conocer sus obras inéditas. Si establecemos esto, decíamos, podemos plantear que Guad no es la novela que inicia la “nueva narrativa canaria” sino la novela que inicia la narrativa canaria de los setenta, que es consecuencia del desarrollo “normal” de la narrativa del Archipiélago en los años sesenta. Alfonso García Ramos pertenece a una generación anterior y ya había publicado en 1960 su primera novela, Teneyda (Premio Santo Tomás de Aquino). Había nacido en 1930 y no a mediados o finales de los cuarenta, década en la que nacen los autores de la nueva narrativa.

No obstante, lo que sí inicia Guad es el fenómeno de los setenta. Es la primera novela que capta la atención general de crítica y lectores. La primera que renueva la nómina de galardonados con el “Pérez Armas” que, como expresó Juan Manuel García Ramos, pasaría a ser “columna vertebral” de la bibliografía del fenómeno. Insistimos una vez más en que no solo las ganadoras de este premio suponen las únicas entregas.

Que Guad no inicie la “nueva narrativa canaria” no implica que tanto la obra como su autor no se vieran beneficiadas por el impulso de los jóvenes autores, ni mucho menos que carezcan de méritos para pertenecer a este episodio de la narrativa canaria. Lo que planteamos es que la “nueva narrativa canaria”, con su espíritu nuevo, renovador y novel, nace realmente con Crónica de la nada hecha pedazos de Juan Cruz Ruiz.

Guad se publicó en 1971 y Crónica de la nada hecha pedazos fue premiada ese mismo año con el Premio “Benito Pérez Armas” y cada una inicia las dos líneas paralelas en las que se desarrolló el devenir de la narrativa canaria de esta década. Líneas que se bifurcaban, complementaban y unían. La “nueva narrativa canaria” de los setenta y el fenómeno de la narrativa de los setenta son dos hechos que se dan la mano y vinieron a reforzar conjuntamente a la narrativa canaria en toda su dimensión.

Tengamos en cuenta que el fenómeno de los setenta abrió tres caminos, en lo que a edición de obras narrativas se refiere. Por un lado, tenemos las novelas que aparecen en los años setenta escritas por autores nacidos en los años veinte y treinta que ya gozaban de una trayectoria encaminada. Por otro lado, tenemos las novelas de los autores noveles que aparecen por vez primera en estos años y son las que integran la “nueva narrativa canaria” y, en última instancia, hallamos las reediciones de novelas clave de la literatura canaria, que vinieron a reforzar el auge de la narrativa, como Fetasa y Crimen.

Así, pues, la nómina de novelas que aparecieron en los años setenta está formada por novelas inéditas y de autores noveles, novelas inéditas de autores pertenecientes a generaciones anteriores y novelas reeditadas y (casi) descubiertas para el gran público en esta década. Incluso para rizar más el rizo, tenemos el caso de Mararía, de Rafael Arozarena, que escrita quince años atrás, se publica inéditamente en 1973 cuando queda finalista del Premio Noguer en Barcelona.

Sin ánimo de excluir ni desacreditar, sino de establecer lo más pertinentemente posible los ejes de edición que se llevaron a cabo con la aparición de numerosas obras narrativas, hecho principal de que esta década incluya el auge del género, cuya repercusión llega hasta nuestros días, configuramos la lista de autores que integran la “nueva narrativa canaria” de los setenta. Con el deseo de que intervenciones futuras ayuden a conformarla definitivamente, creemos aproximarnos. Los principales autores, hasta ahora siempre señalados, son Víctor Ramírez, Juan Cruz Ruíz, Alberto Omar Walls, Juan Jesús Armas Marcelo, Luis Alemany, Luis León Barreto, Juan Manuel García Ramos, Juan Pedro Castañeda y Fernando G. Delgado.

Son los principales, seguramente, porque cada vez que se ha pretendido una revisión del fenómeno se ha recurrido a ellos. Además de que sus nombres han sobrevivido en los escasos manuales en los que se alude a este episodio de la narrativa canaria. Tienen en común haber nacido en los años cuarenta y haber desarrollado, unos más que otros, una constante trayectoria literaria. Sin embargo, no son los únicos. Junto a ellos, en la década de los setenta, aparecieron otros autores que, por unas razones u otras, son nombrados excepcionalmente, pero que, una vez llegado este momento, merecen su inclusión inmediata y definitiva. Seguramente se ha preferido mantener invariable la nómina formada por quienes lograron mayor proyección fuera de las Islas, pero el fenómeno de los setenta y la “nueva narrativa canaria” hay que estudiarlos en dos planos: lo que originó fuera de las Islas y lo que originó aquí. Sobre todo, porque donde se mantiene viva la referencia es dentro del archipiélago. Fuera, pronto dejó de importar lo que sucedió.

don voraceAsí pues, sumamos a Félix Francisco Casanova (1956-1976), que murió sin cumplir los veinte años y no pertenecería por edad, pero su reconocida (y temprana) El don de Vorace ofrece uno de los más altos exponentes de la nueva narrativa que se desarrolló en los setenta, además de ser la ganadora del “Benito Pérez Armas” de 1974; José Rivero Vivas (1934), excluido y relegado no solo del fenómeno sino, en general, del propio devenir de la literatura canaria, quizás fomentado por su personal alejamiento de los círculos literarios y sus largos períodos por Europa. Sin embargo, no ha dejado de publicar en Canarias de manera constante, consiguiendo mantener un grupo de lectores que continúan reclamándolo. En 1970 apareció su primera novela, Los amantes, y sus cuentos en La Prensa. Quedó finalista del “Benito Pérez Armas” en 1972 con Ni una palabra, actualmente titulada Gesta de ensueño e igualmente fue finalista del “Vicente Blasco Ibáñez” de 1978 con La espera; José Luis Morales (1944) es autor de dos novelas, Sima Jinámar, aparecida en 1977 y Largo de Zafra en las tierras del sur (1993). Las numerosas reediciones de Sima Jinámar la han convertido en una de las novelas canarias más leídas de su tiempo y aunque es discutible su calidad literaria, no lo es el esfuerzo de su autor en la búsqueda del lenguaje y sus posibilidades expresivas; Luis Ortega (1949) gana el “Benito Pérez Armas” con su primera novela, Migajas, en 1972. Dio a conocer en 1974 un libro de cuentos, Las figuras de ceniza; y, por último, a los responsables, en coautoría, de la novela El exterminio de la luz, Carlos E. Pinto (1949) y José Carlos Cataño (1954), que se alzaron en 1974 con el Premio de Edición “Benito Pérez Armas”. El caso de Orlando Hernández (1936-1997) es verdaderamente especial. Autor de dos novelas muy notables de este periodo: Catalina Park (1975) y Máscaras y tierra (1977), el apreciado dramaturgo de Agüimes apenas es citado ni tenido en cuenta a la hora de valorar su apreciable contribución. Estas dos novelas son universos-isla, la primera de otro microcosmos, el Parque de Santa Catalina de Las Palmas de Gran Canaria, y la segunda, ambientada en el espacio mítico de Ribambo, corresponde con la vida de un pueblo rural nada difícil de situar al sur de la isla grancanaria. Santiago Alonso Paniagua (1947), autor vallisoletano que se unió a la nueva narrativa canaria y dio a conocer sus primeros textos en Aislada órbita. Publicista de largo y premiadísimo recorrido; Rafael Franquelo (1942) es uno de los constantes antólogos de la literatura canaria, especialmente de narrativa, y cabeza pensante del proyecto Aislada órbita. Ha desarrollado una importante trayectoria como comisario de arte, pintor y editor. Su narrativa, publicada principalmente en prensa y revistas, incluye la novela Amador Onuba en Valladolid (anunciada en 1973). María Dolores de la Fe (1921-2012) es la única escritora que encontramos entre los autores pertenecientes a la generación de veteranos narradores que se incorporan al fenómeno de los setenta. Periodista, entrevistadora y columnista muy popular, en 1972 publica su primer libro, Happenings para Jacob, e irrumpe con una entrega de humor desaforado, brillante, irónico e iconoclasta. Un verdadero happening literario, de libertario estilismo, al que sumará las novelas Isla Espiral (1982) y Tiempo en sepia (Premio Ángel Guerra 1988).

Ahora bien, el fenómeno se los setenta o el llamado boom de la narrativa canaria está formado por un grupo intergeneracional, como ha señalado Juan José Delgado. No solo publicaron autores noveles, sino que escritores de avanzada trayectoria publicaron y/o reeditaron en estos años; y escritores de generaciones anteriores a los noveles dieron a conocer sus primeras obras. Estos autores conforman, junto a los protagonistas de la “nueva narrativa canaria”, la nómina de escritores del fenómeno.

fetasaPor consiguiente, los veteranos Alfonso García Ramos (1930-1980) y Emilio Sánchez Ortiz (1931) [también galardonados con el “Pérez Armas”] se suman al fenómeno. Al igual que Elfidio Alonso (1935) con su primera novela Con los dedos en la boca de 1976 y la escritora afincada en Canarias Esperanza Cifuentes (1943-?), la única mujer en estos años que obtuvo el “Pérez Armas” y que sumó otro récord nunca igualado: lograr el premio en dos ocasiones. También los fetasianos Isaac de Vega (1920-2014) y Rafael Arozarena (1923-2009) intervinieron con la reedición de Fetasa y la aparición de Mararía, respectivamente. Además de otras obras inéditas como veremos más adelante. E incluso, por dar un paso más, el (casi) descubrimiento de la obra de Agustín Espinosa (1897-1939) gracias a la reedición en volumen conjunto de Crimen, Lancelot 28 ̊- 7 ̊ y Media hora jugando a los dados en Ediciones JB aparecida en 1974.

Alrededor de una veintena de novelistas, con sus particularidades y circunstancias, tomaron parte, en algo más de un lustro, de una importante acción editorial, creativa e intelectual que consiguió instaurar definitivamente un capítulo destacado en la historia narrativa del siglo XX en las Islas.

Acontecimientos

Como señalamos anteriormente, en 1970 Alfonso García Ramos se alza con el Premio “Benito Pérez Armas” con su segunda novela, Guad. La aparición de esta obra suscitó la atención del académico Gregorio Salvador Caja, que en su intervención en el VI Curso de Estudios Canarios de 1971 la consideró “novela excelente” en una intervención titulada “Una novela en Canarias”, que se convertiría en generoso prólogo de una reedición de Guad publicada en 1981 por el Aula de Cultura del Cabildo tinerfeño. Ya atendía don Domingo Pérez Minik por entonces lo siguiente: “Una generación de novelistas está tocando fuertemente en nuestra puerta”.

guad_garcía ramosLa segunda convocatoria del “Pérez Armas” en 1971 premia Crónica de la nada hecha pedazos del joven periodista Juan Cruz Ruiz. Queda finalista con Premio de Edición La canción del morrocoyo de Alberto Omar Walls. Estas dos novelas trazan definitivamente el inicio de la “nueva narrativa canaria”. Líneas de experimentación en búsqueda de la verdad y la belleza en un caótico mundo narrativo. A partir de entonces vendrán a fructificar el camino otros compañeros de generación.

Crónica de la nada hecha pedazos goza pronto de reedición en los Talleres de Ediciones JB que Manuel Padorno y Josefina Betancor regentaban en Madrid. Sucedió que esta editorial reeditaría las obras ganadoras del “Pérez Armas” o daría a conocer novelas clave de la “nueva narrativa”. La canción del morrocoyo también sería reeditada al año siguiente tras la obtención del Premio “Benito Pérez Galdós” en Gran Canaria.

En 1972 aparece la primera obra de Víctor Ramírez, Cada cual arrastra su sombra, gracias al empeño de Juan Jesús Armas Marcelo en Inventarios Provisionales, editorial que dirigía y que dio a conocer en 1970 los Monólogos del citado autor-editor. Cada cual arrastra su sombra contiene dos narraciones, la primera homónima al título general de la obra y la segunda denominada El arranque. En ellos, Ramírez hace literatura de la vida, da voz a los marginados y trabaja con el lenguaje en un intento de creación artística de resultados sobresalientes. Era la primera de una obra personalísima que ha continuado hasta hoy. En 1977, bajo el título de Cuentos cobardes, reeditará en Ediciones JB estas dos piezas junto a nuevas narraciones.

Los tres primeros títulos que ofrece la “nueva narrativa canaria” de manos de Juan Cruz, Alberto Omar y Víctor Ramírez son los que considera el profesor Sebastián de la Nuez Caballero como “novelas de tendencias vanguardistas” que reaccionan “contra el indigenismo-costumbrista o folclórico”. Establecen el pistoletazo de salida.

Este caldo de cultivo viene reforzado por el incremento de muchas iniciativas y acciones que permitieron no ya el auge de la narrativa canaria sino la creación de un público que demandaba y esperaba nuevas obras. El libro canario gozaba en estos años de un apoyo editorial sin precedentes, auspiciado por el interés que grandes editoriales nacionales llevaban prestando a la novela hispanoamericana, cuyo boom había estallado en la década de los sesenta.

Se celebraban nuevas oportunidades para la narrativa. Incluso se hablaba de una nueva novela española que germinaba. Y en este ambiente llegaron a coincidir los intereses de autores, editores y lectores, propiciándose el desarrollo del libro canario y, por consiguiente, del libro literario y, más concretamente, narrativo.

En una tierra de poetas como Canarias vino a potenciarse la narrativa como vía de expresión de una comunidad que en pleno tardofranquismo apuntaba hacia un mismo objetivo de libertad y autodescubrimiento. El sentir nacionalista de entonces reforzó la preferencia del público por el tema canario y, en el caso de la literatura, el ambiente se impregnó de tertulias, debates y jornadas como la I Semana de Narrativa Canaria en la Universidad de La Laguna, celebrada en 1972.

Estos episodios tuvieron su correspondiente réplica en la prensa gracias a suplementos culturales como el “Tagoror de las Artes y las Letras” (El Día), que dirigió Juan Cruz Ruiz, “El cronopio literario”, dirigido por JJ Armas Marcelo (La Provincia) o la revista Fablas, que desarrollará su andadura entre los años 1969 y 1979. Contribuyó decididamente la creación de nuevos galardones literarios de narrativa como los ya mencionados “Benito Pérez Armas” y “Benito Pérez Galdós”, al que siguieron, entrando en los ochenta, el Premio “Agustín Espinosa”, el “Ángel Acosta” o el “Ángel Guerra”.

Del mismo modo, la aparición de editoriales decididas y la atención de instituciones públicas hacia la literatura de las Islas propiciaron la distribución del libro literario canario. Hablamos de editoriales como Inventarios provisionales, Ediciones JB o Edirca; así como los Servicios de Publicaciones de CajaCanarias, el Cabildo Insular de Gran Canaria y el Aula de Cultura del Cabildo de Tenerife.

Continuando con la cronología de acontecimientos, el Premio “Benito Pérez Armas” da a conocer el palmarés de su edición en 1972 entregando el máximo galardón a Luis Ortega por Migajas y quedando finalista José Rivero Vivas con Ni una palabra.

Por otro lado, la editorial Inventarios Provisionales convoca el primer Premio Canarias de Novela. No dejará de ser un episodio anecdótico, pero la actitud decidida con que nació (para morir tempranamente) nos muestra la firme convicción con que echó a andar la narrativa en estos años incipientes. Resultó que el galardón se declaró desierto, otorgando tan solo un accésit a Carlos E. de Ory por su novela Mephiboset en Onou. El jurado lo conformaban, entre otros, Carlos Barral (Jefe de la Editorial Seix Barral y figura decisiva en la proyección del boom hispanoamericano) y Mario Vargas Llosa. Actuaba como Presidente, Arthur Lundkvist, de la Academia Sueca. Tras al fallo de esta edición, el premio no volvió a convocarse.

crónica-juan cruzEl año de 1973 conoció una significativa proliferación de ediciones y reediciones. Apareció Los puercos de Circe, primera novela de Luis Alemany, autor de cuentos premiados y aparecidos ya en prensa y ediciones colectivas, que este año, en Ediciones JB y fuera de la lista del “Pérez Armas”, da a conocer una de las más importantes novelas del fenómeno. Esta misma editorial reedita en 1973 La canción del morrocoyo y Crónica de la nada hecha pedazos. También nos ofrece la primera entrega en esta década de Emilio Sánchez Ortiz, que con su particular PdMa3S se integra completamente en el fenómeno de los setenta, siendo un autor perteneciente a una generación anterior.

Inventarios Provisionales reedita Fetasa de Isaac de Vega. En medio del auge del fenómeno sucede que esta novela, escrita veinte años atrás, aparece para tomar posición como piedra angular de la novela canaria. El fenómeno permite la convivencia de obras venidas de otros años del siglo XX para impulsar consciente y convenientemente la narrativa del Archipiélago. Otra novela escrita anteriormente se da a conocer en este período. La primera novela del poeta Rafael Arozarena queda finalista del Premio Noguer en Barcelona y aparece en este año. Mararía se ha convertido probablemente en la novela canaria más leída, cuya repercusión mediática ha permitido su adaptación al cine y al teatro y numerosas traducciones.

El Premio “Benito Pérez Armas” concede el máximo galardón de 1973 a la primera novela de Fernando G. Delgado, Tachero, y queda finalista Juan Manuel García Ramos con su también opera prima, Bumerán.

Junto a esta nómina de nuevos autores y obras rescatadas ve la luz una interesante y muy singular publicación. Hablamos de Aislada órbita. Rafael Franquelo selecciona a once autores, permitiéndoles total libertad para elegir qué obra de su producción ofrecer en esta antología apresurada. Supone un muestrario feliz, donde los autores vestían las mejores galas de su escritura, según su propio criterio. En el prólogo de Aislada órbita Franquelo nos revela dos interesantes datos y una acertada reflexión. Por un lado, comenta que la aparición de Crónica de la nada hecha pedazos y La canción del morrocoyo propició que se hablara “en los corrillos literarios de la Península y las islas sobre un posible y llamativo boom de la narrativa canaria” y, por otro, que en 1970, Los puercos de Circe y Estamos abriendo caminos en la noche (esta última de Luis León Barreto) “se vieron incluidas en las fases finales de los concursos Alfaguara y Sésamo, respectivamente”, lo que muestra el movimiento de los autores canarios por adentrarse en el panorama nacional. A esto sumamos que el propio Armas Marcelo, en su correspondiente biografía, nos anuncia que su primera novela, El camaleón sobre la alfombra, quedó finalista del Premio Alfaguara en 1973. Franquelo reflexiona que “si pretensiosamente tratáramos de encontrar nexos de unión entre los narradores que aquí están representados, nos atreveríamos a afirmar que solo hay dos: los estudios universitarios y su vocación de profesionalizar su vocación de escritores”. Y así lo creemos también.

En 1974 otro autor anterior viene a convivir con los escritores noveles. Ediciones JB reedita a Agustín Espinosa y Crimen se instaura como faro mayor en la línea de renovación que por entonces venía surgiendo entre los autores principiantes. La editorial Plaza & Janés publica la primera novela de Juan Jesús Armas Marcelo, responsable de Inventarios Provisionales y que durante estos años estará al frente de la Editorial Regional Canaria. Hablamos de El camaleón sobre la alfombra, novela galardonada posteriormente con el Premio “Benito Pérez Galdós”.

En Tenerife, el “Benito Pérez Armas” premia al jovencísimo Félix Francisco Casanova, hijo del poeta gomero Félix Casanova de Ayala, que con su primera novela, El don de Vorace, se convierte en el ganador más joven de este galardón (tenía diecinueve años). Como indicamos más arriba, la temprana muerte de nuestro autor sesgó una interesante carrera literaria, que en prosa nos dejó esta entrega, junto a los diarios póstumamente publicados. Félix Francisco no pertenece por edad a la generación de la “nueva narrativa canaria” y no se hallaba en los círculos literarios en los que se movían los protagonistas de este período. Su obra y su vida pertenecen a otro ambiente, a otra visión de la literatura que murió con él. No obstante, es, sin duda alguna, uno de los más importantes escritores de la nueva escritura surgida durante el fenómeno. En esta convocatoria de 1974, los autores Carlos E. Pinto y José Carlos Cataño quedaron finalista con su novela El exterminio de la luz, bajo el pseudónimo compartido de Pórfido Santos John.

El año de 1975 da a conocer la segunda entrega de Juan Cruz Ruiz, su novela Naranja, que ya anunciaba desde la reedición de Crónica de la nada… en Ediciones JB, donde también aparecerá esta nueva novela y la de Emilio Sánchez Ortiz, 0 [Cero], igualmente anunciada en la primera edición de su PdMa3S.

Luis León Barreto irrumpe en esta fecha con su primera novela, Ulrike tiene una cita a las 8, que es publicada en la madrileña Editorial Akal y posteriormente galardonada con el Premio “Benito Pérez Galdós”. Se trata de la primera de muchas novelas que aparecerán con el paso del tiempo consolidando una trayectoria literaria que curiosamente inició en la poesía, al alzarse en 1970 con el Premio “Julio Tovar” por el poemario Crónica de todos nosotros, publicada en Inventarios Provisionales.

El Premio “Benito Pérez Armas” de 1975 fue declarado desierto y quizás de forma premonitoria marcaría el principio del fin. A partir de ahora las obras a publicar aparecerán algo más dispersas, hasta adentrarnos en la década de los ochenta, que será otra historia.

La segunda mitad de la década de los setenta aún posibilita conocer nuevos autores y algunas segundas entregas. En 1976, Elfidio Alonso publica en Ediciones JB su primera novela, Con los dedos en la boca, cuya acción se desarrolla en la isla colombina, lo que ya anuncia el espacio protagonista que ocupa el silbo gomero en la trama. Juan Jesús Armas Marcelo ofrece su segunda novela, Estado de coma, en la Editorial Plaza & Janés.

En 1977 Víctor Ramírez reedita Cada cual arrastra su sombra, incluyéndola junto a nuevas narraciones en Cuentos cobardes, de Ediciones JB. El poeta Juan Pedro Castañeda da a conocer su primera entrega narrativa, La despedida, que aparece publicada por el Aula de Cultura del Cabildo tinerfeño tras ganar un premio de edición. Igualmente, aparece la primera novela del periodista José Luis Morales, hablamos de Sima Jinámar, aparecida en la madrileña Ediciones De la Torre y el maestro Isaac de Vega publica su novela inédita Parhelios en Ediciones JB.

La escritora Esperanza Cifuentes gana el Premio “Benito Pérez Armas” de 1977 con su novela Buscando a B. Al año siguiente se alza con el galardón Juan Manuel García Ramos con su segunda novela, Malaquita. También en 1978 nos ofrece su segunda entrega el palmero Luis León Barreto con Memorial de A. D; y Juan Jesús Armas Marcelo publica su tercera novela, Calima.

Los primeros años de la década de los ochenta recogen algunas obras de los setenta que esperaban su publicación, como es el caso de Alfonso García Ramos, que había iniciado el fenómeno con Guad y es premiado nuevamente, esta vez en la primera convocatoria del Premio “Agustín Espinosa”, con la muy distinta Tristeza sobre un caballo blanco, que será publicada en 1980 poco después de su fallecimiento. También aparece este año la primera novela de Alfonso O´Shanahan, Antípodos, y Esperanza Cifuentes vuelve a ganar el “Pérez Armas” con su novela Perverso ríe el ángel.

Alberto Omar, que había publicado teatro durante los setenta, regresa este año a la narrativa con el conjunto de cuentos Papiroplexia, premiado por el Ateneo lagunero y Fernando G. Delgado publica su segunda novela, Exterminio en Lastenia (Premio “Benito Pérez Galdós”).

Juan Cruz – gracias a www.museosdetenerife.org

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Malaquita, de García Ramos, fue publicada en 1981, año en que aparece la nueva novela de Luis León Barreto, la conocidísima Las espiritistas de Telde (Premio Blasco Ibáñez). En 1982 continúan su producción literaria Juan Cruz con Retrato de humo, Juan Pedro Castañeda con su breve y bella Muerte de animales y Armas Marcelo con Las naves quemadas, probablemente su mejor novela.

A partir de ahora, los autores de la “nueva narrativa canaria” desarrollaron sus trayectorias artísticas de manera individual, como realmente la habían iniciado, pero no se vivirá un episodio similar, en el que unas obras se correspondían en otras, viajaban juntas a por un público común, se reeditaban casi conjuntamente en las mismas colecciones o editoriales, se apoyaban en prensa con más solidez o acercamiento que en la posteridad… Y no apuntarán, aunque fuera coincidentemente, como ocurrió en los setenta, hacia un objetivo si no común, al menos colectivo, de renovar y establecer una constante narrativa en Canarias, una tradición que evitara la naturaleza episódica que acostumbraba.

Visiones

Aún se mantienen en la actualidad debates sobre el fenómeno de los setenta que, desde nuestra óptica, se aprecian ya superados. La cuestión está en la espontaneidad del fenómeno. Quizá el empeño de algunos en llevar las riendas de un acontecimiento sin precedentes similares, del que no se tenían referentes para aplicar moldes, originó que las acciones dispersas, en algunos casos comunes, no fueran suficientes, o fueran demasiadas, para conseguir un resultado eficaz. Lo cierto es que el boom, el fenómeno, el episodio extraordinario, ocupó fundamentalmente cinco años (1970-1975), como señala Juan José Delgado. En este lustro se logró una visibilidad importante, se formó una nómina generosa de narradores y novelistas, vio la luz un corpus interesante, que demanda hoy una lectura pormenorizada y completa. La actividad literaria ocupó gran parte de la vida cultural del Archipiélago y despertó la curiosidad de medios peninsulares.

A partir de 1975 la narrativa canaria continuará, pero gradualmente sin boom y sin fenómeno. Poco a poco se deslinda del entusiasmo general y de la algarabía y marca sus propias coordenadas. Del boom queda lo que los más mediáticos puedan aprovechar, dentro y fuera de las Islas, y la narrativa canaria sigue su curso hasta desembocar en los ochenta, una década poco atendida, machaconamente silenciada y que, sin embargo, desplegó una actividad intelectual mayor y una nómina de narradores que lograrían madurar sus trayectorias y mantener viva, aunque con otro fuelle, la llama de una narrativa canaria perdurable: Juan José Delgado, Antolín Dávila, Sinesio Domínguez Suria, Emilio González Déniz, Agustín Díaz Pacheco, David Galloway, Rafael Núñez, Domingo-Luis Hernández, Luis Junco, Sabas Martín, Roberto Cabrera, Alfonso O´Shanahan, Anelio Rodríguez Concepción, Miguel Pérez Corrales, Atlántida de Fe (escribe bajo varios pseudónimos: Electra Betancor, Tirma Betancor), Ezequiel Pérez Plasencia, Ángel Sánchez, Dolores Campos-Herrero, María de los Ángeles Teixeira, Francisco Ossorio Acevedo, Ricardo García Luis, Ignacio Gaspar, Félix Hormiga, Manuel Mora Morales, Beneharo…

Se alinearon los planetas para que un viento favorable impulsara definitivamente a la narrativa canaria y, en gran medida, a la literatura canaria en general. Un boom hispanoamericano con diversos “vasos de comunicación” servía de apoyo, un buque al que amarrar la barca para evitar el hundimiento. El fomento de una nueva narrativa española y el auge de las traducciones de la última novela europea, que traía novedosas corrientes, contribuía también a conseguir el objetivo.

Y puede que tal objetivo no estuviera claro o que el momento para plantearlo obligara un retraso e incluso que no hubiese tiempo físico para un planteamiento cuando el devenir les estaba pillando tarde. Sobre lo que ocurrió en estos años se leen y, sobre todo se escuchan, muchas y diversas interpretaciones. Desde que no existe generación alguna hasta que el fenómeno es un invento de aquellos que con mayor proyección en Península se beneficiaban más directamente de que existiera una generación y autoproclamarse cabecillas del grupo.

Lo que está y pervive es la obra literaria. Si no buscamos menos de cuatro patas al gato, no nos dolerá valorar en su justa medida las obras que vieron la luz en este período y establecer un nivel de calidad que existe sin tener la necesidad de caer en recursos tales como que todo fue un intento, que se salva alguna novela, que se consiguió un público que ya no existe, que se prestaba una atención en los medios ahora improbable, que se escribía con un pulso de compromiso que diferente al actual.

Las novelas son y están. Por ello nos sobreviven día a día. Quedarán cuando el papel de los lamentos se vuelva amarillo o cuando nuestra voz definitivamente se apague. Notables novelas Crónica de la nada hecha pedazos, La canción del morrocoyo, Cada cual arrastra su sombra, Tachero, Malaquita, Guad, El don de Vorace, Los puercos de Circe, Ulrike tiene una cita a las 8, Buscando a B, Muerte de animales, PdMa3S, Con los dedos en la boca. Admirable es, ante todo, el mérito y la hazaña. Primeramente el mérito de escribirlas, luego la hazaña de publicarlas y de aceptar que ahora no se leen, pero se leyeron. O se leen menos, o casi nada.

El fenómeno de los setenta fue, como evento editorial, un hecho sin precedentes, también sin alcances posteriores similares. La prueba es que a la generación siguiente, la de los ochenta, se la conoce como “generación del silencio”. Y eso que nacieron más revistas y soportes en los que defenderse y mantenerse (Liminar, Fetasa, Syntaxis, La Página, Cuadernos LC…) y se crearon nuevas editoriales como Interinsular Canaria, Benchomo, CCPC, Idea… Pero el público, que tiene la última palabra sobre las palabras escritas, ya no quería leer novela canaria.

Con este panorama se enfrentó una nueva generación de narradores a la pervivencia y supervivencia en su literatura. Por tanto, el silencio impuesto como membrete es un error. No ser leído en nada desmerece la actividad literaria desplegada y las obras dadas a conocer. Todo se puede leer pasado el tiempo y las obras, fuera de sus circunstancias, mantienen su calidad y su rigor, cuando los hay. Con esto queremos decir que el pesimismo tantas veces manifestado por unos y otros desde los setenta hasta ahora ha supuesto, en gran medida, uno de los principales escollos con los que se ha encontrado la propia narrativa canaria. De tanto anunciar que todo está perdido, nadie emprende la búsqueda, nadie sabe qué buscar, y mientras tanto, los pesimistas dejan de escribir mientras otros inician sus escrituras sin tener noticia de lo que hubo antes y, por tanto, sin preocuparse por descubrir lo que permanece a la espera: novelas que han de ser valoradas y que conforman una estable narrativa canaria imposible de negar.

En este punto quisiera señalar un hecho que nos muestran las hemerotecas. La insistente distancia entre los narradores de los setenta y de los ochenta no es tanta ni tan severa. Me refiero a la comunicación entre ellos, asunto distinto es que hallaran correspondencias entre sus obras y que los autores de los ochenta consideraran influyentes las obras de sus predecesores inmediatos. Pero sí es cierto que en los años ochenta, narradores de una y otra década mantuvieron un contacto permanente. En el I Encuentro de Narrativa Canaria celebrado del 20 al 23 de abril de 1983 en el Ateneo de La Laguna participó una notable nómina de autores de los setenta (Alemany, Cruz, J.M. García Ramos, Omar Walls, Fernando Delgado…), seguramente porque aún era temprano para incluir nuevas voces que todavía no habían ganado terreno, pero en el II Encuentro, celebrado en el mismo escenario en 1994, los dos grandes temas a debatir eran precisamente la narrativa de los 70 y la de los 80, aunque también se habló de periferia, de fin de siglo, de sociedad y cultura… Y es que la década de los ochenta fue la prueba de fuego de la narrativa canaria. ¿El episodio extraordinario del boom fue autoconclusivo? ¿Después del boom hay vida? El II Encuentro celebrado a mediados de los noventa, con la perspectiva que dan los años, responde por sí solo. Cierto que encontramos verdaderas lecturas derrotistas, pesimistas consideraciones sobre la novela posterior a los ochenta, pero también la viveza de muchos que se sabían dueños de unas trayectorias literarias en pleno desarrollo, henchidas de futuro. Suerte que acompañaba a este panorama una aseveración de Isaac de Vega que alienta al más insidioso: indagando con un poco de amor y cuidado no dejan de encontrarse aportaciones valiosas.

Juan Manuel García Ramos - gracias a www.museosdetenerife.org

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Unos años antes, en diciembre de 1988, la revista El Urogallo dedica un número especial a la “Cultura canaria hoy”. Jorge Rodríguez Padrón es el responsable del espacio dedicado a analizar la narrativa canaria. Además de su estudio, se incluyen declaraciones de una representativa nómina de autores: Isaac de Vega, Rafael Arozarena, Emilio Sánchez Ortiz, Luis Alemany, Alberto Omar, Juan Pedro Castañeda, JJ Armas Marcelo, Rafael Núñez, Víctor Ramírez, Fernando G. Delgado, Luis León Barreto, Juan José Delgado, Juan Manuel García Ramos, Emilio González Déniz, Agustín Díaz Pacheco, Domingo-Luis Hernández y Dolores Campos-Herrero. Narradores del fenómeno, integrantes de la nueva narrativa canaria y autores de los ochenta. Sorprende que algunos declaren felices proclamas en este número y seis años después expresen en el Ateneo de La Laguna tanta pesadumbre. Eso sí, en ambos momentos se señalaba con certera insistencia en que el apoyo del lector canario era prácticamente nulo y que este era (y lamentablemente sigue siendo) el principal problema.

En este punto queremos referirnos a la actividad crítica que Jorge Rodríguez Padrón desplegó en torno al fenómeno de los setenta, sin que sospechara entonces que aquella dedicación se volvería tiempo después en condena introinsular. La crónica de lo que ocurrió, la lectura, con perspectiva de tiempo y con la impronta de lo vivido y sentido, recae en él con una acusada exclusividad. Parece que solo Rodríguez Padrón escribió sobre el fenómeno de los setenta, que solo él leyó y valoró lo que se publicó, y por esto mismo, solo a él puede achacarse la pervivencia crítica del fenómeno. De ninguna manera. Rompemos una lanza a su favor, aunque no le haga falta, pues la trayectoria de nuestro crítico demuestra múltiples intereses, y obras y literaturas que le han interesado más; tanto de dentro como de fuera. Decimos esto porque aquí se desconoce prácticamente su obra ensayística y crítica más allá de los setenta; y es precisamente esta otra obra la que mejores cotas ha alcanzado. Pesa sobre él un estúpido silencio en las Islas desde que sus consideraciones sobre la nueva narrativa canaria cambiaron. Para un crítico constante que tenemos en Canarias desde hace más de cuarenta años, vaya losa la de haber leído…

Las circunstancias de entonces no las tenemos ahora. Lo que sí conservamos, aunque no se trate de los mismos, es una comunidad de ciudadanos potencialmente lectores, a los que podría interesarles la narrativa que se escribió entonces, la que se escribió antes, la que se escribió después y la que ahora se escribe. También hay una comunidad de escritores -y en este caso solo hablo cuantitativamente- que narra sin conocer lo que narraron otros en este mismo lugar y con esta misma lengua. No contamos con “el montaje comercial y social que se había producido alrededor de la Literatura”, en palabras de Luis Alemany, durante los años del boom, obviamente porque la sociedad no es la misma, y este es un factor decisivo; pero quizás haya ciertos recursos de aquel andamiaje que, adaptados a la realidad actual, resulten ventajosos. Quién sabe.

Acerca de la “nueva narrativa canaria” consideremos que fue una generación porque nacieron en los años cuarenta, porque eran compañeros, porque se leían unos a otros, porque compartían espacio y lengua, porque publicaban en las mismas editoriales, porque compartían lectores, porque trabajaban en oficios hermanos, porque se pasaban los libros, porque bebían juntos, porque apuntaban hacia un mismo final para su época, porque deseaban la misma libertad. Alejamos infantilismos y corazonadas de estas afirmaciones. Son únicamente hechos y no todos los autores vivieron esta camaradería o no todos con todos.

Si eran o no conscientes de serlo, parécenos que no les interesó el planteamiento, pero es tan solo un parecer. Esto no exime que algunos aprovecharan el momento para despegar más ambiciosamente que otros, pero eso no nos concierne cuando queremos hablar de obras y no de autores. Algo hay muy claro, y es que todos experimentan un interés personal e individual por su obra y que el hecho de que sorpresivamente todas vieran la luz al mismo tiempo, y en convivencia, los convirtió en generación, con o sin voluntad.

Podían tener, no obstante, un mismo objetivo -o un objetivo recíproco- para con sus obras: lograr definir al ser canario y criticar a la sociedad de la que formaban parte y para la que escribían, aunque la literatura en un principio sea escritura para sí misma. ¿Lo lograron? ¿Definieron al ser canario? ¿Alcanzaron una crítica seria y responsable de la sociedad de la que formaban parte? Sus obras son la respuesta.

Si estas obras hubiesen aparecido dispersa o episódicamente, si hubiesen supuesto una excepción temporal en el campo de la narrativa canaria, podríamos considerarlas aisladamente, pero no es posible en este caso porque estamos ante una aventura literaria de la que sabemos el final de la historia. Y esa final fue, grosso modo, que cada cual arrastró su sombra.

Como muchas otras cosas de esta tierra, los acontecimientos mínimamente mancomunados conciernen a muchas personas: los que las vivieron y los que suman testimonio por lo que le han contado, que de todo hay. Aún hoy, en presentaciones de libros, charlas o conferencias, no hay que forzar la conversación para que se comience a discutir qué es la literatura canaria y quién la escribe. Luego, cuando acaba la tertulia, nos damos cuenta de que no se ha hablado de literatura, sino de escritores.

Es cierto que algunos autores de los setenta no han escrito nada más interesante en la posteridad, e incluso nada más, interesante o no; al igual que otros podían haberse ahorrado un despliegue bibliográfico desigual. También es cierto que autores jóvenes no los han leído y no los consideran referentes. Todo nos lleva a valorar este episodio como un epílogo fuera de un corpus capitular al que hacer referencia. Una estrella fugaz sin estela. Mas no caeremos en tal despropósito. Las obras perduran y las bibliotecas esperan.

Sería, no obstante, una incredulidad y una autoflagelación -por homenajear a Capote- con el látigo de la escritura que nosotros mismos nos fabricamos, creer que de las primeras entregas de la “nueva narrativa canaria” surgieron obras maestras. Si establecemos que son un inicio, que sus autores publicaban lo primero que habían escrito y corregido, que su madurez como autores no había si quiera culminado, no podemos pretender que de este fenómeno -con toda su esperanza- nazca una genial narrativa, adulta y referencial. Con un canto en el pecho nos podemos dar si de todas las novelas publicadas en los setenta hay un montoncito que se puedan leer. Esas pocas, bastantes son, pues pequeño es el espacio donde escribe tanta gente.

Por ello, las mejores narraciones canarias publicadas en los setenta son precisamente las de los autores veteranos. Fetasa y Parhelios, del maestro Isaac de Vega, y Crimen y Lancelot 28 ̊- 7 ̊, del célebre Espinosa, son las piezas geniales del fenómeno. Un poco más tarde llegaría Cerveza de grano rojo, de Rafael Arozarena.

Pero se trata de hablar de óperas primas o de primerísimas obras; y de destacar entre ellas las que pueden leerse. En este caso, todas deben ser leídas para comprender lo que ocurrió. Así lo dijo María Rosa Alonso, certera y lúcidamente:

Después del boom narrativo de América, vino el canario. Se han escrito muchas novelas; hay algunas muy buenas, porque todo esto es como la esencia de rosas, que para hacer un frasquito hace falta un carretal de rosas. Pero tiene que ser así, y hay que mirarlas todas.

Sobresalen a nuestro juicio Crónica de la nada hecha pedazos, La canción del morrocoyo, Cada cual arrastra su sombra, Malaquita, Guad, El don de Vorace, Los puercos de Circe, Máscaras y tierra, Buscando a B, Muerte de animales, PdMa3S, Estado de coma, Migajas, Gesta de ensueño y Tachero. No dejará de constituir una caprichosa nómina de quince títulos, que hasta podría variar en futuras relecturas. Sin embargo, el panorama que dibujan es el de una narrativa con sólidos cimientos, salud imaginativa y entusiasta preocupación por el lenguaje.

No obstante, en un panorama tan general como es una década de producción literaria, con sus antecedentes y consecuencias, es imposible trazar unas coordenadas definitivas, aún más en el reducido espacio de un artículo. Por tal motivo deseamos que lo que aquí hay de discutible, se discuta. Eso demostraría que interesa a más de uno. No obstante, la crítica se ejerce aunque solo uno quiera.

Es necesario atender las trayectorias literarias según su naturaleza y valorar con una visión de conjunto más rigurosa, justa y plural. En esta línea contamos con dos valiosas tesis doctorales: Le Roman Canarien des Annees 70 (1970 – 1985) del catedrático senegalés Amadou Ndoye, a quien los narradores canarios deben tanto, y Constantes de la narrativa canaria de los setenta, del profesor y novelista grancanario Francisco García Quevedo, así como los estudios pormenorizados de Elisa Quintana Navarro sobre la novelística de JJ Armas Marcelo y los estudios de Sergio Alasia (Turín) y Mor Fatim (Dakar) sobre la narrativa de Víctor Ramírez.

Ahora bien, no solo los protagonistas del fenómeno de los setenta han continuado escribiendo. Hace unos años estalló un boom menos ruidoso, pero más habitado y persistente, que nos está pisando los talones, otra vez con prisas y de nuevo sin aparato crítico. El auge internacional de la novela negra, que se ha instaurado en España hasta dominar el espacio editorial, tiene en Canarias importantes protagonistas; la editorial Aguere, en coedición con Ediciones Idea, ha entregado en cuatro años una treintena de novelas en su colección G21: Narrativa Canaria Actual; las editoriales Baile del Sol, La Palma, La Página, Mercurio, Anroart, NACE, la digital ATTK y las colecciones de narrativa de Idea y Aguere suman periódicamente un buen puñado de novelas a la bibliografía narrativa de las Islas. Las extintas editoriales Artemisa y Neysbook también contribuyeron en su tiempo de actividad. Además, en esta hora, la convivencia es mucho más multigeneracional que en los setenta. En aquel tiempo dos grandes grupos compartían el espacio: los nacidos en los años veinte y treinta y los nacidos en los años cuarenta. En la actualidad, y tras el fallecimiento de los fetasianos, la mesa de edad de la narrativa canaria, que componen Emilio Sánchez Ortiz y José Rivero Vivas -hasta hace muy poco también Nivaria Tejera-, convive con los autores surgidos en los 70, los 80, los 90, los 2000 y los años diez del siglo en curso.

Por todo ello, es urgente rescatar a la literatura canaria del barbecho crítico donde parece encontrarse, porque se desborda la biblioteca y, lo que es peor, continúa desordenada.

Escritor, actor y guionista.

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