Andrés González Novoa es Doctor en Educación y Profesor de Pedagogía Social de la ULL, escritor de literatura infantil, animador socio-cultural, actor, narrador y niño, ha crecido, aprendido y disfrutado del Festival Internacional del Cuento de Los Silos durante los últimos quince años con un compromiso ineludible con la palabra, los valores, la democracia, el fomento a la lectura y la creación de espacios socio-culturales. En definitiva, alguien que sigue creyendo en los imposibles.
13 es un número maldito como los poetas que poblaron mi imaginario de adolescente frente a un mundo cortés pero no valiente. 13 es una historia fundamentada en la lectura que el filósofo Baudrillard hace de la hiperrealidad de este siglo XXI ya estrenado y ya sospechoso, de esta globalización como acto de fascismo planetario donde destacan dos aspectos para definir nuestro ser y estar; la indiferencia y la banalidad. Indiferencia la que siente nuestra protagonista hacia los demás. No la hemos bautizado para responderle como espejos literarios que no se someten a los caprichos de los personajes. Una pequeña tirana hija de una libertad sin factura cuyos deseos, propios o ajenos, abocan en la banalidad. La no vida en la que se adentra, como una Sísifo del consumismo, la conduce a desaparecer hasta de la memoria de los seres que la amaron en algún momento de su vida. La esencia estriba en la afirmación de Agustín de Hipona; «soy amado luego existo» que Descartes haría suya en el desierto del racionalismo, una idea incómoda que nos enfrenta una vez más, con cierto sentimiento trágico de la vida, a la intuición sobre el destino de la fantasía cuando la realidad y la virtualidad no puedan distinguirse.
Ella estaba enamorada de la televisión. Sus padres, que la amaban, pero que trabajaban de sol a luna, llegaban agotados, sin ganas de hablar, olvidándose, a veces, de leerle un cuento antes de dormir.
Así que cada tarde, tras el colegio, encendía la pantalla de ciento setenta y ocho pulgadas y abría sus hermosos ojos negros ante el espectáculo de luces y colores.
Ni parpadeaba mientras se sucedían historias de hadas a la moda, monstruitas maquilladas con zapatos de tacón, mochilas parlantes, espías ornitorrincos, empollones con naves espacial propia y una familia de cerdos con hipoteca.
No veía la televisión, se la bebía; cada imagen, cada sonido, cada anuncio. Nada la separaba de la pantalla y hasta se olvidaba de merendar. No se apuntaba a ninguna actividad extraescolar y jamás perdería su tiempo jugando, con lo peligroso que resultaba, además, ¡puedes perder!
¿Y la lectura? ¡Tiempo desperdiciado! Para qué leer el cuento de la Cenicienta si puedes ver la película sentada en tu sofá. ¡Que barbaridad!
Para colmo, sus padres, intentando compensar el tiempo que no pasaban con ella, le regalaban todo lo que se le antojaba. Cada deseo, hasta el más tonto o caprichoso, se cumplía.
De este modo tenia una tele cada vez más grande, y en su habitación se apilaban sobre su cama una montaña de ositos, muñecas, puzles, vestidos y demás juguetes que salían anunciados entre los dibujos animados. La mitad de ellos sin usar, la otra parte todavía envueltos en papel de regalo, sin abrir.
Una mañana de esas que resultaría mejor no levantarse de la cama, ni siquiera mover las pestanas, se anunció en la televisión el invento del siglo para los padres estresados con el trabajo: el hermano gemelo. Y aunque resultaba algo caro, venía con un año de garantía y tres meses de prueba.
A las veinticuatro horas la niña compartía sillón con su nueva hermana mientras miraba la televisión. Entonces se le ocurrió una idea genial.
–Vete tú a la escuela, hoy no tengo ganas.
Y claro, aquella gemela robótica marchó al colegio, hizo los deberes y jugó en el patio como le habían ordenado. Desempeñó tan bien su función que desde aquel día su cometido sería, además de asistir a clases, estudiar y hacer la tarea sin rechistar.
La niña de esta historia, cuyo nombre no recordamos, podía permanecer todo el día frente a su amada pantalla, si no la interrumpieran las inesperadas visitas familiares, los cumpleaños, las fiestas, las acampadas y los viajes a países extraños con televisores de menor tamaño.
Sin embargo, encontró una solución a cada problema. Reclamó a sus padres más hermanas, afirmando sentirse satisfecha con la primera. Finalmente añadió que les quería mucho. Así fue como de tres pasaron a siete hasta que finalmente llegaron a trece, contando con ella, claro.
1, como ya sabéis, se encargaba de la escuela, 2 de las visitas familiares, 3 de los cumpleaños, 4 de las excursiones, 5 de los viajes, 6 de arreglar su cuarto, 7 de sacar al perro, 8 de jugar con los amigos y probar todos los juguetes, 9 le traía la comida al sofá, 10 la bañaba una vez al día, 11 la vestía a la moda y 12 le contaba un cuento antes de dormir.
Con el paso de las estaciones, la niña engordó, le tuvieron que poner gafas de culo-botella, su boca solamente repetía frases y melodías de la televisión y, poco a poco, se fue fundiendo con el sofá como la mantequilla, hasta que un día cualquiera, su papá se sentó sobre ella.
Conversando con 7 y con 1, los tres parecían muy animados mientras compartían un helado de chocolate, pero ella se sentía ignorada y espachurrada. Para mayor fastidio, apagaron la televisión porque les molestaba.
Quiso protestar pero ya no tenia ni voz, intentó moverse pero solo alcanzó a sacar la lengua y rozar una gota de helado que se había derramado en su nariz. Allí se quedó pegada al sillón, pero nadie la buscó, nadie la extrañó.
Las doce hermanas gemelas llenaban el hogar de vida, lo hacían todo tan bien, que para sus padres, compañeros, amigos y maestros, resultaban mejor que la original, entre todas formaban una niña modelo que disfrutaba de la vida como lo hacemos todos de un buen caramelo.
Una vez la madre preguntó por ella.
–¿Quién? ¿13? Ya sabes, contestó 5, viendo la tele.
(Cuento extraído de Cuentos para Leer en el siglo XXI [ISBN 978-84-942659-7-6] en Diego Pun Ediciones, 2015)