JUAN VALDANO MOREJÓN nació en Cuenca (Ecuador) el 26 de diciembre de 1939. Fueron sus padres Juan Nicolás Valdano Machiavello y Asunción Morejón Espinosa. Por el lado paterno desciende de una familia de inmigrantes italianos (Nicolo Valdano Merello y María Maddalena Machiavello) oriundos de Rapallo, provincia de Génova y quienes se establecieron en Guayaquil hacia 1877.
Estudios superiores en la facultad de Filosofía y Letras y en la facultad de Jurisprudencia de la Universidad de Cuenca. En 1965 culmina las dos carreras y contrae matrimonio con Clara López Moreno, nieta del poeta modernista Alfonso Moreno Mora. En ese mismo año gana una beca y viaja a Francia. Estudios de postgrado en Letras Modernas en la Universidad d’Aix-en-Provence e Historia del Arte en la Sorbona, París. En 1967 realiza estudios de Filología Hispánica en la Universidad Complutense de Madrid. Se doctora con la tesis “Humanismo de Albert Camus”, trabajo que fue publicado en 1973. Profesor universitario, ha ejercido las cátedras de Francés, Literatura Hispanoamericana y Ecuatoriana. Durante el gobierno de Oswaldo Hurtado Larrea (1981-1984) fundó la Subsecretaria de Cultura (1981) en el Ministerio de Educación y Cultura, cargo que lo ejerció en dos oportunidades (1981 a 1984 y de 2001 a 2002). Ha dictado conferencias sobre la cultura, políticas culturales, literatura ecuatoriana e hispanoamericana en Estados Unidos, Reino Unido, Francia, España, Argentina y Chile. Ha representado a su país en diversos foros internacionales como la UNESCO, OEA, Convenio Andrés Bello, entre otros. Desde 2003 es miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y Correspondiente de la Real Academia Española. Columnista de opinión en el diario El Comercio de Quito.
Juan Valdano es autor de una prolífica obra. Su producción intelectual se vierte en los géneros del ensayo literario, filosófico e histórico; en la novela y en el cuento. Sus cuentos y relatos constan en varias antologías literarias. Por dos ocasiones sus novelas han sido llevadas al cine (Mientras llega el día, en el 2004; y el cuento “La araña en el rincón”, en 1983). Su novela histórica Mientras llega el día ha sido traducida al italiano (María Rossi, traductora) y publicada por editorial Arcoiris de Salerno (2016). Dirigió la colección bibliográfica titulada Biblioteca Básica de Autores Ecuatorianos en 28 volúmenes y publicada por la Universidad Técnica Particular de Loja (2015 – 2016).
Entre sus títulos se encuentran las novelas Mientras llega el día (1990), Anillos de serpiente (1998), El fuego y la sombra (2001), La memoria y los adioses (2006). Entre sus libros de cuentos, Las huellas recogidas (1980), La celada (2002), Juegos de Proteo (2008), Antología personal (2012). Destacamos algunos títulos de su obra ensayística: Humanismo de Albert Camus (1973), La nación ecuatoriana como interrogante (1971), Panorama de las generaciones ecuatorianas (1975), La pluma y el cetro (1977), Léxico y símbolo en Juan Montalvo (1980), Prole del vendaval (1999), Identidad y formas de lo ecuatoriano (2005), Palabra en el tiempo (2008), Generaciones e ideologías y otros ensayos (2009), Los espejos y la noche (2009), La selva y los caminos (2010), La brújula del tiempo (2016). Colabora habitualmente con artículos y ensayos en el diario El Comercio, de Quito.
El cuento inédito «Hombre caído», con el que Juan Valdano colabora en ACL. REVISTA LITERaria se editará en breve en el libro Ciudad soñada.
El autor del relato ha comentado a Nilo Palenzuela algunos aspectos que aquí compartimos:
“Aquí va mi relato. Es «Hombre caído». Como usted podrá apreciar, un cuento que se halla atado a la música, en concreto a un Concierto de Federico Chopin. En nota aparte se informa al lector sobre este detalle. (El lector puede enlazarse a youtube y escuchar la música evocada). El texto hace referencia a la música que escucha el personaje en sus momentos de evocación del hijo muerto. Y la música, en cierto modo, corre paralela a las emociones del personaje y a la evolución de la historia. ¿Cómo llamarlo? ¿Un cuento sinfónico? No lo sé. En todo caso, las dos expresiones: la música y la literatura discurren enlazadas como el viento y las olas del mar en la playa, paisaje que, por otro lado, está omnipresente en esta historia”.
El hombre caído no es solo uno, somos todos.
Desde la terraza se podía ver la playa plena de sol. El calor y el batir de la brisa en las palmeras tornaban plácida aquella tarde de verano, invitaban al sueño, al abandono. A sus oídos llegaban los gritos de los niños jugando en la arena y el pulso acompasado de las olas del mar cercano. Transpirando sudor, Jacob –desnudo el torso, bermudas y zapatillas playeras-, sacudió el letargo que empezaba a invadirlo, bostezó; se levantó de la silla, dejó el círculo de sombra que proyectaba el parasol bajo el cual dormitaba y miró a los bañistas que en la playa se estiraban sobre toallas tendidas en la arena. Observó el mundo de los otros con empecinada indiferencia, revivió recientes heridas, rememoró desconfianzas. Sintió sed y entró en la casa. Del refrigerador de la cocina tomó unos cubos de hielo y los arrojó en un vaso; el claro tintineo que se produjo al chocar con el cristal le recordó perdidas noches de bohemia cuando la edad era liviana y posible la dicha. Vertió en él un chorro de whisky y lo bebió lenta y pausadamente. Se palpó el vientre desnudo, abultado. Parecía satisfecho, pero no dichoso. La casa estaba silenciosa y vacía. “¿Qué hubiera sido si esa noche él se quedaba en casa y no acudía a ese velorio? Aquí estuviera esta tarde de sábado con un trago en la mano, charlando conmigo, como otras veces, hablando de lo que le gustaba: la pesca, la aventura marinera, la música:B ach, Chopin, Stravinski…” Al entrar en la sala, sus ojos, anublados aún por la destellante luz del día, fueron atrapados por un retrato encuadrado en un marco de plata que se hallaba en una mesa. Su semblante, abarbado y envejecido, se reflejó en el vidrio que lo cubría cuando lo tomó en sus manos. Miró al hombre joven que allí estaba retratado. Le conmocionó el aire de plenitud que traslucía ese rostro. Aquel joven le sonreía; en ademán de triunfo, sostenía entre sus brazos un gran pez dorado; era su trofeo. Al fondo, en el insinuado horizonte de la imagen, se adivinaba la silueta, enhiesta y pétrea, de un faro que se elevaba desde las altas cornisas de un acantilado. Jacob recordó los detalles de aquella mañana jubilosa, y ahora dolorosamente lejana, cuando él tomó esa foto. Al ver la fotografía de su hijo fue inevitable que desde su pecho emergiera un estremecido suspiro, un leve y contenido quejido. “¡Ah, hijo, hijo mío” –gimió. “Deja prendida una luz, regresaré temprano. No te preocupes”, recordó las palabras que Fabián pronunció esa noche antes de despedirse. Aquella voz y aquel ruego regresaron a él, permanecían en él, doliéndole. “Luego de ello nada, la soledad, el silencio, la inmovilidad, el día a día de la tragedia… la tragedia que cada instante se agazapa tras el velo de la aparente normalidad,” pensó Jacob y apuró el whisky que sobraba en el vaso. “Cada noche caes otra vez y, con tu caída mi agonía ha ido creciendo. Esa noche tú morías y yo, aquí, no sabía nada”. Prendió un equipo de sonido que se hallaba en un anaquel e introdujo un disco en la bandeja de los compactos. A poco, se escucharon los primeros acordes del Concierto para piano número 2 en fa menor, Op. 21 de Frédéric Chopin. Una brisa fresca alivianó la agobiante atmósfera de la casa. Se caló unas gafas oscuras y regresó a la terraza con el vaso y una botella de whisky en las manos.
Escuchó otra vez las risas de los niños que jugaban en la playa. Se acercó a la barandilla de la terraza y miró a los bañistas que habían abandonado sus toallas en la arena; enfrentaban, ahora, las enfierecidas olas del mar. La ráfaga invasora de los violines del primer movimiento del concierto de Chopin llegó hasta la terraza, se unió al acompasado pulso de las olas que, con el viento de la tarde, venía con fuerza desde la playa. Tarareó la música que llegaba a sus oídos, cerró los ojos y en su mente recorrió, una a una, las notas de esa partitura. La conocía de memoria. Casi enseguida, las notas del piano llegaron sutiles y pausadas como leves gotas de lluvia cayendo en un estanque. Recordó, entonces, aquella noche de lluvia y truenos en la que él y Fabián tomaron el automóvil y viajaron a la ciudad para asistir al concierto de gala en el que la orquesta sinfónica interpretó varias obras de Chopin. Escucharla ese momento pensando que él, desde otra orilla del tiempo, la estaría también escuchando fue, para Jacob, comenzar a palpar, una vez más, la íntima pervivencia del hijo.
Las risotadas estridentes de un grupo de muchachos que jugaban fútbol en la playa lo trajeron a la realidad. Desde la incomprensible muerte del hijo la discordancia del mundo lo hería siempre, como lo herían también la indiferencia de los otros, su callada complicidad, la invisibilidad de los culpables. “Dónde tú te encuentres iré a buscarte… Iré a buscarte como en aquella tarde, hace tantos años, cuando eras un niño y te perdí de vista en la playa interminable y azarosa, atestada de gente y yo… presintiendo lo peor, preguntaba por ti; corría; miraba el mar; te buscaba. Y al fin… allá estabas feliz y olvidado con unas cuantas estrellas de mar en las manos… Siempre fuiste vivaz, inquieto, curioso”. Volvió al licor, encendió un cigarrillo, acercó una liviana silla playera y se sentó bajo el parasol. La voz de un fagot emergió ese momento como un lejano y melancólico lamento. “Donde tú estés iré a buscarte. Subiré todas las escalas, bajaré a todos los abismos”. Cerró los ojos y con el cigarrillo entre los dedos se palpó la frente sudorosa y hendida de surcos; se abandonó a una dejadez ensimismada. “¿Dónde estás ahora hijo mío? ¿Dónde? Te busco dentro y fuera de mí. ¡Ah, noche! Noche aquella en la que tus pasos se perdieron para siempre; noche de la que no regresaste. Noche de aullidos y de fieras. Noche de tu grito; grito que no alcancé a oír. Y luego… el silencio; este silencio que me agobia… el silencio de los culpables, la lejanía de Dios”. Con ímpetu protagónico entraron las notas solemnes y melancólicas del piano. La música lo acaparó en su vértigo; se dejó ir. Sintió que se alejaba, cada vez más, de ese presente: navegó en un mar de recuerdos, se sumergió en otros abismos. “¿Qué ocurrió aquella noche en el acantilado?, ¿quiénes fueron?, ¿por qué a ti?”
En son de paseo y deporte, padre e hijo solían tomar sus bicicletas e ir por la playa cuando la marea estaba baja, pedalear por una o dos horas y, transpirando, ascender a la parte más alta del acantilado. A un lado dejaban las bicicletas y observaban el abismo que se abría a sus pies, contemplaban ese mar que sobrecoge y amedrenta. Desde ahí miraban venir hacia ellos esa enorme masa líquida, intimidante y espumosa, que arremete con ímpetu el áspero talud del despeñadero; miraban las olas que se encrespan, se hinchan y crecen y que, al batir la roca, estallan con ese sonido profundo y oscuro que asciende desde el fondo del abismo, el reclamo de un enigmático destino. Impregnados de humedad salina, saturados de un olor a yodo, a valva, escuchaban el agrio graznido de las aves que llegaban a posarse en las altas cornisas de la pétrea mole del faro… Aquel llamado del misterio, aquella premonición de la caída retornaron a Jacob en ese instante acaparándolo, alucinándolo, crispándolo desde la piel al alma.
Un día, su hijo le presentó a un hombre de humilde aspecto, un pescador de esas playas, se llamaba Salomón. Hombre solitario y de piel mulata, tendría unos cincuenta y tantos años y ya era viejo. Había acumulado mucha vida y mucha desdicha también, tanto que todos lo miraban anciano y derrotado. No obstante, nunca se le oyó una queja. Él sabía que la vida es así y lamentarse no cabía. Tuvo un hijo que hace muchos años se había ido a la ciudad; luego de eso, perdió todo rastro de él. A Salomón se lo encontraba en la playa remendando sus redes junto a su viejo bote. Nunca le faltaba un cigarrillo húmedo de saliva humeando entre los labios; ni cuando platicaba se desprendía de él. Hablaba con voz ronca y lenta, como sopesando, una a una, las palabras. De rato en rato se pasaba el dorso de la mano por la nariz húmeda como si todo un siempre tuviese gripe. Tenía una barba espinuda, entre gris y negra. Vivía allá arriba, en el faro, como una gaviota más. No tenía casa ni familia, nadie con quien compartir su soledad y su hambre. Con ojos cansados y enrojecidos miraba el mar desde el acantilado. El reflejo del sol en el agua le había quemado las retinas. Era un hombre afable, no rehuía la conversa de un extraño y cuando sonreía mostraba sus dientes disparejos. Fabián lo encontró un día en una cama del hospital. Los médicos lo habían olvidado, las enfermeras pasaban de largo, nadie lo tomaba en cuenta. Al verlo, Fabián se acercó a él, lo escuchó, lo auscultó. Sufría de diabetes, tenía bronquitis, estaba lleno de parásitos. Luego de unos días de tratamiento, Salomón se recuperó; salió agradecido. Y si fue grato con el galeno que le salvó la vida, nunca se quejó de la insolidaridad de los otros, de aquellos que lo miraron agonizar y nada hicieron por salvarlo. Salomón –piensa Jacob- conoce bien este mundo; el viejo pescador sabe que así como, muy de repente, se logra atrapar un buen pez, no todos los días un buen samaritano cruza nuestro camino, y no por ello él no había dejado de creer en la humanidad.
Chopin resucitó, una vez más, entre el mar y la brisa. Las notas del piano resurgieron en un goteo cristalino y lánguido dejando atrás cierta tristeza de fondo. “Deja prendida una luz, regresaré temprano… ¿Quién te llevó esa noche al acantilado? ¿Con tus propios pies subiste hasta la terraza del faro o te subieron tal vez herido, tal vez ya muerto para arrojarte al abismo? Centinela de la noche, guarida de murciélagos, picota desde donde fue lanzado el cuerpo amado. Caíste de tan alto. Y tu caída es la mía. El hombre no es un ángel, hijo mío, carece de alas para encumbrarse al cielo; está encadenado a la tierra, condenado a la roca. ¿Por qué su destino es siempre la caída?”
Por deporte y aventura y de cuando en vez, Fabián acompañaba a Salomón en la faena de pesca; juntos salían en la barca hacia el anochecer, navegaban tres o cuatro millas mar adentro y retornaban al amanecer del día siguiente. El viejo pescador no tenía ayudante, así que él solo se enfrentaba al mar y a la noche. Fue en una de esas ocasiones que Fabián pescó aquel magnífico pez dorado que orgulloso lo exhibió posando frente a la cámara de su padre. “Regresaré temprano… deja prendida una luz…” El melancólico discurrir del piano lo sumió en paulatino abatimiento. Incapaz de defenderse del pasado se sumergió en su mar de recuerdos. Era como un lento y pausado descenso por las escalas de la noche. Gotas de sudor descendían por la surcada frente. Entreabrió los ojos y a sus labios llevó el vaso de whisky.
Desde la playa, cada vez más bulliciosa, llegó hasta la terraza una voz chillona que, amplificada por un altoparlante, publicitaba refrescos. La brisa había dejado de soplar; en los luminosos bordes del horizonte se acumulaban nubes doradas y apacibles. “Quiero estar solo en el crepúsculo; el sol agoniza y él no está conmigo… Aquella tarde, luego de regresar del hospital, él vino a mí. Llegó triste y derrotado. Le pregunté qué le pasaba. Aquel mismo día, en el hospital, había muerto un niño en sus manos y él nada había podido hacer para salvarle la vida”. Jacob recordaba siempre la escena; ese hecho fue el preludio de la tragedia. Aquel niño había sido su paciente, un pequeñito llamado Delfín que murió por gastroenteritis. Desesperado y sintiéndose impotente había abandonado esa tarde el hospital. Llegó a casa lamentándose por no haber podido salvar esa pequeña existencia. “No acepto el sufrimiento de los niños. ¿Por qué sufren y mueren si son inocentes? He visto a sus padres. Están desolados. ¿Cómo consolarles? No puedo hablarles de designios divinos ni nada parecido. En estos casos, la voluntad de creer en un Ser Supremo no cura ni consuela ni alcanza a aliviar el dolor de un ser humano que busca comprender lo que no tiene sentido”. Un sol agonizante sangraba más allá de los lindes del océano. Conmovido por la música de Chopin e invadido por una creciente dejadez, Jacob miraba agonizar la tarde. Las notas del piano venían y se iban con la brisa ligera, y junto a la brisa fugaban azoradas. Una ráfaga de violines las acosaba y perseguía. “Esta noche debo asistir al velorio de ese niño –dijo al fin Fabián. Quiero estar allí, junto a sus padres. Son personas indigentes y algo más debo hacer por ellos. Intenté disuadirlo: es un barrio peligroso. Nadie se atreve en la noche a cruzar esas calles; es mejor que no asistas. No te preocupes, papá. Deja prendida una luz, llegaré temprano. Antes de salir, él tomó mi mano y miró mi rostro. Se inquietó por mi semblante. Algo sentí en ese instante. Un viento funesto llegó a mi alma. Él sabía de mi precaria salud, de mi crónica afección hepática. Como médico, tantas veces trató de aliviarme. El lunes, sin falta, te llevaré al hospital, te haré un nuevo chequeo. Y con su pulgar presionó suavemente en mis mejillas, me observó los ojos, las conjuntivas. Tus ojos están ictéricos. No puedes seguir así. Busqué excusas. Y no fui sincero. No quise seguir mintiendo. No dije más. Pensé en mi soledad, en mi desocupación. Un músico jubilado que vive de recuerdos. Pensé en Alina, su madre, muerta hace tantos años. Y me sentí vacío, frío y deshabitado como esta casa. Y cuando lo abracé no sé por qué me estremecí. Se despidió. Hasta ahora sigo preguntándome ¿por qué no lo detuve? Y a falta de un vocablo que explique lo que vivo, digo que me siento huérfano; huérfano de hijo que es la más triste de las orfandades”.
La vocinglería callejera opacó, por un momento, la música de Chopin. Jacob extendió la vista al horizonte y miró, a lo lejos, la sombría mole del faro cuyo perfil señero se recortaba en un cielo inflamado de hogueras del ocaso. Se cubrió el rostro con sus manos; se sintió débil y agotado. Aquí, el hombre caído no es solo uno, somos todos. Apoyó la cabeza en su mano izquierda y, de inmediato, flotó en un liviano letargo: Chapoteó en viscosos sueños, se perdió en un bosque, descansó a la sombra de un árbol añoso que retenía aún la alegría de los pájaros en su tupido follaje, ese árbol había sido hacheado en sus raíces y pensó en la sequedad que paulatinamente ascenderá hasta las ramas… Y, como tantas veces, contempló el mar desde el acantilado “…y él ha desaparecido”. Miró la bicicleta del hijo tirada al borde del sendero que conduce al faro… “y lo busco. Alzo la vista y a mi derecha miro elevarse los pétreos murallones de la torre del faro. Intento subir a su terraza por una circular escala de piedra, pero una sombra gigante me corta el paso. Insisto en mi empeño y una mano fornida me empuja hacia atrás. Contra ese gigante sin rostro visible y que oscuramente dibuja en la penumbra un contorno humano arremeto con mi fuerza toda, mas, al piso soy lanzado con violencia. Recupero el aliento, se me desboca el corazón y vuelvo a la carga cual una fiera herida, lucho y forcejeo y al fin, lo derribo y avanzo; subo la escalera de piedra que asciende a la terraza del faro dejando atrás al misterioso adversario que una vez dominado ha desaparecido. Busco a mi hijo, pero él ya no está; no he llegado a tiempo para salvarlo. Y estoy solo otra vez… ¿Por qué no lo detuve esa noche? Mi vida se paralizó desde entonces. Y yo sigo esperándolo… Y él no regresa ni nadie golpea mi puerta. La luz sigue aún prendida. Estrellarse contra la roca es, al fin, encontrar la última certeza que un hombre puede tener: regresar al limo, volver al origen, ser lo que fuimos y seremos: ceniza de estrellas”.
Jacob emergió del somnoliento letargo en que se había sumido. Los postreros estertores del piano habían languidecido entre la brisa ligera de la tarde. En la playa los pescadores se aprestaban a partir a su faena nocturna; empujaban sus pesadas barcas al encuentro de las olas. Salomón era uno de ellos, uno más de aquellos que se disponían al encuentro con el mar, a la cita cotidiana con la noche inmensa. “Pero él ya no partirá solo –pensó Jacob-, mi hijo estará con él, lo acompañará cada noche y cada amanecer retornarán juntos; regresarán con muchos peces en la barca y con mucha fe también, aquella fe que abunda en el corazón de los hombres buenos”.
[Octubre, 2013]
CON JUAN VALDANO
Nilo Palenzuela
Nilo Palenzuela: He hablado alguna vez con usted sobre Albert Camus, al que dedicó un libro publicado en 1973. En Le Mythe de Sisyphe, en plena Segunda Guerra Mundial, Camus indica que el hombre debe preguntarse si la vida vale la pena ser vivida. Muchos respondieron en el siglo XX a esta pregunta, antes y después, a un lado y otro del Atlántico; en América, Horacio Quiroga, Alfonsina Storni, Leopoldo Lugones, el ecuatoriano y conquense César Dávila Andrade; en Europa, desde Tsvietáieva a Primo Levi, Celan, Pavese… Sin duda, la pregunta de Camus es relevante. Evoco esto después de leer su cuento, que lleva el tema a una dimensión no menos trágica. ¿Es un tema que le viene de lejos, aun cuando sus posiciones existenciales estén lejos de Camus?
Juan Valdano: Su pregunta tiene dos aspectos: uno, el relacionado con Camus; y dos: aquel que se refiere a mi cuento.
Voy a lo primero: Usted evoca toda una galería de escritores suicidas. Y aunque todos muestran un idéntico y trágico final, sin embargo cada uno de ellos tuvo una historia diferente. En efecto, en Le Mythe de Sisyphe Albert Camus se preguntaba en 1941 si la vida tenía algún sentido y si valía la pena ser vivida. Recordemos que este libro nació en una época de desgarramiento y desesperación para Europa. Lleva el sello de esa hora fatídica. El origen de este sentimiento del absurdo se halla en Camus en su infancia, en su experiencia de desolación y enajenamiento frente a su madre española, allá en los suburbios de Argel. Y note usted que he dicho sentimiento y no concepto del absurdo como es en la filosofía de Jean Paul Sartre. Y ahí está una de las diferencias en el pensamiento entre estos dos autores. En 1951, Camus, ante una pregunta que le formulara un periodista pidiéndole que aclarara su idea del absurdo, él afirmó que en Le Mythe de Sisyphe lo que él buscaba era un método semejante al cartesiano, es decir una verdad a partir de la cual se puedan construir otras verdades. Al igual que Descartes y su duda metódica, Camus parte de la idea del absurdo como un método para ir descubriendo unas verdades y con ellas ir construyendo un sistema doctrinal. No viene al caso explicar aquí todo este proceso ideológico que Camus desarrolla en su libro. Recalco tan solo su conclusión aparentemente paradójica y sin embargo positiva y desesperada, aquella que dice afirmar la vida aunque se nos presente como un sinsentido, pues tal es el ideal del hombre absurdo. Su frase final es contundente en este aspecto: “La lucha por alcanzar las cumbres será suficiente para colmar un corazón humano. Hay que imaginar a Sísifo dichoso”.
Lo segundo: Según parece, mi cuento titulado Hombre caído ha despertado en usted algunas conexiones con el pensamiento de Camus. No hay duda, existe esa relación. En mi cuento se pueden encontrar ciertos ecos de La chute y algo de La peste. Sin embargo, los personajes, ambientes, motivos, referencias son muy diferentes. Hay dos puntos de referencia que son conscientes: el simbolismo de la caída y el sufrimiento de los niños.En Camus se trata de una caída moral; en mi cuento, esa caída es la revelación de un destino común. Estos dos temas nada tienen que ver con la culpa y la mala conciencia, como sí lo tienen en Camus. En mi cuento son (eso creo) metáforas de lo trágico de la existencia. La referencia a la música de Chopin marca un paralelismo entre dos sentimientos, dos interrogantes existenciales que no hallan respuesta. A diferencia del Clamence, el personaje de La Chute (quien descubre su impostura y su culpa), Jacobo, el protagonista de Hombre caído, reconoce simplemente un destino común cuando afirma que la caída no es de uno solo, es de todos. La solidaridad en el destino. Recordemos el simbolismo implícito en el nombre del personaje: Jacob, aquel héroe bíblico que luchó contra el ángel y lo venció.
N. P.: Al hilo de Camus: el autor de L’Homme révolté fue muy crítico y muy lúcido con las “creencias” contemporáneas del estalinismo y los métodos de análisis marxistas. Esto lo condujo a una cierta soledad, frente a los Sartre, Simone de Beauvoir… Ya desde finales de los 40 comienzan los alejamientos, las pérdidas de los amigos, algo que se agranda con su obra de 1951. Por estas fechas, en Carnets, después de una crítica al idealismo marxista, escribe Camus: “Lo que hace que un hombre se sienta solo es la cobardía de los demás”. Algunos de sus biógrafos han descrito este peculiar proceso de soledad, el distanciamiento de los amigos y de aquellos con los que había compartido experiencias políticas, incluso en la época en la que tiene gran reconocimiento. Usted no ha sido menos crítico con las posiciones sectarias de algunos componentes de los Tzánzicos, con Agustín Cueva, por ejemplo; y también con Jorge Enrique Adoum, el ecuatoriano que fuera secretario de Pablo Neruda y poeta de reconocida obra en Europa. Imagino que aquel compromiso de los años sesenta tenía mucho que ver con las dictaduras… Sé que usted es amigo de algunos miembros de aquel grupo, de Francisco Proaño Arandi, por ejemplo, pero ¿no se ha sentido alguna vez próximo a Camus en esa soledad crítica?
J. V.: En primer lugar, pienso que Albert Camus nunca estuvo solo ni aislado por su postura ideológica frente al descarado estalinismo de muchos devotos de la capilla sartriana. Para la joven generación europea que surgía de los escombros que dejó la guerra, Camus representó una voz de optimismo, la vitalidad y la salud del espíritu, la claridad del medio día, el regreso a la sabiduría clásica de la mesura y el equilibrio. Quien anuncia esta nueva fe nunca va solo. Ello explica que en 1957 la Academia sueca le concediera el premio Nobel cuando no había cumplido sino 44 años de edad. Camus sabía que el escritor no puede estar aislado, que “el arte no es una diversión solitaria”, como lo dijo en su Discurso de Suecia. Camus fue también un escritor “comprometido”, pero no a la manera de Sartre, esto es, entregándose entero a una ideología política. Y bien sabemos que los caudillos de la política partidista lo que exigen es incondicionalidad, obediencia ciega. Y un hombre de ideas jamás puede renunciar a la libertad de decir su verdad ni a la crítica. La postura de Camus fue muy clara, netamente humanista: “Por definición, el escritor no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren”. Y ese fue el compromiso de un intelectual desde el punto de vista de Camus.
Albert Camus, luego de su ruptura expresa con el filósofo de La náusea, Las moscas y Las manos sucias, nunca estuvo solo ni en Francia ni en América Latina. Al recibir el Premio Nobel, Camus saludó a esa nueva generación que vendrá inmediatamente luego de la suya. Al finalizar la década de los 60 declinaba en Francia la influencia sartriana. La joven generación europea, nacida durante los años de la guerra o inmediatamente después de ella, no se avenía espiritualmente con una filosofía que concebía al hombre como un ser absurdo que se encuentra “de más” en un mundo sin sentido, sin razón, sin finalidad alguna.
Esa generación nueva que, luego se expresó con voz propia en la rebelión de mayo de 1968 en París, había dejado de creer en el existencialismo sartriano; estaba decepcionada de aquellos maestros del pesimismo y la tragedia humana a los que comenzaba a juzgar caducos; decepcionada de las glorias de la derecha y de un pasado “gaulista”; decepcionada de las izquierdas como del cada vez más desacreditado partido comunista de Francia, sobre todo luego de la invasión soviética a Checoslovaquia, en 1968, y decepcionada también por la represión ideológica de la llamada Revolución cultural de Mao Tse Tung, en China. Por el contrario, la juventud europea de finales de los sesenta se adhirió a un nuevo estilo de vida: más libre, hedonista, desinhibida, antidogmática, pacifista, apolítica y apasionada por la autenticidad, el triunfo de la imaginación, la vida al aire libre y el apego a la naturaleza. Por otra parte, y durante esa misma época, el movimiento jipi se había internacionalizado como una moda de informalidad, espíritu comunitario, mística libertaria, apego a lo sicodélico y un utópico retorno a la sencillez primigenia. Propugnada por hordas de jóvenes trashumantes, los jipis se oponían a la sociedad desarrollada y burguesa con su actitud y desgreñado aspecto. Es sintomático que, por esos años, el único escritor de los cincuenta que aún despertaba interés en las nuevas generaciones era Albert Camus.
Nosotros, acá en cambio, los que arribamos como generación en los años sesenta, enarbolamos un existencialismo tardío y algo trasnochado, pues la asincronía cultural con respecto a la metrópoli europea se mantenía. En pocas palabras, hablar de la influencia de Sartre en el Ecuador es hablar de una de las ideologías que determinaron el pensar de los movimientos intelectuales de la generación del 60. Los de entonces, leímos a Sartre con curiosidad por lo novedoso de su literatura; con asombro por la lucidez de su pensamiento, por la contundencia argumental de sus ensayos; con inquietud por su doctrina del absurdo, de la angustia, del sin sentido de la existencia del ser humano, esa “pasión inútil”, como él lo definió; con entusiasmo por su doctrina del compromiso del intelectual en la lucha por la libertad de los oprimidos, por esa simbiosis por él predicada entre la teoría y la praxis; y también lo leíamos con desazón por esa enfermiza complacencia suya con lo viscoso, lo turbio, lo desagradable de la vida; por esa su recurrencia a la existencia vermicular del insecto, el gusano o la sabandija, esto es, lo atroz como referente comparativo de lo humano.
En gran medida, el nuestro fue un existencialismo militante, impregnado de dogmatismos de izquierda, concretamente marxista, germinado y madurado en esos invernaderos ideológicos que fueron, en esos años, nuestras universidades estatales. Existencialismo y marxismo eran las doctrinas que compaginaban con los anhelos y las búsquedas de esa joven generación a la hora de entender y poner en acción lo que Sartre llamó el engagement, esto es, el compromiso del intelectual con el cambio social, con esa utópica tarea de la que muchos hablaban y muy pocos sabían cómo llevarla adelante: la revolución. Fidel Castro, el Che Guevara, la Revolución Cubana fueron modelos a seguir.
Sería simplista y a la vez falso decir que la generación del 60, toda ella, fue ideológicamente atrapada por el sartrismo. Éramos existencialistas, en gran medida, en el sentido de que nuestras experiencias y anhelos, nuestras visiones del mundo y de la historia coincidían, en gran medida, con los planteamientos del existencialismo. Pero no todo el existencialismo que llegó hasta estas costas fue sartriano; estaban también Albert Camus, Jaspers, e incluso Samuel Beckett, aparte de Heidegger. En lo personal, me atrajo la obra y el pensamiento de Albert Camus. En comparación con Sartre, la obra de Albert Camus permitía una interiorización en un universo más amable, soleado, y sensual de búsqueda instintiva de la dicha sabiendo aún que la existencia carecía de trascendencia. Ateo al igual que Sartre, Camus transmitía en cambio una corriente de simpatía fundado en valores éticos de la solidaridad humana y de afirmación de lo espiritual. Lejos de la atmósfera neblinosa, gris y excesivamente racionalista en la que habitaba Sartre, lejos de su pesimismo y de las imágenes de lo viscoso y nauseabundo, Camus representaba una búsqueda de lo vital y amable del mundo, una adhesión a lo simple y elemental de la existencia.
N. P.: Jorge Enrique Adoum, como algunas figuras del arte tan destacadas como Guayasamín, vivieron próxima esa ladera del pensamiento contemporáneo, en congresos en la Habana o en encuentros con líderes del comunismo internacional. Me sorprendió ver en el Museo de Guayasamín, en Quito, allí donde también están las cenizas de Adoum, fotos del pintor junto a Mao. La historia contemporánea de Ecuador parece marcada por excesos, por dictaduras, exilios, intransigencias de unos y de otros. Usted, en esta época de Rafael Correa, no obstante, mantiene una posición de defensa y difusión de la literatura ecuatoriana al margen de aquella vieja estela. Pienso en la Biblioteca Básica de Autores Ecuatorianos que usted dirige y coordina, y que recibe el apoyo de la Universidad Técnica Particular de Loja. Tener a la vista la propia literatura hace salir de los sectarismos.
J. V.: La gran decepción de los marxistas del siglo XX fue comprobar el fracaso del socialismo. En vez de la sociedad igualitaria y el paraíso proletario lo que inventaron fue el estado totalitario, el infierno de los gulags, la policía secreta, la moderna inquisición. Sin embargo, la lección no fue aprendida del todo. Hoy en día, bajo la etiqueta de “socialismo del siglo XXI” se persiste en marchar a contracorriente de la historia. Estamos cansados de los partidos tradicionales, pero las soluciones no nos van a dar quienes se empeñan en el fracaso ni quienes hacen del resentimiento una razón política. El siglo XX y estos iniciales años del XXI son una execrable consecuencia de aquel “estúpido” siglo XIX, como alguien se atrevió a llamarlo alguna vez. ¡Cómo tardan en morir las creencias! Ortega y Gasset recordaba que las ideas cambian, pero las creencias perduran. Y las creencias, para bien o para mal, son lo que somos. Nos instalamos en ellas. Son nuestra casa. Si alguna vez existiera una verdadera revolución humanista reivindicaría el disfrute pleno de la libertad, el triunfo de la vida. Pero ¿dónde está esa revolución? Nos pasamos la vida esperándola. Y quizás esa es la esencia de todo ideal.
Hubo quienes (como Guayasamín, hacia 1960) que con frecuencia visitaban a los jerarcas del comunismo internacional, entre ellos a Mao y a los jerarcas soviéticos. Y al hacerlo se adherían a la vergonzosa “revolución cultural” china, se solidarizaban con esos regímenes sabiendo que el estado comunista con toda su propaganda era una gigantesca mentira, una afrenta a la dignidad humana. ¿Era ese el “paraíso” ofrecido? Habría que preguntarle a Aleksandr Solzhenitsyn. (Creo que las cosas deberían decirse como son: en nuestros intelectuales que se proclaman progresistas, aquellos que ostentan la etiqueta del izquierdismo, hay mucha impostura).Casa adentro y en aquellos años que evocamos, ellos eran los paladines de la justicia; allá, en la China de Mao, en la URSS de Stalin, en la Cuba castrista fungían de amigos de los tiranos. Sartre y Neruda marcaron, en esto, la pauta a seguir. ¿Por qué no condenaron los crímenes que cometieron Stalin y Mao en contra de sus pueblos? Quien, con su silencio, se solidariza con el verdugo pasa a ser su cómplice. ¿Qué autoridad moral puede tener alguien que así procede cuando, en su país, protesta por la falta de libertad y la injusticia social? ¿Acaso los valores éticos no son universales?
N. P.: Su visión crítica del presente es constante. Hace apenas unas semanas usted hablaba, en El Comercio de Quito, apoyándose en Jürgen Habermas, de la importancia de una sociedad civil diferenciada de la sociedad política, como requisito previo para la democracia. Usted hablaba de los lazos de solidaridad entre ciudadanos que afrontan, por igual, situaciones de arbitrariedad o menosprecio emanadas de un poder autoritario. El escritor ¿sigue siendo alguien que observa los desplazamientos de inquietudes, los excesos del estado, alguien que denuncia y acusa?
J. V.: Bien sabemos que la voz del intelectual rara vez alcanza los oídos del poder. Su proverbial independencia de espíritu ha hecho que, por lo general, sea visto bajo sospecha por los pudientes y sus servidores. Sócrates, el filósofo de las plazas de Atenas, se atrevió un día a criticar públicamente el sistema político que regía la ciudad. No era la democracia en sí lo que condenaba el filósofo sino la tergiversación que de ella hacían los seudodemócratas. Para Sócrates, antes que el Estado está la autonomía del individuo. Las razones de los ciudadanos están por encima de los provisorios intereses de los gobernantes. La autonomía de la ética frente a la política. Ello le llevó a la ruptura con la polis. La popularidad del maestro despertó la envidia de los mediocres.
Para el poder siempre resultará incómodo el dictamen de aquel que enarbola la crítica de la vida social. A lo largo del siglo XX la opinión de los intelectuales generalmente fue atendida y enaltecida, influyó en la opinión pública tanto que hubo pensadores que tras sí arrastraron séquitos de discípulos (Sartre, Marcuse). Sin embargo, no por ello la vinculación del hombre de ideas con el poder político dejó de ser compleja, contradictoria y azarosa. Los intelectuales optaron por distintas posturas: unos escogieron la adhesión ciega (compromiso) frente a una ideología o un régimen (Sartre se hizo de la vista gorda ante el gulag soviético, Neruda elogió a Stalin, Camilo José Cela se acomodó al franquismo); otros, en cambio, manifestaron hostilidad ante esos mismos poderes (Chomsky y su crítica al capitalismo, Goytisolo y su adhesión a la España heterodoxa). Elogios desembozados o críticas despiadadas, lo cierto es que a los intelectuales no les faltaron espaldarazos y honores, pero también persecuciones y condenas. Y a pesar de ello siempre se respetaron los principios liberales de libertad, tolerancia y respeto al adversario.
Hoy en día, y luego de ver las cosas que ocurren en el orden público, no faltan quienes se preguntan ¿dónde están los intelectuales? Tal parece que una pesada loza de silencio los cubre. Es verdad que los tiempos que corren no son buenos para la expresión del pensamiento crítico, creativo y transgresor, factores imprescindibles para que exista un proceso innovador que abra el sendero a una auténtica cultura. Los caminos para la opinión disidente están cerrados. Los políticos de ahora no necesitan de letrados, escritores ni teóricos sociales; al contrario, desconfían de ellos. Los ideólogos del poder son, ahora, aquellos que manejan el marketing de la política, los magos del maquillaje y la publicidad mentirosa que a toda hora sofoca al ciudadano. La concepción de la política se ha banalizado, su ejercicio se ha vaciado de humanismo, ha pasado a ser un espectáculo vulgar que se lo representa desde una tarima. Hay mucho grito destemplado. Alguien habló de la “lumpenización” de la política. La tolerancia de la que habló Voltaire ha pasado a ser símbolo de debilidad, en vez de democracia habría que hablar de autocracia; en vez de tolerancia, intransigencia; en vez de diálogo, autoritarismo. Para proceder así, el político ya no necesita de la palabra mesurada del filósofo; le basta aprender las habilidades del bufón.
Cuenta Heródoto que los persas, pueblo soberbio y engreído, creían que todo el mundo se equivocaba, menos ellos. Igual ocurre con esos autócratas que pretenden gobernar un país desde una excluyente visión del mundo. Convencidos de personificar un mesiánico destino, suponen que solo hay una verdad: la suya. Su ciega tozudez les lleva a la intolerancia, a la censura de la opinión disidente. Muchos buscan entonces acomodarse a la mentira. Cuando la impostura triunfa, la política se torna comedia de las equivocaciones.
N. P.: En su obra Mientras llega el día se encarama en el género histórico, en una espléndida vivencia de los acontecimientos que envolvieron la revuelta contra el poder español de entonces, aquella que condujo a la matanza de agosto de 1810. Su obra es un discurso también sobre el poder y el mal-poder, algo que está muy presente en otras obras, en El fuego y la sombra, situada también en otro momento convulso y de revuelta, esta vez en 1883, cuando surge la rebelión contra la dictadura de Ignacio Veintemilla. Su compromiso con la realidad y la memoria ecuatoriana es muy visible. Su obra funda, en la lengua española, un territorio de indagación y de reconstrucción, de vivencia individualizada que vierte en la novela del siglo XX y XXI, en las inquietudes de la creación del siglo XXI. Parece usted indagar persistentemente en las encrucijadas.
J. V.: Usted se ha referido a dos de mis novelas, Mientras llega el día y El fuego y la sombra. Son novelas que, en efecto, tienen cuentas pendientes con la historia. Pero esas “cuentas” solo son el pretexto para la fábula. Toda novela histórica implica una contradicción. La Historia y la Épica son hermanas por su origen (hijas de Mnemósine según Hesíodo); sin embargo, muy diferentes entre ellas. Mientas la Historia es res factae, la Poesía narrativa es res fictae, según definición de Aristóteles. Los retóricos y los propios novelistas hasta el siglo XX recalcaron en este divorcio. Ortega y Gasset negaba la posibilidad de la novela histórica. Si un novelista tomaba como materia de su relato un asunto histórico debía ceñirse a la verdad de los hechos. La novela histórica europea de los siglos XIX y del XX no se arriesga a desmentir la historia. En Europa hay mucha reverencia por la historia. Hay una divinización del pasado. No olvidemos que Hegel expulsó a Dios de su sistema filosófico y, en su lugar, entronizó a la Historia. Eso sí, los novelistas inventan personajes, circunstancias y diálogos, pero no se aventuran a ir más allá. El irrestricto respeto al pasado es parte de la cultura europea; es la herencia cartesiana. (Ello es claro en esa estupenda novela Hombres buenos de Pérez Reverte). Así como en la Edad Media la Filosofía era la “sierva” de la Teología, la novela histórica europea ha sido siempre servidora de la Historia. Todo lo contario ocurre en Hispanoamérica. Desprenderse del yugo documental ha sido la tendencia de la novela histórica hispanoamericana. Para Borges, en asuntos como este, “más que lo históricamente exacto”, lo que se busca es “lo simbólicamente verdadero”. Esto ocurre con la nueva novela histórica latinoamericana, aquella que se escribió a partir de 1970 hasta hoy. En la tradición literaria hispanoamericana la novela histórica es planteada, primero, como ficción, invención o creación poética. Tal cosa es lo sustantivo: ser literatura. Lo adjetivo es el asunto histórico. Por lo tanto, cuando el novelista hispanoamericano va a la historia y toma de ella asuntos y personajes para construir con esos elementos una ficción novelesca sabe que tiene toda la libertad para transformarlos en fábula. En ello no hay crimen alguno y, por tanto, no hay remordimiento. No hay que pedirle al novelista que sea historiador.
En las novelas de Carpentier, Fernando del Paso, Abel Pose, Carlos Fuentes se desacralizan aquellos los íconos del pasado y a los héroes se los baja de sus pedestales para verlos en su real dimensión humana, mostrando sus lados débiles, sus falencias, sus dubitaciones, sus momentos de debilidad. Esto es lo que hago en Mientras llega el día. En las dos novelas mías que usted menciona lo que busqué siempre es situarme en el ángulo adecuado para mirar o, mejor, atisbar la vida pública y privada de aquella sociedad del pasado, objeto de mi interés; observarla no desde los monumentos ni los documentos sino escudriñarla desde la intimidad de las alcobas que es donde se gesta, se acuña y se hace la vida diaria de los pueblos. La historia total jamás podrá escribirse. En cambio, la novela total es posible. Reconstruir el pasado tal como fue resultará siempre una utopía. Cada generación regresa a él aprovisionada de una nueva visión. Ninguna cosa es como es, sino como se la rememora.
N. P.: Obviamente también en el territorio del ensayo expone importantes encrucijadas, en Identidad y formas de lo ecuatoriano, en La selva y los caminos. En algún momento, países pequeños o grandes de su continente necesitan encajar la identidad nacional en medio de la expresión americana, en cierto modo crear el espacio de una identidad y de un suelo habitable para el escritor. Pienso en los autores cubanos de la revista Orígenes o en las indagaciones de Octavio Paz sobre las culturas mexicanas. ¿Es un compromiso cívico, ético, político.., o una necesidad de respuesta que precisa el escritor?
J. V.: La conciencia de una identidad es el primer paso del individuo que camina hacia su madurez. La identidad propia se revela el momento que miro al otro y, al hacerlo, me descubro como soy; entonces saltan las diferencias y distancias, la afirmación del yo-soy. La identidad colectiva es un sentimiento de pertenencia a un grupo, la afirmación de un “nosotros”. En los países hispanoamericanos la identidad es un proceso histórico que germinó y evolucionó lentamente hasta llegar al siglo XVIII cuando unos pocos criollos cultos e ilustrados empezaron a interrogarse ¿quiénes somos?, ¿qué somos como país, como pueblo, como cultura? Fue entonces que en la sociedad quiteña del siglo XVIII surgió una cosmovisión diferente, una ruptura con el pensamiento escolástico y el aristotelismo. Ello auspició el arranque de las generaciones. La primera generación ecuatoriana fue la de 1734. Unos cuantos letrados y hombres de ciencia, ideológicamente homogéneos, empezaron a ver y a redescubrir su país desde la razón ilustrada y desde la ciencia. Este proceso lo analizo en varios libros míos, entre ellos La pluma y el cetro (1977), Ecuador: cultura y generaciones (1985), Identidad y formas de lo ecuatoriano (2005), y en Generaciones e ideologías y otros ensayos (2010). La primera generación de lo que hoy es el Ecuador fue la de 1734, con ella se inició ese proceso al que lo he llamado La Conciencia de la Propia Identidad. A ella pertenecieron Pedro Vicente Maldonado (geógrafo), Juan de Velasco (historiador) y Eugenio Espejo (polemista, médico, escritor), todos ellos herederos de la Ilustración. Con ellos empezó algo nuevo: una visión diferente del país. La Audiencia de Quito fue descubierta como un país diferente, con características geográficas, históricas y cultuales propias y distintas a las del Perú y Nueva Granada, jurisdicciones con las que se lo había confundido desde el siglo XVI. Este “descubrimiento intelectual del Quito” como yo lo llamo, fue el sustento a la primera reflexión sobre este país al que los europeos empezaron a llamarlo Ecuador. Paradojas e intromisiones del azar, lo cierto es que la Ilustración (representada entonces en la ciencia de los geodestas franceses que llegaron a la Audiencia de Quito en 1734 con el ánimo de comprobar las teorías de Newton sobre la verdadera forma de la Tierra)influyó de manera decisiva para que este país adquiriera el nombre de Ecuador y se dejara de lado aquel que secularmente tuvo, esto es Kito, vocablo que en lengua nativa quiere decir “tierra del medio”, País del kito, reino del sol vertical.
N. P.: Su obra desvela la visión del mundo ecuatoriano, incluso en la evocación de espacios similares a los que pudiera vislumbrar Jorge Icaza en torno a Huasipungo, a Cunshi, al de las poblaciones nativas. Pero se advierte en sus ensayos y en sus narraciones un universalismo casi sistemático, por la referencias, las perspectivas críticas que utiliza, por los autores que cita, ingleses, españoles, italianos, alemanes…, por sus alusiones al presente, a los conflictos del siglo XXI y del siglo XX. Pero me parece particularmente admirable la capacidad de instalarse en espacios históricos, culturales y geográficos diversos, al tiempo que aborda conflictos que se encarnan en individuos. En Hombre caído, el cuento inédito que ahora publicamos, se escucha un tema universal, también La caída de Camus, pero todo lo demás es distinto. Junto al escenario de una playa del Pacífico suena la música de Chopin. Sus obras son puntos de encuentro, enlace de voces e inquietudes, de lenguas y pasajes espirituales. Por un lado, cierto eco francófono, a fin de cuentas vivió en París los años del triunfo del existencialismo…
J. V.: Llegar a trascender más allá de nuestras cosas y de nuestro tiempo, más allá de la circunstancia andina ha sido, para nosotros, aspiración permanente, un impulso secular nunca desmentido y cuyo inicio se lo halla en una conciencia histórica que, tímida y vergonzante, germinaba en la penumbra de la Colonia. Esa inicial Conciencia de la propia identidad a la que me he referido. Alucinados por modelos hispánicos, los poetas coloniales encontraron en la servil repetición de la palabra metropolitana esa ansiada legitimidad que, por entonces, se creía solo podía darla España.
Vino luego el siglo XIX, renegamos de la “madre patria”, fundamos la República y, a tientas y tropezones, aprendimos a caminar en la libertad. No obstante, en el decir de Hegel, nuestra alma seguía siendo “ajena”, pues pensamiento y cultura no tenían otro referente que los modelos de esa repudiada metrópoli, esa Europa que nos negaba. El colonialismo pervive cuando persiste el hábito de nombrar con palabra ajena las cosas que son nuestras. Hablar de América, de su tierra y su historia, se convirtió en tarea ineludible. Mas ¿con qué palabra la nombraríamos? Un sentimiento de orfandad nos acaparó de pronto. Se nos ocurrió entonces que si la palabra seguía siendo ajena, el mensaje que de ella pudiera desprenderse deberá ser nuestro. Había que asimilar lo mejor y lo útil de la tradición europea para llegar a conferir universalidad a nuestra expresión. Ser “cosmopolita”, escribir como Cervantes, como Chateaubriand, como Verlaine: tal fue el empeño de la época. El búcaro podía ser francés, pero la flor que en él estalle deberá ser de la exótica tierra americana. Los nacionalismos de inicios del XX nos llevaron, luego, a una literatura del reconocimiento de nuestras raíces: somos andinos, equinocciales. Viva la Geografía; abajo la Historia. El realismo social pasó a ser cultura oficial. Se dijo entonces: nuestra particularidad es universalidad. Así pues de la literatura de la legitimización pasamos a la de la asimilación y de ésta a la del reconocimiento. Y el proceso cultural de nuestra expresión literaria continúa en otros ámbitos y siempre en búsqueda de la palabra propia.
Toda filosofía es filosofía de un tiempo, sabiduría de un pueblo que interpreta su ser y circunstancia. La visión que tenemos de nosotros ha partido, por lo general, de un pensamiento prestado, fruto de proyectos de otros pueblos con experiencias y valores diferentes a los nuestros. Por ello, no es extraño que al buscarnos en espejos distantes no nos hallemos. La inautenticidad prevalece; la mascarada prima. Esta es nuestra soledad esencial, nuestra orfandad existencial. Todos cargamos, queramos o no, el lastre de una tradición. Que ella nos aliente a reconocer lo que somos, mas no debería ser tan pesada que nos aplaste y hurte la libertad. Hoy en día, escribir en clave nacionalista es ponernos del lado del pasado, es excluirnos de esa nueva cultura que tiene un carácter global y una vocación verdaderamente universal.
Han corrido décadas y la tradición nacionalista parece persistir en esa obsesión onfálica de maravillarnos de nosotros mismos. Con idéntica terquedad se sostiene que el ecuatoriano debe, ante todo, hablar de lo suyo, de su ámbito y sus cosas; solo así dejaremos de ser invisibles, una realidad tan imaginaria como la línea que nos cruza y nos marca, latitud cero, el “ónfalo” del mundo.
N. P.: En sus relatos puede referirse a Quevedo, a Zurbarán o al Conde Duque Olivares, a ciudades como Sevilla o Madrid. En su novela corta La memoria y los adioses Ecuador surge en la nostalgia de un inmigrante, como tantos ecuatorianos que llegaron a España en los años noventa y comienzos del siglo XXI, un emigrante que se desplaza de Murcia a Lorca… Hay en su obra una suerte de desplazamiento temporal y geográfico, constante en todos los niveles de la creación o del pensamiento…De forma especial destaca otra vertiente europea en su obra, la italiana. Hay un espléndido cuento en Juegos de Proteo que revela su fascinación italiana al recrear la vida del último Miguel Ángel, las pasiones ya fatigadas por la edad, su estado de creación final… Y lo hace adoptando la máscara, la persona, del pintor al utilizar palabras de los poemas y cartas que aquel escribió. Es un discurso sobre el tiempo y la creación, pero también es una suerte diálogo con esta otra cultura que se halla en sus orígenes en Rapallo, en los orígenes de un ecuatoriano de Cuenca, de un ciudadano de Quito.
J. V.: Usted ha hecho referencia a esa recurrencia mía a entrar y salir en universos distintos y distantes al mío: la Grecia homérica, la Edad Media europea, la Francia de las cruzadas, Renacimiento italiano, la España barroca y el mundo de la picaresca, las misiones amazónicas del siglo XVII, la vida legendaria de nuestra América andina de los siglo XVIII y XIX, etc. En el cuento titulado Saduj, imagino otra vida posible para Judas Iscariote. Indudablemente hay en mí una tendencia a partir y regresar, a dejar el alero doméstico y otear otros cielos y paisajes. Y yo me pregunto ¿no es ese, tal vez, el albur que atodo auténtico creador consume? ¿No es el viaje el destino de Odiseo? Escribir, para mí, es viajar por el mundo de la cultura y de la imaginación. Es el impulso a la aventura; es la sed por conocer otros universos, imaginar otros cielos o infiernos, lo proteico del tiempo y de la vida. Todo eso y más la insatisfacción por no llegar a descifrar el enigma de la existencia será siempre la inquietud que acapara a todo auténtico creador. De ello dan cuenta mis relatos, aquellos que constan en Juegos de Proteo y en los que, en breve, se publicarán con el título Ciudad soñada.
Considero que a los ecuatorianos no solo nos corresponde hablar de lo nuestro, de lo que nos pertenece y supuestamente nos define; también estamos llamados a abrazar como propio todo lo que el mundo puede darnos. Más aún hoy que participamos de una civilización globalizante. El universo es ahora nuestro patrimonio. “Creo que nuestra tradición –decía Jorge Luís Borges- es toda la cultura occidental, y creo que también tenemos derecho a esa tradición”. En definitiva, ser universales. Y ser universales no es ser cosmopolitas al talante del siglo XIX, tal como lo entendía un hispanófilo como Juan Montalvo, ni tampoco a la manera del decadentismo afrancesado de don Gonzalo Zaldumbide. Ser ecuatoriano es un modo de ser americano, y como tal, una forma de ser universal, pues nada de lo humano nos es ajeno. Este debate sobre nacionalismo y universalismo fue planteado ya en el siglo pasado. Por entonces, el mexicano Alfonso Reyes manifestó: “La única manera de ser provechosamente nacional consiste en ser generosamente universal pues nunca la parte se entendió sin el todo”. Surgió así su idea de la “inteligencia americana” y a la que definió como un “descubrir el Mediterráneo por cuenta propia”. Borges partió de la idea de Reyes cuando en la Revista Sur escribió: “…manejamos la cultura de Europa sin excesos de reverencia”. Lo regional no es lo parroquiano; asumiéndolo en su sentido correcto, lo regional es el punto de referencia para lo universal. A partir de esta universalidad, el escritor latinoamericano es parte de un proceso que impone la creciente modernidad del mundo contemporáneo. Los localismos ya no inciden por ser singulares sino por sus contenidos humanos y, por ende, universales. Al asumir esta nueva realidad, el escritor hispanoamericano conferirá otro significado, esta vez universal, a su circunstancia local.
Coincido con Reyes y con Borges en el sentido de que la vocación del escritor hispanoamericano debe ser universalista. Creo que nuestra literatura será en el futuro menos localista y menos nacionalista. Esa es su tendencia. Su secular búsqueda de universalismo la llevará a una apertura hacia una visión amplia de lo humano. El concepto de identidad que propuso Reyes no se reduce a estereotipos anecdóticos sino a la particular experiencia del hispanoamericano que vive en las periferias de Occidente, en la nostalgia de lo universal. Esta misma sensación está latente en la literatura de Borges quien pronto dará un giro en su visión del mundo: sin dejar de ser bonaerense y argentino se abrirá a otras visiones inesperadas. Es entonces cuando él se dio cuenta que todas las fantasías y pesadillas del mundo hallaban cabida en las circulares galerías de La biblioteca de Babel. Transitó de un proyecto de literatura nacional, atento a la voz de la comarca, a otro que le abrió los linderos del extendido universo de lo imaginado por el hombre, a La Historia universal de la infamia (1935), a La Historia de la eternidad (1936), al Aleph (1949). Palabra suya y nuestra, castellana y americana, con la que se apropia con audacia y liberad creativa de otros legados, de otras herencias, de esa parte de Roma que también nos pertenece y que persiste en esta lengua, sangre de nuestro espíritu.