El personaje de Pepe Monagas ha caminado por novelas (Memorias de Pepe Monagas) y por un buen número de cuentos. Su biografía es la de un pícaro y se halla salpicada de abundantes anécdotas que mueven a la risa. Así son sus cuentos y así éste que se presenta: sucesos y ocurrencias graciosas. Se caracterizan por su brevedad, pues se hacen cargo de una sola situación que el autor procura describir de manera escueta.
En cualquiera de sus historietas Pepe Monagas abrirá la boca para que de ella salgan no sólo ingeniosidades, sino también palabras no conocidas, pues muchas son invenciones de su propia cosecha; pero sobre todo se notará la sabiduría profunda que contiene pese a la aparente superficialidad que muestra. Tendrá capacidad, en este cuento, de traducir un lenguaje indescifrable, si bien es cierto que lo hará para su propia conveniencia. el personaje, Pepe Monagas, es muy perspicaz; como lo es el narrador de sus cuentos, el cual ofrece enunciados de una viva plasticidad que trasciende el chiste. En todos sus relatos se encontrarán notas caricaturescas que reflejarán la figura de un isleño y su forma de ver, de entender y de expresar la vida. La presencia del humor en las aventuras de su Pepe Monagas ha permitido a Pancho Guerra vincularse entrañablemente con varias generaciones de su comunidad.
Turistas en Puerto. Un barco con gente de pa fuera, grande y rubia, los hombres con cara de duraznos pelados y las mujeres cepilladas y caminando a zancajos. Monagas sale del muelle, sentado en el pescante de su tartana, con la cara optimista y el rebenque suspendido. Atrás, de viajero, viene un mister, con cara de niño grande. Le cruzan el pecho dos correas, de una de las cuales cuelgan unos anteojos y una cámara fotográfica de la otra.
El turista viene pa dentro, mirándolo todo con ojos que se le van a salir del casco. De vez en cuando, Pepe lo siente exclamar:
-¡Ou! -y un rezongo atrás en una lengua tan atravesada que va y nace uno donde él y estuviera hablando por señas, porque cualquiera la aprende.
Por ahí, a la altura del Parque de San Telmo, el mister toca a Monagas en un hombro y le hace señas de que pare. El isleño mete la retranca, empujando allá adelante el brazo y reculando con todo el cuerpo, que con un pisco más sale por detrás.
-¡Siaiiii…, moreno…!
Se queda mirando el chone pal muelle de Don Benito. Y como si Pepe pudiera hacerse cargo, le habla:
-Kalimoyo jarrudti espiguosa tu carbuquesio sul la usborplat…
-Ji jiñóoo… -le contesta Monagas en ayunas, con cara de guasa y sacando la voz por la nariz.
Y po hacer algo señala pa la marea y dice, dispuesto a esperar:
-Tire por ay pa abajo, a ve… A lo mejón se alcuentra una esquina güena y no hay guardias. Vaya, y jágase el perro, callao la boca, cristiano.
Dando zancadas con unos zapatos cuadrados, el mister alcanza el parque, busca un rincón bonito que tiene al fondo la trasera de la ermita. Y tira una plaza. Luego retorna con una seriedad de cabecera de entierro. Sube, deja un momento al caballo con las patas en el aire, y dice:
-Castamivo arragos eskua platkos rrua.
-Ji jiñó. A la cátedra.
Chasquea la lengua Monagas, le mete dos rebencazos al aire y el penco coge trote, Triana alante.
Pa no cansarlo: la catedral, la plaza de Cairasco, los jarandinos, sétera. Y otra vez al muelle. Siempre en su lengua de mil demonios, el turista, sacando unas libras esterlinas de la cartera, dice:
-Helerimoti marroyor petit paled bero lipor fueyet arrrret but.
-Déme sinco libras y no tiene náa que desíii- contesta Monagas, entendiendo que es un gusto.
Pero como el hombre se queda mirándolo perplejo con los billetes en la mano, Pepe se alonga desde el pescante, coge el fleje de billetes y aparta cinco, devolviendo muy honrado el resto. Al hombre de pa fuera se le ponen los ojos como chopas de vivero. Le parece carísimo, a juzgar por la cara airada que saca.
-¡Nou pabriyonot, le santuyandé, nisla praventa…!- y saca rápido un pequeño diccionario de bolsillo, cuyas páginas atropella buscando una palabra.
Monagas aprovecha, con una cara de zorrocloco que la coge un prestamista y al año compra una casa de tres pisos, saca la retranca, le mete en los traseros al penco un justo rebencazo y sale a espetaperros. Cae atrás el mister, en una mano el diccionario, fechando con la otra contra el pecho la cámara y los anteojos y en la boca un grito con una sola palabra:
-¡Tagifá, tagifá, tagifá!
A la carrera y a los gritos se para la gente y sacude la modorra un guardia que pasa al golpito por frente a la Marquesina. El municipal se hace cargo y manda parar la tartana. Enseguida, con la lengua fuera, llega el turista, en la boca la misma palabra:
-¡Tagifá, tagifá!
-¿Qué pasa?- pregunta calmoso el guardia.
-¡Oh! Anteojos del hombre este…
-Nou pabriyonet, le santuyande, misla praventa… – repite congestionado el extranjero-. ¡Tagifá, tagifá!
-¿De ónde es este cristiano, Pepe? ¿Tú lo entiendes?- dice el guardia.
–Naturá que sí. este hombre es de aquí delante, de una nasión que llaman Jibardi, al sur de los Chirlos Mirlos.
-¡Tagifá!- se dirige, echándose arriba, el mister a la autoridad.
-¿Qué dice?
-¿Oh, que lo lleve a Tafira. ¡A estas horas, con la calor que jase y el caballo entregaíto! Ni jablar del asunto. ¡Váyase pal barco, no sea bobo! ¡Guardo elante!- y afloja la tartana.
Lejos, sostenido por el municipal, el turista sigue gritando insistente y monótono:
¡Tagifá, tagifá, tagifáaa…!
Monagas vuelve la cabeza, ya trasponiendo el muelle, con una expresión molesta en la cara:
-¡Vaya un guineo, mano!
[Los mejores relatos canarios del siglo XX, Alfaguara, 2004, pp. 63-71]