Dejemos, por una vez, el dolorido sentir

Por Jorge Rodríguez Padrón

MUCHOS DE MIS GENEROSOS LECTORES lo saben, creo: la crítica literaria me ha ocupado a lo largo de muchos años, varios lustros ya. Pero las exigencias que tal oficio impone, y la responsabilidad de él derivada, me han hecho reflexionar –de tiempo en tiempo- sobre los extremos alcanzados en mi trabajo y sobre el sentido que esta dedicación haya podido tener para mí. No es ésta, por tanto, la primera ocasión en que me pregunto por todo ello; pero sí la única, hasta ahora, en que el sujeto de tal reflexión no es la materia concreta sobre la cual escribo, ni la condición misma del crítico, cosas que he tratado de dilucidar (a lo peor, con bastante torpeza) en anteriores abordajes al asunto. Ahora –como digo- se trata de entrar en debate con algo que hace poco me ocupa, y preocupa, de modo recurrente; algo que entiendo vinculado también a otras cuestiones, quizá más personales y desde luego mucho menos literarias, referidas a la madurez con la cual lidiamos cuantos hemos superado, hace años ya, la mitad del camino de la vida. Y me apresuro a decir que no existe el menor asomo de patetismo en esta afirmación; desearía que quedara muy claro el tono de absoluta normalidad que tienen mis palabras.

Pero dejemos el dolorido sentir y vengamos al asunto que digo… Aunque, pensándolo bien, ¿no es éste una parte –y decisiva- del discurrir existencial al que no puedo, ni debo, renunciar cuando pienso y escribo sobre lo que leo? Como escritor, como crítico en ejercicio, nunca he querido que tal actividad apareciera como ajena a, o separada de, la vida (de mi vida, subrayo): no sólo me he esforzado en interpretar las propuestas de un autor en su obra, no sólo me he dejado conducir por él a través de los sugestivos senderos que me abre a medida que avanzo por sus páginas; por encima de eso, mi objetivo ha sido siempre entenderme yo mismo, reconocerme en aquellas propuestas, perderme por esos caminos. Digo interesarme en todo ello; ser entre cuanto allí puedo encontrar: voz, pensamiento, persona… En otras palabras, saber que con la lectura y la escritura críticas puedo ir configurando -hasta donde ello es posible- una memoria que me identifique; que, consciente de mis carencias, pueda volver los pasos hacia una tradición donde habitar la demasía necesaria para ser, sin claudicaciones ni contemporizaciones.

Porque cómo escribir (y vivir) sin tradición; sin establecer un debate permanente con el flujo sin fin que nos contiene y que nos lleva, que nos explica… No perdamos de vista la etimología: tradición deriva de tradere (entregar), y por ahí su sentido de transmisión y herencia de lo anterior; pero también (y esto es importantísimo) su proximidad semántica a traición: no sólo el legado que pasivamente recibo, también el envenenado sentido que con él me puede llegar, y que me obliga a permanecer alerta, a no ser nunca complaciente con todo eso. ¿A qué tradición, pues, me debo; qué tradición me ha hecho y me ha dado voz? Esta sería la pregunta. La respuesta, situado en este punto del discurso histórico, no puede ser otra sino la que sigue: mi tradición es esa línea (nada imaginaria, por cierto) que determina una existencia fronteriza. Mas no como límite, sino como posibilidad, cauce por donde orientar aquel atrevimiento que supone habitar la demasía.

¿Qué territorio más fronterizo que una isla? Toda ella, frontera. Y, en consecuencia, lugar de transmisión; pero también de traición. Porque la frontera insular es orilla, borde de ese territorio incierto e inestable que es el mar. Eugenio Padorno ha escrito: “La mitificación de toda isla facilita la transitabilidad de la realidad al sueño o viceversa; la isla neutraliza la realidad racionalizante y hace de la vida el relato de una ficción”. Y estoy de acuerdo con él. Pero el poeta habrá de permitirme que aporte algún matiz: se me hace muy difícil pensar que nuestra virtud como insulares sea el hacer de la vida “el relato de una ficción”. Visto desde la perspectiva de las potencialidades artísticas y literarias, podríamos admitirlo; pero vivir autosatisfechos de que ficción e irracionalidad determinen esa identidad, nos lleva a la paralizante condición que Unamuno (también lo recuerda Padorno) anota en su visita a la familia de Domingo Rivero: “una vida de dejarse vivir, o lo que es igual, de dejarse morir”.

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En consecuencia, esa frontera que es orilla resulta ser, más bien, principio y no final, y menos finalidad; tanto para quien va como para quien viene (“Cuando llega a cada estación nueva, el viajero reencuentra un pasado suyo que no sabía que tenía: la extrañeza de lo que no eres más o no posees más te espera en esos lugares extraños y no poseídos”, escribe Italo Calvino, refiriéndose a Marco Polo). Si algo puedo colegir, tras mi largo aprendizaje fronterizo, es que, no sólo el movimiento, también la mirada es recíproca. Y la voz. Y aun se me hace claro algo más: que esa indudable permeabilidad se resuelve, y realiza, como contacto copulativo, fecundante; y que es en ella donde hallo sitio: memoria y tradición. Lo que me lleva a alongarme con peligro, y hasta precipitarme, en ese espacio que inquieta y desconcierta porque envía sugestivas llamadas incitando a la traición, resistiendo a la tradición.

Siempre que me he propuesto cumplir ese viaje que es toda lectura, toda escritura, entre lo prieto del conocer, llego inevitablemente a un punto en el cual los caminos se cortan, o donde los senderos tan visibles se confunden con algo que parece maleza, broza o simple oscuridad enmarañada. Lo cierto es que, a más indagación, más se acentúa la perplejidad y más diversos y difíciles son los interrogantes que me asaltan. La reacción inmediata es una suerte de temor a ser demasiado condescendiente con lo que podría considerar mis saberes; a parapetarme tras ellos cuando descubro que sólo he llegado a tener certeza de mis propias limitaciones. ¿Dónde hallar el principio necesario y lo suficientemente sólido para que no ceda bajo mis pies? ¿Qué antecedentes, tradición o memoria, podrían avalarlo y justificarlo, en los dos sentidos del término?

La inclinación inmediata, buscar amparo en los más cercanos; aquellos que me identifican con mi espacio natural, la isla, y con el proceso cultural que allí pueda tener asiento. Sin embargo, dicha búsqueda me inquieta y desconcierta (llega el momento en que la tradición pide traición) cuando, en vez de memoria (lugar hacia el que remontar para conocer más), la tradición se me ofrece como pasado traído al presente, en un estéril ejercicio de nostalgia. Estoy con Maurice Blanchot cuando afirma que “el olvido es la vigilancia misma de la memoria, la potencia tutelar mediante la que se preserva lo oculto de las cosas (…) la memoria –continúa- es confusión, es ‘confusa memoria’, ‘leve memoria’, aquel poder de alteración (y lo subrayo) que instala en nosotros (…) el enigma del cambio infinito”. Y ¿cómo no voy a concordar con él, desde la privilegiada situación fronteriza que es mi tradición, mi identidad?

Y gracias a tal acuerdo, yo no caeré nunca en la tentación de identificar esa tradición como límite; ni la aceptaré como autocomplacencia de lo propio, que niega lo ajeno; ni la veré como una idílica vuelta atrás. Si busco ese principio es “para ir más allá, hasta el límite, con el fin de intentar romper el círculo” (Maurice Blanchot). La tradición o memoria existencial y cultural que me ha hecho no acaba en las fronteras convencionales que se le han puesto; no es un punto quieto en la historia, ni una estricta serie de invariantes. Porque no hay una, ni existe la verdadera. Toda tradición es el resultado de una evolución, de un enriquecimiento sucesivo; y mucho más en una isla –todo frontera- donde se ha de constituir como la suma de cuanto la ha ido conformando y como espacio para una permanente indagación interrogativa, derivada de la coexistencia y confrontación de todos esos elementos concurrentes. Una tradición que sólo se completa en su traición; en la “respuesta que encuentra el hombre cuando ha decidido ponerse radicalmente en entredicho. Esta decisión (…) expresa la imposibilidad de detenerse, ya sea en un consuelo o en una verdad, en los intereses o en los resultados de la acción, o en las certezas del saber y de la creencia”, por decirlo, de nuevo, con Maurice Blanchot.

Buscar las raíces significa atarse a lo primordial sumergido en la tierra; esperar sin más ese algo que nos sostenga y alimente. Ejercicio de pasivo narcisismo. No puedo conciliar eso, por tanto, con la alerta permanente de mi condición fronteriza, por donde –de forma siempre inesperada- se me iluminan zonas ocultas o distantes de aquel territorio inicial, pero que me resultan imprescindibles para ser. Si concibo la tradición como lo que es, cumplimiento de un aprendizaje, me veo en la obligación de aceptar el compromiso de la discontinuidad, de la separación, extraño entre-dos, donde lenguaje y mundo comienzan a ser identificables. Cuando Maurice Habwacks utiliza la metáfora del océano para referirse a la memoria (desembocadura de “todas las historias parciales”, dice), confirma la evidencia irrenunciable de lo que intento explicar: soy (somos) parte de un espacio oceánico, incierto, amplio, inacabable en extensión y en profundidad.

En consecuencia, para quien como yo ejerce lo que hemos convenido en llamar crítica literaria, el asunto reside en darse cuenta de que será imposible progresar (alimentar mi criterio que es mi responsabilidad) encerrado en (y sumiso a) una tradición que, según dicen, me identifica. Me siento en el deber de traicionarla, si quiero reconocer mi verdadera memoria: liberado de los intereses de poder que amarran y enraízan aquella presunta identidad a una topografía inviolable, abrir un espacio de escritura capaz de fecundarla. La reflexión agustiniana sobre el tiempo, evocada por Alejo Carpentier al remontar el Orinoco hasta sus fuentes, nos pone ante la memoria como vínculo con el pasado, mientras se da a la esperanza la función de clave o puente para alongarnos al futuro: complementarios que son, al propio tiempo, contrarios; pero que, gracias a esa doble condición, nos permiten entender el discurso de toda existencia, en especial de aquélla que busca ser y sentido. Como la mía ahora, en mi indagación crítica.

Y me pregunto: ¿funda mi tradición literaria Antonio de Viana, representando aquel principio histórico como unión matrimonial (previa conversión) entre Dácil y el capitán Castillo, en sus Antigüedades (1604); o lo hace con más propiedad Bartolomé Cairasco al permitir que Doramas reciba al obispo Rueda (en su Comedia, de 1582) proponiéndole, y oponiéndole, su propia apariencia, su propio linaje y su propia palabra, en igualdad de condiciones? Que Doramas ha tenido que expresarse en español, no hay duda; pero es otro español, de nueva y más libre retórica, cuyas sorprendentes posibilidades expresivas eran impensables hasta entonces; no en vano lo ha infundido en la mente del caudillo grancanario aquel maravilloso brebaje que le suministran Sabiduría y Curiosidad. La verdad y autenticidad de esta tradición se manifiestan en tal encuentro, en tan significativo diálogo, en tan singular concurrencia. Y, mucho más, en la traición llevada a cabo por el escritor que opera en las dos direcciones, poniéndolas en entredicho. Nunca me ha parecido casual la forma en que el canónigo afronta su doble memoria: novedad del “canario cántico” y subversión del canon clásico, tan bien conocido por él, son parte de la misma operación literaria que es –al propio tiempo- necesidad de reconocimiento existencial. Sigo el camino abierto por Cairasco, donde veo que toda literatura surge en la conciencia de lo discontinuo, que es histórica, mudable, contextual; y me asomo por él hasta esa otra tradición, memoria y principio occidentales a los que –según la historia- también pertenezco. Pero no pierdo de vista, en ningún momento, la estrategia de nuestro canónigo lidiando con la traducción de Tasso, empeñado en sacudir la armonía del endecasílabo con sus descarados esdrújulos.

Descubro así que la ordenada y prestigiosa tradición clásica, aquella perfecta armonía que la define, ha sido traicionada desde dentro poniendo en evidencia su presunta seguridad incontestable. Instituida como verdad forzosa –legitimidad política y prestigio cultural dominantes- frente a toda interferencia o secreta distorsión de las representaciones conscientes. Orden de razón, para invalidar toda asimetría o arborescencia o regresión donde pervive lo más atrevidamente fronterizo y permeable de la herencia grecolatina: cosa de intemperie, del extrarradio, límite de sombras por donde se eludía (o donde se rechazaba abiertamente) la gravosa carga de la versión estatuida. ¿No había sido el influjo oriental lo que fecundó el mundo griego arcaico para otorgarle su plenitud clásica? La época helenística no supuso –como se quiso decir- la distorsión o degeneración de aquella plenitud (preguntemos, si no, a Cavafis); como tampoco el imperio romano de Oriente marcó la fractura perversa de la grandeza romana, como la historia nos propone. Se comprende, en fin, que el nuevo clasicismo obstruyera el camino a la libérrima mescolanza de lo grotesco, aquella forma artística propia también de la antigüedad que se pretendía recuperar, pero ante la que casi todos hicieron como si no.

Hacia 1343, Francesco Petrarca cumple su ascensión al Mont Ventoux, de la que da testimonio en su epístola a Dionisio da Burgo San Sepolcro, redactada hacia 1353 y uno de los textos programáticos del Humanismo: la ascensión como conversión espiritual. Pero el documento del florentino contiene, al propio tiempo, el reverso de tal seguridad: “habiendo contemplado bastante la montaña, volví hacia mí los ojos interiores, y a partir de ese momento nadie me oyó hablar hasta que llegamos al pie”. No la conquista satisfecha de un saber que es poder; el descendimiento hasta la flaqueza y fragilidad del alma, certeza del límite de aquella razón autosuficiente heredada. Semejante propósito en el enconado debate sobre la interpretación de la Escritura a raíz de la Reforma, que Trento decide zanjar imponiendo la tradición doctrinal; o en las propuestas de Giordano Bruno sobre la poesía y sus reglas que –decía- “han sido recopiladas por quien no era poeta de ninguna clase de poesía (…) en provecho de cualquiera que quisiera convertirse (…) en simiesco imitador de la musa ajena”; lo que nos acerca, a su vez, a aquel otro debate sobre lo verosímil y lo maravilloso, protagonizado por el genio taciturno que fue Torcuato Tasso, por medio del cual llegaría hasta nuestro Cairasco, que lo abraza como experiencia existencial mientras el celo clásico (y castizo) de los escritores peninsulares apenas lo asume (digo el debate aquel) como mera cuestión teórica o académica. Antes que viciosa corrupción del orden clásico, el manierismo fue tránsito entre la presunta (e interesada) seguridad y la incertidumbre de lo fragmentario, lo pintoresco, lo vacío, abierta al abismo de la verdadera memoria.

El principio de mi tradición, la fundación más cierta de una memoria de Occidente en la cual puedo reconocerme, es esta confluencia fronteriza, nunca aquella armónica disposición que el canon estableció. El director teatral Paolo Magelli declaraba, no hace mucho: Europa “está aún secuestrada por el toro (…). Fue uno de los motivos por los que me fui de Italia; tenía un grave problema, y es que esta banca que es la Europa actual no comprende nada de las culturas… Europa, para mí, es Mesopotamia, Persia, Irán… Eso era Europa hace tres mil años y lo hemos olvidado”. Significativa me parece, pues, la persistencia en el error de defender –todavía hoy- el principio mediterráneo de Occidente, siguiendo la vieja tendencia maniquea de ver el mundo dividido entre ellos y nosotros, entre creyentes y no creyentes, entre civilizados y bárbaros… Si me detengo y miro el trazado horizontal de nuestro Mediterráneo, cuanto en un tiempo fue esplendor, es hoy ruina; tanta riqueza intelectual, tanta sensibilidad creadora, vueltas en tosquedad, en primitivismo populista; la preocupación por una sociedad plural, petrificada en identidades nacionales excluyentes. Con no disimulada soberbia, se celebra la Antigüedad repitiendo tan sólo su imagen irrecuperable, nostalgia de lo decaído propio, en vez de sustento vivo de la memoria común (pasto para arqueólogos y turistas, que tanto monta). Y cuando ese otro insular que es Cesare Pavese, en su frontero Piamonte que ama y desdeña con igual pasión, se decide por una lectura diferente de la memoria mediterránea, en trato libérrimo con los mitos griegos, no es entendido (y así lo lamenta él mismo) porque se sitúa, manifiesta y abiertamente, en la discontinuidad que pide ser toda tradición verdadera. Léanse sus Diálogos con Leucó.

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¿Y lo que llamamos tradición española? No dudo de la energía y bellezas del arte de los Siglos de Oro; pero, siempre, fiel a la medida, a la proporción de ritmo y razón, en esa armónica exactitud. Creación que cuenta, que da una interpretación a cada cosa; orden conceptuoso de la escritura que cuándo se disgrega y se traiciona. Ejecutoria de la crítica: determinar formas que son referencias del recto camino que todos siguen (o deben seguir). Mi diálogo con lo español es otro. Con quienes como el Greco o Fray Luis de León interrumpen o traicionan la tradición. ¿O no es traducción y contrahechura, de los clásicos o de la Biblia, el camino del conocimiento para el profesor salmantino –del conocimiento que se hace experiencia existencial? ¿Y qué hizo el Greco sino orientalizar de nuevo la clasicidad? Mi diálogo con quienes, como los místicos o Cervantes, salieron del estrecho margen de las afirmaciones y se precipitaron por las laderas de la duda, de la interrogación, de la ironía. Con heterodoxos como Blanco White, que hasta duplicó en inglés su apellido; con Galdós, capaz de aplicar su mirada excéntrica a una historia y una sociedad que se niegan a asumir su conflictiva memoria, y se mantiene “con mil trabajos en aquel líquido medio corrompido”.

Toda memoria que se ha pretendido fijar como tal, para mí un error; no puedo reconocerla (ni reconocerme en ella), pues su propósito ha sido, tan sólo, ajustar una identidad nacional, la única válida y cerrada en sí misma, estableciendo con ella la verdad y autenticidad propias frente a las de otros, a quienes –aún hoy- se sigue teniendo por usurpadores, si bien bajo el disimulo de lo políticamente correcto. Leo la censura de un “proceso de simiesca eliotización y monotemática anglofilia”, que nada quiere saber de “un dilatado conocimiento vivo de nuestra historia literaria y nuestro Siglo de Oro”, y confieso cierto temor al oír el tono con que en el texto se repite ese nuestro admonitorio. Una tradición así ha venido proscribiendo (implícita o explícitamente) toda prolongación fronteriza y, por supuesto, todo intento de traicionarla. Estoy pensando en la sucesiva interrupción histórica del proceso de formación de la burguesía, para facilitar la prevalencia de un orden castizo, aun a costa del fracaso en que desembocó; estoy pensando, como he dicho tantas veces, en que no es don Quijote la personificación de lo español: los españoles son quienes le impiden ser quien desea ser y lo condenan por loco; estoy pensando, incluso, en escritores tan conflictivos y resistentes como el mismo Unamuno, como Lorca, como Cernuda… No minimizo con ello su valor literario. Digo que su debate nunca supuso traición de la tradición: expresión de un conflicto consigo mismo o con la sociedad y la literatura españolas cuyo principio jamás pusieron en entredicho. A ello se asomó, sí, el Cernuda crítico; y algunas vislumbres dejó anotadas.

Con el viaje atlántico, nuevo tránsito fronterizo, nueva posibilidad del mundo: lo prolongó y lo hizo dos. Por ese nuevo camino quise perderme para encontrarme. No reparé, durante mucho tiempo, en que la alternativa principio mediterráneo-principio atlántico podía ser en exceso simplificadora. Creyendo hallar allí la mitad faltante de mi tradición, un espacio natural de reconocimiento, me apliqué a la lectura de aquella nueva tradición y de aquella nueva palabra que, en primera instancia, parecían devolverme mi propio rostro duplicado… Cuanto más avanzo por el territorio de aquella literatura, y –sobre todo- cuanto más frecuento aquellos lugares (incluso desde una perspectiva insular), la conciencia de compartir una memoria común se debilita más y más; cada vez me dicen menos de mí: aquella posibilidad de algo abierto y nunca cuajado ni acabado, escondía (y esconde) un rostro complacido en lo propio, herencia de una tradición española no sé hasta qué punto contestada. Excepciones hay, claro está: propuestas de escritura que –desde dentro- también traicionan esa tradición, proyectándose como conciencia fronteriza. Digo, ante todo, la fundación modernista y su vigorosa fecundación literaria posterior.

Precisamente ahora veo a aquellos americanos finiseculares encaminarse a Francia; y tras ellos, muy poco después, a los neófitos del surrealismo, ansiando entusiastas, como los primeros, vivir la experiencia parisina. ¿Qué los mueve en realidad? Por supuesto, el prestigio de la Ciudad Luz, y el atractivo bohemio que Baudelaire había elevado a categoría poética, y aquel “vicio nuevo (…) hijo del frenesí y de la sombra” que anunciara Louis Aragon. Pero estoy convencido de que ambos viajes fueron consecuencia, ante todo, de la necesidad que el escritor hispanoamericano tiene de situar su palabra en aquel espacio fronterizo, en aquella demasía, en donde se estaba consumando la traición definitiva de la tradición europea, iniciada por los románticos hacia fines del setecientos. Situar allí su palabra y sorprenderse de cómo, al hacerlo, su identidad quedaba definitivamente iluminada. “Tal vez fue necesario, para darse cuenta de ello, venir a Europa y mirar desde aquel cerrado armario de valores lo ajeno y original del mundo americano” –escribe Arturo Uslar Pietri, en el 28.

Irrupción, en cualquier caso, de nuevos bárbaros, extranjeros que –como nos había enseñado la historia- hablan una lengua diferente, difícil de entender para los presuntos civilizados. Para mí, antes que eso, un empuje vertical, energía inesperada que abre brecha en el manso discurso horizontal de la tradición mediterránea, completando de esa forma la identidad y memoria –necesariamente doble- de Occidente. Como los primitivos pueblos del norte, los románticos bajan hasta los linderos últimos del mundo clásico, conscientes también de su carencia; no se detienen ante el sólido edificio de la cultura fijada y excluyente; pasan al otro lado y ahondan en el espacio milenario de los mitos, aquel tiempo oscuro que la razón había abolido de forma radical. Un descenso hacia el abismo ontológico, laberinto boscoso y no claridad solar. Allí completarán la vida, pero sin renunciar a su ser: una experiencia existencial de entrega que no es derrota sino conjunción y confluencia de las dos vertientes, dos orillas de ese Danubio, no tan metafórico por cierto, del triestino (otro fronterizo) Claudio Magris.

A medida que avanzo por aquel espacio singularmente europeo, que poco o nada tiene que ver con la Europa que nos vende (sic) una “nueva clase chabacana (…), indiferente a todo valor democrático y civil, al propio sentido del compromiso del político como valor y a cualquier idea (…); clase política –y no sólo política- con la conciencia abotagada (…) de paletos morales alentados por la desaparición de la elegancia” (Claudio Magris). Cuanto más habito y reconozco tal espacio, más y más revelador me resulta: en él, la interpretación de la memoria compartida se realiza como natural (y necesario) debate con la misma. Exactamente, el proceso seguido por mi lectura y escritura críticas para indagar en mi identidad. Porque el movimiento vertical del que hablo no sólo describe una ruta geográfica; sobre eso, desvela una valoración poética del tiempo, aparejo con el cual mi escritura quiere dar testimonio de una experiencia similar. ¿No ingreso yo en esa memoria desde una complementaria verticalidad; no son, los míos, malestar y extranjería en busca también de concurrencia y debate? En el romanticismo centroeuropeo reconozco la misma continuidad en la discontinuidad que me asiste: aportación de una palabra atrevida y corrosiva con que hacer frente, sin reparo alguno, al saber solapadamente reforzado y defendido por la tradición. Reconozco igualmente en sus propuestas que sólo con una conciencia de “autolimitación o autodeterminación (sólo a través del tandem decisión-renuncia) es posible alcanzar la infinitud verdadera, el Absoluto” (Eugenio Trías).

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Habiendo sido la Reforma (escisión o disidencia) su principio histórico, su identidad se mantuvo siempre en suspenso, como necesidad de cumplirse en permanente debate con la relatividad de la verdad. Que es ése, sin lugar a dudas, el que yo entiendo principio también de mi historia insular. Frente a la autoridad inalterable del texto, la experiencia estética como manifestación de una experiencia existencial, siempre necesitada de habitar la demasía. ¿Qué es, si no, el canario cántico para la fundación de nuestra literatura? Con un añadido que quizá hayamos menospreciado, pero que entiendo elemento imprescindible para la búsqueda que me he propuesto: que lo personal, e incluso lo nacional, reclama con urgencia (y así lo proponen ya aquellos románticos) la prueba de fuego que supondría encararlo a la dimensión de una “memoria inmemorial” que, según Maurice Blanchot, “se origina en los tiempos fabulosos (…), en esa época en que el hombre parece recordar lo que no supo nunca”. Más allá, pues (y rompiéndolo), del círculo cerrado donde la historia (el poder) busca refugio. Rapto que solivianta, por ejemplo, a Hölderlin, y lo traslada a las puertas mismas de Asia, esa extensión “dispersa en todas direcciones” sobre la llanura incierta del mar, aproximándolo así “a su sombría gruta”, como leemos en “Patmos”. ¿Acaso debo indicar las coincidencias, aquí de sobra explícitas, con el imaginario poético de nuestra literatura más cercana?

Y si atiendo a su navegación por “El Archipiélago”, Grecia no está allí para provocar el éxtasis ante su bella perfección clásica, como se nos dijo; es el espacio faltante donde será posible ajustar la humanidad a las potencias profundas de la existencia. Lo mismo que Goethe, o que Byron y Shelley, Hölderlin bajaría al Mediterráneo con la convicción de que el genio griego tiene su raíz “en el fondo elemental y orgiástico de los pueblos orientales”; de que “por mucho que se eleve el hombre clásico a la claridad representada por Zeus olímpico, no puede dejar de recordar con agradecimiento el seno oscuro del que nació” (Luis Díez del Corral). Subrayo recordar, por su cercanía etimológica con despertar; subrayo seno oscuro, por cuanto abre el abismo total de la memoria más cierta. ¿Qué interesada convención nos ha trasmitido una imagen de la originalidad romántica desvinculada de la tradición, cuando es verdaderamente culminación –bien que crítica- de la misma? “Si no extendemos la mirada fuera del círculo de nuestro propio medio, fácilmente podremos caer en una infatuación dantesca”, había sentenciado Goethe. Y hube de desempolvar sus conversaciones con Eckermann.

Pero también me volví hacia la fundación literaria de la otra modernidad europea, la en apariencia carente de tradición, necesitada de ella. En Rusia, en Escandinavia, en Irlanda, poetas y dramaturgos (sobre todo, poetas y dramaturgos) obsesionados por hallar una palabra con que identificar su propia memoria. Y cómo hacerlo sin que Ibsen –por ejemplo- viaje a Italia y –en medio de tanto esplendor solar; en aquel mundo, en el genuino sentido del término, según Goethe- se le revelen las que habían sido sorprendentes “catedrales de hielo”. Cómo sin que Strindberg atraviese los caminos que desembocan en el infierno de la conciencia individual; o sin que los dramaturgos rusos e irlandeses tomen posiciones ante la diversidad o complejidad de la verdad. Conflicto y diálogo que reproduce la frágil pero vigorosa palabra de Osip Mandelstam, en su Conversación sobre Dante, que me enseñó tanto en aquellos días de otoño que compartimos. No, no lo olvido; ni a María Tsvetáieva ni a Ana Ajmatova: tan próximos (y prójimos) los tres, como los reconozco. Completé mi incursión por el mundo de Thomas Mann, iniciada hace muchos años, alongándome ahora hasta las turbulentas honduras de su Doktor Faustus, donde me vi; o a la fundación bíblica de su Jacob, donde reconocí la demasía que me sustrajeron, aquel viejo tapiz de la memoria que es el libro del Génesis, por donde también Dante y Milton, Bach y Hendel nos enriquecieron permitiéndonos acceder al sentido mayor de nuestro principio histórico. Lo explica muy bien, para mayores de cuarenta, la norteamericana Willa Cather, con quien animo a compartir velada.

He recuperado, con recurrente tenacidad, el período literario de entreguerras. Otra frontera y otros fronterizos en el duro empeño de reconocer su manquedad y prolongarla en esa demasía de la tradición. Más allá de sus rasgos tópicos, el expresionismo me es territorio muy familiar, aun en su quebradiza y arriesgada configuración. O tal vez por ella. ¿No llegó Alonso Quesada hasta aquellos linderos, en su última, truncada escritura? Para mí, más mío que el surrealismo que se nos adjudica: en aquél actúa un componente reflexivo y crítico instalado en su orgánica configuración; ritmo, acento peculiar que no cede al disimulo de la carencia: grito de lobo o risa descabalgada de toda gregaria inconsciencia. Nada de esto en el surrealismo, creencia, fe, una verdadera iglesia; dígalo, si no, la reproducción seriada de sus ecos epigonales que se repiten hasta la extenuación. Desde este discrimen, he dicho tantas veces que toda verdadera literatura quedó detenida en los años treinta del pasado siglo; y no lo afirmo porque sí. La palabra de Walter Benjamin o de Robert Musil, por ejemplo, fue silenciada, con presteza y eficacia dignas de mejor causa, por quienes tan bien nadan y guardan la ropa, esos “comosedebe” y esos “comosequiere”, optimistas criticones (nunca críticos) que sólo saben hablar con slogans. Son palabras del propio Musil. La doble vida de Gottfried Benn se alza, con aguda intencionalidad, frente a ese lenguaje fosilizado “que oscila entre la deformación consciente, la falsedad premeditada y la simple exageración (…), a medio camino entre la estupidez de un papagayo que quiere ser ocultada y la preñante concisión de un viejo refrán”. ¿Habla el poeta alemán sólo de su tiempo; nos propone Musil un comportamiento exclusivo de setenta y tantos años atrás?

Por ahí me ronda ese incansable paseante (¿hacia ninguna parte?) que es Robert Walser, a quien encontré por casualidad y no pude dejar, y ahora nos une tanto. Dijeron que loco, y lo apartaron del mundo como si lo fuese. Cómo no entrar en tratos con Georges Bataille, lo mismo en sus propuestas de lectura que tanto frecuenté, como en el debate mayor, fragmentado y balbuciente, de su escritura de madurez; cómo no hacer sitio a Maurice Blanchot (ya lo hemos oído) en esta conversación donde trato de dilucidar la responsabilidad de mi escritura crítica dentro de mi tradición… Coincidencia en que la palabra no es instrumento aséptico para el análisis, sino rigurosa manifestación del debate existencial. Ninguno –ni aquéllos ni éstos- ajeno y lejano. Llegados al límite –que es orilla del insondable espacio de la memoria- no se avienen a la cómoda posesión de un saber, al amparo tranquilizador de una herencia incuestionable: arriesgan el suyo para “aprender a ver más, a oír más, a sentir más”, como dijera –contra la interpretación- Susan Sontag. Ella, sin embargo, subraya los verbos; yo lo haré con el adverbio; y no en tanto cantidad, sino como indicador de esa carencia que a todos los detuvo, de forma abrupta, para desplazarlos luego, sin contemplaciones, hacia un no-saber, no-decir que los comprometía.

Afrontada así la crítica como relectura y reescritura de la tradición, no puedo reconocer mi oficio como mero ejercicio de interpretación, si por ésta debemos entender la aplicación de un determinado método, o de una teoría adecuada, capaces de salvar todos los escollos que se presenten en el discurrir de la misma. Quienes pasamos por la esterilizadora experiencia del estructuralismo, deberíamos estar curados de espanto. Oigo, por cierto, a Vattimo recordando “el riesgo de que lo específicamente hermenéutico se diluya sin ofrecer su aporte genuino a la cultura”. Cada día me convenzo más (y de ahí mi alusión inicial a la madurez) de que una lectura y una escritura de verdad críticas establecen un exterior de la tradición, un punto dialéctico de conflicto y referencia; abren un “umbral de vacío hacia otro lugar” y, situadas entonces frente a la seguridad del sentido común, se atreven a negarla en su prolongación hacia el ámbito lleno de la memoria en la cual acabamos descubriendo que habitamos.

Tensión entre el sujeto y ese exterior; un cruce de lenguajes: mi rostro en el de tantos; mi palabra, entre tanta, disponible ya para decir lo que me cumple decir con insospechada fluidez (que no tiene por qué ser simple linealidad, ni discurso cerrado; que debe ser todo lo contrario). Estas posiciones subjetivas posibles no se adoptan para conseguir una representación de la tradición, sino para ponerla en entredicho; por eso, en vez de plantear el diálogo desde mi propio horizonte de pre-conceptos, he procurado siempre abrir un debate que me subsuma en la alteridad de esos otros, abandonando todo condicionante previo y abordando lo nuevo como horizonte de sentido. Más que una actividad hermenéutica, desarrollo una propuesta erótica. Así me veo, yendo, yéndome; no estando, ni trayendo: coloco mi perspectiva en diálogo, pero ni la cedo a otros ni niego las suyas (¡qué poco intelectual una postura así!). No interpreto, me identifico; no resuelvo discrepancias, las aliento, porque son ellas las que iluminan la energía de toda verdadera tradición; son ellas las que me abren el camino de la memoria donde superar los significados establecidos; porque cualquier obra que no cree desconcierto e inquietud, cómo podrá alcanzar semejantes confines.

Esa, la feracidad del pensamiento, la riqueza compartida del lenguaje que, al dejar en evidencia la seguridad soberbia de toda construcción sancionada por el poder, permite a la escritura que leo, pero también a la que propongo como respuesta y con la cual busco reconocerme; le permite –digo- ser en vez de significar; y serlo todo, “pero sin contenidos o con contenidos casi indiferentes, y así [alcanzar el poder] de afirmar juntos lo absoluto y lo fragmentario, la totalidad, pero en una forma que, al abarcar todas las formas (…), no realiza el todo, sino que lo significa suspendiéndolo y hasta rompiéndolo” (Maurice Blanchot). No puedo asumir la propia tradición en la cual me reconozco, negando las otras que también me han hecho (tarea reaccionaria y asfixiante que cegaría todo camino), si de lo que se trata (y de eso se trata) es de explorar de forma recta (ello es, crítica) la memoria total que somos, que nos ha hecho como somos.

[Del libro Algunos ensayos de más. Los Papeles de Brighton. A branch of Leisure, Art & Culture Ltd. Brighton, Reino Unido, 2014]

Crítico Literario. Doctor en Filología y Catedrático de Literatura.