Dentro de la piedra

Capítulo primero de Dentro de la piedra, de Marcos Hormiga

Marcos Hormiga Santana (Puerto del Rosario, 1957), reveló en 2015 su faceta de narrador con la novela juvenil Dentro de la piedra y el libro de relatos cortos Micro r retratos. Hasta ese momento había publicado distintos poemarios entre los que destacan Poemas de Pe a Paz, De soledumbres y La sima el siglo XX. Filólogo de profesión, la traducción de textos ingleses al español, especialmente los de viajeros ingleses en Canarias, ha sido una de sus principales líneas de trabajo. Presentamos a continuación el primer capítulo de la novela juvenil Dentro de la piedra.


Capítulo I
HIPNOSIS

Debajo de una capa raída –vestidura de otros tiempos– acompañado de un ayudante jovencito con ropajes de pastor primitivo, sobre una tarima estaba un viejillo con cara de sabelotodo quien comenzó a hablar pausadamente, con voz cautivadora, envolviendo el pensamiento de todas las personas congregadas. Parecía novedoso, así que ocuparon sus asientos en el salón de actos,más que movidos por la curiosidad, tentados por algo más allá de sus deseos, un tanto recelosos y, sobre todo, bastante más que resignados a aburrirse.

–¡Hipnosis! ¡No me rayes! –debieron pensar a la vez Tere y Pancho.

Pero se dejaron llevar un ratito difícil de medir en el tiempo, hasta que ligeramente molestos según su parecer, en medio de un ambiente nebuloso entre palabras flotantes y pasos inciertos, salieron de aquel salón rodeados de un vaivén de pensamientos oscuros y un claro objetivo: quedarse a su aire dando vueltas por la casona.

Contra todo pronóstico,resultó incluso emocionante recorrer habitaciones más amplias y luminosas que todo un apartamento de playa; introducirse en recovecos oscuros y aparecer en una balconada luminosa orientada al Sur, con vistas a las antiguas caballerizas; merodear en la cocina y alzar la vista hacia el cielo de una chimenea gigante; meterse en la bañera abandonada de hierro forjado a un lado de una ancha habitación sin ventanas y, en el salón de baile, reflejarse en los carcomidos espejos de proporciones descomunales donde, si uno se fijaba con imaginación suficiente, podía verse rostros de los antiguos del lugar pasando de un lado a otro, por detrás de la imagen propia. Espejos cuya memoria contendría los perfiles de tantos y tantos personajes del pasado que transitaron aquel palacete.

En ocasiones, después de un montón de veces de pasar por un pasillo cualquiera, de buenas a primeras, los muchachos caían en la cuenta de que la techumbre estaba decorada con estos o aquellos motivos: a veces con estrellitas doradas, otras con dibujos inocentes de angelotes regordetes y, las más, pintados los contornos del techo con motivos floreados y, en su día, chirriantes. Se notaba aún por la frescura de los colores en ciertas zonas más oscuras, protegidas de los rayos solares. Siempre se descubría algo novedoso que pasaba a ser interesante y, sobre la marcha olvidado, porque transitar toda la mansión llevaba mucho tiempo.

Recorrieron el edificio pasando por alto las explicaciones de los guías. Aquellas charlas parecían un rollo para muchachos interesados en cosas de mayores emociones. Atravesaron varios grupos que hacían talleres de manualidades. Cruzaron por en medio de coloquios con imágenes y demostraciones de no sé qué actividades regionales. Tere y Pancho pasaron de todo lo que tenía que ver con aquella excursión organizada por su colegio, así que, de último, tomaron la decisión de apartarse de los grupos para escaquearse y, sin pretenderlo, se toparon con la capilla.

Allí estaba la pequeña estancia religiosa, en la segunda planta, del lado del Este, sencilla, sin ornamentos en las paredes ni filigranas en el techo. Carente de mobiliario, al contrario del resto de la casona, resultaba más fría que los demás espacios porque toda ella estaba hecha de cantería de piedra lisa, pero muy elaborada. En la pared norte, debajo de un ventanal, encima de donde estuviera el altar, reposaba un amplio tablón de madera muy grueso y pesado. Tal vez por la curiosidad innata a la edad, sin duda por traviesos, levantaron lo que parecía una portezuela. Se sorprendieron porque el escotillón daba paso a una larguísima escalera muy pendiente aunque, también muy estrecha por lo que tuvieron que despojarse de sus mochilas para poder descender. Cada escalón estaba hecho de una única piedra rudimentaria en aspecto, áspera y oscura que descendía dentro de un muro muy robusto y cerne por ambos lados. Al final del tramo, sin duda, ya por debajo de los cimientos de la casa, de repente, se interrumpían los peldaños porque un depósito de sedimentos obstaculizaba el descenso. Era de suponer que el tiempo, la erosión del muro, las filtraciones desde abajo, el barro más tarde convertido en polvo seco proveniente de la lluvia, durante largos años, quizá incluso durante un par de siglos, habían taponado el descenso en algún punto antes del final del tramo.

El lugar desprendía el halo de lo frío y desconocido, el aspecto de lo remoto, el olor de lo sospechosamente desconcertante. Los chicos no tenían nada claro que hacer pero, a la vez, aquello resultaba retador. El mero hecho del inhóspito recibimiento de aquel tramo de peldaños ocultos, era un desafío que daba rienda suelta para imaginar que, bajo aquella planicie terrosa, se encontraba un calabozo tal vez, quizá un almacén fresco para conservar productos. Se trataba de un lugar escondido. Era, cuanto menos, un puesto en una situación desconcertante. Sin duda era un cuarto secreto.

Pancho, de rodillas, comenzó a apartar tierra removiéndola con sus manos. Tere, que llevaba una navaja de campaña, se tumbó a todo lo largo de la base de tierra seca y escarbó un poco. Muy poco porque, a penas a unos centímetros, la chica se sorprendió de haber tocado madera: era la parte superior de una portilla húmeda pero cerne como el mismo muro. Comenzaron retirando la tierra acumulada que cedió fácilmente a la sencilla herramienta de campamento y, poco a poco al principio, más rápido a medida que se hacían hueco, escarbando con prisa, depositando tierra a manos llenas sobre los peldaños a sus espaldas, descubrieron una cerradura en la que, extrañamente, estaba la llave puesta. Giraron la empuñadura de la tranca y, suavemente, igual que si acabaran de engrasarla, cedió la manilla y se entornó la puerta hasta abrirse por completo. Por el hueco excavado miraron, juntos, los dos chicos tumbados a todo lo largo. Dentro, con luz cristalina, totalmente diáfana, como alumbrado por unas potentísimas bombillas inexistentes, se extendía un cuarto, especie de sótano, en el que había que inclinarse para poder recorrerlo con la vista. El techo, incoloro igual que agua flotante, era muy bajito. Resultaba un espacio relativamente pequeño entrecuadrado y, a ratos, extrañamente cilíndrico. Desde el último peldaño hasta la pared del fondo, no parecía haber más de unos pocos pasos bien dados aunque, mirado más detenidamente, a veces parecía que el reflejo de las paredes, unas contra otras, lo convertían en un lugar de distancias infinitas. Aquel espejismo, de un intenso color plata chillón, no tenía límites. Parecía incesante porque había una especie de láminas de pompas de jabón inestable en continuo movimiento ondulante. El suelo, por el contrario, casi a la altura de los brazos extendidos de los dos chicos, se asemejaba a unas ondas concéntricas dentro de una espiral inconsistente de color cambiante: desde lo más claro hasta lo transparente.

Totalmente sorprendidos y un tanto con miedo, cuando intentaron retirarse hacia atrás, la tierra sobre la que estaban tendidos cedió y, ambos, a la vez, se deslizaron hacia el interior sin poder remediar su caída.
De pronto se encontraron a oscuras y, buena parte del tiempo, tuvieron la certeza de haberse lanzado a un abismo porque aquel lugar no tenía suelo.

–¡Chacho! –es cuanto fueron capaces de pronunciar, uno detrás del otro.

Descendían a la velocidad de un rayo, en caída libre. Repentinamente, se hizo viva la luz y pudieron ver como unos meteoritos con formas de puntos de colores, igual a pequeños foguetes veloces y alocados, se dirigían hacia ellos desde todas las direcciones, les atravesaban el cuerpo sin daño aparente y desaparecían por todos los contornos con la misma rapidez con la que habían surgido. Todo era disparatadamente cambiante. Pasado un rato, pareció que se internaban en una especie de burbuja mal alumbrada, casi gris plata sucia, que iba tomando una forma redonda y anaranjada y se convertía en un cono verdinegro con destellos en su punta. De buenas a primeras, aquel cono se hacía cilíndrico y se transformaba en rulo en el que los chicos se deslizaban justo por el centro, despacio, sin rumbo aparente, girando sobre sí mismos. Súbitamente, con toda celeridad, como empujados desde abajo por un huracán loco, en dirección contraria, ascendieron por un supuesto tobogán multicolor hasta llegar a una llanura de luz cegadora, muy parecida a un mar de nubes planas, extendida hasta un horizonte inalcanzable y sorprendente. No se oía nada.

Así estuvieron un tiempo muy difícil de detallar porque la sensación de Tere y de Pancho era que las horas se habían convertido en milésimas de microsegundos. Tenían la impresión de que los objetos, de todas las formas y texturas de las cosas conocidas, habían desaparecido o se habían convertido en haces de luces, destellos, fulguras y, sobre todo, en representaciones del silencio universal.

Los chicos no quisieron expresar su temor de entrada pero, después de un rato quizá muy largo, quizá cortísimo, se miraron y pudieron observar que algo de desasosiego había hecho aparición en sus rostros. A todas luces, sus ojos dejaban claro una sombra de intranquilidad. Aquello no era un juego. La situación no era algo parecido a una diversión pasajera. Pero no se dijeron nada porque el miedo era superior a la sorpresa y mucho mayor que las ganas de pronunciar palabras para dar sentido a lo inexplicable. Se dejaron llevar por aquella especie de corriente espacial hasta que, como un fardo pesado y sin supuesto rumbo cayeron sobre la tierra, dándose un tremendo susto y un culazo de aúpa.

–¡Qué pasada! –expresaron juntos tratando de mitigar el susto más que el golpe de la caída.

Se pusieron de pie como dos resortes, miraron a su alrededor y pudieron ver que estaban… confusos porque, aunque el sitio era el mismo parecía mudado, pero sin casona. Las palmeras de los alrededores eran más abundantes y diferentes en tamaño, mucho más altas y frondosas. Había, además, todo tipo de arbustos raros, tal que de otro lugar. El aire limpio dejaba un aroma hechicero en el ambiente y –¡qué raro!–la portezuela de los escalones de la capilla había desaparecido. Más o menos, a su misma altura, se elevaba un monolito grueso y extremadamente pesado tapando la boca de entrada. Sin duda, debajo de aquella piedra estaba el agujero por el que se habían deslizado hasta el exterior.

–La verdad… estoy…–Pancho se quedó con la palabra en el aire.

–¡No me digas nada! –respondió ella con el corazón en la boca, totalmente desconcertada.

–¿Dónde estamos?

–¿De qué va esto?

–¡Vamos con la gente! –indicaron casi a la vez.

Más que asustados, acobardados pero manteniendo el tipo, en medio de quién sabe qué lugar extraño, estaban aquellas dos personas, desconcertadas por completo.

–¡Qué mal rollo!

–¡Esto no se lo cree nadie! –se dijo Tere– ¡Es alucinante!

Decididos a la fuerza a no darse por vencidos, después de subir un barranquillo poco profundo por el que corría un pequeño hilo de agua plateada en el que los rayos solares se clavaban a modo de flechas, comenzaron a caminar en dirección hacia donde los llevaba una vereda que apareció en medio de una llanura.

Pero a pesar de que el paisaje era el de los alrededores de la casona, el mismo cauce de barranco, idéntica la ladera de acceso, similares las montañas a lo lejos, todo parecía mudado de sitio, mejor dicho, de tiempo, porque no había casas cercanas, rastros de construcciones, carreteras, coches y, sobretodo no había personas. El aire destilaba un aroma caprichoso, cada vez más suave, pero desconocido. La flora era muchísimo más abundante y el barranco era un pequeño riachuelo lleno de juncos y plantas irreconocibles, donde animalitos de muchas especies parecían poblar cada recodo. Aparecieron azuladas lagartijas escurridizas, zancudas ranas de enormes ojos, abundantes pájaros raros e incluso aves muy, pero que muy grandes, parecidas a gaviotas, quizá bastante más parecidas a extrañas pardelas gigantes, nunca vistas.

Los chicos, en su interior, dos seres extraños a aquel mundo, tenían un presentimiento que no se atrevían a expresar. Al rato, descorazonado por el cansancio, desconcertado por la inquieta quietud, con la mirada escondida, Pancho se atrevió a expresar lo que los dos estaban pronosticando.

–¿Estás pensando lo mismo que yo? Creo que estamos atrapados en quién sabe qué lugar y qué época.

Tere, con las mismas dudas y pensamientos que él, habló de que tenían que buscar la salida con las mismas ganas con las que fueron capaces de conducirse hasta aquella situación.

Aquello no pareció dar muchos ánimos a la pareja de amigos pero, a falta de algo mejor que hacer, sin pensárselo dos veces, reanudaron el camino de la vereda, en dirección al interior, a través de un llano inclinado, hacia las montañas que rompían la enorme línea cristalina del horizonte.

Tras una larga caminata, por fin vieron, mejor dicho, pudieron sentir la presencia de personas. Había pisadas de ganado dentro de un corral medianamente alto que quedaba parcialmente a la sombra de un arbusto. Era una acacia de considerable tamaño. La construcción la formaba un círculo irregular de piedras apiñadas, cubierto en buena parte por hojas de palma, extendidas de un extremo a otro a modo de techumbre. Sin duda, tendría que haber algún pastor por los alrededores.

Lo que había era un perro, un perrazo mal encarado y amenazador que, a toda mecha, se dirigía corriendo hacia ellos, con la mirada torva y el ceño fruncido, el rabo en todo lo alto, erizado el lomo y con toda la apariencia de la peor de las intenciones.

Pancho, instintivamente pegó un salto y se agarró de una rama del árbol subiéndose como sólo lo hacen las personas empujadas por la necesidad de salir de un apuro.

–Dame la mano –dijo justo a tiempo para tirar de la chica y salvarla de una mordida feroz que estalló en el aire cuando el perro, de los que muerden callado, bardino malhumorado, cerró sus mandíbulas con todas sus fuerzas.

–¡To! ¡To! –pudieron oír a lo lejos, en la misma dirección en la que había aparecido el perro que, desde abajo, sentado sobre sus cuartos traseros, observaba silencioso y amenazador a la pareja de escaladores en aprietos.

Un muchacho bajito, sin duda pastor, de aproximadamente la misma edad que Tere y Pancho se paró, muerto de risa, debajo del arbusto. Enseguida indicó a su perro que se apartara y éste, convencido de que aquellas personas –extraños visitantes oliendo a no sé qué raro menjunje– no eran para alarmarse, se alejó lo suficiente para que los dos muchachos bajaran del árbol. Pero, no. Asustados, allí siguieron encaramados, un tanto temerosos y muy sorprendidos. No tan asombrados como el pastor quien, de pronto, cayó en la cuenta de que aquellos no eran personas corrientes, conocidas, normales. Aquellos calzados eran de… otro lugar; aquellos vestidos eran de otra naturaleza; aquellas dos personas, su pelo, el color de ojos, su piel eran…

–De otro tiempo –comenzó a balbucear Tere, repitiendo de nuevo–. Somos de otro tiempo, de otro mundo.
–¿De dónde salen? ¿Quiénes son ustedes dos? –dijo en su propia lengua el pastor.

Pero, aunque ninguno entendió las frases del contrario, los tres, cada uno por su cuenta, supieron qué responder.

–Creo que somos dos personas venidas de tu futuro, nos llamamos Pancho y Tere –habló mientras señalaba a su compañero y a sí misma al pronunciar los nombres.

–Tama –respondió el pastor, mientras golpeaba ligeramente con la mano en su propio pecho.

–To –indicó apuntado a su perro con su dedo índice–. Se llama To.

–¿Muerde?–preguntó Pancho señalando al bicho–. Parece muy enfadado.

Tama, a pesar de no entender ni jota supo lo que le había preguntado.

–Sí, pero no lo hará a menos que yo se lo ordene. Tranquilos.

Les hizo señas para que bajasen del árbol. Una vez con los pies en la tierra, desconcertados los tres, mirándose fijamente durante algún rato, escudriñándose cada rasgo mutuamente, Tama hizo el gesto de llevarse la mano a la boca mientras parecía preguntar con gesto afable.

–¿Tienen hambre?

–Creo que nos está invitando a comer. –Pancho expresó en voz alta lo que estaba pensando.

–Me comería una vaca –refutó Tere.

En pareja, a la vez, asintieron con sus cabezas. Y sin mayor protocolo, a modo de encuentro de adolescentes que se necesitan unos de otros, comenzaron a hablarse y a gesticular hasta hacerse medio entender.

Marcos Hormiga: Dentro de la piedra, Beginbook Editorial, 2015.

Traductor y escritor