Sandra Franco Álvarez, nace en Las Palmas de Gran Canaria. Grado en turismo por la universidad de Murcia, y Máster Internacional de Turismo por la ULPGC.
Ha cursado numerosos talleres de escritura narrativa y ha participado en encuentros literarios en Madrid, Las Palmas de Gran Canaria y en Edimburgo, ciudades donde ha residido. Interesada en el arte visual, el cine, la fotografía y la literatura, muy pronto elige el difícil camino de la literatura infantil y juvenil, publicando su primera obra de este género, El lagarto de Ansite en 2010, que con Pétalo 21 (2015), un libro en el que se dirige a los niños a través del lenguaje de las emociones y sentimientos, y por el que ha sido invitada, por tercera vez a participar al Congreso de Jóvenes Lectores de Las Palmas 2016, son sus dos publicaciones en solitario.
Junto al escritor y narrador oral Daniel Martín Castellano ha realizado varios proyectos y publicado novelas infantiles como, S.O.S. Ladridos por Mima, El elixir curalotodo, novela que la lleva a participar durante el 2014, en la XXXVIII Edición del Salón del Libro Infantil y Juvenil de Madrid. Su última entrega, Isla a Isla, Cuento a cuento, al que pertenece el relato que hoy presentamos, los han llevado a recorrer todas las islas y a enriquecer sus relatos con las diferentes costumbres de cada una de ellas.
En El Bucio, cuento integrante de Isla a isla. Cuento a Cuento, el abuelo de dos niños, Adargoma y Dara, aprovechando que sus nietos encuentran un bucio a la orilla de la playa, les cuenta la historia de una niña que, abandonada a la entrada de una cueva donde habitaban las Maguadas, que la recogen y la cuidan, logra comunicarse, a pesar de su mudez, gracias a una caracola.
Relato sobre la esperanza y la superación, está narrado con un lenguaje en el que se elige cuidadosamente la palabra apropiada para cada momento y en el que la modalidad del habla canaria aparece espontáneamente, sin forzamiento alguno.
La autora aprovecha el salto en el tiempo de la historia, para introducir al niño, de una manera muy sutil y amena, en el mundo de los aborígenes canarios, con su guanartemato, sus maguadas, sus hábitats y sus costumbres, insinuadas de tal manera que despiertan la curiosidad del lector.
Nota: en este enlace pueden encontrar un vídeo con la dramatización del cuento, hecha por dos niñas.
Esa mañana entraba el otoño. Aventaho, que había sido pescador, lo supo porque la brisa soplaba más fresca, las nubes eran grises como el pelaje de su cabra Jaira, y sobre todo, porque las olas rompían con su fuerza bruta contra las rocas.
A su lado caminaban sus nietos, Adargoma y Dara: se detenían continuamente para recoger las pequeñas conchas que la última pleamar había dejado olvidadas en la orilla.
– Abuelo, mira lo que he encontrado. —le dijo nervioso el niño tirándole del brazo.
– No es una concha, ¿verdad? ¿Qué es ésto, Aventaho? – le preguntó impaciente Dara mientras se agachaba para verlo más de cerca.
El anciano sonrió igual que sonríe el mar cuando los rayos del sol penetran en él con el deseo de acariciarlo.
– Queridos niños, ¡estamos ante un magnífico ejemplar de un bucio! – exclamó con cierta euforia al mismo tiempo que acariciaba con la yema de sus dedos aquella caracola grande.
El hombre se la acercó a su oreja derecha y su sonido, de inmediato, le devolvió el lejano recuerdo de Andamana.
– Y, ¿para qué sirve un bucio abuelo? ––irrumpió su nieto.
– Buena pregunta, Adargoma. Les contaré una hermosa historia que tuvo lugar cuando yo era tan solo un jovencito.
«Hace un tiempo, vivieron en este guanartemato dos mujeres llamadas Abenaura y Benchara. Pero todos aquí las conocíamos como las Maguadas de Mogán debido al importante oficio que desempeñaban en nuestro poblado.
Una noche de otoño, mientras las dos mujeres dormían, un llanto incesante las sacó de sus camas. Ante su sorpresa, alguien había dejado a una recién nacida envuelta en una piel de oveja delante de su cueva. Pasaron los días y nadie vino en busca de la criatura.
Así pues, las maguadas tomaron dos decisiones de vital importancia: darle un nombre a la niña a la que llamaron Andamana, y criarla sin que nadie lo supiera ya que, por su papel en el poblado, no se les permitía fundar una familia.
Cuando la chiquilla pudo caminar sin la necesidad de coger de la mano a una de sus dos madres, la playa se convirtió para ella en el lugar favorito en donde jugar.
En la orilla de esa playa, la pequeña se comunicaba con su amigo el mar como sabía: dibujando figuras en la arena.
Andamana no podía hablar. Por eso, el Atlántico guardó celosamente cada uno de los anhelos que ella le había revelado a través de los trazos que dejaba en la arena.
Por aquel tiempo, yo, que era aún un chiquillo, comencé a aprender el difícil oficio de la pesca. Me acercaba muy a menudo a la playa cuando la marea estaba baja y silenciosa. Para mi sorpresa, allí encontraba a diario figuritas dibujadas en la arena. Un día descubrí que eran el lenguaje de alguien que intentaba comunicarse y que, probablemente no sabía como hacerlo».
– Se me ha ocurrido una idea para ayudarla – me dije un día –. Buscaré una caracola grande y hermosa y se la dejaré en la orilla.
«Y así lo hice. Unas horas después, descubrí que aquellos mensajes en la arena eran obra de una niña. Luego, observé como guardaba el bucio en un viejo zurrón sin darle más importancia.
Aquellos códigos en la arena se siguieron repitiendo durante largas semanas.
Unos meses más tarde, las dos maguadas tuvieron que irse a vivir al interior de la isla. En su nuevo hogar, Andamana no dejaba ni un solo día y ni una sola noche de soñar con su amigo el mar y su añorada orilla.
Una mañana, la niña recordó la caracola y salió en busca del viejo zurrón.
Seguía allí… Impasible al paso del tiempo. La chiquilla tomó el bucio entre sus manos y sacudió la arenilla que se había pegado a los pliegues de su concha».
— Adargoma y Dara, estas caracolas abandonan el mar con un único fin: ayudar a quienes les es difícil comunicarse, sea por el motivo que sea —les reveló Aventaho a los niños.El hombre hizo una breve pausa y continuó su relato:
«Supongo que por alguna clase de instinto, Andamana acercó el bucio a su cara. En seguida, sintió unas suaves cosquillas sobre su rostro, que le recordaron a los abrazos de Abenaura y Benchara. Desde el interior de aquel bello caparazón, la pequeña escuchó un susurro así de largo, Aommmmmmmmmm…
Entonces, la niña pensó: “Si puedo escuchar a mi amigo el mar gracias a esta caracola, tal vez pueda comunicarme a través de ella soplando los sonidos que hasta entonces no han salido por mi garganta”.
Y así fue como desde ese día, Andamana y el bucio se volvieron inseparables».
Aventaho concluyó esta historia con ojos chispeantes y devolvió a la orilla la caracola… Probablemente tenía una misión encomendada.
Ilustraciones de Lourdes Navarro Falcón