Melitón Gutiérrez Castro nació en Talavera (Toledo), el 23 de marzo de 1878. Entró en el Ejército (Regimiento de Infantería de Burgos), el 7 de marzo de 1895, cuando contaba dieciocho años, y, según su expediente militar, se le destinó a la guerra de Cuba, en cuyas playas desembarcó el 7 de septiembre de 1895. Herido en la contienda, ingresó en el Hospital de los Remedios el 13 de febrero de 1896, donde permaneció hasta el día 24. Fruto de su experiencia bélica en la Perla del Caribe fue un relato singular a caballo entre la literatura y la historia, Seis horas en campaña, que ha sido estudiado recientemente por Valeria Aguiar Bobet [Ibero-Americana Pragensia, Supp., Praga, 2014: 175-185], y que, junto a otros cuentos más breves, había publicado su autor en Santa Cruz de Tenerife, en el «Imprentín de la Biblioteca Violeta» de la calle Cruces nº 24, una imprenta artesanal que manejaba el propio autor. Algunos de los desgarradores relatos recogidos junto a Seis horas en campaña, son de una extraordinaria dureza para la época, hasta el punto de que escandalizaron al ex masón y militar retirado don Nicolás Estévanez que, no obstante, le escribió un prólogo azorado, quizás impactado por la propia lectura de Seis horas en campaña que pudo recordarle sus propias vivencias militares de Cuba.
El 14 de marzo de 1910, se le inició en la emblemática logia masónica Añaza, nº 270 de Santa Cruz de Tenerife, de la que había pedido formar parte el 26 de julio de 1908. En su solicitud de admisión, aparte de la fecha y del lugar de nacimiento, se indicaba su estado civil: «casado»; su profesión: tipógrafo, y su religión: «naturalista», lo que da idea de sus convicciones librepensadores. Uno los miembros encargados de evacuar el informe para su admisión, había destacado que reunía condiciones muy recomendables, pues se trataba de «un obrero estudioso e inteligente en el cultivo de las letras» que, en su opinión, «nos ofrece hoy un vivo ejemplo de lo que puede el trabajo y la voluntad, en sus dos obras de reciente publicación en las que se revelan su ilustración conquistada en el taller y en el hogar». A la hora de definir su personalidad, este aplomador que se escudaba bajo el nombre simbólico de Rizal (lo que en 1910 era, como es obvio, toda una declaración de intenciones), indicaba que el candidato era un individuo de carácter bondadoso y franco, y no dudaba en señalar que vivía «libremente con su compañera». El segundo de los informadores, más timorato, se limitaba a destacar la irregularidad de su estado civil, mientras que el tercero, Amado Zurita, no tuvo el menor reparo en ponderar sus virtudes: «resulta ser un ciudadano libre y de buenas costumbres, ilustrado, serio, laborioso y amante del progreso por lo que opino que será una buena adquisición para el taller». Superó sin demasiados inconvenientes las tres votaciones reglamentarias, pero, su corta vida en el prestigioso taller santacrucero, se vio perturbada por un desafortunado incidente que ensombreció su porvenir en el seno de la masonería y en la propia isla de Tenerife.
En efecto, una de las cartas más interesantes de Amado Zurita a Víctor Gallego, gran secretario del gran consejo de la orden del Grande Oriente Español, con sede en Madrid, fue la que le dirigió el 16 de diciembre de 1911, que constituye un documento notable para entender aspectos singulares de la relación de Gutiérrez Castro con la Orden del Gran Arquitecto del Universo como enseguida veremos. El motivo esencial de esta misiva estaba relacionado, precisamente, con la expulsión de la masonería por «mala conducta» del autor, bajo el seudónimo de Calícrates Temísdemos, de una de las mejores novelas ambientada en las Canarias de principios del siglo xx, Los incognoscibles, que acababa de ver la luz en la citada imprenta de la «Biblioteca Violeta», e, igualmente, en 1908, novela que Pablo Quintana reeditó, en la editorial Benchomo, en 1985, con un estudio preliminar. El 31 de octubre de 1908, el Diario de Tenerife se hacía eco de la publicación del libro, primer volumen de una colección a cuyo autor «nos atreveríamos a apostar […] que lo conocemos», por eso, «porque adivinamos quien es y por la simpatía que nos inspira su laboriosidad, su claro talento y su cultura, adquirida sin maestros; pero no por eso menos positiva que la de que no siempre son garantía los títulos académicos ni la posición social, acogemos la obra con agrado y nos prometemos leerla con toda calma. […] El tratarse en ella asuntos del país, le presta un nuevo atractivo y acrecentará el interés de la lectura».
El misterio de la autoría corría, en realidad, de boca en boca en todos los círculos intelectuales tinerfeños, tanto en La Laguna como en Santa Cruz. Pero, en realidad, el secreto no tardó mucho tiempo en ser desvelado. Así, por ejemplo, ejemplares de ambas obras fueron puestos a la venta en la Imprenta García Cruz, calle San José, nº 36 de Santa Cruz de Tenerife, los que figuran descritos de este tenor en varios anuncios de prensa como los que se publicaron a lo largo de 1915: «Seis horas en campaña, por Gutiérrez Castro» y, unos renglones más abajo, «Los incognoscibles, por Gutiérrez Castro», junto a diversos títulos de autores de fama y nombre como Sué, Hugo, Dumas, Conan-Doyle, Dickens, Shaw, etc. El anuncio se repetía machaconamente al publicarse, por ejemplo, los días 10, 11, 12, 14, 15, 24 o 29 de mayo de 1915, y sucesivamente, en 6 y 7 de julio, 18 de octubre o 29 de noviembre del mismo año, en la última o, en algún caso, en la penúltima página de El Progreso de Santa Cruz de Tenerife. Indico reiteradamente este dato para despejar toda duda sobre la autoría de Los incognoscibles, asunto que, como es natural, ha preocupado seriamente a los estudiosos de la historia literaria isleña.
El caso es que, como venía diciendo, este miembro de Añaza fue procesado en un sumario masónico y, al contrario de lo que acaeció en su proceso civil en el que resultó absuelto por un tribunal popular, y en el que había testificado su acompañante y testigo principal del juicio Manuel Verdugo, quien, según declaró, había evitado que Gutiérrez Castro se descerrajara un disparo a sí mismo, bajo el shock producido por la muerte accidental de la joven prostituta María Simoes, conocida en el oficio como Isaura, y en el que, también, contó con la brillante defensa del letrado Calzadilla; al contrario de lo sucedido en el tribunal profano, digo, cuyo desarrollo se reflejó en la prensa en octubre de 1911, los jueces masónicos, constituidos en cámara de justicia, habían determinado expulsarle del taller e irradiarle de la masonería dada su pésima conducta pública, con lo que no pasó del grado de aprendiz.
Amado Zurita, sin embargo, le defendió a capa y espada en la carta antes citada y en la propia logia. Interpretó que el desafortunado incidente había sido totalmente involuntario y que, por tanto, no había delito, con lo que sus acusadores le colocaban, prácticamente, en un plano de indefensión. Es más, Zurita no tuvo inconveniente alguno en confesar que llevaba semanas frenando los intentos de un sector de Añaza que quería irradiarle sin pérdida de tiempo, y que, al fin, un grupo de ocho o diez masones noveles, en un momento de descuido de los veteranos, se había salido con la suya, pues «mientras hemos estado los viejos, los hemos tenido a raya; en cuanto se han encontrado solos, han metido la pata». Indicaba, asimismo, que la causa del encono contra el irradiado se basaba, ni más ni menos, en que «ese muchacho es un pobre tipógrafo; pero muy ilustrado, muy enérgico y que no se dobla. En un periódico que se publicó aquí titulado El Radical, dio leña a todos sin morderse la lengua, y sin irse del seguro. Le calumniaron, le amenazaron y cada ataque de que era objeto, lo devolvía dejando maltrecho al adversario, sin que en ninguno de sus escritos hubiera una palabrota; en cambio rebosaban de dialéctica admirable y de lógica aplastante».
Pero, además, el hermano Arístides, como se le conocía a Melitón Gutiérrez Castro en la masonería, había dado otros motivos a los poderosos locales para que trataran de perjudicarle en todos los ámbitos, incluyendo naturalmente el masónico, ya que en el seno de la organización gozaba del apoyo y la protección de influyentes personalidades políticas y de prestigiosos profesionales del Foro. «En una huelga de trabajadores del puerto», añadía Zurita, «promovida solapadamente por las casas carboneras, que son potencias que tienen raíces en todas partes, fue el único que se atrevió a sostener la verdad. El periódico murió por falta de recursos; pero las descalabraduras que hizo, no se perdonan fácilmente. Además, atacó a Unión Patriótica (especie de Solidaridad Canaria, rota ya hoy; son conservadores y radicales), y abogó por la formación del partido radical, lo que disgustó a los santones del republicanismo, que no hacían, pero no querían que otro hiciese. Además, es peninsular y aunque para muchos eso no es nada, para algunos espíritus mezquinos es mucho», apuntaba también Zurita que, como aragonés de nacimiento, sabía de lo que hablaba.
En opinión, pues, del influyente Amado Zurita, esas eran las causas de ese odio, incomprensible entre masones, aunque algunos solamente lo eran de nombre. La postdata de su interesante misiva se refería también a Melitón Gutiérrez Castro y es altamente explicativa de la sigilosa influencia de la masonería en su entorno socio-cultural: «Olvidaba decirle 1º. Que el h.: Arístides es hoy director de El Progreso. 2º. Que ha duplicado la suscripción desde que lo dirige. 3º. Que cuando ocurrió el hecho estaba empleado en Teléfonos, cuya junta le ha dado una certificación de buena conducta y exactitud en el desempeño de su cargo que no hay más allá. 4º. Que con una poca vergüenza incalificable se sueltan especies como esta: Que pidan informes al director de la Cárcel Modelo. 5º. Que en su causa criminal consta la certificación de penales negativa».
Sus campañas en la prensa tinerfeña no solamente habían soliviantado a los poderosos locales, sino que a su fama de anarquista, que salió a relucir en el proceso civil que hemos comentado más arriba, se unirán otros juicios como el que tuvo lugar a principios de febrero de 1911, en el que se le acusaba de hacer apología, desde las páginas de El Radical, de «los delincuentes» que habían resultado condenados por los sucesos de Barcelona, conocidos «con la denominación de la Semana Trágica», aunque también en este caso, el jurado falló un veredicto de «inculpabilidad».
Su establecimiento definitivo en Las Palmas se verá jalonado por algunos éxitos profesionales, como, por ejemplo, la fundación del periódico El Noticiero, al que Diario de Tenerife dio la bienvenida a principios de 1917, pero su traslado a Gran Canaria debió producirse tres o cuatro años antes. Lo mismo que en Tenerife, Melitón Gutiérrez Castro se hace visible en multitud de actividades socio-políticas, participa en encuentros y asambleas ciudadanas, en las que deja oír su voz en relación con problemas locales como el de la infraestructura eléctrica y otras cuestiones de interés social. En abril de 1920 fue indultado por el ministerio de Gracia y Justicia, según publicó La Prensa de Santa Cruz de Tenerife, del supuesto delito de «espionaje por medio de la prensa», junto a otros colegas del gremio como Pablo Gil Pineda, Isidro Navarro Jiménez y José Suárez León. No desatendió tampoco aspectos relacionados con la actividad cultural, como, por ejemplo, cuando se hizo eco del estreno del drama de José Rial, Ídolos, que otros críticos habían ninguneado, a finales de 1924. Y, por supuesto, se suma entusiasmado, en 1930, a los actos del homenaje popular a don Benito Pérez Galdós, en representación de El Tribuno que, ideológicamente defiende el programa político de José Franchy y Roca, junto a su colega Pedro Trujillo.
Su vida periodística parece culminar también, en lo profesional y en lo político, con la proclamación de la Segunda República. En octubre de 1931, por ejemplo, se le designó, junto a Juan Bautista Ros y Andreu, para redactar el reglamento del Sindicato de periodistas profesionales de la provincia de Las Palmas. El 7 de octubre de 1932, además, tuvo la oportunidad de pronunciar una arenga ante las tropas republicanas, durante los actos cívico-militares del «Día del Ejército» celebrados en Las Palmas, cuando, según el Diario de Las Palmas, «a instancia de los jefes y los compañeros el representante de El Tribuno, don Melitón Gutiérrez Castro, dirigió también a las tropas unas certeras y exaltadas palabras indicando cómo ha evolucionado el Ejército, desde el viejo tiempo en que el servicio era una esclavitud, bajo el antiguo régimen, que reconocía a las clases, teniendo para una determinada todas las atenciones y abandonando a la otra, hasta hoy, en que el soldado que es el pueblo mismo, lo es todo y para él son las deferencias y las atenciones».
Tampoco faltaron en el discurso antecedente alusiones a la disciplina y la unidad contra el fascismo, el imperialismo y el belicismo, y, en concreto, se refirió «a la necesidad de mantenerse en una constante disciplina, velando por España, por la integridad de su territorio, por la conservación de la vida nacional y de la propia vida y ataca al fascismo, al imperialismo y la monarquía que quieren para sus particulares fines provocar una guerra, que sea una matanza de hombres inocentes, hermanos todos en la gran confraternidad universal». Finalmente, abogó «por la abolición de los nacionalismos y las fronteras, y la formación de un universal Estado, en el que todo sea paz, trabajo y fraternidad». Sus palabras, concluye el cronista, «fueron calurosamente cerradas por un gran aplauso».
Estuvo implicado, asimismo, en nuevas actuaciones sociales de interés general, como la ampliación del muelle de Santa Catalina, en cuyos debates salieron a luz cartas de Saturnino Montojo, dadas a la estampa en El Tribuno, en 1932, y sobre las que se llamó nuevamente la atención en 1934, o, asimismo, en las trifulcas que sostuvo, a finales de 1935, con Domingo F. Cárdenas, quien le reprochó desde las páginas de La Provincia, sus artículos sobre el juego y el turismo, publicados en El Tribuno bajo su conocido seudónimo de El Curioso Impertinente. En aquel tiempo, además, residía en el barrio de San Nicolás de Las Palmas y se sabe que, en mayo de 1936, pasó una nota de prensa a los periódicos de la capital grancanaria sobre maniobras de la escuadra española en aguas de las Islas, en tanto que corresponsal de la agencia telegráfica «Febus», según se reflejó en El Diario de Las Palmas.
Tanto el periódico Falange del 23 de febrero de 1938 como La Provincia del día siguiente, se hicieron eco de la orden de la Comandancia General de Canarias, del 22 del mismo mes, en la que se disponía la celebración, para el 1 de marzo a las 9,30 horas y en la sala de lo criminal de la Audiencia Territorial, del consejo de guerra de oficiales generales «que ha de ver y fallar la causa seguida» contra varios implicados, tanto civiles como militares, «por el delito de rebelión», y que iba a ser presidido por el general de brigada don Luis Moreno Alcántara. Afortunado, al fin, en sus sumarios y procesos, a los que, sin duda, estaba bastante acostumbrado, Melitón Gutiérrez Castro no murió de resultas de aquella sentencia, sino que fue condenado a seis años y un día de reclusión, según diversos testimonios. Se carece, sin embargo, de evidencias creíbles sobre su muerte, que no se produjo, en ningún caso, con anterioridad a 1938, aunque se ha sostenido lo contrario en algún momento. El tribunal especial para la represión de la masonería y el comunismo recibió información policial de Santa Cruz de Tenerife, en octubre de 1943, en el sentido de que había fallecido hacía muchos años, pero lo más probable es que los agentes confundieran su ausencia domiciliaria de Tenerife con su desaparición definitiva. Prueba de ello es que el tribunal acordó incoarle el sumario número 554, con fecha 8 de noviembre de 1943.
Su memoria perduró a través de antiguos colegas y admiradores. En la década de 1960 le recordaron con afecto personalidades locales como Juan Rodríguez Doreste, en artículos publicados en El Museo Canario, en relación con la Escuela de Artes Decorativas de Luján Pérez (1960) o las revistas de arte en Canarias (1965). Al tiempo que, en la prensa diaria, se mencionaba su nombre en relación, por ejemplo, con revistas satíricas como El Aguijón, en la que había colaborado Gutiérrez Castro, junto a Alonso Quesada o Federico Cuyás (El Eco de Canarias, 18 de junio de 1964); en relación con la necesidad de rescatar su nombre del olvido, junto al de otros periodistas de fuste como González Díaz, Padilla, Zamora, etc. (El Eco de Canarias, 15 de mayo de 1968), o la anécdota festiva que narraba Belarmino, en el propio periódico del 26 de mayo de 1970, en el sentido de que la antología del presbítero Juan Díaz Quevedo, intitulada El libro de los poetas (1925), no tenía desperdicio, pero su peor defecto era el de que, para manejarlo, había que utilizar una grúa. Y le recordará, en fin, el linotipista más antiguo de Las Palmas, Rafael Santana Rodríguez, en enero de 1971, al rememorar con nostalgia al viejo El Noticiero, que salía a luz «en una imprenta que estaba en la calle de Triana, propiedad de don Melitón Gutiérrez Castro, un gran periodista».
La Provincia publicó también, en mayo de 1976, unos versos en los que Melitón Gutiérrez Castro había homenajeado, en 1937 [sic], «a la gran figura federalista», su admirado don José Franchy y Roca. No poseen una gran calidad, pero sin duda son representativos de un tiempo de grandes sueños y de parejas decepciones:
Aquel del verbo apostólico y pensar recto y sereno;
aquel corazón magnánimo que por ser bueno, ¡tan bueno!
sembró con él su tierra de altas virtudes
y recogió cosecha de ingratitudes…