Los contenidos de este artículo vienen a completar de alguna manera lo expuesto en nuestro trabajo anterior titulado «La investigación del microrrelato en España», que fue publicado en el primer número de esta misma revista. Como explicamos allí, dejábamos pendiente para esta nueva ocasión «el repaso de los principales microrrelatistas españoles y sus obras más importantes».
En este artículo se expone de manera sucinta la historia del microrrelato español, desde sus orígenes hasta la actualidad. Entre los autores de la primera época, ubicada entre el Modernismo y las Vanguardias, destacaron escritores como Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, José Moreno Villa, o, entre los más jóvenes, Federico García Lorca o Luis Buñuel. Durante los años de la dictadura franquista, permitieron la continuidad del género autores de la talla de Max Aub, Francisco Ayala y Fernando Arrabal, si hablamos de los del exilio, o Ana María Matute e Ignacio Aldecoa, que, desde el interior, recrearon en sus microrrelatos las duras condiciones de vida en un país envilecido y empobrecido como consecuencia de la Guerra Civil y la dictadura. A partir de los años ochenta, junto con el desarrollo de las primeras teorías sobre la minificción literaria, comenzarán a multiplicarse los microrrelatistas españoles. Hoy en día, el género del microrrelato se ha consolidado en nuestro país y cada vez son más sus cultivadores y lectores, así como los investigadores y críticos dedicados a su estudio. Varias de las antologías más recientes sobre el microrrelato español dan cuenta de la vitalidad y la buena salud de la que goza la producción micronarrativa en España.
Los inicios del microrrelato en nuestro país pueden situarse entre la introducción del Modernismo y el final de las Vanguardias. Como fecha fundacional, no obstante, a menudo se ha recurrido al año 1906, en el que Juan Ramón Jiménez fechó su microrrelato titulado «El joven pintor». Es con este microrrelato, precisamente, con el que Irene Andres-Suárez abrió su Antología del microrrelato español (1906-2011). El cuarto género narrativo, hito ya en la historia de la investigación minificcional. Irene Andres-Suárez, al hablar del escritor moguereño en su Introducción, nos explica el porqué de su decisión:
Sus más tempranos cuentecillos se remontan a 1906 («El joven pintor», con el que se abre esta antología, es de esa fecha y se trata de un texto misterioso y ambiguo en el que se funden narración y lirismo) y estaban destinados a su libro inédito Cuentos largos, y ésta es también la fecha de redacción de las prosas de Platero, según Teresa Gómez Trueba, entre las que se hallan ya algunos textos que pueden ser leídos como microrrelatos (1).
Junto con Juan Ramón Jiménez, serán Ramón Gómez de la Serna, con sus numerosos «disparates» y «caprichos»(2), y José Moreno Villa, con sus Libros I y II de su obra miscelánea Evoluciones. Cuentos, caprichos, bestiario, epitafios y obras paralelas (Calleja, Madrid, 1918), los máximos representantes del cultivo de la micronarrativa en este periodo que va del Modernismo a las Vanguardias. Sin duda, abrieron la espita para que los jóvenes autores de vanguardia no sólo cultivaran el microrrelato, sino para que introdujeran en él algunos de los temas y técnicas literarias más innovadores del momento. Hablamos, sin ir más lejos, del propio Federico García Lorca, no estudiado como microrrelatista hasta la primera década del siglo XXI, sobre todo a partir de la publicación de la antología Pez, astro y gafas. Prosa narrativa breve, editada por Encarna Alonso Valero, quien afirmaba en su Introducción que los breves textos lorquianos contenidos en el libro «son piezas que relatan historias, de manera que podría ser muy enriquecedor verlos a la luz de las nuevas teorías sobre el microrrelato»(3). Lo mismo podría decirse de muchas de las composiciones de otros jóvenes autores de vanguardia tan dispares en lo ideológico y en lo literario como fueron, por ejemplo, Jorge Guillén, José Bergamín, Luis Buñuel, Jardiel Poncela, Samuel Ros o José María Hinojosa, quienes contribuyeron, en última instancia, al desarrollo de lo que Domingo Ródenas de Moya ha denominado la «estética de la brevedad del Arte Nuevo»(4).
Guillén publicó en diversas revistas de la época algunos microtextos «que llamó “Airecillos” (textos muy breves de intención cómica), “Florinatas” (cercanas a la expresividad del haiku, que tanto gustó a los ultraístas) y las “Ventoleras” y “Frivolidades” (casi cercanas al cuento), a la vez que iba cumpliendo el largo trayecto poético de Cántico»(5). Bergamín, aunque cultivó principalmente el género gnómico del aforismo, también compuso algunos textos que hoy podemos clasificar como microrrelatos, entre ellos: «[Herodes]» y «No estaba muerta», de El cohete y la estrella (Índice, Madrid, 1923), o algunos de los incluidos en su obra Caracteres (3er suplemento de Litoral, Imprenta Sur, Málaga, 1926). Buñuel, más conocido como cineasta que como escritor, compuso en los años veinte, sin embargo, una serie de textos que en la actualidad pueden ser leídos y estudiados como microrrelatos, pese a que varios de ellos ciertamente se encuentran en los límites entre el poema en prosa narrativo y el microrrelato lírico; algunos ejemplos son «Una traición incalificable» (Ultra, 23, 1922), «Ramuneta en la playa» (escrito en 1926 pero inédito hasta 1982), «Una historia decente», «Proyecto de cuento», «Menage à trois» (escritos en 1927 pero inéditos hasta 1982), «Redentora» (La Gaceta Literaria, 50, 1929), «Olor de Santidad» (La Gaceta Literaria, 51, 1929) o «Palacio de Hielo» (Hélix, 4, 1929) (6). Poncela, por su parte, integró en su libro misceláneo Pirulís de La Habana (lecturas para analfabetos) (Popular, Madrid, 1927) algunas composiciones que por su grado de concisión se encuentran ubicadas en la frontera entre el cuento y el microrrelato, pero que, en cualquier caso, deberían ser tenidas en cuenta por cualquier estudioso de la minificción literaria en España. Nos referimos, por ejemplo, a «Una infamia en alta mar», «Advertencias al pie del cartel», «El somarova» o «Un abanico demasiado moderno». Ros incluyó en su colección de relatos Marcha atrás (Renacimiento, Madrid, 1931) la serie micronarrativa titulada «Artículos de saldo», compuesta por cinco textos que pueden leerse de manera independiente, aunque aparezcan agrupados bajo un signo común: «Cabeza de cuento», «Tronco de cuento», «Ombligo de cuento», «Extremidades superiores de cuento» y «Extremidades inferiores de cuento». Asimismo, en una colección de relatos anterior titulada Bazar (Espasa-Calpe, Madrid, 1928), el autor valenciano había integrado la sección «Minúsculas», en una línea, eso sí, más gnómica que narrativa, pero que es sintomática de su interés por lo hiperbreve. Hinojosa también ha pasado a ocupar un espacio relativamente importante en la historia del microrrelato español gracias a algunos de los textos de corte surrealista contenidos en La flor de Californía (Imprenta Sur, Málaga, 1928, con carta-prólogo de José Moreno Villa), en los que, por un lado, parece predominar la narratividad ―tal y como indica Ródenas de Moya, «son relatos aunque sean leídos como poemas en prosa»(7)― y, por otro, manifiestan un alto grado de concisión. Hablamos, fundamentalmente, de «Ella y yo, solos» o los «Textos oníricos» II, III y V.
De los años de la inmediata posguerra, es decir, de la década de los cuarenta, poco puede destacarse en relación con la evolución del género del microrrelato, si bien es cierto que, gracias a la labor del investigador Fernando Valls, hoy podemos hablar de algunos autores que, aunque de manera poco sistemática, cultivaron la micronarrativa en aquellos oscuros años, sirviendo de puente entre el final de las Vanguardias y el surgimiento de la nueva generación de escritores de los años cincuenta. Nos referimos, por ejemplo, a Samuel Ros ―ya mencionado en el apartado anterior―, con «Hallazgo», procedente de Cuentas y cuentos. Antología, 1928-1941 (Editora Nacional, Madrid, 1942), y a Tomás Borrás, con «La misión del héroe», de La cajita de asombros (Ediciones Artísticas, Biblioteca Danae, Madrid, 1946), o con los por él mismo denominados «cuentos gnómicos», de Cuentacuentos (Nos, Madrid, 1948) (8). Siguiendo a Ródenas de Moya, también podríamos situar aquí Bagatelas de otoño (Biblioteca Nueva, Madrid, 1949), libro de Pío Baroja que «estaba compuesto casi totalmente por “historias y anécdotas” que el novelista califica de “pequeñeces”, independientes unas de otras, sin continuidad ni cohesión, entre las que abundan los relatos de pocas líneas, cada uno singularizado por un título» (9).
Cabe decir que, durante sus respectivos exilio y autoexilio en América, tanto Juan Ramón Jiménez como Ramón Gómez de la Serna continuaron componiendo microrrelatos. Muestra de ello es, por un lado, el libro póstumo del moguereño titulado Crímenes naturales, que «engloba prosas tardías, probablemente en su mayoría de la época americana (1936-1954)» (10), y, por otro, la colección del madrileño titulada Caprichos, pergeñada en Buenos Aires aunque publicada por la editorial catalana AHR en 1956 y que, como ha señalado Antonio Rivas ―autor de la tesis doctoral titulada La narrativa breve de Ramón Gómez de la Serna (Universidad de Neuchâtel, 2009)― «es importante por dos razones: en primer lugar, porque en él aparecen única y exclusivamente textos breves de carácter narrativo; y, en segundo lugar, porque a esta edición se trasvasa una gran cantidad de narraciones procedentes de los libros misceláneos anteriores»(11).
También en el exilio estuvieron Max Aub, Francisco Ayala y Fernando Arrabal, autores respectivamente de Crímenes ejemplares (Imprenta Juan Pablos, México, 1957) (12), El jardín de las delicias (Seix Barral, Barcelona, 1971)(13) y La piedra de la locura (La pierre de la folie, Julliard, París, 1963)(14), obras fundamentales en la evolución del microrrelato en España, pero también en los países en los que estos escritores se encontraban exiliados, como ya señalamos en uno de nuestros trabajos anteriores publicado en 2013 (15).
En un exilio interior se mantuvieron durante los años de la dictadura escritores como Ana María Matute e Ignacio Aldecoa, dos de los máximos exponentes de la llamada Generación de los años 50, del medio siglo o de los niños de la guerra. Ambos cultivaron la micronarrativa. Los mejores microrrelatos de Ana María Matute los encontramos contenidos en Los niños tontos (Arión, Madrid, 1956), pero también aparecerán algunos otros en Libro de juegos para los niños de los otros (Lumen, Barcelona, 1961) y El río (Argos, Barcelona, 1963). Camilo José Cela afirmó en su momento sobre Los niños tontos que era «el libro más importante, en cualquier género, que una mujer haya publicado en España, desde doña Emilia Pardo Bazán. Y una de las más atenazadoras y sintomáticas páginas de nuestra literatura. Los niños tontos marcará un impacto firmísimo en las letras españolas» (16). Ignacio Aldecoa, por su parte, se servirá del género en algunas composiciones de Neutral corner, obra vinculada temáticamente al mundo del boxeo y que le sirve al autor para recrear y criticar las duras condiciones de vida de determinados sectores de la población en la España de la época.
Opuesto en lo ideológico a Ana María Matute y a Ignacio Aldecoa se encontraba Álvaro Cunqueiro, adepto al régimen franquista, cuya serie titulada «Los siete cuentos de otoño» e incluida en Flores del año mil y pico de ave (Táber, Barcelona, 1968), también ha entrado a formar parte de la historia de la micronarrativa en nuestro país.
Mención aparte merece Antonio Fernández Molina, sobre todo si consideramos su situación como autor de transición entre los microrrelatistas del medio siglo y los que podemos denominar contemporáneos, esto es, los que han venido cultivando la micronarrativa a partir de los años ochenta, cuando, como veremos luego, la práctica y la teoría sobre el género comenzarán a ir a la par. Fernández Molina, uno de los seguidores del llamado postismo, publicó sus microrrelatos dispersos en libros misceláneos como Los cuatro dedos (Ed. del Autor (17), Barcelona, 1968), En Cejunta y Gamud (publicada inicialmente en la editorial caraqueña Monte Ávila, en 1969), Dentro de un embudo (Lumen, Barcelona, 1973), Arando en la madera (Lhito Arte, Zaragoza, 1975)… Muchos de estos microrrelatos se encuentran recogidos hoy en Las huellas del equilibrista (Menoscuarto, Palencia, 2005), antología editada por José Luis Calvo Carilla.
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