Hablar de lo tradicional en un contexto como el actual, donde el vertiginoso ritmo de vida de nuestras sociedades hace que modas y movimientos se sucedan cada vez más rápido puede resultar casi un anacronismo. Junto a ello, y paradójicamente, este valor se desintegra al asumirse como tradicionales realidades que no lo son, como una consecuencia más de este mundo globalizado en el que nos ha tocado vivir. El acervo de los pueblos se diluye en pro de una aldea global que en realidad no es más que la proyección mundial de un tipo cultural propio e irradiante de enclaves bien determinados. Es, pues, cada vez más frecuente en las nuevas generaciones sentirse próximas a lo que se practica en espacios lejanos y distantes de lo que escuchan de sus abuelos.
Romería, de José Aguiar
Como una nueva paradoja, en nuestro contexto inmediato, solo los pueblos más pequeños son capaces de plantarle cara a los grandes titanes de la publicidad y la industria, manteniendo a duras penas lo que han recibido de antaño, por más que inevitablemente habrán de claudicar antes o después. Quizá esta realidad no esté tanto en una comprensión reflexiva de su identidad cultural por parte de estas poblaciones como en la adopción de otro ritmo de vida, alternativo al célere de las capitales. El envejecimiento de la población, el mantenimiento de una cultura rural, el apego a las costumbres o el tratarse de entornos hasta cierto punto aislados con total seguridad tiene mucho más que ver en este proceso que la plena coherencia con su pasado, ancestral o más próximo. Con todo, la realidad actual es que aún existen –aunque cada vez menos– reductos del ayer, en los que la tradición oral conserva su puesto en el contexto de lo cotidiano.
Uno de esos lugares es, sin lugar a dudas, La Gomera. En ella confluyen las más diversas características para que así sea. Solo lo imponente de su orografía parece querer convertirla en un reducto inexpugnable, como si en el espesor de su monte más oscuro quisiera esconderse algún arcano excepcional, temeroso de mostrarse por miedo a perderse. Y efectivamente, ese arcano existió, y sus mejores secretos se escondían precisamente en la intimidad de la laurisilva –el Cedro, Meriga, Los Aceviños, Las Rosas, La Palmita–, sin menoscabar por ello otros puntos de la geografía insular: Las Hayas, Chipude, El Cercado, Guadá, Benchijigua, Hermigua, el Barranco de la Villa o Vallehermoso.
Fue a comienzos de los años ochenta del pasado siglo cuando se dejó ver a la crítica el valioso legado oral que custodiaba la isla: el romancero. Fueron especialmente los estudios de Martha Ellen David(1), antropóloga y etnomusicóloga americana, y los del catedrático Maximiano Trapero(2) los agentes encargados de descubrir ese tesoro(3), incomprensible sin el baile del tambor que le daba vida. El mayor descubrimiento al conocerse la importancia de este legado fue sin duda para los propios vecinos de la comarca central de la isla que, conviviendo con él en la cotidianeidad, aprendieron a reconocer la importancia de aquello que habían recibido de sus ancestros. Más difícil fue convencer de aquel valor a un sector importante de la comunidad insular, residente en las zonas costeras y en los lugares donde se concentraban por estas fechas los últimos restos de la aristocracia local, que despreciaban categóricamente estas manifestaciones. Don Isidro Ortiz, que vivió esa realidad, lo asegura así en la entrevista que José Ángel López Viera le realizó el 11 de febrero de 1994, “los señoritos del pueblo se avergonzaban del tambor y de las costumbres del mago, del campesino. Eso era algo despreciable, algo que ellos no querían compartir” (77). Con todo, la revalorización social del folclore en estos últimos años y el interés de los investigadores por estas expresiones va encaminando hacia un mayor reconocimiento y orgullo este legado por el pueblo mismo al que le pertenece, al tiempo que, tristemente, decaen y desaparecen sus muestras más genuinas.
Mucho se ha hablado, desde Menéndez Pidal y sus primeros estudios sobre el romancero hasta nuestros días acerca de sus más diversos valores. Nada puedo aportar a la bibliografía sobre el romance ni es ese en absoluto el cometido que me propongo. Ni soy filólogo ni pretendo inmiscuirme en un terreno que no me es propio, pero el romance, como testimonio popular después estudiado, sí me compete.
Como miembro de una segunda generación de emigrados gomeros, tanto el nacimiento como la residencia me alejan de la cuna de mi padre. Sin embargo, el mantenimiento de sus costumbres aún en “tierra ajena” –parafraseando un pie de romance– dentro del núcleo familiar y el calor de las relaciones con la isla, jamás interrumpidas y cada vez más estrechas, me vinculan irremediablemente al romance. Oí desde niño romances en La Gomera, pero también en Tenerife, donde la comunidad de gomeros creo que era incluso mayor que los que quedaron en la isla. Y lo hice con absoluta normalidad.
Al romance, como a la décima, los conocí primero en la palabra y el canto que en los libros y los textos, y considero que es en ocasiones precisa una reflexión vivencial sobre su uso y su experiencia cotidiana, a la que muchas veces el exceso de rigor académico llega a desnaturalizar. Todavía niño, y sin saber siquiera que era una décima, las personas mayores me recomendaban rezar antes de acostarme aquello de “bendita sea tu pureza/y eternamente lo sea/ pues todo un Dios se recrea/ en tan graciosa belleza […]”. Igualmente, aunque sabiendo que sí eran romances pues siempre se les llamó por su nombre, antes de empezar la educación primaria ya conocía de memoria, de oírselos a mi padre, los romances del Soldado Ricante o el Trigo y el Dinero, que me gustaba recitar a mis compañeros de juego del recreo para hacer gala de memoria.
El romance estaba presente de una manera natural, que se interiorizaba con total normalidad y que era vivida en lo absolutamente cotidiano. “Plasencia, ¿cómo era aquello de la niña que venía de Barcelona?”, le preguntaba a cada rato a Manuel Plasencia Chinea, natural de La Palmita y vecino de Taco, que junto a su esposa, Luisa Herrera, era un auténtico libro abierto de cultura popular. Y allí empezaba Plasencia “viniendo de Barcelona queriendo llegar a tierra/ yo vide de mi navío a una niña blanca y bella…”. Tuve que crecer para saber que lo que tanto preguntaba era El indiano burlado, pero en aquel momento solo le volvía a pedir a su mujer que me dijera “los versos del birleño”, maravillado de aquellas palabras tan bonitas de las que no entendía la mayoría, pero que en la boca y en el cante tenían algo especial.
Con romances se oía rezar los males, se alegraban las conversaciones, se sacaban refranes. Cuántas veces habré dicho aquellos hermosos versos de Sildana –“que penas comunicadas, si no se quitan se alivian”– como una frase hecha, o robarle a Delgadina, ante una propuesta temeraria, las palabras que dijo ante la proposición incestuosa de su padre “no lo quiera Dios del cielo ni la Virgen soberana”. Igualmente frecuente, ante la noticia de una enfermedad, era suspirar “como la salud no hay nada” y que alguien de la concurrencia respondiera “dánosla, Virgen Sagrada”.
El hecho de que me apasionara escuchar esos relatos parecía animarlos a mostrarse con más frecuencia. Las quincenales escapadas a La Gomera avivaban aún más ese sentir. Pedro Paz, el gran conocedor de romances en Pastrana, siempre tenía algo nuevo que decir cuando esperando por el agua nos encontrábamos en los terrenos. “¿Y tú has oído el del `Cide´?” –me decía– “pues yo ese se lo oí a uno de Chipude. ´Por las vegas de Granada baja el Cide al mediodía […]”. Y ahí empezaba. Bastaba un mero gesto de cabeza para revivir las hazañas de un personaje del que años después me enteraría en el colegio que se llamaba Rodrigo Díaz de Vívar. Y así con tantos y tantos.
Pero solo con el tambor en la mano y en el corazón, se entiende y transmite realmente el romance. Pareciera que en el canto adquiere otra dimensión, que se actualiza, que se revive, que se sacraliza. Incluso, las coplas más diversas que se creaban a modo de romances locales sobre acontecimientos cotidianos, aún repetidas y aprendidas en algunos casos por miembros del pueblo, se quedaban fuera en el momento de “romanciar”. La memoria colectiva de los viejos tocadores las consideraba menores, secundarias, impropias de la procesión o la “juelga”, de ahí que hasta la nominalización los distinga. No faltaban las excepciones, claro está, y los romances de Lucas Mesa Cabello(4) dedicados a la isla son ya, a golpe de canto y absoluta aceptación, repertorio del romancero gomero, pero no era lo frecuente.
Hoy, desgraciadamente, esta frontera se diluye y las “coplas”, ya dignificadas como “romances”, les roban terreno a los antiguos sin respetar su veteranía: unos consideran las viejas historias rocambolescas o crueles; otros se afanan en pensar que es necesario renovar el repertorio y otros, revistiendo el baile del tambor de un supuesto sustrato prehispánico, ven en los romances una intromisión castellana que hay que desterrar, sustituyéndola por letras relativas a la gesta conquistadora en la que se criminaliza la maldad de los invasores y la extraordinaria nobleza de los naturales. Se hace, pues, más necesaria una labor urgente de rescate de sus valores, amenazados por nuevas tendencias, tanto fuera como dentro del ámbito del folclor.
Y como la propia idiosincrasia de la isla así lo exige, es impensable el romance sin el pie que le sirve de antífona, de respuesta, de actualización. El pie, ajeno al romance que se canta, conecta por arte de magia la historia memorizada con la presente que allí se está desarrollando: la misa, la procesión, la juelga, en definitiva, el acontecimiento inmediato. El pie de romance ha guardado, más si cabe, la historia de La Gomera, y pocos acontecimientos relevantes en el devenir pasado de la isla no tienen su correspondiente pie de romance, ambientado con la narración de su gestación como para más destacar el ingenio y la capacidad repentista, bien del que lo creó, bien de la colectividad que lo hace suyo.
Las historias guardadas en la memoria colectiva referentes al ingenioso pareado que acompaña al romance son numerosas. Algunos de los acontecimientos históricos más relevantes para la isla en el siglo XX conservan aún en la memoria el pie de romance que los acompañó. Así sucedió con la visita real de Alfonso XIII en 1906, en la que al parecer el rey no llegó cuando estaba previsto, de modo que los tambores que se habían reunido a recibirlo empezaron a cantar “este rey que nos engaña/ no debe ser rey de España”. También en la visita de Franco a la isla en 1950 se juntaron los tambores, cantando el pie “¡viva Franco, sus ministros/ y la ley de Jesucristo!”, a lo que uno de los miembros de la comitiva, contento por el recibimiento, dio en propina 5000 pesetas para “la orquesta”. El por entonces párroco de Chipude, Don Mauro Rodríguez Santos, que había acudido con sus feligreses y el Pendón de la Candelaria a recibir al general, no demoró en hacerse con la suculenta dádiva, que acabó invertida en la reforma del suelo de la iglesia de la Candelaria, ante el desconsuelo de los tocadores, que con total seguridad nunca habían visto tanto dinero junto. Caso muy recordado también en la memoria colectiva, fue el que años antes había sucedido en Chipude, cuando la imagen de la patrona fue enviada a Barcelona para ser restaurada. La excesiva tardanza en retornar la Virgen comprometió al por entonces párroco cuando los tambores de la localidad se juntaron para cantar “de las costillas del cura/ sacamos la Virgen pura” o “si la Virgen no aparece/ el cura desaparece”.
Así la cifra de historias es inmensa. Otra cuenta que, cuando llegó la imagen de la Virgen de los Reyes a Valle Gran Rey, donde siempre se había venerado un gracioso retablo con una pintura de la adoración de los Reyes, procedieron a sacar la flamante imagen nueva delante y detrás el antiguo icono. El temporal que se desató fue tal que hubo que suspender la procesión. Calmado el tiempo, volvieron a sacar la procesión, esta vez con el retablo primero y la Virgen después. El tiempo respetó, y el pie de romance aún se recuerda “¡qué bonito es cuando sale, la hija tras de la madre!”. Otra vez, en la fiesta de Arure, el tiempo había borrado cualquier esperanza de celebrar la procesión. Al acabar la misa y proceder a sacar la imagen, la mejoría del temporal fue tan notoria que se cantó “el poder de Dios es grande/ y sobre de él no hay quien mande”.
Lo realmente importante, más que los casos particulares, es el hecho de que el dístico octosílabo, concreto y exacto retrato del instante en que se gesta, se perpetúe en la memoria colectiva con una profundidad tal que es transmitido de generación en generación hasta llegar casi a mitificarse(5). La identidad del creador no supera, sin embargo, el paso del tiempo. Pareciera que para más subrayar esa vocación de identidad colectiva con que el pie es revestido, se despoja de la individualización de ser invención de un personaje concreto, de modo que esa creación, producto de unas circunstancias bien determinadas, sobrevive al instante y lo perpetúa en la memoria popular.
El “pie de romance”, además de distinguir, actualizar y rescatar el romance para el momento en que es requerido, es capaz también de sacralizarlo, en una suerte de pérdida de la propia narración. Si tenemos en cuenta que a día de hoy son las celebraciones religiosas el lugar natural de participación del baile del tambor, puede extrañar que en este contexto quepan romances tan alejados de la ortodoxia católica como Blancaflor y Filomena, la Infanticida, Sildana o Delgadina. Así lo hace saber Maximiano Trapero cuando, en la Fiesta de las Rosas de 1983 al pie “Santa Rosa, madre mía, hoy celebramos tu día” seguía precisamente el romance de Sildana, de historia incestuosa(6). Pues sí, así es: lo que repite el coro y lo que la gente escucha, al quedar acallada la voz del romanceador por el repicar de las chácaras, el sonido de los tambores y el bullicio de la fiesta, es un coro que repite vítores, peticiones, loas y cánticos al personaje sagrado que preside la procesión. Poco tiene que ver que a la reiterativa plegaria se entrometa la historia de un padre que pide a su hija mantener relaciones.
A propósito de esta realidad, es frecuente en la comarca de Chipude que los tambores participen activamente en la celebración de la eucaristía, interpretando el ofertorio y la comunión. Los pies de romances son diversos: “recibe con alegría/las ofrendas, Madre mía”, “recibe, Señor, la ofrenda/ que tu pueblo te encomienda” entre otros para el ofertorio, y “vengan a tomar al templo/ el divino sacramento” o “el pan de la Candelaria/ es comunión solidaria” para la comunión. Resultó que en la fiesta de San Salvador, en Arure, así lo hicieron. Entraron ante las ofrendas las chácaras y los tambores que no pararon de tocar hasta quedar presentadas las especies eucarísticas en el altar y, por lo reducido de la ermita, permanecieron en el presbiterio para intervenir en la comunión. Una vez comenzó ésta, iniciaron su toque con el pie “vengan a tomar con calma/ la salvación para el alma”. Claramente, en el silencio y la devoción de la comunión los versos del romance retumbaban con claridad en la ermita. Daba el sacerdote la comunión hasta que de repente se viró bruscamente hacia los tambores al resonar en la iglesia “¡cállate, perra traidora,/ maldita y excomulgada”. La gente recibía al Señor con fervor mientras escuchaba el romance de Delgadina.
Situaciones como estas no son más que testimonios de lo cotidiano con que se vive el romance, como una de las expresiones más genuinas del pueblo. El “pie”, al mismo tiempo, en boca del romanceador, es capaz de describir lo que la concurrencia siente, y conceder, por tanto, que se exprese vivamente respondiéndolo tras los tambores. En una suerte de absoluta hermandad y armonía, los antiguos romances se juntan con el pie que acaba de nacer, de modo que memoria e inventiva juegan sobre el mismo terreno y al mismo tiempo. Si bien esta realidad es cada vez más inusual, el componente repentista en la creación de esos “pies» supone una escena realmente sugerente. Sucedió que en el año 2011, en la fiesta de la Virgen de la Salud de Arure, arreciaba un fuerte viento. Al salir la imagen de la patrona, el resplandor de la corona no aguantó los embates y se dobló por la mitad, con lo que tuvo que ser retirada de la imagen para evitar dañarla. La nómina de “pies” sobre el suceso fue el leitmotiv de la procesión: “tu corona rompió el viento/ cuando saliste del templo” o “¡qué linda es nuestra patrona/ aunque no tenga corona!”. Es así como el “pie” consigue acercar los romances de la Huida a Egipto y San Alejo a lo que allí sucedió, resaltar las emociones de los asistentes y, por qué no, demostrar la capacidad de los que “cantando alante”(7) son capaces de sintetizar en dieciséis sílabas la emoción común.
Así, mezcla de lo profano y lo divino, de lo extraordinario y lo cotidiano, de evasión y de realidad, de éxtasis y de lo natural es el baile del tambor. El romancero ha conformado con él una perfecta simbiosis en la que el uno sin el otro no pueden existir: mutuamente se enriquecen, se complementan y se vivifican. El baile y el toque, por revive los romances; estos, le dan voz a la danza. La Gomera lo ha experimentado y sentido de esta manera, haciendo de su tradición un agente activo de su día a día pese al paso inevitable de los años, evitando desterrar su legado a un contexto festivo vacío. No. Con el tambor se suda y se avanza, se reza y se pide, se festeja y se brinda, se llora y acompaña, y, por ende, también con el romance. Es por ello que debería ser un imperativo moral cuidar celosamente de que así sea, sin pervertir ni su praxis ni su ulterior fin. Es obligación de todos los gomeros, y de los que como yo nos sentimos sus hijos por más que no viéramos allí la primera luz, mimar, amar y respetar profundamente este legado, tal y como hizo durante siglos la espesura insondable de la laurisilva.
BIBLIOGRAFÍA
ELLEN DAVID, Martha. 1992. “Careers,`Alternative Careers´, and the Unity between Theory and Practice in Ethnomusicology”, Special Isuue: Music and the Public Interest, Illinois: University of Illinois,361-387.
GONZÁLEZ JEREZ, Alfonso (ed). 2008. Lucas Mesa Cabello: semblanza de un versador. Santa Cruz de Tenerife: Idea.
LÓPEZ VIERA, José Ángel (2003). Tambor gomero y oralidad: diálogo con los herederos. La Esperanza: Asphodel.
TRAPERO TRAPERO, Maximiano. 1987. Romancero General de La Gomera. La Gomera: Cabildo Insular.
Ídem. 2000. Romancero General de La Gomera. La Gomera: Cabildo Insular.
Ídem (ed). 2003. El romancero de La Gomera y el romancero general a comienzos del tercer milenio [Actas del Coloquio Internacional sobre el Romancero] La Gomera: Cabildo Insular de La Gomera.
Ídem. 1989. Cultura popular y tradición oral. La Laguna: CCC.
Ídem. 1992. “Los estribillos romancescos de La Gomera: su naturaleza y su funcionalidad”, Estudios de Folclore y Literatura dedicados a Mercedes Díaz Roig. México: El Colegio de México. 127-145.
[2]Maximiano Trapero comenzó sus entrevistas romancísticas en la Isla en los meses de junio y julio de 1983 y febrero de 1984, de las que resultó el Romancero General de La Gomera (1987). Éstas se repitieron en 1992, 1998 y 2000, dando lugar a una segunda edición, revisada y ampliada, del Romancero General de La Gomera (2000).
[3]Antes de las investigaciones del profesor Trapero se produjeron algunos antecedentes. Véase, al respecto, TRAPERO TRAPERO, Maximiano, Romancero General de La Gomera. Cabildo Insular de La Gomera, La Gomera, 2000, pp. 25-30.
[4]Numerosos son los romances y décimas surgidos de la prodigiosa capacidad creativa de Lucas Mesa. Una recopilación de algunos en GONZÁLEZ JEREZ, Alfonso (ed.), Lucas Mesa Cabello: semblanza de un versador. Idea, Santa Cruz de Tenerife, 2008.
[5]Abundan estudios sobre los estribillos romancísticos, tanto a nivel hispano como insular. En el caso de La Gomera, es de obligada consulta TRAPERO TRAPERO, Maximiano, “Los estribillos romancescos de La Gomera: su naturaleza y su funcionalidad” en Estudios de Folclore y Literatura dedicados a Mercedes Díaz Roig. México: El Colegio de México, 1992, pp. 127-145.
[6]TRAPERO TRAPERO, Maximiano: Cultura popular y tradición oral. CCC, La Laguna, 1992, pp. 146-147.
[7]El acto de “romanciar”, es decir, cantar públicamente el romance, se denomina también de esta manera, “cantar alante”