Espino albar. La noche oscura

Cuento de Ernesto Rodríguez Abad · Aula Literaria, Literatura Juvenil

Presentación
de Benigno León Felipe


Desde hace algunos años la oferta de libros infantiles y juveniles (libro álbum, libro ilustrado, cuentos, relatos cortos…)  que hacen las editoriales es cada vez más selecta y atractiva. Ya parecen superados aquellos momentos de euforia en los que cabía casi todo que tuviera esa apariencia,  y también aquellos otros marcados por el criterio de lo políticamente correcto que propició tantas versiones absurdas y edulcoradas.

Además, esta llamada literatura infantil y juvenil, concebida como el conjunto de obras de creación destinadas a los niños y jóvenes, según el informe sobre el sector del libro en España (que recoge los datos más relevantes de las principales estadísticas españolas de referencia en el ámbito de la edición y comercialización del libro), es el subsector editorial en el que el descenso de ventas es menos acusado.

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Ernesto Rodríguez Abad

Ernesto Rodríguez Abad, docente y escritor polifacético, publicó en el 2013 (en Alfaguara Juvenil, con ilustraciones de Ester García Cortés), Escritos en la corteza, conjunto de trece relatos cuyos protagonistas son árboles emblemáticos de muy diversos países y culturas cargados de leyenda y simbolismo. Este libro se suma a una ya extensa e interesante lista de títulos del mismo autor en este ámbito literario, de entre los que cabe destacar El Pirata Sombra (2003, 3ª ed., 2008), Los inventores de cuentos (2006), Leyendas de agua, (2008), Cuentos africanos para dormir el miedo (2009), Leyendas de fuego (2010), El pirata Malodor (2010), El niño que no sabía jugar al fútbol (2014).

En «Espino albar. La noche oscura» un anónimo narrador en primera persona nos rememora extraños sucesos ocurridos en un espacio y tiempo indefinidos. El recuerdo de la historia de amor del romance del Conde Olinos sirve de contrapunto literario y referencia legendaria de la trama. La llegada al pueblo de un misterioso personaje desencadena una sucesión de acontecimientos de los que el lector va extrayendo sus propias conclusiones, pero que no logrará desvelar de forma inequívoca hasta el final, con un logrado giro sorpresivo.


Espino albar. La noche oscura

Cuando al salir del colegio veíamos el hermoso espino albar que crecía en el cementerio, recordábamos la estremecedora historia de amor del Conde Olinos que la maestra recitaba conteniendo las lágrimas de la emoción.

De ella nace un rosal blanco,
de él nació un espino albar;
crece el uno, crece el otro
los dos se van a juntar.
Las ramitas que se alcanzan
fuertes abrazos se dan,
y las que no se alcanzaban
no dejan de suspirar.
La reina, llena de envidia,
ambos los mandó cortar.
El galán que los cortaba
no cesaba de llorar.
De ella naciera una garza,
de él, un fuerte gavilán,
juntos vuelan por el cielo,
juntos vuelan par a par.

Pero en aquel espino del camposanto no había hadas, ni emanaba un aroma que recordara el amor de un enamorado. Cuando nos acercábamos sentíamos una especie de escalofrío que nos dejaba helados.

Años antes de brotar el hermoso espino albar, llegó al pueblo un enigmático personaje. Traje y sombrero negros. Maletín de cuero curtido por los años. Ojos huidizos y piel pálida. Vino a ocupar el puesto de médico que llevaba vacante algunos meses.

Nuestro pueblo estaba lejos. Se llegaba a él por una ruta peligrosa entre acantilados y escarpadas montañas. Podríamos asegurar que vivíamos en un territorio desconocido y agreste.

El ritmo de nuestras vidas era diferente. No teníamos necesidad de correr, pero tampoco permanecíamos estáticos ante las injusticias, la crueldad o el abuso de poder. En apariencia, la vida era apacible. Las estaciones se sucedían con suavidad, los campos daban copiosas cosechas, los niños crecían sanos… El sol acudía puntual a su cita con el nuevo día y la luna lo sustituía sinuosa cada noche. No teníamos necesidad de cambiar nada: el orden del mundo y la naturaleza eran perfectos.

La historia comenzó cuando la luna dejó de salir. El cielo se convirtió en una densa manta de lana negra. El viento se hizo más frío. Ocurrió el día de la llegada del nuevo médico. Apareció en la plaza en plena noche, confundido entre las sombras, su oscuro bulto solo se descubría por el eco de sus pasos sigilosos. Se diría que no deseaba ser visto.

Los perros gañían desesperados. Un lobo aulló a lo lejos.

En la madrugada un frío intenso helaba las calles. El silencio no dejaba conciliar el sueño y el pueblo despertó sobresaltado. Nadie abrió las ventanas ni las puertas aquella mañana por miedo a que se colase en las casas la espesa niebla gris que había invadido el pueblo. Agazapados tras las ventanas, deseando que llegase el sol de cada día, escuchamos temblorosos el grito de terror del panadero cuando encontró el cuerpo destrozado de un perro en medio de la plaza. Le habían chupado la sangre.

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El médico abrió la ventana de la consulta, justo cuando recogíamos el cuerpo destrozado del animal para enterrarlo.

Nos miró en silencio. Su piel del color de la luna parecía irreal por la mañana. Sonrió. Fue el único que no se persignó ante la tragedia. Al principio no nos dimos cuenta, pero fue la primera señal que delataba su naturaleza.

Dos semanas después, una muchacha acudió a la consulta. Salió muy pálida. A partir de entonces, se tambaleaba al caminar y las noches las pasaba sentada frente a la ventana, esperando una luna que no vendría.

Dos muchachos fuertes que trabajaban aserrando gruesas maderas tuvieron un día un accidente. Llegaron ensangrentados a la consulta a hombros de sus compañeros, que pedían ayuda a gritos. El doctor esbozó una sonrisa golosa cuando vio la sangre acumulada en el torso. Tardaron horas en abrir la puerta. El médico tenía los labios rojos, ellos estaban pálidos. Tambaleándose, recorrieron la plaza camino del cementerio.

A partir de aquel día solo escuchábamos gritos aterradores durante las noches. Pasos acelerados en los adoquines que nos contaban muchas cosas del miedo.

Una niña corrió a esconderse tras los gruesos troncos de los árboles de la plaza. Era inútil huir. Siempre encontraba a la víctima elegida. Nadie podía escapar a sus garras.

Cuando apresaba a alguien le desgarraba la piel del cuello con la uña. Hacía una pequeña incisión. Manaba el rojo líquido. Él bebía con ansiedad. La piel del color de la luna se tornaba viva unos instantes. Luego caía en un letargo plácido hasta el amanecer.

Un joven gritó aterrado cuando encontró a sus amigos, pálidos, con los ojos perdidos en el infinito. Sintió a su espalda una respiración profunda, pero al girarse no vio a nadie en la oscuridad. Solo notó la uña que se hundía en la piel fina de su cuello. Luego fue perdiendo la voluntad. Sentía que sus pasos, sus ojos y su mente los dirigía alguien superior a él. Alguien que había robado su vida.

Cada día llegaba alguien nuevo al cementerio. Los veíamos entrar vacilantes, como títeres manipulados por hilos invisibles. Se derrumbaban delante de nuestros ojos secos. Nos dirigían una última mirada llena de interrogantes, antes de entrar a la tumba que los esperaba.

Cuando ya no quedaron humanos, vimos llegar a perros escuálidos, ratas sucias, gatos desnutridos… y otros bichos de la noche. Murciélagos, arañas y ciempiés.

Una madrugada entró un forastero con paso firme. Buscaba con los ojos llenos de furia. En la mano traía una estaca de madera de espino albar. Supimos de inmediato lo que pasaba.

La lucha entre el último superviviente y el vampiro fue cruel. Si hubiésemos podido cerrar los ojos, lo habríamos hecho para no contemplar tanto horror. Gritaban, se escondían, se acechaban entre los rosales ensangrentados.

Al final el vampiro cayó boca arriba. El cazador aprovechó para enterrarle la estaca en el corazón. El grito parecía venir desde lo más profundo de la tierra, o desde la lejanía de siglos de sufrimiento.

Se alzó la luna. El cementerio se inundó de luz.

Luego el forastero cavó una fosa profunda. Arrastró al vampiro, lo colocó boca abajo, como decían las instrucciones, para que no volviese a salir. La estaca había atravesado el cuerpo y salía por la espalda. Cuando lo cubrió con la tierra húmeda, un trozo de madera quedó al descubierto.

De aquella estaca vimos, asombrados, nacer brotes en primavera. Poco a poco un hermoso espino albar brotó del malvado vampiro. En el reino de la muerte, la vida luchaba, venciendo a la oscuridad.

Muchas noches la luna lo cubre con una hermosa luz. Nosotros salimos de las tumbas y lo vemos. Recordamos levemente una historia que debió de ocurrir hace muchos siglos.

Hace tanto tiempo que puede que no sea más que una leyenda. Solo nos importa la belleza de la luna flotando sobre el hermoso espino, como una enamorada cuando va en busca de su amante.

[De Escritos en la corteza, Madrid, Alfaguara,
col. Alfaguara Juvenil, 2013, pp. 45-50.]

Doctor en Filología Hispánica y profesor de la Universidad de La Laguna