Evocación de Agustín Millares Sall

por Eugenio Padorno · Insulario

Agustín Millares Sall comienza a escribir hacia 1928, bajo el magisterio profesoral de Agustín Espinosa; su extensa bibliografía se inicia en 1944, con Sueño a la deriva. Es una poesía que, durante más de cuatro décadas, se despliega, diversifica y madura entre las formas y motivos del surrealismo, lo social y el intimismo, siempre con decidida voluntad de resultar abierta a intereses colectivos.

A una primera etapa corresponden los siguientes libros: En el deshielo de la noche  (1945), La sangre que me hierve (1946), El grito en el cielo (1946), La estrella y el corazón (1949), De la ventana a la calle (1949),  Ofensiva de primavera (1950) y Poema de la creación (1951).  Los títulos ya nos adelantan un rasgo funcional de este quehacer: el libro no sólo es un artefacto destinado a la beligerancia ideológica, sino también el objeto artístico de un cuidado acto de creación… Las entregas de esta primera época, con las lecturas determinantes de Miguel Hernández, Paul Éluard, Louis Aragon, nos dicen que el hombre no es derrota; y que, aun contando el autor con experiencias tan deprimentes como la de la cárcel, el sufrimiento y la angustia, no le reducirán a la inacción. Agustín es un hombre rebelde en el más sano sentido de la expresión, pues se obstinará en ver alcanzada algún día la forma de vida social a la que ha entregado su lucha y que, presentida, atisba en el poema «Apertura» de La estrella y el corazón:

Se está abriendo como siempre la flor de todos los tiempos.
La portada de los ojos, los párpados de los libros,
La bahía de los brazos, la mano amiga del puerto,
El surco, el alba, el camino,
Los cielos se están abriendo.

Y, porque el silencio es inadmisible, en aquellos libros Agustín Millares construye,  para los largos años de la vigilancia de la censura, un código de expresión que, dentro del lenguaje poético, descansa en la lexicalización de ciertas metáforas, en el recurso de la sugerencia o en palabras con doble significado. Así, «el alba que ya tarda en despertarse», que es verso de El grito en el cielo, no tiene como referente un perezoso amanecer, sino el retraso del advenimiento de una libertad reclusa en un tiempo oscuro. Ejercitado en este código, es difícil que escape al lector o al oyente el uso particular de algún efecto estilístico de tal naturaleza; bastará con un solo ejemplo. De situarnos ante la trepidante corriente verbal del Poema de la creación, encontraremos un núcleo de versos que habla de flores y plantas y cuyos nombres aparecen naturalmente escritos con minúscula; me refiero a estos, que están, además, desprovistos de signos de puntuación:

Como el alba de la rosa
La luz de la pasionaria
El aroma del jazmín
El respirar de la dalia
La distinción del clavel
La sed de la margarita

No tiene sentido interpretar estas líneas con el denotado e inocente vocabulario de un horticultor, para quien «el alba de una rosa» solo podría significar ´el amanecer de la flor de un rosal´. El «alba» es luz que precede a la aguardada irrupción de una unánime y libertaria claridad solar. Por otra parte, si la lectura restituyera, a la manera de una aposición, la pausa de una coma entre el primero y el segundo verso, se comprendería algo más: el que, tal vez, la «pasionaria» de que allí se habla no designe a una planta sino que aluda al personaje histórico suficientemente conocido: Dolores Ibárruri. De haber querido obviar el poeta esa solapada mención, habría usado el otro nombre de la planta: «pasiflora». Muy posiblemente el poeta pensara en una de las variedades de esa planta, la de flor roja y brillante, también conocida como «flor de la pasión». Posee una lógica poética decir que la luz de la Pasionaria –ahora con mayúscula- es, entre otras cosas, «como el alba de una rosa».

El segundo momento de la poesía de Agustín Millares fue gestado en el silencio de unos siete u ocho años. Atrás habían quedado dos testimonios desafiantes: la Antología cercada (1947) y las entregas de Planas de poesía (1949-1951). Absorbido por una exclusiva y clandestina militancia política, el poeta emerge al fin en forma de lecturas públicas, animado ―creo― por Manuel Padorno, de quien recuerdo sus palabras: «Agustín  retomó de debajo de la almohada el cuaderno en que había venido escribiendo sus versos, y su escritura se anunció como el fin de un eclipse, un agujero». Su primera comunicación oral tuvo lugar en junio de 1959, en el marco de unas «Sesiones de Teatro y Poesía», iniciadas un poco antes en El Gabinete Literario de Las Palmas. Agustín leyó poemas que luego conformarían lo medular de sus libros futuros: Siete elegías a un  tiempo (1960),  Nuevas escrituras  (1964) y  Habla viva  (1964).

Oír a Agustín ―yo era por entonces estudiante de bachillerato― significaba asistir a una fiesta verbal; Agustín no declamaba, sino que decía el verso con una entonación rotunda y viril, con los registros propios de un cantante ante su partitura. Si para los ojos aquella poesía era escritura, para los oídos era oralidad. La sobreimpresión que sin duda conservamos los contemporáneos del poeta era la de que escribía como hablaba. Cuando Agustín comunicaba por la poesía, hacía amigos para ella;  por contagio, creaba poetas.

Este momento encarna un recomenzar lleno de fe y entusiasmo por la función comunicativa del verso; cada poema es una derroche de ritmos, estrofas populares y fórmulas coloquiales; pero ese deseo de conexión con el otro jamás roza la torpeza o la facilidad expresivas. El oído más reacio a la música de las palabras acababa por comprender lo allí acallado y seguramente tomaba al fin partido:

Te digo que no vale
Meter el sueño azul bajo las sábanas,
Pasar de largo, no saber de nada,
Hacer la vista gorda a lo que pasa,
Guardar la sed de estrellas bajo llave.

La década de que hablo se cierra con un nuevo sobresalto: un homenaje a Antonio Machado supondrá por voluntad del poder gubernativo, previa denuncia de acto «subversivo», el final de aquellas «Sesiones de Teatro y Poesía», con las consiguientes represalias para Agustín, Manuel Padorno y Juan Marrero Bosch, a quienes se impuso una multa de veinticinco mil pesetas. Un año más tarde Agustín y Manuel serán galardonados en los Juegos Florales de Las Palmas, con el primer y segundo premio respectivamente. Agustín había presentado su extensa y significativa «Cantata a Gran Canaria».

Se ha dicho que los años sesenta de la pasada centuria fueron de capital importancia para el despertar poético de las Islas y, en particular, para Gran Canaria. Agustín Millares es el primerísimo artífice junto a –si se me permite decirlo- Manuel Padorno. Creo que sin el estímulo de ambos difícilmente hubiera existido esa docena de poetas ―entre los que me cuento― reunidos en la antología Poesía canaria última. Referiré una confidencia; antes de intervenir en  mi primera lectura pública de versos, di a leer a Agustín una copia de aquellos; cuando acudí a recoger los poemas a su domicilio,  Agustín añadió a sus  consejos el regalo de un ejemplar de La estrella y el corazón, en el que puso la siguiente y generosa dedicatoria: «A Eugenio Padorno ―de tal palo tal astilla― con un cordial abrazo de Agustín Millares». Años después tendré el honor de participar con él en distinto recitales.

La tercera época se hace visible con Segunda enseñanza (1974) libro del que el propio autor confiesa que «supone una tentativa de renovación formal en mi obra, a la que llego empleando un lenguaje nuevo y enriquecido». No creo revelar algo inconfesable si añado que esa «tentativa de renovación formal» debe mucho a las conversaciones del poeta con su hijo, Agustín Millares Cantero, que tiempo antes también había empezado a escribir poesía. Este tercer momento, coincidente con el advenimiento de la democracia, es el de la libre entrega de Agustín a búsquedas estéticas inéditas. Como escribe Jorge Rodríguez Padrón, el poeta observa la realidad «con extrañeza, perdido, como si la viese por primera vez». En efecto, es poesía que surge del desconocimiento implícito en el proceso de escritura, que se abre a la verdad, a la verdad relativa que representa un texto de tal naturaleza. Agustín, tan dado a proyectar su palabra en el futuro, la deja ahora que retorne al pasado, como recurso de un mejor conocimiento de sí. La transformación estética buscada por Agustín alcanza uno de sus mejores logros con el libro Función al aire libre (1975);  a este suceden Crucifixión (1977), Desde aquí (1977), y otros textos que están representados en la antología El paraíso de los nudos (1980).

Agustín Millares Sall recibe el Premio Canarias de Literatura en 1985; para (re)conocimiento de su obra, se la acaba de consagrar el Día de las Letras Canarias en este 2014. El marco literario en que quedó delimitada su obra y ésta misma reclaman una revisión y acaso una nueva valoración. La llamada poesía social que se escribió en la España de la Posguerra fue, salvo escasas excepciones ―entre las que se cuenta la de Agustín Millares―, de cuestionable calidad estética.

El testimonio civil por él formulado distó de incurrir en el prosaísmo o en la inmediatez de lo panfletario. Conviniendo, además, en toda su extensión, al quehacer de Agustín la denominación de escritura comprometida, me parece que, con el paso de los años, ella ha empezado a entregarnos rasgos para un más amplio y firme significado. Me parece que retener la obra de Agustín Millares en el encasillamiento de «poesía social» tiene el peligro de restringir su significado al contexto de una época determinada y, consiguientemente, abandonarla a la negación de su indiscutible trascendencia… He releído la obra de Agustín y reflexionado sobre ella, y también sobre su vida. Y la conclusión que he obtenido es que en ese legado lo social está unido a la soterrada corriente de una conciencia de temporeidad que, sin remedio, llamaré existencialista, aun en la sospecha de que tal aserto pueda, para algunos, resultar contrario a su ideología. Repaso la biografía de Agustín Millares y veo que la Guerra Civil le impide iniciar sus estudios de Filosofía y Letras y le convierte en empleado de compañía marítima; que su padre, Juan Millares Carló, deviene en profesor represaliado; que él mismo sufre distintos encarcelamientos por su actitud contestataria y que estas adversidades no hacen más que acrecer su deseo de comunicación y de denuncia…

Es evidente el vigoroso trazo existencial en tanto en cuanto, como se ha escrito, el hombre es víctima de condiciones por él no ha buscadas; o de que preserva el sentido de su vida en la lucha, entregado a continuos proyectos casi siempre frustrados por las circunstancias; y, finalmente, en que la realización de la persona no puede prescindir de su comunicación con los demás. A esta luz, es el compromiso político el imperativo categórico que vuelve «existencialista» esta poesía y le entrega en su dimensión de historicidad un significado de mayor amplitud, reubicada en el combate contextual ante las ideologías fascistas y posfascistas europeas, en simetría, cambiando lo que haya de cambiarse, con la obra de escritores como Sastre o Camus… Los referentes de la poesía de Agustín Millares ―hoy empezamos a confirmarlo― no fueron solo los de la ocasional inmediatez … No estuvo errado Sebastián de la Nuez cuando escribió que «en cada nuevo libro [de Agustín Millares] se intensifica su denuncia directa, valiente, vivificante a favor de la libertad y los derechos de las personas y de las naciones. »

De lo que no cabe duda es que esta progresiva atención a intereses de lo colectivo había ido restringiendo trágicamente la expresión de lo personal e íntimo. Sobre las adversidades que pesan en el escritor y artista canarios cuenta la de mostrarse en el espacio existencial en que les ha tocado en suerte. En el caso de Agustín Millares, hay plena conciencia de que su obra despierta afectos y entusiasmos; pero no le pasan desapercibidas las miradas de otro signo que asimismo atrae:

Los ojos que me vigilan
Me han enseñado los dientes.
Me ven poniéndome verde,
Desde el filo de una esquina.
No sé cómo no me muerden.

Hay un poema de esta tercera época, «Telón de fondo», dedicado a su hijo Sergio, que recoge esta situación agónica entre la locuacidad y primacía de la función política de la poesía y el silencio en que queda oculta la persona. Escribir de aquello que quieren (y como quieren) leer u oír los otros comporta el silenciamiento de cosas y asuntos propios y, por eso mismo, la escisión del espíritu;  transcribo los versos finales:

Siempre hablando en un desierto,
Siempre sabiéndome roto,
Siempre a expensas de un responso
Que no quiero
Ni quisiera que, de fondo,
Se vuelva telón el sueño.
Vestido de verde o rojo
Me he de arrojar al silencio.

¿Durante cuánto tiempo puede un hombre de talante eminentemente creativo ―es decir: constructivo y pacífico― sostener una debate verbal frente a su oponente ideológico  y ―acaso ― un sentimiento de culpa? Más que de un combate dialéctico, la relación con el oponente político va a aspirar al diálogo, pues como el poeta había predicho un tiempo antes, «por una vez en la vida/ nadie va a hablar contra nadie».

Así, en la Poética que expresamente escribe Agustín para el volumen Poesía española contempoánea. Poesía social (1965) de Leopoldo de Luis, se vislumbra lo que piensa Millares acerca de la condición de su poesía; confiesa el orgullo que siente cuando le llaman «poeta social», porque tal denominación entraña una actitud moral que está reñida con la conducta –practicada por otros poetas de su tiempo ― de hacer la vista gorda a lo que pasa;  y añade otra razón que le satisface: «ser poeta social es sentirse ligado al latido del tiempo». En cualquier caso, Agustín comprendió que su inspiración estaba dotada también para otros empeños. Esa es la razón de la exasperada diversidad de tonos que hallamos en la tercera época de su obra, y de que en un libro como Más lejos que yo amargo (1987) aparezca, entre otras inaplazables restituciones, el homenaje de amor a Magdalena Cantero, un asunto casi desvaído en incontables celebraciones de confraternidad.

Fue en un cuaderno parcialmente inédito, que el poeta tituló Historias buenas y algunas abominables, escrito en los últimos años de existencia, donde Agustín no dejó de dar cuenta de la situación emocional en que llegó a encontrarse, y en lo restricto de aquella ― ya solo puntual―  adscripción a la poesía social:

Estancado en la poesía social mantenía al margen composiciones y temas que me eran propios, tanto o más que la rebeldía y la protesta que me llevaban, irremediablemente, a la batalla comprometida.

Es indudable que la poesía social me proporcionó grandes triunfos, ya que sufríamos entonces una dictadura demoníaca y asesina de la expresión. La poesía me ofrecía un deseable escape, me daba un respiro para obtener lo que de otra manera, era inalcanzable…

Se aproxima el final y Agustín no lo ignora; sabe que la obra poética no es un producto incondicionado; cada libro ha ido surgiendo de la realidad y la necesidad que lo han determinado. Aquella «demoníaca dictadura» lo había hecho hablar, pero también le había impuesto, como antes recordé, el silencio de un desierto. La democracia había traído para él un sentido de la libertad más amplio que el político-social: el de deshacer los automatismos de un compromiso y escribir al fin lo que le viniera en gana, sin traicionar principio ideológico alguno.

Poema a poema va configurando el libro Salvas de juguetería, toda una traca de afirmación vital que solo detendrá la muerte en 1989. Solo cuando reconoce su declive biológico, se concede atención a la expresión de lo individual. El poeta, que tantas señas ha dado de esperanza y de vida, proporciona ahora noticias de su desesperanza, del deseo de un retorno al origen, y una despedida.

El libro es a ratos un monólogo y a ratos un diálogo con otro que varía en edad y en condición familiar, y a quien le expone retazos de su biografía. En cualquier página de Agustín Millares se puede apreciar la completa conjunción de vida y poesía. Quisiera concluir esta evocación con el recuerdo de la primera parte de su poema «Vísperas», en el que, con valentía ante el fin, parece pedir disculpas –como Cervantes en la «Dedicatoria» de su Persiles y Sigismunda–  por no poder seguir repartiendo los dones que aún se esperan de su oficio de poeta:

Me estoy quedando en los huesos
Casi cadáver
Merma a ojos vista la carne
Apenas queda cabello
Para que lo peine el aire
Son muchos más los ejemplos
Para decir en silencio
Por qué no estoy para nadie.

A esta evocación añado una brevísima y personal selección de sus poemas. Me parece  que el lector del presente inmediato encontrará en esta lírica una actualidad sorprendente.


Primera Elegía

Aquí está, cose que cose,
Mi corazón sin dormir.
El hilo no tiene fin.
No me moriré esta noche.

Los apretados galopes
Me dicen que hay que morir;
Pero yo, esquivando el golpe,
Coloco en alto mi nombre
Y digo: No es para mí.
No me moriré esta noche.

El deseo de vivir
Está aquí, cose que cose.
El sol volverá a salir.
No me moriré esta noche.

(De Siete elegías a un tiempo, 1960).

De los últimos, con los primeros

Gastando estoy mucha tinta
Y sudando mucha rabia.
No puedo cambiar de fila.
Tengo una sola palabra.

Aunque me hiele en la línea
Donde el dolor ha encallado,
Pongo mi nombre en el rayo
Y no gasto más saliva.

Dejo mi aliento en la esquina
Donde me sé enamorado.
Si no encabezo la lista
De los que muerden sus labios
Para ocultar sus heridas,
Soy una sed con espacio
En la paloma del día.
Tengo una palabra en alto
Donde es posible la dicha.

Gastando estoy mucha tinta
Y sudando mucha rabia.
No abandono la partida.
Tengo sólo una palabra.

No voy a hacer un milagro.
(Los milagros nada pintan
Donde la verdad es algo
Que se descubre y camina.)
Voy a seguir esperando
A que lleguen a la orilla
Los sueños que están a un paso
De la primera alegría.

Gastando estoy tanta tinta,
Que ya me siento gastado
El pulso que me fustiga.
Mas, con la savia del árbol,
El hombre está todavía
En los pañales del llanto,
Y la palabra me he alzado
No tiene fin en la vida.
Es la palabra que he dado.

(De Nuevas escrituras, 1964).

Aguafuerte

Aquí te quiero ver,
Amigo mío.

Aquí, aun que sólo sea por el dicho
De que ver es creer.
Aquí, para que vivas como vivo,
Para que mueras una y otra vez
Como yo muero sin haber vivido.
Aquí te quiero ver.

En el camino
De más áspera piel
Que he conocido.
Donde matan de sed
Hasta los ríos.
Donde el azul es otro precipicio,
De cuyo abismo el corazón da fe.

Donde se cae siempre en el vacío.
Donde se alienta sólo en el papel
De una letra de cambio o de un recibo:
Toreando los filos
Te quisiera yo ver.

Aquí, donde los astros que se ven
Están emparentados con el frío.
Donde el día está herido
Antes de amanecer.
Donde querer saber
Es un delito.
Donde el aire es un hilo
Que se puede romper.
Donde es triste nacer
Y morir un respiro.
Aquí te quiero ver.

Donde nada anda bien.
Donde no ves un libro
En que la letra esté
Jugando limpio.
Donde el llanto es tratado a puntapiés.
Donde se hace difícil hasta el grito.
Donde acaba hecho un trapo el hombre mismo,
Te quisiera yo ver.

Aquí, midiendo el pozo y la pared,
Caminando a la cola de este siglo.
Aquí, tragando hiel,
Tragándotelo todo a dos carrillos,
Sabiéndote encarado con la ley,
Si no vives al margen y en el limbo.
Aquí, pescando el vicio
De beber
Un tiempo sin sentido.

Aquí, donde no hay sitio
Para ser
Lo que en un tiempo fuimos.
Donde el sol es de abrigo,
Te quisiera yo ver.

Aquí te quiero ver,
Amigo mío.

(De Habla viva, 1964).

Descubrimiento de la alegría

Cerrado por duelo, no.
Abierto por alegría.

Abierta ventana al sol,
Feliz, alegre es la vida.
Maldigo la noche fría,
La muerte que alrededor
De mí, sin palabras, gira.

Yo busco cerrar la herida
Que me da pena y dolor.
Quiero volver a la orilla
Del mar donde se inició
Mi estrella en un agua limpia.

No quiero enlutar mi voz,
Vestir de negro la dicha.
Me niego a decir adiós
Al sol, al aire, a la vida.

Cerrado por duelo, no.
Abierto por alegría.

(De La hebra, 1965).

Canción de la calle

La calle que tú me das
―Calle ausente todavía―
No será tuya ni mía.
Calle de todos será.
Por el momento no es más
Que una canción escondida,
Una estrella fugitiva
Que soñamos alcanzar.

Por de pronto, se nos va
De los ojos, como el día;
Volando, como la vida,
Sobre la tierra y el mar.

La calle que tú me das,
No será tuya ni mía.
Habrá de ser compartida.
Calle de todos será.

(De Poesía unánime, 1966)

Aquí

La solución no es cosa de un año, y menos
De un segundo,
Como hay quien lo cree y lo contagia en verso
O en diálogo triunfalista.
Del infierno
No es tan fácil salir.
(No son letras ni números

―Aunque contribuyan― los que apagan el fuego.)
Lo más ―por no decir lo único―
Que me gusta de este tiempo
Es lo difícil que se está poniendo
Para el que inventó el paraíso de los nudos
Y se zampó la rosa de los vientos…

¿Debo decir en qué lugar del mundo?

(De El paraíso de los nudos, 1979)

Nadie al teléfono

Brusco suena el tim-
Bre telefónico quién es?

Con ecos en la pared
Contesto soy Agustín.

Del otro lado no sé
Quién responde ―no oigo bien―
Quién anda ahí?

Llego a pensar voy a ir
Por bolígrafo y papel
Para poder escribir
Un número o no sé qué.

Sin un antes ni un después
Sorda es la esperasen fin
Sólo puedo repetir
Diga: ¿Quién es?

(De Metamorfosis de la estrella, 1988)

Doctor en Filología Hispánica, poeta y escritor.

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