Miguel Ángel Guelmí
Nunca imaginó Cervantes cuando escribió las andanzas del caballero de la triste figura cuánto fruto daría su ingenioso hidalgo en la literatura del futuro. Y no hablamos sólo de las versiones y adaptaciones variadas y variopintas que nacerían de su novela, sino de la conformación de un tópico literario que iría calando en el imaginario colectivo hasta convertirse en un lugar común y familiar, incluso para aquellas personas que nunca leyeron sus aventuras.
En este largo viaje a través de los siglos encontramos una reinterpretación del personaje en El valeroso hombre delgado, la última novela para niños y jóvenes de Miguel Ángel Guelmí, publicada por Bilenio en su colección Alargalavida, con ilustraciones de Álex Falcón. Esta obra narra la historia de Armando, Armandito, un niño que vive en un pueblo de agricultores en el que hay una escuela, una iglesia, un bar, una plaza, un Teleclub… y algunas fincas que malviven llenas de deudas pues el precio de la cosecha no ayuda a pagar lo que se debe. El niño sufre viendo el desespero de sus padres que temen perder sus tierras agobiados por un especulador que se ofrece a comprarlas con el firme propósito de construir una urbanización. Entonces Armandito envía un mensaje a su héroe, Spiderman, su último recurso. Piensa que Spiderman podrá arreglar todos sus problemas porque tiene superpoderes, con su tela de araña y su facilidad para acabar con los malos. Sin embargo, quien vendrá en su ayuda no es el americano protagonista de cómics y películas, sino un anciano y su sobrino que aparecen en el pueblo caracterizados como Don Quijote y Sancho Panza, aunque su Rocinante es una vieja moto a la que han pintado un caballo y un “guerrero impetuoso”.
A las nueve de la mañana tío y sobrino sacaban la moto de un garaje que Miguel había alquilado muy cerca de La Cariñosa. El pintor había realizado un trabajo excelente. Parecía la montura de un temible motorista de las praderas americanas. El caballero con su reluciente armadura a lomos de un brioso corcel, en una mano su espada, en la otra las bridas.
Una hora y media después estaban en el lugar acordado por nuestro protagonista para empezar la aventura. Pasados veinte minutos llegaba también su antiguo alumno. Conducía una furgoneta azul, una Volkswagen. Lo acompañaba una chica.
—Siento llegar tarde, nos liamos un poco con el vestuario. Pero todo está ya perfecto. Falta la lanza, aunque no creo que sea importante, además es pesada…
Don Miguel miró a su compañera.
—Perdón. Le presento a Claudia, la mejor maquilladora del mundo.
—Tanto gusto. No le haga caso, exagera.
—El gusto es mío. Y quiero pensar que no.
—Esté tranquilo —le dijo Daniel.
—Aquí, a mi lado —dijo el profesor señalando a su sobri¬no— Sancho Panza.
—Mi nombre, hasta después, es Ataulfo.
Risas. En la parte trasera del vehículo, colgados en sus perchas, estaban los atuendos. No eran los vestidos de Superman, Spiderman o Batman, no paraban las balas, no podías volar con ellos y ninguna chica iba a caer a sus pies, pero la magia podía palparse. En aquel paraje no había nadie más. Solo el rumor de los árboles y un intenso olor a eucalipto. Miguel inspiró con fuerzas. Estaba algo nervioso y buscaba insuflar las energías necesarias para no vacilar ni por un instante.
En aquel paraje no había nadie más. Solo el rumor de los árboles y un intenso olor a eucalipto. Miguel inspiró con fuerzas. Estaba algo nervioso y buscaba insuflar las energías necesarias para no vacilar ni por un instante.
—Creo que es mejor que empecemos con el maquillaje. Me gusta trabajar con tiempo.
—¿Con quién comienzo?
—Me da igual. Bueno, pues…
—Yo creo que deberías empezar con don Quijote. Lo veo un poco más complicado —sugirió Daniel.
La furgoneta se había desviado del camino principal unos cincuenta metros. Había tomado una pista secundaria y la parte trasera miraba al bosque profundo procurando quedar fuera de la vista de cualquier posible transeúnte. Con las puertas abiertas Miguel se sentó en el borde. Claudia, ayudada de pinceles, esponjas, polvos, lápices y demás pócimas fue operando con la habilidad de una hechicera. El profesor se había dejado perilla, lo que afirmaba sus rasgos quijotescos. Una vez terminada la transformación la muchacha le dio un espejo. Miguel se miró con detenimiento, gesticulaba.
—Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino.
Maravillados estaban los presentes del trabajo realizado, del temple que el viejo profesor ponía en sus palabras. Pasó a vestirse. Ataulfo ocupaba su lugar.
—Creo que he podido conseguir todo lo necesario. Además su cuerpo nos ayuda. Parece usted el mismísimo Alonso Quijano. Si es que hasta tiene el mismo apellido. ¿No será usted un descendiente? —preguntaba Daniel.
—Todo se pega.
Miguel se desvistió. Se puso unos pantalones de cuero beige, que había comprado en unos grandes almacenes, y una camiseta. Buscaba estar cómodo.
—Aquí tenemos la cota de mallas, pesa un poco —dijo Daniel mientras le ayudaba a ponérsela.
—Bien, creo que podré con ella.
—Ahora ponemos el peto y el espaldar, y lo sujetamos con las correas. El que conseguí no tiene ristre, pero como no va a llevar lanza. Todo esto lo saqué de los fondos del teatro. Hace ya unos años se representó una versión dramatizada. Está impecable. Conseguí también las grebas y los escarpes.
—Perfecto, no me hace falta nada más, ni podría con ello. Compré también estas botas de cuero. Son de mujer, apenas tienen tacón. Parecen unas babuchas de talle alto. Son cómodas y apenas se van a ver, al igual que los pantalones.
—Le traje una celada con visera y un morrión. ¿Qué hacemos?
—Nuestro hombre llevaba morrión, que adaptó para convertirlo en celada con visera. Imaginemos, pues, su aspecto.
—Yo llevaría celada. Le hace más interesante. Imagínese lo que pensará el niño cuando le vea, con aspecto de guerrero impenetrable…
—No creo que Cervantes se enfade. Estoy de acuerdo, mi figura será más enigmática.
—Le falta la espada, y a eso hemos de poner remedio. He aquí una auténtica, de recio hierro toledano —dijo Daniel.
Miguel la miró detenidamente, era hermosa, con la empuñadura negra. No pesaba mucho. Se ciñó la vaina a la cintura y la introdujo en ella. Con cuidado se colocó la celada. No tenía gola ni hombreras, pero quedaba bien. Se sentía satisfecho de su atuendo. Cerró la visera y sus ojos. Se sintió don Quijote. Casi estuvo por pedir a su antiguo alumno que lo armara caballero, y pensó en Beatriz, y le pidió fuerzas para no flaquear ahora que iba a dar el paso más importante, el de ilusionar a un niño. Dejó ver su rostro, desenvainó el acero con ligereza y prestancia y apuntó con este al infinito.
—Así tenga que ir al mismísimo reino Micomicón y luchar en fiera batalla con el descomunal gigante Pandafilando de la Fosca Vista, juro no desfallecer hasta haber conseguido el propósito que hoy nos reúne aquí —dijo a modo de héroe griego.
—Si le ven así en la residencia…—dijo Ataulfo.
Risas de Claudia y Daniel. Mirada iracunda del profesor.
El sobrino, ya maquillado, empezaba a cambiar su indumentaria para convertirse en Sancho Panza. Estaba irreconocible.
Miguel dio orden de montar. Allí quedaban sus amigos. Delante aguardaban el bosque y las esperanzas de Armandito, al que sus amigos llamaban el Pulgar porque era algo gordito. Iban bien de tiempo.
El valeroso hombre delgado, Alargavida, 2016. Ilustraciones de Álex Falcón.