Lola Suárez nace en Arrecife de Lanzarote el 6 de junio de 1955. Estudia Magisterio y Pedagogía en la Universidad de La Laguna y ha ejercido como maestra en diversos colegios de Tenerife, siendo su último destino el Colegio Público “Camino de la Villa” en La Laguna.
Autora con un profundo sentido de la insularidad, sus relatos parten de experiencias propias o ajenas, ya que, como ella misma afirma: «Cada historia ha surgido en un momento diferente, motivada por una vivencia determinada…Todos mis cuentos parten de experiencias vividas y muchos de mis personajes son reales.».
Una de las principales características de la literatura de Lola Suárez es la variedad de temas y de registros, en los que el humor y el misterio destacan como componentes importantes y atractivos, a lo que se une una gran sensibilidad por todo lo que sucede a su alrededor.
La literatura de Lola Suárez une a su gran carga de imaginación y belleza plástica, la habilidad de combinar el lenguaje escrito y el oral, lo que enriquece y estimula a sus lectores que, al encontrarse con un lenguaje cercano, se acercan con más confianza a los textos.
Para conocer más a esta autora:
Ficha de Lola Suárez en Archipiélago de las Letras
El sol empezaba a guiñar un ojo al pueblecito blanco, cuando una mujer haciéndose bocina con las manos gritó:
-¡Juan, Juanillo! Pero, ¿dónde estará ese demontre de chico?
Las manos, regordetas y lisas, pasaron de la boca a la frente y esta vez sirvieron de visera a la mujer, que, por último, con aire resignado y meneando la cabeza, entró en una casita enjalbegada hablando para sí:
-Este chico acaba conmigo, pero hoy no hay quien lo salve de una buena paliza.
No muy lejos de allí, Juanillo se estiraba sobre las camisas de millo ya secas, amontonadas en un rincón del sobradillo. Había oído a su madre perfectamente, pero estaba demasiado triste para que el temor a la alpargata lo obligara a obedecer.
Y es que Juanillo se había dado cuenta de que era feo, diferente a los demás.
Así se lo habían dicho en la escuela y a él le parecía que en el pueblo entero no se hablaba de otra cosa.
Era Juan un chico exactamente igual a los demás: los mismos ojos brillantes y grandes, los hoyuelos en dos mejillas rojas, la misma nariz respingona y no siempre del todo limpia, el mismo cuerpo menudo que aún no ha perdido la forma tierna y rechoncha de la infancia… pero, porque claro, hay un pero, Juan tiene algo extraño donde todos sus amigos y compañeros del colegio tienen cabellos de todos los tonos: rubio, moreno, negro e incluso pelirrojo.
Lo que nuestro Juan tiene sobre su cabeza no se sabe a ciencia cierta si es un estropajo de grandes dimensiones (como para lavar los calderos de un cuartel o de un orfanato) o un nido de algún caprichoso pájaro, que eligiera para tal fin filamentos duros y encrespados de un color indefinido y de una naturaleza tal que cada uno se disparara hacia donde lo dirige su propia voluntad.
En realidad, hasta ese mismo día no le había preocupado su aspecto físico. Es más, cuando jugaba a escondidas en la alcoba de sus padres a hacer morisquetas frente al espejo del armario, quedaba francamente satisfecho de toda su personilla. Le parecía a él que estaba pero que muy bien, casi, casi guapo cuando vestía de domingo. Claro, que hubiera preferido morir a confesar sus «debilidades frente al espejo»-
Es verdad que por las mañanas su madre se desesperaba al intentar atusarle la moña, pero ¡las madres se desesperan por tantas cosas!
Y la vida, con pelo o con estopa en la cabeza, pasaba felizmente para Juan… pero hoy todo había cambiado: la niña nueva, que tenía largas trenzas rubias y olía bien, se había reído de él y le había llamado «Cabeza de Nido».
¡Pobre Juanillo! Dedicó gran parte de la mañana a escribir con su mejor letra, había afilado el lápiz tres veces, su primera y más sentida carta de amor.
Junto a la firma había dibujado un corazón atravesado por una flecha. Se la entregó a la niña nueva cuando ésta salía al recreo; él tuvo que quedarse a hacer todas las tareas que dejó incompletas.
¡Qué desilusión cuando volvió la niña rubia! Venía rodeada de sus amiguitas, se daban unas a otras con los codos, lo señalaban tapándose la boca para no soltar la carcajada, y cuchicheaban entre ellas.
Juan hubiera querido morirse, pero apretó los puños, ordenó a las lágrimas que no salieran y aguantó. Alguien puso ante él un papel doblado. Al abrirlo, descubrió su cartita toda arrugada y dentro del corazón la niña nueva había escrito: «No te quiero porque eres feo, “Cabeza de Nido”».
Sin saber cómo, salió de la escuela y , subiendo al sobradillo, se había tumbado donde ahora estaba.
Juanillo sepultó la cabeza en la parva de crujientes camisas de millo, y por un momento dejó que la fragancia conocida y dulzona le llenara el corazón. Así estuvo, con los ojos cerrados rumiendo su tierna pena, hasta que un ruidito, pequeño, casi insignificante, le hizo incorporarse con las orejas alertas como un perdiguero.
El ruido, en sí, sólo tenía de notable que no había sido escuchado antes y Juan, con curiosidad y los ojos de par en par, recorría todo el sobrado, sin atreverse casi a respirar, intentando localizar la procedencia de aquel sonido suave y pequeño.
Y de repente lo vio: un pajarillo marrón, con las patitas tiernas y torpes y las alas poco mayores que las de una mariposa salía de entre las papas nuevas y se recortaba en la claridad del mediodía que la rendija de la ventana, mal trancada, dejaba pasar.
El pájaro se acercó a Juan que lo contemplaba con asombro. Había olvidado por completo el motivo que lo trajo al sobrado. Hubiera jurado que la única razón de estar allí era ver lo que tenía ahora delante. Y el pajarillo, se acercaba más y más; de vez en cuando levantaba la cabecita y mientras gorjeaba, clavaba en Juan dos ojos negros y vivaces como mostacillas.
El chiquillo casi no respiraba: era todo ojos. Sentía en las manos el picor que el deseo de acariciarlo le producía, y pensó que las plumas canelo-amarillentas eran más belas y parecían más suaves que las trenzas de la niña rubia.
El pájaro se colocó frente a Juan hundiendo su cabeza, ladeada, entre sus plumas y emitiendo un último gorjeo cerró los ojillos.
Juan seguía mirándolo fijamente y el picor que el deseo ponía en sus manos pasó a sus ojos. Sintió sueño. Haciendo mil cambalaches con su cuerpo consiguió tenderse próximo a la avecilla, sin casi hacer ruido. A cada crujido de las camisas de millo se quedaba quieto conteniendo la respiración, pero al final, se quedó tan dormido como el pajarillo.
Cuando el chico despertó, el sobrado estaba casi a oscuras y su cuerpo tardó en tomar conciencia de cada una de sus partes, tan molido estaba. Juan se restregó los ojos y, de pronto, recordó a su compañero de siesta. No estaba por ninguna parte.
– Se había volado- pensó y no supo por qué extraña razón tuvo una sensación de pérdida, de tristeza.
Pero a los ocho años, dos penas para un solo día son demasiadas, sobre todo si además se tiene la barriga vacía: la leche con gofio de la mañana ya era poco menos que un recuerdo.
Juan se levantó, se sacudió los fondill0s del pantalón sin mucho convencimiento y afrontó con filosofía la vuelta a casa y el encuentro con su madre, que imaginaba estaría trinando.
Salió al último sol de la tarde y, con las manos en los bolsillos y los ojos engruñados, ensayó un silbido hacia su casa. Ya casi había desaparecido la tristeza de la mañana.
Su futuro más próximo era una gran bocadillo y un partido de fútbol en la plaza.
Pensando en todo esto, una sonrisa se le dibujó en los ojos, en la cara… Entonces oyó las risas detrás de él y, entre todas, hubo una que, aún ahora, lo hizo volverse. Era la risa de la niña rubia. Desde un corro de amiguitas, la niña de las trenzas se reía y lo señalaba con el dedo:
– ¡No te basta con tener cabeza de nido – dijo- ahora, además, llevas pájaros en el pelo!
Como si entendiera estas palabras, desde la maraña de cabellos surgió una voz finita y familiar; Juan, asombrado, se llevó las manos a la cabeza y el pajarillo del sobrado se le encaramó a sus dedos de uñas roídas, que lo picoteaba confiado y lo miraba con ojos brillantes. Y Juan, de pronto, encontró a la niña rubia menos rubia y vio que era tonta y mala…
A medida que estas ideas se abrían paso en su cabeza, aumentaba su alegría por haber recobrado al pájaro.
Juan colocó con mimo al pajarillo de nuevo entre su pelo, y miró a la niña nueva; despacio y con la concentración de los grandes artistas, Juan descompuso su rostro en la más fea mueca de su largo repertorio, hasta conseguir que la risa tonta muriera en los labios de la niña rubia. Y después, con una mano en el bolsillo y la otra acariciando plumas y pelos, se dirigió a su casa silbando más alegre y desafinando que nunca, dando enérgicas patadas a las piedras.
Lola Suárez (1998): Juan cabeza de nido, Editorial Afrotunadas: S/C de Tenerife