La narrativa de Antonio López Ortega desde Canarias

Por Nieves María Concepción Lorenzo

El fragmento es la forma que mejor refleja esa realidad en movimiento que vivimos y que somos. Más que una semilla, el fragmento es una partícula errante que solo se define frente a otras partículas: no es nada si no es una relación.
OCTAVIO PAZ

La colección Biblioteca Atlántica, dirigida por José Gómez Soliño y Juan-Manuel García Ramos y publicada por la Dirección General de Cooperación y Patrimonio Cultural del Gobierno de Canarias, es un proyecto que se venía gestando desde hacía tiempo y que comenzó a tomar forma con la celebración de los seminarios Sobre el imaginario narrativo atlántico y Los otros diálogos atlánticos, en 2012 y 2013 respectivamente, en La Laguna y Las Palmas de Gran Canaria. Fenómenos como la globalización desmedida, procesos como la desterritorialización o el empuje de la realidad virtual y de las nuevas tecnologías hacen que la búsqueda y la consolidación de un imaginario atlántico tenga hoy más sentido que nunca, un contexto en el que tenemos que abandonar la apariencia accidental para adentrarnos en la esencia (el ser). Además, como apunta el historiador Lucena Giraldo:

el futuro de Europa no puede hacerse desde el rocoso centro continental, lejos de las periferias que se han proyectado en las cuatro direcciones del mundo y en especial sobre el Atlántico, negando la experiencia magnífica y trágica de la expansión europea, al margen de la ciudadanía de los navegantes, hecha de palabras arrastradas por el viento[1].

Pero, ¿qué es un imaginario atlántico? Ese sería el primer problema que tendríamos que resolver. En esta literatura de «idas y venidas» que asume como centro el Atlántico, se articula una auténtica literatura de frontera que, a su vez, se estructura en varias dimensiones o capítulos: las relaciones europeoamericanas y con el continente africano, las interacciones entre los distintos archipiélagos macaronésicos, los escritores hispanoamericanos que han registrado la realidad atlántica y los escritores canarios que han contribuido a la fundación y, por supuesto, al desarrollo de la literatura hispanoamericana: José de Anchieta, Silvestre de Balboa, Mercedes Pinto, Josefina Plá, José Antonio Rial, Nivaria Tejera—fallecida recientemente— y otros escritores de la diáspora canaria menos reconocidos, cuya obra habría que revisar.

Esta colección se inaugura con un narrador de origen canario, Antonio López Ortega, que constituye uno de los eslabones del imaginario atlántico, una figura clave en el panorama intelectual venezolano de las últimas décadas, que ha cumplido un papel fundamental en el ámbito de la cultura, como editor y gestor y, asimismo, se orienta claramente al ámbito internacional. El volumen que nos ocupa en esta ocasión, titulado Antonio López Ortega. Narrativa, supone, por tanto, una materialización de nuestro imaginario o punto de fuga, pues, como bien insiste Juan Manuel García Ramos:

Necesitamos ampliar el horizonte de nuestros estudios literarios insulares; estos no deben constreñirse a lo sucedido en las Islas, sino en muchos casos, a lo que ha superado los límites de nuestras costas y se ha desbordado en la comarca cultural atlántica[2].

La producción narrativa del escritor López Ortega está integrada por siete libros de relatos: Cartas de relación (1982), Calendario (1985), Naturalezas menores (1991), Fractura y otros relatos (2006), Indio desnudo (2008), La sombra inmóvil (2013), la compilación de relatos Río de sangre (2005); y la novela Ajena (2001); obra que se completaría con los libros de ensayo El camino de la alteridad (1995) y Discurso del subsuelo (2002). Además, su labor de compilador obtiene como resultado la magnífica antología Las voces secretas. El nuevo cuento venezolano (2006), en colaboración con Carlos Pacheco y Miguel Gomes, publicada en dos volúmenes por el sello Alfaguara.

Como islas narrativas, estos textos sistólicos del autor, breves pero que perduran, por su intensidad, en el lector, responden a una poética del fragmento propia de la posmodernidad, a una retórica de lo fractal y, en definitiva, a una escritura del desvelo o del desasosiego: anotaciones, reflexiones, cartas, diario, calendario… Por supuesto, tampoco puede descartarse que ese fragmentarismo, mental y escriturario, sea además producto de un fiel compañero de viaje: la lectura del Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, libro con el que el autor ha llegado a identificarse plenamente. Y si cambiamos de perspectiva, sin soslayar la narratividad y acercándonos a la semántica general de los textos, López Ortega aclara:

Hay historias trágicas, otras amorosas, temas que tienen que ver con paisajes y viajes, con personajes extraviados… […] mi mundo literario, que tiene mucho que ver con esa travesías de venezolanos en el exterior, que experimentan distintos contextos…[3].

En segundo lugar, a medida que va fraguándose el proyecto que hoy se presenta con este volumen de narrativa, nos asalta una pregunta inevitable: ¿qué libro de López Ortega debiera incluirse en una Biblioteca atlántica de títulos imprescindibles que conformara la base del imaginario atlántico para los lectores? Al final, llegamos a la conclusión de la posibilidad de una antología de relatos en la que se compilaran todos los textos escritos en clave atlántica diseminados en los distintos libros de relatos. Cuando le proponemos a Antonio López Ortega la idea de dicha publicación, el autor respondió que la «selección habría que ampliarla hasta aquellos relatos en los que el tema de Canarias no es declaradamente explícito, pero que sí tienen una filiación indirecta con la memoria o el paisaje canario»[4]. En relación al resultado o los límites de la selección, podríamos preguntarnos, ¿qué textos han quedado fuera de este corte transversal o esta mirada sobre la narrativa del autor?

El tercer problema que se nos planteó es dónde reside, exactamente, la atlanticidad de estos textos. Necesitábamos racionalizar las intuiciones. ¡Como si las percepciones o la mirada sobre el texto (territorio individual e inefable) fuera una realidad aprehensible a posteriori! Veamos algunas aristas.

Más allá de ese quehacer estético de López Ortega, interpretado por Carlos Pacheco como un auténtico viaje —toda trayectoria literaria lo es—[5], sí se advierte en el autor una permanente vocación viajera —la vida es errar—, un tránsito constante en su devenir biográfico cual la historia del isleño. A los primeros años y la vida de aislado (desterrado) en un campo petrolero venezolano, seguirían otros territorios, como Caracas, La Haya, París, Iowa, Isla de Margarita…, y siempre el regreso a los orígenes atlánticos con numerosos viajes en su haber vital. Podemos pensar que todas estas experiencias aproximan a Antonio López Ortega a «la condición humana del insular» —sobre la que reflexionó Domingo Pérez Minik— y que el escritor canario-venezolano sintetiza en un texto de hechura muy particular titulado «Figuras del destierro», incluido en esta antología. En este particular ensayo, que no deja de sorprender al lector —tal vez por el tono «menor»— el autor enumera a la vez que reflexiona sobre distintos sujetos nómadas que llegan a conformar una auténtica genealogía del desplazamiento (familiar, pero también literaria, obviamente la madre y las filias ocupan puestos angulares). De ahí que, en última instancia, como apunta Saramago, «El errante —el que oficia la Literatura— no tiene su patria en la verdad sino en el exilio», lo que López Ortega llama «el camino de la alteridad» o «el reconocimiento del otro».

Asimismo, en la narrativa lopezorteguiana descuella un sentimiento del mar que trasciende el mero tema y constituye un decidido principio poético. De este modo, el autor reivindica la afirmación de la isla o, mejor, de las distintas islas, en medio del Atlántico, pero dispuestas —y expuestas— a un doble movimiento o doble viaje: centrípeto (regional, local, intimista) y un punto de fuga (cosmopolita, permeable, poroso). López Ortega reconoce el papel que juega el mar en la identidad y en este sentido define su poética: «un ars narrativa ligada al agua, los lagos, los mares, las islas, las inundaciones, prevalece a lo largo de sus páginas», y que remiten, de hecho, a un imaginario con relaciones atlánticas[6]. El mar se convierte entonces en una forma poliédrica que discurre desde el espacio histórico, o el signo del deseo al centro del conocimiento. Asimismo, en algunos relatos está presente una doble perspectiva metaficcional que marca la superación de una identidad homogénea y unívoca y que, a su vez, implica cambio temporal: esta orilla/la otra orilla y estos mundos/otros más recientes (Canarias/Venezuela) y aquí/allí (el acto de escribir/el recuerdo).

Por supuesto, la isla (oculta tras una naturaleza geográfica) hace su aparición en estos textos: experiencia transitoria y periódica, que se repite en el tiempo, mito, utopía, refugio o consolación, a la que en todo momento hay posibilidades de retornar. Pues, el espacio insular, imaginario o real, físico y espiritual, se erige en una de las formas topográficas —y esenciales— que identifica la narrativa atlántica de López Ortega.

El mar y la isla —principios estructuradores de una narrativa, como ya se ha visto— y la vocación de escritor geográfico, que señalara Carlos Pacheco, nos conducen a destacar especialmente el paisaje en las ficciones de López Ortega, en particular el paisaje volcánico o lunar, muy presente, por ejemplo, en la «Carta a la madre» (progenitora y escritura) y en el totémico relato «Lunar» (del libro Lunar), que hay que entender como un punto de destino circular, una suerte de llegada a los orígenes o de viaje a la semilla:

Era un valle de rocas, lunar, un infinito valle de rocas […] que se explayaba a todo lo largo de nuestra vista. La visión más remota nos traía leves tonos rojizos, violáceos, verdosos; la tierra más cercana era gris, negra, blanca, color carbón, color tiza. Era un mar de lava: milenaria, quieta, petrificada. Era un océano distinto, plural, constante. […] Hubo silencio, central, sordo de sí mismo, apenas interrumpido por algún zumbido, el aire mismo buscando su origen, atrapado por siglos entre los muros de roca del valle[7].

Y en cuarto y último lugar, la atlanticidad de esta narrativa reside, sobre todo, en la memoria y el recuerdo —la recuperación de la intrahistoria—, canalizados por medio del recurso de la autoficción. Las vivencias o las crónicas «menores» que articulan los relatos fronterizos del autor (experiencias personales y familiares, recuerdos infantiles y de adolescencia, anécdotas, viajes, amigos, etc.) no garantizan el verismo fácil y mimético; mas aun, constituyen el germen narrativo (lo autobiográfico) y, en última instancia, el material que el escritor somete a un proceso de fabulación[8]. Antonio López Ortega postula una literatura menor que surge como respuesta a la literatura «de inventario» entendida como un literatura de pulsiones externas. «Una literatura menor —dice el escritor— sería aquella que desconfía de los cuerpos mayores, aquella que hurga y proyecta una intimidad»[9]. Y en este sentido, la escritora María Fernanda Palacios —a quien le gusta escudriñar detrás de la incontinencia de la palabra— tiene una expresión muy visual (y sensual) que describe esa escritura «con vistas» hacia dentro: «hablar desde el patio». Así pues, estas formas alternativas de narrar la historia hay que definirlas como una literatura de la memoria (el recuerdo, la carta, el diario, la anotación, el testimonio ficcionalizado, etc.), capaz de coagular el tiempo pasado, por lo que podríamos aventurarnos a pensar que se trata de la práctica de la «fotoescritura», según palabras de Eugenio Montejo. En su «Ars narrativa», López Ortega se pregunta «¿Cómo no quedar bajo las aguas [del olvido] tanta experiencia [vivida]?»; a la vez, el autor está convencido de que la historia es lo que sobrevive, y de que esa imagen «se recrea gracias a la memoria —el único instrumento con el que cuenta el escritor para reconstruir su tiempo, para ser fiel a su tiempo—»[10].

José Saramago señala que un cuaderno de anotaciones o un diario es una manera incipiente de hacer ficción (autoficción); y a la par que la novela, el relato y la literatura en general, el diario resulta, paradójicamente, una manera de enmascarar al autor: «tanto en lo que declara como en lo que reserva, solo aparentemente aquel (el escritor) coincide con este (el yo narrador)». Y en síntesis, en su narrativa, López Ortega persiste en las historias cotidianas, muchas propias, pero realmente sugerentes, por lo que no deja de insistir en el papel de lo cotidiano en la Literatura:

La literatura menor en Hispanoamérica es aquella que nos ha comenzado a hablar desde una experiencia de vida, es la que nos ha comenzado a relatar las nimiedades de los ritos cotidianos. Así como la historiografía más reciente se aparta de los frescos épicos para atravesar verticalmente, a la manera de un ejercicio arqueológico, hábitos y costumbres, asimismo nuestra literatura menor recupera los registros de la realidad que las tentativas enciclopédicas han dejado de lado[11].

El cuarto —y principal— problema que asedia a esta antología queda resuelto con la publicación del propio libro que presentamos: el texto. Este se erige, sin duda, en la matriz o en el núcleo atlántico de la narrativa de López Ortega. La conmoción de la lectura, los silencios y los blancos que tanto gustan al autor, una acentuada metaficción en la que late un escritor experimental y un narrador consciente de su oficio y la subjetividad como nuevo perseguidor, entre otras coordenadas, constituyen el territorio de Antonio López Ortega integrado en nuestro imaginario atlántico. Una atlanticidad que, paradójicamente, también está presente en el texto-no escrito todavía, pues como explica Antonio, a modo de poética, en el último texto de La sombra inmóvil: «No encuentro otro lugar para el escritor que la horqueta de mis primeros años»[12].

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Ars Narrativa
Antonio López Ortega

Primera conjetura

Jorge Luis Borges nos habla en alguna nota al pie de página de su Evaristo Carriego de que “solamente los países nuevos tienen pasado”. “Si el tiempo es sucesión –recuerda Borges– debemos reconocer que donde densidad mayor hay de hechos; más tiempo corre”. Punto de partida para reconocer que el tiempo no es esa emoción sentida al pie de las torres de Granada, torres más antiguas que las propias higueras circundantes, sino ese rapto preciso que cuaja en Pampa o Triunvirato: “Insípido lugar de tejas anglizantes ahora, de hornos humosos de ladrillos hace tres años, de potreros caóticos hace cinco”. Pampa o Triunvirato, me digo, podrían ser la Plaza Venezuela de Caracas, espacio público que en sólo cuarenta años ha sido redoma de circulación de carros, fuente de colores próspera en chorros y figuras, túnel para comunicar la Gran Avenida con el Paseo Colón de Los Caobos, y de acuerdo al último designio urbano, otra vez fuente con jardinería y correrías para los paseantes dominicales. El tiempo es, pues, en estas latitudes, no la inmovilidad de la torre de Pisa sino la acumulación de variantes en un solo espacio. La pulsión central sería entonces borrar el origen a como dé lugar, borrar los inicios, desaparecer el rostro inicial, jugar a la mascarada, desconocerse. Si el fondo es arqueológicamente inaccesible, sólo nos queda innovar en el terreno de la forma. De allí, quizás, nuestro desatino barroco.

Segunda conjetura

Decía José Lezama Lima en un ensayo llamado “Imagen de América Latina” lo siguiente: “Si contemplamos una jarra minoana, con motivos marinos o algunos de sus murales, podemos, por la imagen, sentir su vivencia actual, como si aquella cultura estuviese intacta en la actualidad, sin hacernos sentir los 1500 años A. de C. en que se extinguió”. En síntesis: “Las culturas van hacia su ruina, pero después de la ruina, vuelven a vivir por la imagen”. La imagen sería entonces lo que sobrevive a las culturas. Sólo que en el terreno específico de la literatura, reino de inscripciones y caracteres, la imagen se recrea gracias a la memoria –el único instrumento con el que cuenta el escritor para reconstruir su tiempo, para ser fiel a su tiempo.

Tercera conjetura

Cierta crítica ha querido ver en mi libro Naturalezas menores (1991) una metáfora del mundo petrolero venezolano, una narración dilatada del mundo de relaciones de los llamados campos petroleros. Cultura cerrada como pocas, cultura que sembraba los hábitos urbanos en un paisaje siempre indómito, cultura de la conquista, cultura que nos remite quizás a nuestro último ejercicio épico, el campo petrolero no es sólo esa figura de vida que buena parte de nuestra literatura –desde Miguel Otero Silva hasta Milagros Mata Gil– ha visto con razonado prejuicio sino también ese universo cifrado que podía retener los rituales de un club social, la vida en familia, la iniciación sexual, la aventura escolar, la visión de mujeres cansadas y previsibles o el hastío de hombres que se repiten. Noticias recientes refieren que Lagunillas –uno de los campos más importantes a orillas del lago de Maracaibo– se encuentra presa de un fenómeno que los geólogos han tenido a bien llamar subsidencia; en otras palabras, el hundimiento progresivo de la superficie de la tierra por efectos de la extracción petrolera y el desnivel creciente que el lago alcanza ante la frágil costa que aún lo retiene. Durante años, ingenieros holandeses alimentaron con rocas un dique que hoy en día apenas sostiene el empuje de las aguas. Recomendación final de los geólogos: hacer explotar el dique y permitir que el lago penetre con libertad la costa y le gane varios kilómetros a la tierra. La maniobra no deja de parecerme celestial. En pocas palabras –por no decir instantes– diez años de mi vida quedarán bajo las aguas: quedará mi vieja casa número 56 de dos pisos, quedará una acacia retorcida en la que con un par de amigos pude hacerme una guarida, quedará una tubería frágil a la que nos trepábamos para pescar agujetas, quedará algún beso en la mejilla de la inalterable Dianela, quedará el seno carnoso de María Cecilia visto bajo la luz de la luna a orillas de la piscina, quedará la estirada inútil de un arquero –que no es otro que yo– intentando retener el balón del desempate de algún juego extraviado. Figuras todas sucesivas contenidas en un mismo espacio y cuyas imágenes sólo retengo en mi memoria.

Primera tentativa

¿Cómo no quedar bajo las aguas, cómo reflotar esa superficie de vida para convencerme de que diez años de existencia no fueron un ejercicio fantasmal? ¿Cómo inyectar historia a un espacio que desaparece? No queda otra alternativa, me digo, que hinchar la página, que alimentar la superficie alterna de la página para que la memoria halle cauce y recupere las imágenes que bien pudieran evaporarse en circunstancias distintas. Nada me asombra más que los destinos que se pierden, nada me detiene más que las grandes obras de los “pequeños seres” que evolucionan en la vida sin que el menor rastro los ampare. La narrativa, pues, no sería otra cosa que la recuperación ansiosa de los signos invisibles de una cultura.

Segunda tentativa

Vuelvo a las cuatro variantes de la Plaza Venezuela y podría admitir que el tiempo, al decir de Borges, es sucesión de hechos. Sólo que la última variante –esa que recupera caminerías e instala una fuente en todo el centro de la redoma– no tiene la fuerza ni la perdurabilidad de la jarra minoana de Lezama. ¿Cuál es entonces la imagen que proyecta nuestra cultura: la del “país portátil” que refirieron Oviedo y Baños y Adriano González León? Cultura de nómadas, de mineros espontáneos en busca de tesoros, no hay figura que nos estorbe más que la de la perdurabilidad. Somos agentes perpetuos del cambio y en el cambio las figuras sedentarias desaparecen, carecen de sentido. “Repúblicas sin ciudadanos”, gustaba de decir Simón Rodríguez. Misión mayor de la narrativa: fijar una escritura del cambio; fijar, al fin y al cabo, una contracultura.

Tercera tentativa

Recordaba Salvador Garmendia en una entrevista que publicamos hace unos años en la revista Imagen un hecho cercano al síndrome de Plaza Venezuela. Regresa el joven Garmendia a su vieja pensión de estudiantes de la urbanización El Conde y no la encuentra. La han tumbado para darle pie a una nueva edificación. Volvemos al efecto del dique en Lagunillas: ¿cómo no quedar bajo las aguas, cómo recuperar los espacios perdidos? Garmendia ha ensayado una respuesta: la memoria es lo único que nos permite no ser fantasmas. Nuestra cultura borra sus propios signos de vida y es tarea de los narradores hallarlos, sacarlos a flote, reconstruir el sentido. Oficio arduo como pocos, los narradores deberán abrir espacios donde ya no los hay y recuperar imágenes que ya nadie retiene.

Cuarta tentativa

Desconfiar de la oficialidad, de las tentativas enciclopédicas de la novela. A fuerza de inventariar el mundo, nos hemos visto obligados a crear cuerpos incólumes, verdaderas atalayas que, desde otros ángulos, quieren restituir los fragmentos dispersos de una totalidad, quieren refundir la historia que en definitiva no tenemos. Nunca como antes debe alimentarse nuestra narrativa de las historias menores, intrascendentes, domésticas. Rehuir, pues, de las grandes catedrales narrativas y esfozarse en recuperar los sumideros por donde se nos escapa el sentido. No es otro el legado de las llamadas literaturas menores: Felisberto Hernández, Juan José Arreola, Augusto Monterroso y muchos otros son buenos señuelos.

Quinta tentativa (o última imagen):

Refieren unos pobladores de Camatagua que, años atrás, se vieron obligados a abandonar su pequeña ciudad para darle paso al lecho de un embalse. Volvemos una vez más al síndrome de Lagunillas y a la amenaza perpetua de las aguas. Un oleaje raudo inundó el breve valle y sepultó en segundos la gesta de generaciones enteras, sus afanes y también sus muertes. Cuentan que en los períodos de mayor sequía, cuando el sol de Guárico pone un acento en cada una de las espaldas de los antiguos pobladores, la gente se desquita del pasado consumiendo agua a borbotones y apagando con chorros la sequedad de las gargantas. Y hay quien desde la orilla ha llegado a ver cómo, en el justo medio del embalse, sobresale la punta húmeda del campanario de la vieja iglesia sumergida. Todos los pobladores, todos los niños y viejos, todos los vivos y muertos, durante días y noches, aguardan pacientemente a que repiquen las campanas. Imagen mayor de la narrativa: ser el campanario que resuena en medio de las aguas estancadas.


NOTAS

[1] M. Lucena Giraldo, presentación a Memoria del mundo atlántico, Revista de Occidente, 281, octubre de 2004, p. 6.
[2] J.M. García Ramos, «Introducción al imaginario atlántico. El caso de José Antonio Rial», en Sobre el imaginario atlántico narrativo, Las Palmas de Gran Canaria, Fundación Canaria MAPFRE GUANARTEME, 2012, p. 33.
[3] Entrevista inédita.
[4] [Ibíd.
[5] C. Pacheco, «Un cardumen narrativo: siete aproximaciones a la ficción breve de Antonio López Ortega», La patria y el parricidio, Mérida, Ediciones El otro, el mismo, 2001, pp. 285-293.
[6] Entrevista inédita citada.
[7] A. López Ortega, «Lunar», Lunar, Medellín, Universidad de Antioquia, 1998, p. 75.
[8] Julio Miranda, «La narrativa de Antonio López Ortega: “Recuperar historias que ya nadie retiene”», pról. a Calendario y otros textos, de A. López Ortega, Caracas, Monte Ávila Editores-Equinoccio (Universidad Simón Bolívar), 1990, pp. 9-17.
[9] A. López Ortega, «El camino de la alteridad», en El camino de la alteridad, de A. López Ortega, Caracas, Fundarte-Alcaldía de Caracas, 1995, p. 29.
[10] A. López Ortega, «Ars narrativa», en Revista Dominio, Universidad Nacional Experimental Rafael María Baralt, 9, enero de 1994, pp. 99-100.
[11] A. López Ortega, «El camino de la alteridad», op. cit., p. 29.
[12] A. López Ortega, “La persistencia de la acacia», en La sombra inmóvil, Valencia, Pre-Textos, 2014, p. 318.


Profesora de la ULL

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