Lucía Rosa González (Los llanos de Aridane- La Palma 1954), es una escritora de gran actividad que cultiva varios géneros: Teatro, Narrativa y Poesía.
Esta vez se adentra en el mundo infantil para ofrecernos el cuento La niña de pimienta seca, que forma parte de una serie de relatos, publicado bajo ese título genérico y publicado por INTERSEVEN en 2007.
Con este cuento, Lucía Rosa nos sumerge en un mundo donde magia y poesía se dan la mano.
Nola, su protagonista, al que todos conocen por la niña de pimienta seca por su afición al mojo colorado y por vivir en la calle Díaz Pimienta (uno de los tantos juegos de la autora), es una niña especial que juega con todo, con el reloj, que parece contagiarse de su fantasía y marca el mediodía cuando es ya el atardecer, con el aire, con el tiempo, con las palabras.
Pero, además, Nola tiene un bote mágico que convierte los suspiros en pompas de jabón. Burbujas que van inundando los lugares y entusiasmando a sus habitantes que hacen del acontecimiento una auténtica fiesta.
Con un lenguaje sencillo, en el que acción y diálogo se combinan de tal forma que garantizan la agilidad de la lectura, sus descripciones- las precisas- nos sitúa, con pocas palabras en el lugar y el tiempo que la protagonista va cambiando a su placer. Todo es un juego. Porque este cuento nos da la oportunidad de recuperar viejos juegos olvidados, e incluso nos invita a inventar juegos propios. Así, la pequeña protagonista dice: «Es preferible inventar los juegos a que los juegos nos inventen a nosotros.»
Narrado en tercera persona, la voz que cuenta nos va llevando hasta un mundo muy particular, lleno de esperanza y amor a la vida al que, a poco que nos lo propongamos, podremos llegar. Basta hacer volar nuestra imaginación dentro de una de las burbujas de Nola.
A Atalí, a Yorjana
Nola es una niña más pequeña que yo, diminuta casi.
Tiene los ojos verdes como mi gato y vive en la calle Díaz Pimienta, que le encanta, porque dice que de la pimienta sales burbujas que van directamente a su cabeza morena y la ayudan a aprender la tabla –que no se le da muy bien- y el abecedario. Además, Nola prefiere el mojo colorado a cualquier otra salsa. Por eso, que la llamen «la niña de pimienta seca» le parece muy bien.
Su casa está subida a la azotea de otras casas, porque vive en una buhardilla con tres hermanos de 9, 10 y 12 años. Cumplen años y no crecen, pero juegan al parchís. A ella no le gusta nada ese juego. Ni siquiera la palabra parchís le gusta; dice que no le cabe en la boca.
-Es preferible inventar los juegos a que los juegos nos inventen a nosotros- dice sin aburrirse.
Aquel domingo, a media tarde, Nola bajó en dos los escalones del edificio hasta llegar a la calle; caminó a la pata coja, que es lo mismo que jugar; dijo:«Hols-la-la» a todos los vecinos, que es lo mismo que saludar y jugar, y subió los escalones de la plaza. No, no los subió: se deslizó por el muro lateral de los escalones hacia arriba, que es lo mismo que jugar al revés.
Ilustración: Victor Jaubert
Al llegar a la plaza, el cura le dio una nalgada contante y sonante. Nola sonrió e hizo una reverencia; pensó que el señor cura la aplaudía.
-Una niña debe subir los escalones de la plaza como Dios manda- le advirtió el cura muy serio.
-Lo siento, señor cura, lo siento-se disculpó ella.
A pesar de ser una niña traviesa, Nola es muy educada.
-Lo siento, señor cura, lo siento; lo siento, señor cura, lo siento; señor cura…-continuó Nola.
-Está bien, está bien, está bien- protestó el cura-. Está bien, está bien…-. Y se alejó sin mirar hacia atrás.
(El juego es contagioso; casi tanto como el mal humor.)
Es imposible que esta niña se aburra; juega incluso con el aire.
En un dos por tres llegó a la torre de la iglesia. Se detuvo un mínimo instante en el umbral. La puerta de acceso estaba entreabierta. La escalera se perdía de vista. Subió un escalón, subió dos, subió tres…, pero sintió vértigo; se tambaleó…
«Voy a llegar rodando hasta los pies del cura y…», pensó.
Vio unas sogas que subían hasta lo más alto de la torre, se agarró a una de ellas y…, ¡sonaron doce campanadas! Eran las cuerdas del reloj que se oían en todo el valle.
Nadie imaginaba que una niña estuviera jugando con las cuerdas del reloj y, ni cortos ni perezosos, todos los habitantes del pueblo se prepararon para asistir a la misa de las doce.
Aunque el sol acariciaba el horizonte; atardecía.
Aunque ese día ya habían asistido a la misa de las doce.
Aunque en realidad fueran las…, las…, las diecinueve horas, es decir, las SIETE DE LA TARDE.
Nola, en la torre, ni respiraba.
¿Ni respiraba? Una niña tan activa no puede permanecer sin jugar porque se aburre como una ostra. Metió la mano en el bolsillo y extrajo el bote mágico: el bote que convierte los suspiros en pompas de jabón. Sopló e hizo una pompa enorme que voló y voló y…, ¡zas!, se introdujo en la boca de Luvino, el sacristán. Hizo otra mayor y, sin saber cómo, se pegó a los ojos de Luvina, la sacristana.
-¿Empezamos ya la misa de las doce?- preguntó el señor cura a Luvino y a Luvina.
Ellos no dijeron ni mu porque tenían las burbujas atravesadas en el habla y el picor de la pimienta seca en la garganta.
Nola sintió unas ganas locas de reír a carcajadas: ¿misa de las doce a las siete de la tarde!
Se diría que el tiempo jugaba con el reloj al juego de los vaivenes.
Se diría que el reloj, contagiado de juego, había sustituido el atardecer por el mediodía.
Se diría que a Nola le empezó un cosquilleo en la nariz.
-¡Achís!- estornudó Nola.
El señor cura quiso decir: «¿Quién anda ahí?»; pero no pudo porque una inmensa pompa de jabón le taponó ojos, nariz y boca.
Nola quiso decir: «Soy yo, la niña de pimienta seca»; pero permaneció callada. Muda.
Y allí se quedaron: cura, sacristán y sacristana como estatuas. Cuando el sacristán pudo hablar, sólo dijo:
-Luvina, Luvina, mis pompas de jabón son más lindas que las tuyas.
Y la sacristana dijo:
-Luvino, Luvino, mira mis ojos del color del arcoíris.
Pero Luvino sólo tenía ojos para las pompas de jabón.
(El juego es contagioso; casi tanto como la varicela o un bostezo.)
Cuando llegaron los fieles a oír misa, vieron a los responsables de la parroquia jugando con las pompas de jabón. No había un rincón sin ellas.
Luvino, el sacristán, subido a un banco, balanceaba la cabeza porque no quería perderse aquella lluvia de frágiles burbujas multicolores.
«¡Qué fácil es jugar!, pensaba Luvino. Es como tocar las campanadas.»
Luvina, la sacristana, subida a lo alto del púlpito, parecía que quería volar.
«¡Qué barato es jugar!», pensaba Luvina tan ahorradora.
El señor cura contemplaba extasiado una pompa hermosa que tenía en su mano.
«Es muy interesante el mundo así, pensaba el señor cura. Qué fácil es el mundo visto así.»
Los fieles se quedaron estupefactos; boquiabiertos.
-Resignémonos- dijo uno-. Sacristán, sacristana y señor cura, todos han perdido el juicio.
-Se han vuelto locos- comento otro con lágrimas en los ojos.
-Pobrecitos- exclamó alguien.
Sin embargo, el médico, como sufría diariamente con las dolencias de sus pacientes, acostumbraba a disfrutar con cualquier cosa y, viéndolos jugar, dijo:
-Parecen felices, parecen felices… El juego es contagioso. Puede desencadenarse una epidemia de juego cuyo único remedio sería jugar. Remedio bien sano. Además…, mi subconsciente me dice que esta es la segunda vez que acudo a misa. No sé por qué-. Y se rascó una pompa de jabón que le hacía cosquillas en la oreja.
Cuando el médico terminó de hablar, miró a todas partes y ya no había nadie dentro de la iglesia. Salió afuera y lo que vio lo dejó atónito: todos jugaban en la plaza con las pompas de jabón; estas habían inundado el pueblo. Los laureles de la plaza parpadeaban en todos los colores de los pájaros; se diría que pájaros y laureles brillaban y cantaban.
Algunas pompas gigantes alcanzaban la cumbre.
Incluso el librero fue a decir: «¡Qué interesante libro!» y dijo: «¡Qué bello globo!». Era una linda burbuja que descendía de las estanterías. Este librero, siempre tan sensato, inexplicablemente corrió a la plaza a hacer pompas de jabón con los demás.
Y D. Pancho, el profesor más ecologista del pueblo, sin dudar un segundo, salió a jugar con las pompas de color verde.
Y el director del colegio, que jugaba bien al fútbol, no dejó de cantar goles. Claro; utilizaba las pompas más grandes.
Nola, que permanecía muda en la torre, decidió subir. Y subió y subió, y llegó a lo más alto de la torre. Se asomó al balcón y, cuando vio a la gente con tantas burbujas en los ojos y tanta felicidad en los labios, gritó:
-Son como niños. Esto es mejor que jugar al parchís.
Algunas burbujas se hacían mariposas; otras, grillos; otras, música; algunas parecían pequeños mirlos alejándose.
¡En miles de formas se pueden convertir las pompas de jabón! Ah; también en grajas.
Nola hizo una burbuja que no voló: una burbuja sorprendente; distinta. Y le quedó en la boca el sabor único de la pimienta seca.
«¡Qué fiesta! Todos parecen contagiados de niñez», se dijo.
Nunca supo cuánto tiempo se mantuvo allí.
¡Qué pena! Tenía que regresar.
Siempre hay que regresar a algún lugar.
Nola entró dentro de la torre. Miró hacia abajo. Sintió de nuevo vértigo y se agarró con tanta fuerza a las cuerdas que el reloj no cesó de dar campanadas.
La gente se quedó inmóvil.
Nola se deslizó por una de las cuerdas del reloj con los ojos cerrados para no marearse. Llegó a la plaza y, como pudo, se metió entre la gente. Acostumbrada a su pequeñez, la gente parecía grande.
Todo el mundo, poco a poco, recuperó la voz.
-Si es de noche- dijeron unos.
-Pero ¿qué hora es?- exclamaron otros.
-Miren la luna: diría que sonríe- opinaban algunos.
-Sí, la luna; siempre tan lejana y ahora tan cerca- dijo alguien.
-No es la luna; es una pompa de jabón-dijo el médico.
Sin saber por qué estaban todos contentos, aunque sentían un ligero picor en la nariz; ¿sería por la pimienta seca?
Y, sin más ni más, empezaron a felicitarse.
-Feliz Navidad-decían el sacristán y la sacristana.
-Feliz cumpleaños-decían otros.
-Ah, siempre deseé que los Reyes Magos me tuvieran preparada una sorpresa así- decía el librero. Y se colgaba del brazo del señor cura con gesto informal.
-Pero si es primavera- decía el médico tan razonable.
(El juego del tiempo es contagioso; casi tanto como un picor en la nariz o las ganas de dormir.)
Nola se escabulló entre la gente.
Subió los escalones de dos en dos.
Llegó a la buhardilla.
Sus hermanos la estaban esperando para jugar una partida al parchís. Ella no pudo negarse.
Ilustración: Victor Jaubert
Se vistió con un disfraz de color blanco salpicado de lunares como oscuras lunas.
Y más de cien veces rodó y rodó, que es lo mismo que jugar a sed dado, hasta que el hermano mayor ganó la partida, como siempre.
Rendida, se recostó en su cama de pimienta seca y se aprendió la letra veintiséis del abecedario, la w, que casi no le cabe en su diminuta cabeza.
Cuando se despertó, miró por la ventana. Ya nadie jugaba. Pero la plaza estaba inundada de lluvia o de hojas amarillentas o de burbujas. Le pareció una plaza diferente.
-Jugaré con el tiempo. Teniendo en cuenta la opinión del médico, muy pronto será verano- dijo.
Tras su diminuta ventana, la isla se adivinaba extensa.
Sobre los laureles de la plaza, pájaros azules. Dentro de los ojos de Nola, pájaros verdes.
A sus pies, el amplio valle de Aridane.
Agitando la hierba, el viento fresco.
Ilustración: Victor Jaubert
En lo alto, leves nubes desaparecerían en el cielo.
Lejos, los ojos de la cumbre abriéndose con el primer sol.
Cerca, el océano, el vasto océano.
Nola emitió un silbido.
En el interior del barranco de Taburiente se oyó el eco; el silbido de Nola en múltiples ecos. ¿Serían de nuevo las campanadas? ¿De las doce o de las siete?
Nola sonrió.
Se puso su sombrero de pimienta seca.
Y salió rumbo al eco.