Mírame cuando te hablo

Cuento de José Luis Correa

Presentación de Cecilia Domínguez Luis

A José Luis Correa (Las Palmas de Gran Canaria 1962), profesor de Didáctica de la Lengua en la ULPGC, se le conoce sobre todo por las novelas Me mataron tan mal o Échale un ojo a Carla, que han obtenido importantes premios, así como por sus novelas policiacas, cuyo protagonista, el detective Ricardo Blanco, ha ido madurando al mismo tiempo que su creador.

Sin embargo sus inicios fueron los relatos, con los que también consiguió premios y la novela corta como La verdadera historia de Helena-con-hache.

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El relato que presentamos, Mírame cuando te hablo, pertenece al libro ¿Qué quieres que te diga?, publicado en 2005 por la editorial Interseptem. Toda la acción transcurre en un pub de Las Palmas de Gran Canaria, el Rose’s Café, en el que Marcelo, un hombre negro, trabaja tocando el piano cada noche.

Una de esas noches, entra en el Café una pareja: él, con toda la pinta de ser el típico guaperas machista y ella aguantando el enfado. A través de diferentes interpretaciones al piano, Marcelo consigue que la muchacha se libere de su energúmeno acompañante y se acerque hasta el piano para pedirle una determinada melodía y, de esta forma se inicia una relación muy especial entre el pianista y la muchacha, con un final que sorprenderá al lector.

Relato de carácter amoroso, donde el amor es tratado con gran ironía, en un lenguaje ágil y cotidiano, lleno de guiños al cine (Casablanca, Sabrina) y musicales como Strangers in the night o Moonlihgt. Alusiones que no son nada gratuitas ya que forman parte de la trama del texto y le conceden un clima especial.

A pesar de estar narrado en tercera persona, el narrador refleja, sobre todo, lo que piensa Marcelo, introduciendo así su punto de vista.

La utilización de un lenguaje en el que no faltan expresiones de nuestro hablar cotidiano, como «cabreado como un macho», «botado en un sillón» o «darle una tollina»; su ritmo rápido y su capacidad de síntesis y de despertar el interés desde la primera línea, hacen que este relato, como todos los de este escritor, conecte inmediatamente con los lectores.

José Luis Correa Santana
Mírame cuando te hablo

La noche era especialmente fria para finales de octubre. De pronto había bajado Ia temperatura y, aunque de día se estaba bien, al atardecer se Ilegaba un relente de brisa marinera que to ponía piel de pollo. Menos mal que en el Rose’s Cafe el ambiente andaba caldeado a partir de las diez y media, que era cuando empezaba a Ilegar Ia gente después del cine a tomarse una copa y escuchar algo de música. No había muchos sitios de esa clase en la isla, decían que no tenía futuro, que a Ia gente le amormaban los lugares así, Sinatra se estaba muriendo, Crosby ya era una momia, y Dizzie Gillespie tenía que ser defensa central del Liverpool o algo por el estilo. Sin embargo, Bernardo Valdés había soñado siempre con montar un piano bar y se estalló la herencia de su abuela Rosa en comprar un localito en la trasera de Ia Audiencia y adecentarlo un poco para que se le quitara el olor a alpendre. Tan agradecido le estaba a Ia madre de su padre que le puso su nombre al local y lo engalanó con viejas fotografías aprovechándose de que la jodida era guapísima y de que también le tocó en el reparto una caja de zapatos llena de retratos. Compró unos marcos de madera que daban el pego y parecían de principios de siglo, hasta los abetunó con canfor para darles un tono oscuro, y empapeló las paredes de piedra limpia del barito con cien imágenes de la Rosa más linda que llegó de América.

Bernardo Valdés llegaba al Rose’s Café sobre las ocho para encender las máquinas y disponerlo todo para el mejor lrish coffee de aquel lado del Guiniguada, eso decía él. Pero no era la bebida lo que había dado fama al bar de Bernardo, ni siquiera la zona ni el magnífico decorado que se había conseguido con cuatro perras. La magia de aquel chiringuito se sentaba al piano, un piano azabache pulidísimo que lloraba como ninguno los compases del soul, del jazz, del amor en blanco y negro, del beso de lado en el que el galán le comía la barbilla a la estrella y la estrella rozaba con sus labios sinuosos el bigotillo de él. Se llamaba Marcelo Trinidad y era, para qué engañarse, más negro que blanco. Tenía unas manotas enormes que acariciaban las teclas con una calma infinita, casi con docilidad, como si se sintiese esclavo de aquel armatoste de tres patas que llenaba la estancia, lo cuidaba con celo, le cepillaba el traje de motitas de notas. Marcelo parecía formar parte del piano, nadie lo había visto nunca despegado del taburete, nadie sabía cómo era de alto porque no se levantaba jamás en toda la velada, de miércoles a sábado. Alguien dijo una vez que se había topado con él en la Plaza del Mercado y que el tipo era un armario de tres puertas de alto, pero una mujer que escuchaba la conversación le respondió que no, que eso era mentira, que ella lo había visto en una zapatería de Triana y cojeaba como el heladero del Cine Carvajal, que adelantaba una pierna y con la otra daba un rodeo, y que por eso no se ponía de pie, porque le daba vergüenza. A todas estas, a Bernardo, para acabar de joder la marrana, no se le ocurrió otra cosa que jurar por sus muertos que el pianista mulato pesaba ciento catorce kilos y era capaz de comerse un cochino el solito si le daban tiempo. Así que se corrió el asunto de que Marcelo era varias personas en uno. De ahí lo de Marcelo Trinidad.

Marcelo Trinidad no apartaba jamás la vista del teclado, no parecía interesarle nada que no fueran sus manos recorriendo la llanura de las teclas. De hecho, cerraba los ojos y se olvidaba del personal, lo llamaban y el mulato como si nada, le pedían tócala otra vez, Marcelo, y el hombre se salía por Georgia in my mind, le decían, Marcelo, hoy es mi cumpleaños, mira a ver si te sabes Strangers in the night y él se marcaba un rock del sesenta que terminaba por tintarle la frente morena de perlitas plateadas de sudor. A Marcelo Trinidad le importaba lo que se dice un huevo la clientela del Rose’s Café. «Carajo, Bernardo —le decían al dueño del local, que los observaba detrás de la barra, descojonado de todo—, vas a tener que cambiar de negro porque éste pasa de nosotros».

Sin embargo, en la noche fría de finales de octubre todo se descompuso. A eso de las once menos cuarto o menos diez, entró una parejita al bar de Bernardo Valdés, justo cuando Marcelo Trinidad estaba tocando you are the top, you are the Coliseum, you are the top, you are the Griek museum, you are the melody from a simphony by Strauss y también you are a Shakespeare sonet y you are Micky Mouse. El muchacho parecía estar cabreado como un macho porque a ella sólo se le había ocurrido ir a tomar un Lolita al Rose’s Café el día en que jugaba el Madrid. Ella llevaba una chaqueta de ante ligerita y, debajo, una camisa celeste con ribetes tostados. Y se notaba que había llorado. Tenía la punta de la nariz enrojecida y tanto frío no hacía.

En un cambio de tercio, Marcelo levantó la vista un segundo, lo que dura un parpadeo al revés, de abajo a arriba, y no necesitó más para reparar en los ojos tristes de la muchacha, se notaba a la legua, a una legua de apenas seis mesas de distancia en medio de la bruma de tabaco y vaho, que no era feliz. Se llamaba Esperanza, por eso era verde, al menos así le decía su compañero, un guaperas con cara de huéleme el culo que no terminaba de convencer a Marcelo Trinidad, se lo decía entre dientes, tú es que eres muy verde todavía, cari, y ya me estoy hartando de aguantarte las lágrimas, como sigas así no me vuelves a ver más el pelo, anda que no soy yo capaz, Carlos I el Escaqueador me llaman en casa. Por qué será, se preguntó Marcelo, que las mujeres fascinantes acaban con tipejos como el tal Carlos, y empezó a cogerle tirria. Cuando dejó de tocar Me and my girl en una versión propia de sones y ritmos entrecortados, Marcelo ya se había hecho su composición de lugar y hasta de tiempo, ya había armado en su cabeza toda la historia triste, balada sentimental, de aquellas dos caras tan dispares. Era la historia de siempre, ella estaba enamorada de él y él evitaba enfrentarse a su mirada. En toda relación, y eso lo sabía bien el mulato Trinidad, hay amante y amado y en esa mesa ya estaban las cartas dadas.

Pidieron la bebida, ella un Lolita, qué si no, y él un güisqui, sólo a un pollabobas como aquél se le puede ocurrir pedir eso en un café. Y, cuando Bernardo los abandonó en la penumbra de su esquina para ir a por las copas, ella dejó olvidada su mirada en el centro de flores secas del tablero. El tal Carlos aprovechó la ocasión para cogerle la mano, y Marcelo enfrentó un par de compases duros, zarpazos martilleantes, sobre el piano, despiértate toleta, que te la vuelve a dar, si te coge la mano luego ya no parará hasta el alma. Fue tan brusco en su intento de romperle el conjuro, que se hizo el silencio en el local, como si todos hubieran dejado sus conversaciones en un hilo para atender al pianista, que ya se había descentrado y no sabía bien qué era lo que estabaestaba tocando, así que improvisó, menos mal que allí nadie sabía nada de música.

Las cosas volvieron a su cauce, las conversaciones se retomaron y las risas y toses volvieron a llenar el localito de Bernardo Valdés en la trasera de la Audiencia. Pero para Marcelo Trinidad ya nada volvería a ser igual, por eso acarició como nunca Smoke gets in your eyes en su piano negro, casi tan negro como él. Eso lo hacía nada más que cuando andaba muy jodido y sólo Bernardo, que lo conocía bien, se dio cuenta del cambio producido en el programa. Salió de detrás de la barra, se acercó al escenario, le tocó el hombro para que levantara la cabeza y le dijo despacito al mulato Trinidad, ¿pasa algo, Marcelo? Te traigo un Rumbita para asentar las madres. El pianista gruñó algo incomprensible, lo más cercano a «gracias» que era capaz de emitir, se ventiló la copa de una sentada y siguió con su música. La siguiente vez que miró a la pareja de la mesa siete, ella le decía al repeinado que qué demonios pasa, Carlos, al principio era todo tan sencillo, pasábamos el rato juntos y nos divertíamos, ahora por cualquier cosa nos agarramos un cabreo y acabamos con cara de tres metros. Y él, que a lo mejor no era tan duro como pensaba Marcelo Trinidad, recogía velas y no, cari, es que llega uno cansado de la tienda y las cosas no van muy bien y, claro, a lo mejor prefiero quedarme en casa botado en el sillón a salir a tomar algo, aquí hay un montón de gente, la escandalera es acojonante y encima el negro del piano no para de tocar antiguallas, si por lo menos supiera algo moderno. Acabáramos, se dijo Marcelo, el niño nos ha salido fino, la madre que parió a Panete, querrá oír alguna mariconada de las de ahora, seguro. Aquello acabó de poner al pianista de una mala leche que daba grima. Y se decidió a seguir con la cabeza gacha, no fuera que aquel tipejo volviera a decir una impertinencia y a él se le cruzaran los cables y se viera en la obligación de arrimarse a la mesa siete a darle una tollina al chiquiIIaje.

Sin embargo, por más que insistió en ello, el mulato no podía reunir toda su atención en las teclas del piano, así que decidió mirarla sólo a ella, a él que le dieran mucho por ahí. Sólo iba a atender a su lado de la mesa siete, a su rostro frágil, al tenue movimiento de sus labios, a la luz diminuta de sus ojos color avellana, color café Lolita, ahora que se fijaba Marcelo Trinidad, Esperanza brillaba en la noche de octubre. Y ella escribió clarísimamente con sus labios delgados en el aire, me siento a veces tan sola, Carlos, me parece que tengo algo de extraterrestre, la gente no entiende nada de lo que digo, me gustan las cosas en las que nadie se fija, no soporto lo que a todos les encanta, y cuando quiero hablarlo con alguien, con alguien que me entienda, claro, no es cuestión de andar hablando sola como una vieja chota, resulta que están siempre ocupados, el trabajo, los niños, la tele, el jodido fútbol. Ya no sé qué hacer. Por la sonrisa triste que se le dibujó en el rostro, Marcelo Trinidad estuvo seguro de que el imbécil que se sentaba al lado de ella le había respondido una chorrada de las gordas, típica salida de pata de banco. Y entonces ella volvió a tomar la palabra, a trazarla en el aire empantanado del Rose’s Café, a explicarle al techo quejumbroso y tibio del local que estaba empezando a a sentirse harta de todo y tenía ganas de hacer un locura y lo único que la consolaba era sentarse en aquel sitio y sobar con ternura el cálido cristal de una copa y, más que todo, el mulato grandote tocando Moonlight, por qué no tocas Moonlight, Marcelo Trinidad, ayer volví a escucharla en la tele, pusieron Sabrina, la versión moderna, y esa canción es una pasada. Y no había terminado de acariciar el recuerdo de la película cuando el pianista andaba en el cuarto compás de la balada. A Esperanza le volvió la luz, se llenó de una luz húmeda y agradecida, como cuando a una planta le echas un pizco de agua y le hablas un poquito, y Marcelo la quiso entonces como nunca y como nunca también tocó Moonlight.

Cuando acabó, ella le sonrió desde la mesa siete y, a esas alturas, era como si le sonriera siete veces desde la uno. Y Marcelo se encogió de hombros, como diciendo y ahora qué. Y Esperanza, ahora todo, entró al trapo y se olvidó del idiota que estaba a su lado contándole no sé qué operación financiera de su tienda, y le preguntó al mulato aquel que tan bien la entendía y le leía los labios, ¿se sabe Stormy weather, don Marcelo?, tóquela, don Marcelo. Y, por supuesto, Marcelo, quíteme el don y súbame el sueldo, tocó esa canción y todas las que le fue pidiendo la muchacha de ojos nunca más tristes que, a partir de esa noche, vendría a sentarse a solas, cada miércoles, a la mesa siete del Rose’s café, a tomarse un Lolita y a hablar, como jamás había podido hacer con nadie antes, a hablar de cosas serias como el cine y la música, de la última novela de Cabrera Infante, qué bien, ¿verdad Marcelo?, lo del Cervantes, a hablar de cosas intrascendentes, del último amor o el penúltimo sueño, con la única persona que podía entenderla. Un pianista mulato en un café escondido. Un pianista solitario que no tenía pasado. Un pianista invisible. Desdibujado. Y sordo como la tapia de un cementerio.

Escritor y profesor de la ULPGC

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