Dos escritores, Jorge Eduardo Benavides y José Luis Torres Vitolas, hacen una aproximación a la narrativa peruana. El primero de ellos, con el significativo título de “Una literatura marcada por la violencia política”, dibuja el marco narrativo de Perú durante el último tercio del siglo XX. Torres Vitolas orienta su texto, “En el Perú no se lee”, hacia el contradictorio fenómeno de la poca lectura frente al aumento del número de editores.
JOGE EDUARDO BENAVIDES:
Nace en 1964, en Arequipa (Perú). Pertenece a la generación de narradores peruanos de fines del siglo XX y principios del XXI. Desde 1991 reside en España. Ha publicado las recopilaciones de cuentos Cuentario y otros relatos (1989), La noche de Morgana (2005) y las novelas Los años inútiles (2002), El año que rompí contigo (2003) y Un millón de soles (2008). Recibió, entre otros, el premio de Cuentos José María Arguedas de la Federación Peruana de Escritores de 1988.
JOSÉ LUIS TORRES VITOLAS
Nació en Lima en el año 1971. Desde el año 2004 reside en Madrid. En el año 2011 funda y dirige la Editorial Casa de Cartón. En 2012 edita su primera novela, Albatros, que obtuvo el Premio Internacional Alfons el Magnanim de Narrativa en Castellano además de ser reconocida como la Mejor Ópera prima en Castellano del 2013 en el Festival du Premier Roman de Chambéry (Francia).
La literatura peruana es, sin lugar a dudas, una de las más ricas del continente americano, cuyos notabilísimos aportes a la literatura en español arroja nombres indiscutibles como el de César Vallejo, Ciro Alegría, Julio Ramón Ribeyro, Emilio Adolfo Westphalen, Alfredo Bryce Echenique y el premio Nobel Mario Vargas Llosa. Pero indudablemente no han sido sólo estos quienes han contribuido a robustecer durante todo el siglo pasado —y parte de este— esa corriente literaria: ellos son más bien los representantes de un tradición vasta, compleja y diversa que se ha nutrido con escritores menos conocidos pero no por ello menos talentosos o de obra menos fecunda.
No creo que sea necesario insistir en los elementos extra literarios que iluminan determinada trayectoria y ciernen sombras o indiferencia sobre otras. La historia de la literatura universal se asienta sobre estas contradicciones. Así pues, como en cualquier tradición, en la peruana también tenemos escritores y poetas con menor proyección pública que el puñado de los citados párrafos atrás, pero con obra digna de tomarse en cuenta y que, aún con una difusión modesta o de carácter local, a veces injustamente olvidados, a veces estrellas fugaces en el firmamento literario, han contribuido a enriquecer y mantener el caudal de esa narrativa.
Algunos ejemplos: Luis Loayza, magnífico narrador de la llamada generación del 50, cuya obra empieza a ser conocida y difundida poco a poco más allá de los círculos académicos o a desplazarse a un área más grande que aquella donde se mueven los lectores exquisitos; Carlos E. Zavaleta, Manuel Scorza (muerto prematuramente en un accidente aéreo, en 1983) Edgardo Rivera Martínez, Miguel Gutiérrez, Oswaldo Reynoso o Eduardo González Viaña, entre otros, todos ellos escritores con una trayectoria pugnaz, muchos de los cuales siguen en activo, escribiendo y publicando desde los años sesenta y setenta, y que han marcado con sus novelas, cuentos y poemas a las generaciones posteriores, donde la literatura peruana ha encontrado nuevos escritores que han ido asentando una obra digna de atención.
Si tuviéramos que echar un vistazo rápido a la literatura de esos años veremos que en el plano formal está nutrida por las tendencias experimentales norteamericanas y europeas de mediados del siglo pasado, mientras que su temática suele abarcar un campo amplio cuyo fermento es la denuncia social. No es difícil encontrar en cuentos y novelas de esos años ficción de corte decididamente realista y marcado acento político, lo cual no resulta extraño en un país políticamente inestable y cuyos intelectuales empezaban a descubrir por aquel entonces las enormes diferencias e injusticias que constituían el establishment.
Hasta aquí, la historia de la literatura peruana es muy semejante a la de otros países hispanoamericanos, un artefacto experimental, ambicioso y totalizante —para usar un término muy en boga en la época— que erige la arquitectura colosal del universo recién descubierto: el de las dictaduras, las grandes metrópolis y sus problemas cotidianos, la dinámica social de la migración del campo a la ciudad, los breves oasis de cosmopolitismo y cultura en una mundo lleno de barbarie… Es casi la radiografía del Boom. Y más o menos así continuó durante la larga y última dictadura militar, que abarcó prácticamente toda la década de los años setenta, y posteriormente, con el regreso de una democracia más bien frágil y peligrosamente inconsciente del peligro que acechaba replegada en una esquina de nuestra historia: la irrupción del terrorismo de Sendero Luminoso (y en menor medida del MRTA) que dieron una vuelta de tuerca a todo el horror de la injusticia social y nos colocó al borde del abismo en lo que probablemente haya sido el momento de mayor peligro desestabilizador en nuestra historia republicana.
Aquella hoguera azuzada por los iluminados seguidores de Abimael Guzmán, hizo arder como nunca antes los cimientos de lo que considerábamos nuestro Estado, dinamitó las instituciones y enraizó el pesimismo y la desesperanza en la sociedad, a tal punto que todo quedó cubierto por la ceniza de una monumental pira de cadáveres, ensombreciendo así, hasta lo indecible, el horizonte de una sociedad ya exhausta económicamente, que no veía futuro por ningún lado.
En ese contexto, era prácticamente imposible pues que la literatura no quedara contaminada en mayor o menor medida por aquel horror. No sólo por el hecho de que dedicarse a escribir en esos años oscuros resultaba un acto casi de enajenación o heroísmo, sino porque es imposible no rastrear huellas de la llamada guerra interna en prácticamente todo lo que se escribía en ese entonces y especialmente después, cuando los setenta mil muertos que dejó aquella apocalíptica confrontación se fueron convirtiendo en un espantoso recuerdo erigido en el altar de la sinrazón, y Sendero Luminoso se iba desmenuzando en fracciones más bien vinculadas al narcotráfico y a acciones de mucho menor calado hasta prácticamente desaparecer.
Alonso Cueto, Fernando Ampuero, Óscar Colchado y Miguel Gutiérrez, son un buen ejemplo de aquella narrativa que se consolidó en los terribles años ochenta. Pero también lo son como representantes paradigmáticos de la manera cómo la crítica especializada y, en menor medida, los propios lectores han escindido el tronco vertebral de la literatura peruana en dos corrientes de naturaleza supuestamente antagónica: criollos y andinos. Así pues, los dos primeros escritores mencionados representarían la visión costeña, criolla, occidental, de aquel conflicto copiosamente descrito en cuentos y novelas (1), mientras que Colchado y Miguel Gutiérrez representarían una visión más bien andina de aquel devastador conflicto nacional (2).
Cueto, quien tiene la mayor proyección internacional de los cuatro mencionados, ha ido construyendo una obra notable en la que destacan, precisamente, las novelas de corte político, como La Hora azul (Premio Herralde, 2005) y Grandes miradas (2003), que exploran de lleno el mundo surcado de cicatrices que dejó el terrorismo y su impronta en la sociedad, así como la corrupción de niveles alarmantes que sufrió el país cuando la resaca de Sendero Luminoso dejó en el poder, a principios de los años noventa, a un gobierno de sesgos claramente delincuenciales, como fue el de Alberto Fujimori y su secuaz y hombre en la sombra, Vladimiro Montesinos.
Fernando Ampuero, por su parte, uno de nuestros más sólidos y versátiles narradores, fue probablemente quien inauguró la literatura que aborda el terrorismo, con un lejano y magnífico cuento, El departamento (1982), que indaga en las implicaciones del terrorismo y en los —digámoslo así— daños colaterales que este causó en la sociedad cuando aún nadie pensaba qué tanto podía crecer aquel lejano movimiento radical que tenía su asiento en la remota sierra peruana (desde la perspectiva limeña y centralista, claro). Colchado, por su parte, tiene, además de varios cuentos de tal temática, una notable novela titulada Rosa cuchillo (1997), que ofrece una visión mágica, poética y profundamente conmovedora del Ande. Miguel Gutiérrez, el mayor de todos ellos, es una figura central en la literatura peruana de los últimos cincuenta años y sus textos acusan un carácter decididamente reivindicativo y politizado.
No son los únicos, naturalmente, pero en estas apresuradas líneas sus nombres pueden servir para hacernos una composición de lo que ha sucedido en el cauce de la narrativa peruana de los últimos tiempos. El tema del terrorismo o del «conflicto interno» y la violencia política madura en las letras peruanas sobre todo a partir de la década del noventa, y encontramos muestra de ello en cuentos y novelas de escritores ya consolidados como Fernando Iwasaki, Peter Elmore, Iván Thays, Dante Castro, Alfredo Pita e incluso escritores mucho más jóvenes como Raúl Tola, José Luis Torres, Santiago Roncagliolo, Sergio Galarza o Daniel Alarcón, lo que prueba hasta qué punto el tema ha calado hondo en las nuevas generaciones de escritores peruanos. El propio Vargas Llosa tampoco fue ajeno a ello, con dos importantes aportes al respecto: las novelas Historia de Mayta (1984) y Lituma en los andes (1993).
La perplejidad, el horror, el impacto profundo en la vida de mis connacionales ha hecho más evidente que nunca la manera en que la literatura funciona como una suerte de catarsis no sólo individual sino colectiva tanto como la relación a menudo inextricable y muchas veces explícita entre ideología y poética. Son innumerables los estudios, recopilaciones y antologías que recogen, estudian, y perfilan el paso de aquel terrible conflicto nacional en la obra de nuestros escritores (3). Sería injusto decir que toda la literatura de esos años fue marcada por el tema de la violencia política y hay buena muestra de otras tendencias y preferencias en la literatura de Leyla Bartet, de corte más psicológico, en la obra de Iván Thays, mucho más intimista y cosmopolita, en la de Enrique Prochazka, de connotaciones claramente simbólicas o en la de Jaime Bayly, más proclive a una literatura que aborda la farándula y lo sentimental. Incluso en muchos de los autores anteriormente citados, hay cuentos y novelas importantes que no son condicionados por ese subgénero de la violencia política. Pero no parece equivocado señalar que este fue el gran tema durante aquellos años. Y seguramente todavía permanecerá en nuevas propuestas literarias.
Notas
1. Alrededor de 300 cuentos y 70 novelas publicadas por 170 autores, según el estudioso Mark Cox (Presbytirian College).
2. Es necesario mencionar el caso del escritor Pérez Huarancca, quien estuvo involucrado con Sendero Luminoso y cuya única obra, Los ilegítimos (1975) se postula como tránsito entre el neo indigenismo y la novel andina.
3. Por citar apenas dos trabajos que abordan este tema, vale la pena acercarse al de Mark Cox, «El cuento peruano en los años de la violencia (San Marcos ed, Lima, 2000)» y a la antología «Toda la sangre», del crítico y escritor Gustavo Faverón (Matalamanga).
Crecí oyendo esto. En el colegio, en la universidad, en todas partes se repetía lo mismo. Aún ahora lo sigo escuchando. Sin embargo, mientras escribo este artículo, también recuerdo, varios años atrás, a esos pequeños escaparates ambulantes con los cuales los vendedores de la calle, caminando entre los autos, ofrecían además de chicles, cigarrillos y caramelos, las novedades editoriales más notorias. Y no cargaban con uno o dos libros, sino con diez o quince por el pecho y por la espalda. «Piratita, pero de calidad, hermano». Y si dudabas: «Con garantía. Si está mal, me lo devuelves. Aquí paro todo el tiempo». Y no mentían. Al menos, el que me vendió El nombre de la rosa. Me dio un ejemplar fallado el cual reemplazó por otro apenas se lo reclamé días después. También recuerdo que durante mi época de estudiante universitario, en la década de los 90, uno podía sacar un libro de la biblioteca, caminar unos pocos pasos fuera de la universidad hasta una tienda que ofrecía el servicio de fotocopiado y obtener una réplica entera del libro. Luego, solo restaba mandar empastar esas páginas y listo, se obtenía un ejemplar con tapa dura y letras en pan de oro. Era muy sencillo y barato. Mucho más que comprar el original. Algunas universidades prestigiosas, incluso, procedían de la misma manera para reponer ejemplares viejos.
No quiero aquí abordar el tema de la piratería –sobre la que ya se ha escrito mucho con rigurosos análisis y estudios–, sino unir esa frase que da título al presente artículo (En el Perú no se lee), con aquella nueva ola de la narrativa peruana de la que se viene hablando últimamente.
Según El libro en cifras. Boletín estadístico del libro en Iberoamérica, publicado en diciembre de 2013 por el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (CERLALC), en el Perú, el 65% de la población no lee libros. A este dato vale la pena agregar otro: actualmente el salario mínimo es de 750 soles (202 euros aproximadamente). Si consideramos que los libros importados llegan a precios elevados –unos 70 soles de PVP de media (casi 20 euros)– y que en la capital, Lima –con 8.693.000 habitantes–, no hay más de quince librerías, ¿cómo es posible que la cantidad de editoriales haya crecido de manera tan significativa?
Si la memoria, esa traidora, no me juega mal, el año 2004, cuando salí del Perú, en Lima había poco más de diez editoriales –descontando, por supuesto, a las filiales de las grandes empresas editoras como Alfaguara o Planeta, por ejemplo–. Hoy día, en cambio, el número de editoriales prácticamente cuadruplica al de las librerías. Y me quedo corto. Entonces la pregunta surge sola: ¿por qué?
Salvo un afán estrambótico de suicidio económico colectivo por parte de los editores peruanos, ¿cómo puede explicarse esto? Si en el Perú no se lee, si en la capital apenas hay librerías, ¿por qué nacen más editoriales? Aún más, ¿por qué según el Estudio estadístico del sector editorial peruano realizado por la Cámara Peruana del Libro, desde el 2004 al 2013, la importación de libros casi se ha duplicado?
Yo, evidentemente, no tengo la respuesta pero considero que si la oferta ha crecido tan significativamente en el mercado peruano es porque indudablemente hay una demanda insatisfecha. Esto me lleva a otro punto en particular y es que me parece que en el Perú existe un tipo de «lector escondido» o «lector fantasma» que, a menudo, no aparece en las encuestas.
Según recuerdo, en mi entorno cercano veía a muchas personas con libros de segunda mano (muy pocos), originales (poquísimos) y piratas o fotocopiados (la gran mayoría). Los compradores de este último tipo de libros, sin duda habrían preferido el original a la copia, pero el precio constituía la barrera. Una barrera tan alta que, con el pasar de los años, felizmente ha disminuido. Sin duda, una pregunta razonable es ¿qué precio está dispuesto a pagar un consumidor de libros pirata para comprar un original y no la copia? Evidentemente esto varía según el autor, la extensión de la obra y una serie de características más, pero, aun así, existe una cantidad de dinero determinada en la cual ese precio convierte la duda en decisión.
Tengo un amigo editor peruano a quien en los primeros años del siglo XXI he visto en la necesidad de vender su coche para poder seguir sacando libros. Ahora ya no. Su editorial va para los veinte años y se ha consolidado muy bien. Actualmente los precios de sus libros no superan los 30 soles (8 euros). Y la media de sus precios está en 20 soles (5,4 euros). Demás está decir que saca muchos títulos al año (más de 40), tiene un premio de novela, otro de novela infantil, y claro está, agota ediciones.
Esto, más de diez años atrás, para un editor pequeño en el Perú habría resultado imposible. Los costes eran muy altos. Solo la parte referida a la pre-impresión era muy elevada. Cosa que desde hace más de diez años ya no. Hay que añadir también, claro, la Ley de Democratización del libro y fomento de la lectura, que en el Perú, entre otras cosas, ha hecho que los libros no tengan IVA -o IGV (Impuesto general a las ventas) como se dice allá-. Obviamente todas estos factores permitieron reducir costes, con lo cual, la barrera de entrada en el sector bajó y surgieron, evidentemente, más editoriales. En consecuencia, más autores pudieron tener la oportunidad de publicar sus obras.
El estupendo escritor peruano Miguel Gutiérrez, en su libro Hacia una narrativa sin fronteras. Narrativa peruana del siglo XXI (Universidad Ricardo Palma, 2013), dice en las primeras páginas:
Al empezar el siglo XXI comienza a publicar un considerable y talentoso grupo de jóvenes narradores, integrado por hombres y mujeres, cuya infancia y adolescencia (en el plano nacional) transcurre durante los duros años de la guerra interna, cursan la secundaria y se forman en las universidades en la etapa de afianzamiento, auge y crisis del autoritario y corrupto gobierno de Fujimori, pero irrumpe en el panorama de la narrativa peruana en la era del post fujimorato, es decir, de la recuperación de la democracia.
Es interesante lo que menciona Miguel Gutiérrez, pues este grupo considerable comienza a publicar justamente cuando empiezan a darse las circunstancias que menciono.
Como dije antes, cuando salí del Perú, las editoriales en Lima eran escasas, poco más de diez. En la década del 90, sin lugar a dudas, menos. Y, entonces, me surge una duda. ¿En esa década, la del 90, no habrá habido también un grupo considerable de talentosos jóvenes narradores? ¿Cuántos de ellos no pudieron acceder a publicar sus obras? ¿Lo hicieron después? Imagino que algunos sí y otros no. Eso solo hablando de Lima, no de provincias de la sierra o de la selva.
Algo que ha resultado favorable con el paso de los años y que tiene mucho que ver con que conozcamos de esta nueva ola de la narrativa peruana reciente, es ese pequeño boom editorial del país que nos ha permitido acceder a libros y autores más que interesantes. Muchos de los cuales habrían sido difíciles de hallar publicados solo unos pocos años atrás.
Con esto no quiero decir que este nuevo y talentoso grupo de jóvenes narradores no habría publicado jamás de no darse las circunstancias favorables que comento. Sin duda, muchos lo habrían logrado, pero otros no. Y por esos posibles autores que nos habríamos perdido, es que celebro se haya dado ese pequeño boom editorial. Sin duda a esta nueva ola, también ha contribuido notablemente internet. Ahora casi todos estamos a un link de distancia. Nos enteramos más fácilmente de las novedades, o las podemos encontrar con más rapidez. Podemos intercambiar opiniones, comentarios, dialogar con el autor. No interesa si estamos en Madrid, Ginebra, París, Nueva York, Lima, Huancayo, Chiclayo, Cusco, Arequipa… la posibilidad del contacto está allí.
Es cierto que para los que vivimos fuera todavía se hacen un tanto inaccesibles los libros impresos en el Perú, pero cuando las editoriales peruanas entren de lleno en los libros electrónicos, ya esta última barrera habrá caído.
Me alegra ver que las editoriales en el Perú crecen en calidad y en número y me alegra, también, que cada vez más los escritores de allí puedan acceder a publicar sus obras. Esto me ha permitido, como a otros, poder observar los diferentes proyectos literarios, leer diferentes voces (con sus cosmovisiones), propuestas, experimentaciones, etc. La lista de estos nuevos e interesantes narradores es larga: Daniel Alarcón, Leonardo Aguirre, Mónica Beleván, Alicia Bisso, Gabriela Caballero Delgado, Leonardo Caparrós, Luis Hernán Castañeda, Edwin Chávez, Doménico Chiappe, Alessia Di Paolo, Rosanna Díaz Costa, María Luisa del Río Labarthe, Julie De Trazegnies, Julio Durán, Yeniva Fernández, Sergio Galarza, Percy Galindo, Jeremías Gamboa, Ulises Gutiérrez Llantoy, Alexis Iparraguirre, Francisco Izquierdo Quea, Giselle Klatic Salem, Pedro José Llosa, Orlando Mazeyra, Susanne Noltenius, Pedro Félix Novoa, Max Palacios, Karina Pacheco, Johann Page, Richard Parra, Jerónimo Pimentel, Giancarlo Poma, Christiam Reynoso, Juan Manuel Robles, Martín Roldán Ruiz, Santiago Roncagliolo, Gabriel Ruiz Ortega, Manuel Ruiz Effio, Félix Terrones, Jennifer Thorndike, Raúl Tola, Carlos Torres Rotondo, Diego Trelles Paz, Claudia Ulloa, Selenco Vega, Nataly Villena, Carlos Yushimito.
Muchos de ellos han obtenido premios y reconocimientos tanto dentro como fuera del Perú y se han ganado con la fuerza de sus textos una atención totalmente merecida. Evidentemente en esta recopilación de nombres faltan varios. Mi memoria, esa traidora, a menudo me juega mal. Pero, por suerte me queda la tranquilidad de que si a algunos he omitido por imprudencia o por falta de rigor, creo que son fáciles de ubicar. Sus obras están allí. Las muchas editoriales que los publican también. Y celebro que esto sea así, porque la riqueza de nuestra diversidad cultural de esta manera también está más presente en los libros que se publican. En el Perú existe un dicho: «El que no tiene de inca, tiene de mandinga». Felizmente, en su literatura también. Y esto, cada vez se hace más evidente gracias a las editoriales peruanas que lo hacen posible.
Por fortuna, el mercado peruano del libro ha crecido, se ha diversificado y se ha vuelto más asequible. Ha permitido salir a la luz a muchos de esos «lectores escondidos» o «lectores fantasmas». Evidentemente los libros importados siguen siendo caros, y por ello se consume más producto nacional (1). Libros originales, claro está. No quiero decir con esto que las copias ilegales han desaparecido. Sí, tal vez, que se han reducido. Las últimas veces que he ido por Lima no he visto tantos libreros ambulantes como en años anteriores. «Piratita, pero de calidad, hermano», seguramente dice todavía por allí, algún pobre iluso vendiendo libros, sin saber que en el Perú, como todo mundo sabe desde siempre, no se lee.
Notas
1. De acuerdo al estudio realizado por la Cámara Peruana del Libro, El mercado editorial en el Perú, en promedio el 71% de las ventas de libros durante el 2009, 2010 y 2011, es de aquellas obras producidas en el Perú.