Lo he contado una cuantas veces, pero creo que, dada la sordera cultural, es oportuno subrayar la intrahistoria de una novela y de una escritora que, más allá de lo canario, es patrimonio de la humanidad literaria. Debió ser en el invierno de 1982, durante un Congreso de traductores. Gracias a la tarjeta que colgaba de mi chaqueta, un señor de pelo blanco y frente a lo Victor Hugo se me acercó y, más o menos, me dijo: “Veo que es usted de Tenerife. ¿Conoce a Nivaria Tejera y su novela El Barranco?” Tragué nudos de ignorancia y le respondí que de la escritora sí había oído hablar. No solo me elogió sobremanera esa obra, sino que hizo hincapié en que se trataba de la primera novela escrita en español sobre nuestra guerra civil, la visión diferente respecto a La Esperanza de Malraux o a Por quién doblan las campanas de Hemingway. El entusiasmo de Claude Couffon, traductor, entre otros escritores, de Lorca o de García Márquez, me abrió el apetito lector y me movió a tratar de que se publicara en Canarias. La primera edición en España apareció en 1989, en EDIRCA, la editorial grancanaria, nada menos que 31 años después de la edición francesa(Le Ravin).
Fueron numerosas y buenas las críticas que saludaron la aparición de El Barranco. Las resumo todas en la de Geneviève Bonnefoi, publicada en la revista Les Lettres Nouvelles: “Nivaria Tejera nos cuenta como poeta, sin retórica y sin énfasis, esta dolorosa experiencia infantil, logrando el milagro de restituirnos los seres y las cosas tal como pueden ser percibidos por una sensibilidad infantil: atmósfera más que descripción; cortos diálogos, pequeños cuadros netamente perfilados, personajes fragmentarios o episódicos cuyos rasgos se afirman mientras que otros permanecen ocultos en la sombra. Su prosa densa está sembrada de imágenes asombrosas, nunca gratuitas (…) Este pequeño libro está en la línea de los grandes libros”.
Tras la guerra civil y la excarcelación de su padre en 1944, Nivaria Tejera regresa a Cuba donde había nacido en 1930 (En un libro, publicado con motivo del centenario del nacimiento del escritor y periodista Luis Álvarez Cruz, se destaca su amistad con Saturnino Tejera, también periodista e ilustre ateneísta, y la deportación a la isla del Hierro que ambos sufrieron el 10 de octubre de 1940, en compañía de José Manuel Guimerá[1]). Ya desde muy joven comienza a publicar –los poemarios Luces y piedras (1948) y La gruta (1951). En 1952 participa en la vida cultural de La Habana con colaboraciones, por ejemplo, en las revistas literarias Ciclón y Orígenes, que dirigían Virgilio Piñera y José Lezama Lima, respectivamente. En esta última, por cierto, apareció el primer capítulo de El barranco, novela que solo se editaría en Cuba tras la revolución castrista. En 1954, se traslada a París y entra en contacto con escritores que serán esenciales para ella como, por ejemplo Samuel Beckett o André Breton.[2]
Tras la llegada de Fidel Castro al poder en 1959, la escritora regresa a Cuba. Fue nombrada Agregada cultural de las embajadas cubanas en París y en Roma. Desde 1965 abandona este último cargo y corta toda relación con el gobierno de Castro. A partir de entonces, vivió en París con el pintor Hantón González y obtuvo la nacionalidad francesa, tras ser considerada apátrida. Armando Hart, el ministro de Cultura de Cuba, incluso llegó a declarar por escrito, respecto a Nivaria Tejera, que “ellos no sostenían vínculos de ninguna clase con ese tipo de personas”…
En 1971, la editorial Seix Barral le concedió el Premio Biblioteca Breve por su obra Sonámbulo del sol, el monólogo del mulato Sidelfiro que se arrastra bajo un sol de injusticia por las calles de La Habana. A pesar de ganar ese premio tan prestigioso, la “mala suerte” editorial y crítica no le abandonó. Con ese precedente no consiguió, por ejemplo, que una editorial española le publicara Espero la noche para soñarte, revolución (1997), editada en Francia y en Miami, radiografía descarnada del poder, también del castrista, por supuesto. La Editorial El Olivo Azul la editó por fin en 2011.
En Galaxia latinoamericana[3], ya Jean Michel Fossey planteaba la extrañeza de comprobar que Nivaria Tejera aparecía como una escritora aislada, a pesar de ese premio y de que la traducción de Sonámbulo del sol había aparecido en la mejor colección francesa de literatura extranjera. Así respondía la escritora: “Mis alados verdugos cumplían –acusando- su sentencia moralista con la afectada gravedad del caso. De modo que yo, que venía de cumplir mi tarea revolucionaria durante seis años, era considerada traidora por los que solo viven la revolución dialécticamente día a día y año tras año, en cada esquina de París”.
En ese mismo sentido, decía Nivaria Tejera en la entrevista que le hice en París: “imposible proteger a un disidente de la dictadura ideal sin condenarse”. Los caminos de las dictaduras, sobre todo de aquellas que han pasado por ser modelos de esperanza ideológica, son tan inescrutables que incluso pasan por los despachos editoriales.
El Barranco es su primera novela y tiene todo que ver con la ciudad de La Laguna. El barranco como sima política, social y emocional por la que se precipitan los habitantes de la isla de Tenerife en cuanto comienzan a resonar, a mediados de 1936, las botas de los soldados por las calles de La Laguna.
Entremos en la novela. Como todos los grandes acontecimientos, la guerra puede ser vista desde las alturas de la visión panorámica o desde las bajuras de una niña de seis años, desde la cámara literaria o cinematográfica situada en lo más alto de una colina o a ras de la calle cuando el objetivo no alcanza a ver más arriba de las botas de los soldados. Existe, me parece, un parentesco literario entre el comienzo de El barranco y la visión de la batalla de Waterloo en La Cartuja de Parma de Stendhal. Al igual que le ocurre a Fabrizio del Dongo al final del tercer capítulo, “escandalizado sobre todo por el ruido que le hacía daño en los oídos”, a la niña también le duelen los suyos: “Era un ruido que acercaba la calle a nosotros. Pasaron los pestillos. Cruzaban camiones, tiros, voces (…) Y tuve pánico de esa garganta inmensa que hacía aquel ruido”. Terror de una niña ante el trueno de las botas militares irrumpiendo en la intimidad, ante la tempestad que quiebra su aguda sensibilidad.
Desde el suelo, desde la altura real de la vida cotidiana, ambos protagonistas asisten, pues, al final de sus ilusiones. Uno, a la caída de un imperio; la otra al entierro de su propia niñez: “Desde aquel día los niños no existen debajo de la luna y yo nunca más seré una niña”. La guerra vista desde abajo y no desde las alturas mayestáticas de la historia (La novela se cierra con esta frase: “Y yo estaré mirando hacia abajo”). La diferencia entre los dos protagonistas radica en que el primero es incapaz de comprender la gravedad del momento y a la segunda la guerra le cuarteará la niñez.
Como en las posteriores novelas de Nivaria Tejera, la historia que se cuenta entre sus páginas se resume en muy pocas líneas: los estragos causados por un golpe de Estado militar en el seno de una familia modesta. Y, sobre todo, el tajo que supone separar a una niña del padre detenido, “su papá de hierro”, el sentirse a oscuras durante su ausencia, porque “estar con él era igual que tener música dentro”. La fugaz liberación del padre parece recomponer la normalidad, pero su confinamiento en un campo de trabajos forzados rompe de nuevo el precario equilibrio, supone la humillación de una vida manchada por el estigma político y por el desamparo económico. No hay hechos relevantes, anécdotas sobresalientes, decorados históricos pormenorizados que sitúen al lector en aquella España de la negrura fascista. Hay, eso sí, una atmósfera, la de una sociedad metida en la concha del miedo, del sálvese quien pueda, la herrumbre que segrega la delación, la isla como un gigantesco barranco del que nadie regresa vivo.
Nivaria Tejera consigue la rara perfección de transmitir la visión de una niña con la escritura de una adulta. Las claves están quizás en la carga poética que encierra esta novela, en las imágenes que nos percuten, que entendemos y asumimos porque fuimos niños. Aunque son dos novelas muy diferentes, en ese sentido me recuerda Tanguy de Michel del Castillo, obra en la que también los oídos de un niño madrileño nos transmiten el estruendo de la guerra civil española: “todo había comenzado con un cañonazo” (El azar, por cierto, logra que estos dos libros se publiquen en Francia con un año de diferencia, Tanguy en 1957 y El Barranco en 1958). Ambas, sin embargo, tienen un nexo común inicial: el espanto de la guerra ante los ojos atónitos de la niñez, la voladura de los cimientos de una existencia, arrancar de la mano infantil el ancla de la madre en el primer caso y la del padre en el segundo, las alas de la niñez que fueron recortadas sin haber logrado desplegarse.
Antes de que la niña envejezca de repente, antes de que la guerra sea “un pasillo largo y oscuro donde papá va dejando de sonreír”, el mundo tiene todos los colores del arco iris. De pronto, todo se cubre con la grisalla que segrega el miedo. Tras amputarle la sombra protectora de su padre, la niña –es tan de siempre, es tan arquetípica que ni siquiera tiene nombre- pierde la confianza, la alegría se ha esfumado y da paso a la precariedad, a la cercanía de la desgracia. Menos la coraza del abuelo, todo se le vuelve incierto, los colores o las miradas, hasta la hecatombe de la guerra. Casi siempre monologa y se mueve como una ciega, tanteando a las personas para saber en qué bando están, si a favor o en contra de su padre, atenta al más mínimo detalle –como en toda buena novela, el detalle es esencial en el retrato completo-, al ruido y al silencio. Además de los gritos de los soldados, de los guardianes de la prisión y de la calle, hay mucho silencio en El Barranco, silencio para que me olviden, una mudez que amplifica el sonido del miedo.
Como por todas las grandes novelas, el tiempo pasa por El barranco como un viento refrescante, no erosionador. Como siempre, el secreto está en el poder taumatúrgico de la escritura, en la fuerza de las imágenes –en muchas de ellas está ya presente la mirada surrealista de la escritora-, en la capacidad de meter al lector en el laberinto trágico que toda guerra instala en la retina de la infancia, de sufrir el hachazo de ayer, de hoy y, por desgracia para la condición humana, de mañana, en el seísmo de la violencia que vuelve ininteligible el mundo, que borra la risa infantil y la transforma en mueca estupefacta. Ahí radica la maestría de Nivaria Tejera: lograr que nos identifiquemos con ese dolor moral y nos asomemos a ese barranco, a la “estación hedionda del ‘pelotón’, donde me gustaba pensar que papá nunca estuvo allí muerto”. Como, más o menos, me dijo en una ocasión: “Lo que me obsesiona es mantener la escritura en una intensidad de cuerda tensa”.
Solo la placa de una diminuta calle del moderno y comercial Santa Cruz de Tenerife recuerda a una gran escritora. Más flaca aún es la memoria de La Laguna. En noviembre del 2010, su Ayuntamiento ni siquiera hizo el mínimo esfuerzo presupuestario para arropar la posible presentación, en su ciudad casi natal, de una nueva edición de El Barranco.
Nivaria Tejera acaba de morir en París a los 86 años y esa novela suya tiene todo que ver con ambas ciudades. Las situó, hace ya más de medio siglo, en la órbita de la mejor literatura en lengua española. Como amigo suyo desde hace tres décadas, sé hasta dónde llevaba enraizada la parte canaria de su biografía: el mar con el que siempre ensoñaba, la isla y su Teide surrealistas, las figuras de Saturnino Tejera, su padre, periodista, ateneísta ilustre de cuya obra escrita en Canarias quien algún estudioso habrá de ocuparse un día, encerrado en las prisiones franquistas hasta 1944, año en que regresan a Cuba: «Mi padre escribió en La Prensa. Sentía auténtica veneración por Leoncio Rodríguez, yo también lo veneraba… Ayudó mucho a mi familia cuando mi padre fue encarcelado en Fyffes«.
Este año recién terminado publicó Trouver un autre nom à l’amour (Buscar otro nombre al amor), su última novela, extensa meditación sobre el amor perdido, la muerte y el misterio que nos sacude. Primero en francés, claro, como casi toda su obra, a pesar de ser, desde hace muchos años, una reconocida escritora en lengua española. En este sentido y en memoria de quien fue amiga y modelo de entrega a la literatura, reproduzco unas líneas del texto que publiqué con motivo del homenaje que, coordinado por María Hernández-Ojeda, le dedicaron, en marzo de 2008, el Instituto Cervantes, el New York Council for the Humanities y el Hunter College (Universidad de la Ciudad de Nueva York). Un mínimo retrato de Nivaria Tejera que quizá contribuya a refrescar alguna memoria y a aclarar, en la medida de lo imposible, la razón de tanto silencio de la crítica española, intencionado primero y heredado después.
«La exigencia con su escritura y con su forma de ver el mundo, la inflexible independencia que le ha hecho indoblegable a zalamerías políticas o a facilidades literarias, explican, en cierto modo, lo ocurrido en torno a su obra: una especie de conjura de los necios, de pacto de silencio mafioso, sobre todo por parte de quienes, reconociendo su alto voltaje literario, han contribuido, por acción o por omisión, a mantenerla en los bunkerizados límites en los que se encierra a los escritores de culto. A pesar de conocer tantas cegueras voluntarias, me preguntó por qué, después de la dictadura franquista y tras el éxito alcanzado en Francia, a raíz de su publicación, hace ya la friolera de medio siglo, El Barranco hubo de editarse en tres ocasiones solo en Canarias. ¿Cómo es posible que, en los últimos treinta años, la ganadora en 1971 de un Premio como el Biblioteca Breve con Sonámbulo del sol, un reconocimiento tan prestigioso en su momento, no haya gozado de un mínimo crédito para ser acogida en una editorial de largo alcance?»
NOTAS
[1] Luis Álvarez Cruz, Cien años de un periodista, Tauro Producciones, Tenerife, 2004.
[2] Cf. «Siempre he vivido sin presente», entrevista con Antonio Álvarez de la Rosa, La Opinión de Tenerife, 10-I-2004.
[3] Jean-Michel Fossey, Galaxia latinoamericana, ed. Inventarios Provisionales, Las Palmas de Gran Canaria, 1973.