Que no te esparza el viento más allá de nuestra orilla

Por José Yeray Rodríguez Quintana

A Arturo Maccanti, poeta de islas de poca tierra

Seguramente es por eso. La poesía no es de tierra, sino de aire y de agua. De tierra es la novela. La tierra sí podemos apresarla en un puño, apretarla o dejarla libre, pero sentirla nuestra, como los personajes que echamos a andar por las páginas de una historia que depende –casi siempre- de nosotros mismos. Pero la poesía no. La poesía es de aire y de agua: inapresable. Después de pellizcar el mar o el aire, no nos queda más que una mano humedecida o suspirante. Es ese rastro de lo que tuvimos por un instante fugaz lo que al fin y al cabo va a parar al poema, lo que al fin y al cabo nos dice algo de lo que quisimos decir. Arturo Maccanti, poeta, lo sabía. Y es que en pocos lugares como en las islas suyas y nuestras se sabe tan bien, porque como decía Rafael Arozarena: “nos ha tocado en suerte,/ de tierra solo un puño;/ de cielo, todo el cielo.”
Y así parece.

Arturo_Maccanti

Es como si las islas prefirieran la intermitencia de un verso, los renglones disparejos como rastros de ola en la playa y la brevedad zigzagueante que cabe en su breve geografía antes que el renglón de una novela que endereza y justifica el horizonte. Es como si con un exiguo paréntesis de tierra tuviéramos que descifrar un pensamiento azul y enorme. Y así será: porque hasta nuestros mejores narradores no son otra cosa – estén de acuerdo o no conmigo – que poetas que escriben novelas, porque más allá de esa consideración líquida y gaseosa del poema frente a la solidez narrativa, cabría pensar que así como el territorio de la experiencia que habitamos es brevísimo y enseguida se nos acaba, el territorio sobre el que posar la ensoñación no conoce límites. Con poco hay que decir mucho. Otra vez: todo el cielo y todo el mar pero solo un leve bostezo de tierra es el lugar de la experiencia. He ahí -tal vez- la explicación a la constante tendencia a la esencialidad y la meditación de una interesantísima línea de la poesía canaria que parte de la impagable obra de Domingo Rivero y que tuvo y tiene en Arturo Maccanti una de sus voces más contundentes. Hasta Unamuno cayó en esa dulcísima trampa cuando le tocó, más allá de los fastos de 1910, adentrarse en la esencial Fuerteventura catorce años después, en un destierro que sufrió el hombre y agradeció el poeta. Partir de lo tangible hasta lo intangible para – escritura por medio- tratar de volver a hacerlo palpable, convierte al poeta en un constante traductor que interpreta al mismo tiempo el afuera del mundo y los adentros suyos. Esa posibilidad de hacer apresable lo que se escapa es la razón que mantiene vivos al poeta y al poema, aunque a veces parezca lo contrario:

En este rincón de una costa lejana
de una isla lejana,
nada pienso ni espero.
Sólo recojo a puñados la arena
para arrojarla contra el mar.

Por eso, precisamente por eso, Arturo Maccanti, hijo de apellidos que van y vienen, pariente de la Italia y el Portugal que tanto saben de nosotros y de los que tanto sabemos, es un poeta tan canario. Porque desde su costa lejana, desde su lejana isla, siguió queriendo arrojar la arena contra el mar, que es como decir que siguió queriendo ponerle nombre a lo que no se deja, apresar el agua y el viento entre sus dedos antes de que la arena del tiempo volteara su vida. Y asumió que estas islas eran el lugar de su experiencia y por tanto que aquí debía nacer su poesía para no conocer más horizonte que cualquier alma necesitada, como la suya, de descifrar los interrogantes de una vida.

Alguna vez le oí decir que le gustaría que de su dedo saliera tinta, para acercarlo directamente a la página en blanco y que nada se interpusiera entre poeta y poema, porque el poema no es otra cosa que una profunda confesión que nos desnuda.

Y los poemas, como también supo Rivero, los escribimos con el cuerpo que nos lleva y que nos trae, que es el que nos acerca a la orilla a sembrar arena, el que nos lleva hasta el anochecer de un parque cuyo tiempo lo marca el péndulo de un columpio sin niño, el que hace que nuestras manos abran un libro, que nuestros oídos paladeen música y que nuestros ojos descifren un lienzo. Y ese cuerpo, tangible, de carne y hueso, se nos llevó a Maccanti a finales del verano de este año. Pero ese Maccanti de arena, de tierra adentro, nos deja para siempre al de viento y agua, al inapresable poeta, amante hasta la extenuación de su oficio, traductor de la obra de otros, eslabón de una tradición que prosigue y entrañable y hondo ser humano. Tópico es decir aquello de que se va el poeta y deja su obra.

Vuelve a ser así.

Pero queda, más allá de cada uno de sus libros, la profunda huella de una indagación, el rastro de una búsqueda constante. Llevado tras la poesía por dos inmensos interrogantes acerca de la existencia y del poema, Arturo Maccanti deletreó una respuesta que dura lo que dura una vida. Sumó a ese viaje otras lecturas que acompañaron su camino y su escritura, perteneciente también a esa generación que empezó a percatarse de que ya no eran tanto escritores que leían como lectores que escribían, y en esa respuesta a un tiempo coral e individual nos fue revelando la esencia del destino que asumió cuando se atrevió, para nuestra suerte y para ser aún más exactamente desde aquí, a ser poeta.

Y ser poeta, en estas islas breves que habitamos, lo entendió Maccanti como una forma de completarnos, como si quisiera escuchar lo que tenían que decirnos los dos azules que nos envuelven y que parecen ponerse de acuerdo en cada horizonte. Pero no queda más remedio que interpretarnos, como antes decíamos, desde las palabras que no se dejan meter en la cintura del poema, desde una página en blanco que nos interroga cada vez que la encaramos, sabedora de que nuestro tiempo corre más raudo que el suyo.

Como una luminaria,
se quedaría solo
el poema en la mesa,
para que lo leyesen,
algún día radioso,
nuestra hija y sus hijos
ramajes de nosotros,
los hijos de los hijos
del futuro remoto,
pobladores del mundo
los hijos de los otros,
nuestra familia humana,
que no sabrán el rostro
de la clara ceniza
que seremos nosotros,
ni la fuerza del sueño
que bullía, recóndito,
en los dos.

Y cómo no, el amor. El que nos salva de las prisas del tiempo y de las cenizas de la memoria; el que es al fin y al cabo la causa de que uno se vuelva poeta: por amor a lo que aún no se ha dicho. El amor que lo es a los que nos rodean, a los que lloran como nosotros y cargan la parte del dolor que les toca y amor, profundo amor, a la tierra que nos hace ser lo que somos.

Esa tierra lleva días preguntando por su poeta, porque sabe que no debe haberse ido tan lejos. La isla pregunta por el naufrago de tierra adentro, aquel que pidió que, cuando fuera ceniza, no lo esparciera el viento más allá de su orilla.

Gracias, poeta.

Profesor de Literatura en la ULPCG