Antes de empezar me van a permitir que agradezca a la ACL, y en concreto al coordinador José Yeray Rodríguez, que me permita estar hoy aquí con todos ustedes (a los que también agradezco la presencia) para reflexionar sobre la enseñanza de la literatura en la secundaria, una actividad que ha proyectado muchas luces en mi actividad, pero que también ha ofrecido sus sombras.
Debo confesar que llegué a esta profesión primero por vía erótica, luego por una verdadera vocación que tenía que ver con el relato de mi propia vida. Inicialmente, yo me aplicaba en la asignatura de Lengua Española en la primaria y la secundaria porque me enamoraba platónicamente de mis profesoras de lengua o de lenguas clásicas: me sentaba en el primer asiento –de la pubertad– para ver las piernas de una profesora que se me antojaba, como en el verso de Quevedo, un soñado bien, pero un mal presente, porque era inalcanzable. Recuerdo especialmente un día en que la docente recitaba los versos finales de la Rima LIII de Bécquer, la de las golondrinas, y que decía: pero mudo absorto y de rodillas,/ como se adora a Dios ante altar,/ como yo te he querido,/ desengáñate,/ así no te querrán.
Aquellos versos provocaron de inmediato una identificación, una comunión espiritual con Bécquer: él le había puesto nombre, había cifrado por escrito, un sentimiento que el objeto de mi amor desconocía. Imprimió en mí, fíjense bien, una huella de apego y afecto hacia aquel poeta cuyas palabras producían no solo una emoción y una actitud, sino también una sensación física que se me agolpaba en el estómago.
No el mismo, pero sí otra sensación se despertó cuando años después al final del instituto vino a caer en mis manos La edades de Lulú (1989). Aquella do novela –vuelta a leer al final de mis años universitarios de otro modo– produjo en mi cuerpo una excitación estético-erótica que todavía hoy me sigue resultando milagrosa: cómo era posible que algo tan abstracto como el “logos”, la palabra escrita que es una intelectualización impresa de lo oral y éste a su vez de una experiencia real o ficticia, pudiese provocar aquella impresión, como digo –y no sin enrojecerme hasta la punta de la nariz–, física.
En aquellos años de esa mi biografía literaria, de mis primeros años de aprendizaje, me encontré con un gran profesor de Literatura, José Manuel González. Docente que transmitía una pasión inusual hacia la materia de Literatura que impartía y que relacionaba con otras producciones del espíritu humano: el cine, la pintura y sobre todo la música… Años después, en la universidad tuve la oportunidad de que me diera clases Eugenio Padorno, un profesor con un método muy similar de la enseñanza de la literatura al que tenía José Manuel, pero con otra manera de ser en el mundo. Los dos eran caóticos a la hora de escribir o esquematizar en la pizarra, pero no nos enseñaban ni explicaban Historia de la Literatura el primero o la Historia de la Teoría Literaria el segundo: aquellos profesores nos traían textos fotocopiados a clase que leíamos y comentábamos siguiendo una estructura dialógica, hermenéutica, en el que planteábamos un pregunta que el texto, fíjense bien, el texto, si lo tenía a bien, nos contestaba como podía, o al contrario, no nos revelaba su secreto.
En aquellas clases, ni José Manuel, ni Eugenio nos volvieron locos nunca con la métrica, la rima o las figuras retóricas, algo que podríamos describir a aquellas edades como una “razón tecnificada o mecánica del pensar del pensar. No descuidaban esos contenidos pero los íbamos viendo como un auxilio en el entendimiento de aquellos textos. En lo que verdaderamente se centraban era en que tuviéramos una “experiencia de lectura”, y no una clase magistral sobre este movimiento o aquella generación: tenían un pensamiento sobre la enseñanza de la literatura que yo, por pedagogía implícita, he heredado de ellos y por eso le digo siempre a mis alumnos: “Venga, vamos a hacer algo muy importante en esto de la literatura: vamos a contarle las sílabas –como ironizaba Eugenio Padorno con Garcilaso– “A un olmo seco”, porque no se olviden ustedes, que Antonio Machado escribió esos versos para que nosotros, un siglo después, le contemos las sílabas y le busquemos las figuras retóricas.
Al principio la ironía les extraña, la segunda vez les produce risa y la tercera te preguntan: ¿entonces, profe, por qué lo enseñas? Porque yo soy un espartano –les digo– yo soy un soldado, un funcionario. De la misma manera que un policía pertenece a las Fuerzas y Cuerpos de seguridad del Estado, yo pertenezco al “Cuerpo” de Profesores de Educación Secundaria del Gobierno de Canarias, y tengo unos superiores que velan porque yo cumpla con mis deberes[1].
De este relato, quiero que se desprenda una idea pedagógica bien concreta: que la elección de los textos que trabajemos con nuestros alumnos tiene que estar orientada a iluminar su vida o su entorno de alguna manera, tal y cómo me había pasado a mí con las obscuras golondrinas becquerianas, la “Oración de todos los días de Quesada” o el poema “Ítaca” de Constantino Cavafis. Es lo que Luis Goytisolo llamó el «suprarrelato»[2]. Lo cual supone, por nuestra parte, un esfuerzo en el recuerdo de nuestros pre-juicios y sentires de la pubertad y la adolescencia (todavía presente en las aulas universitarias): tensar, en definitiva, la cuerda de lo emocional a través de los textos. De ahí que estos deban ser arquetípicos de la experiencia humana, y, al mismo tiempos si de la canaria hablamos,hunda sus raíces en lo psicogeográfico, en lo concreto cultural canario.
Pero todavía hay algo más: tenemos que ver la manera –el enfoque– en que se construyen e hilvanan esos textos en la tradición. No pueden ser acumulativos y enciclopédicos, sino que tienen que ofrecer un relato coherente, asimilable por parte del alumno: en mi caso leo la literatura canaria desde una perspectiva que permite ver su evolución cultural y que no es más que el de la tradición interna de la literaria canaria de Eugenio Padorno, que se basa, a su vez, en el “signo interior” del que hablara Agustín Espinosa en un ensayo sobre Viera y Clavijo.
En contra de todo esto, tenemos un currículum de Lengua Castellana y Literatura francamente, inabarcable e irreal: primero, porque nuestros alumnos no son ideales, como yo tampoco soy el profesor ideal; segundo, porque el aprendizaje verdaderamente significativo es lento, sobre todo si tenemos en cuenta que en las aulas llegamos y pasamos los treinta alumnos; tercero, porque el currículum, con sus porcentajes, se convierten en materia de pruebas evaluativas con el que discriminar y distribuir a los discentes para el acceso a otros estudios y, en el peor de los casos, han pretendido, o pretenden, instrumento para la obtención de los títulos más básicos. Aquí nos volvemos eficaces y establecemos un compromiso con nuestros alumnos: nuestras programaciones de aula empiezan a mirar hacia esos cursos, hacia esas pruebas evaluativas y empezamos a dejar atrás lo que no deberíamos, porque hay menos tiempo que conocimiento, porque hay menos tiempo que número de alumnos, porque hay menos tiempo que vida.
Al final, el profesor que es competente, el profesor que es creativo, el profesor que ha estado enamorado de la materia que imparte, acaba adoptando por imposición curricular los males que ya han expresado María González García, Mª Teresa Caro Valverde y Mª Teresa Valverde González en un artículo sobre “Los problemas y las buenas prácticas educativas en la Lengua Castellana y Literatura”: academicismo, represión de las iniciativas creativas, contenidos conceptuales, reducción del aprendizaje a pautas analíticas y memorísticas, la inhibición de las actividades interdisciplinares e interdepartamentales, la imposición de un libro de texto estandarizador, pero también, dentro de la ingente papeleo y cargas burocráticas y administrativas en las que nos tienen sumidos nuestros superiores de la consejería, coordinador, etc.
En esa vastedad conceptual del currículum los contenidos canarios son, francamente, exiguos o inexistentes. Están puestos testimonialmente por los técnicos[3] de la consejería, pero sin la conciencia última y profunda de lo que ello significa, la reelaboración del conocimiento, la apertura al mundo desde nuestra propia perspectiva. Algo de lo que ya nos habían advertido Leibniz, Ortega y Gasset, Heidegger y de una manera más cercana, el ya citado José de Viera y Clavijo.
Fíjense ustedes, por ejemplo, en como la Literatura Canaria, optativa de 2º de Bachillerato, que antes tenía 4 horas semanales ahora queda reducida a dos y compitiendo en la misma banda horaria, por ejemplo,con Religión (que como ustedes sabrán son materias equiparables y por eso tienen el mismo peso académico).
Si nos centramos en la materia de Lengua Castellana (que no española) y Literatura apenas hay tiempo para ofrecer una experiencia de lectura de la literatura hispánica, pues el alumnado, que no es ideal, como tampoco lo es el profesor, invierte muchos esfuerzos y recursos en aprender otras contenidos y competencias que no llega a dominar por una masificación de las aulas que aunque sea legal no resulta ética para atender, como se debe, las necesidades de cada discente.
Si todo esto es así, imagínense el tiempo que va a dedicar el profesor de Secundaria a la Literatura Canaria, cuando el conocimiento que tiene de la misma tiende a ser fútil e, incluso, llega a tener un prejuicio peyorativo de la literatura insular. A veces, la visión que de esta literatura tiene, resulta muy parcial, pues se reduce a las lecturas infantiles y juveniles sin advertir que estas encajan en el resto como un signo más dentro de nuestra cultura, pues inician el reconocimiento de –y en– nuestra realidad –y no me refiero solo al paisaje–.
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Cuando llegué al IES Josefina de la Torre, en Vecindario, se dio una especial circunstancia: vine a caer –busqué también– un instituto donde se impartía el Bachillerato de Artes Escénicas, Música y Danza, y en él no solo tuve la oportunidad de dar clases a un alumnado con un perfil distinto a los de los bachilleratos tradicionales, sino que tuve que asumir materias y modos de trabajar que me obligaron a adquirir conocimientos y competencias, a través del autodidactismo y la formación privada, casi siempre fuera de las islas. Me encontré dando clases de entrenamiento teatral, lenguaje cinematográfico, animación, fotografía química y digital, géneros y narrativas de la televisión, etc.
Aunque uno algo de aquello ya sabía, por la curiosidad y algún curso suelto, todos estos nuevos temas me dieron una visión más global e integradora de las manifestaciones culturales del espíritu humano. Y fui más consciente de otra cosa: nuestros alumnos han crecido en una cultura cuyo documento es audiovisual y multimedia, mientras que la cultura en la que hemos crecido nosotros es la del documento escrito.
La cultura del documento escrito implica un progresivo esfuerzo de aprendizaje; el audiovisual no, ninguno hemos ido a la escuela para aprender a ver un película o un programa de televisión, mientras que para la lectura y la escritura sí; el texto escrito es lineal, mientras que el texto audiovisual es simultáneo, percibimos en un solo golpe de vista y oídos una entramado de signos de distinta naturaleza; el texto es abstracto, y como tal lo percibimos alejado de la realidad y debemos hacer un esfuerzo mental, intelectual, racional, para comprenderlo e, incluso, emocionarnos con él; el documento audiovisual, por el contrario, por su alto grado de iconicidad, por su gran parecido con la realidad, es concreto, y se percibe y se siente muy apegado al entorno, juega con lo concreto (la imagen y el sonido, en estatismo o en movimiento) y, por ello, toca directamente lo emocional antes que lo racional.
Si somos consciente de esto, preguntémonos si nosotros, de haber sido adolescentes en este momento de la historia, habríamos leído tanto como lo hicimos y hubiésemos escogido las asignaturas y modalidades de literatura. Susan Sontang, en un ensayo sobre la fotografía de 1977 ya comentaba como nos habíamos convertido en consumidores de imágenes. El problema del lenguaje audiovisual en el que el alumnado y nosotros estamos insertos reside, precisamente, en su ventaja: la facilidad de su aprendizaje. No necesita, como dijimos, de un proceso gradual de instrucción en la escuela, al contrario, ha bastado solo un breve lapso de tiempo en contacto con él para aprender –de manera no consciente– sus ricos y complejos signos. Esta facilidad, lleva a una forma de conocimiento automática e irreflexiva, en la que permanecemos pasivos ante la persuasión y la manipulación –si carecemos de los mecanismos del otro lenguaje– .
En mis clases, no enfrento estas dos culturas, sino que las complemento, enseño a leer y a producir en ambas. Es verdad que en la hora lectiva pesa más la cultura del documento escrito: primero por currículum, por materia; segundo por el convencimiento de que una clase de literatura se debe impartir leyendo y escribiendo. No pocas veces me han preguntado porque no uso –por ejemplo– en mis clases de Literatura canaria, vídeos, presentaciones, etc.
Esos texto que leemos en clase se van a convertir luego en metatextos de su vida, de su entorno, y en soporte orientador, en pre-juicio hermenéutico de otra producción cultural: un cortometraje, un porfolio, una obra de teatro, un concierto, etc.
Varias son las cosas que se consiguen con estos proyectos: supone el engodo para que miren hacia las materias humanísticas, como la literatura; al mismo tiempo que son receptores de cultura, se convierten, y esto es muy importante, en agentes activos que producen cultura; están trabajando un texto literario que será la guía, precisamente, de esa otra cultura audiovisual que tiende a volverlos receptores pasivos.
Cojamos un ejemplo de los que hemos llevado a cabo en nuestro centro: Historia de una Habanera (2011/12). Esta fue una obra video-teatral sobre la emigración canaria a Cuba: Antonio y María del Pino, un joven matrimonio de Arguineguín, se separan para él ir a Cuba. ¿Qué aspectos de la literatura y de la cultura trabajamos con ella?
1º En Literatura Universal los alumnos estaban trabajando la Odisea, de ahí sacamos una estructura arquetípica.
2º Estudiamos la conveniencia genérica entre la tragedia, el drama y el melodrama (nos decantamos por este último por ser más cercano al público: lo habíamos visto en Cultura Audiovisual con José Luis Garci, Almodóvar y las estructuras narrativas de la telenovela latinoamericana).
3º El trabajo de documentación sobre la emigración la hicimos a partir de alguna crónica de Alonso Quesada y Un canario en Cuba de Francisco González Díaz (vimos con ello también la diferencia entre Historia e Intrahistoria).
4º La documentación de la situación de la mujer en las fincas agrícolas que quedaban a merced de los señores y caciques la extrajimos de la novela Guanche, de Enrique Nácher.
5º Para la música que hilvanara la obra recurrimos al cancionero popular canario, a Néstor Álamo, Mestisay y la salsa vieja cubana (lo que nos dio la posibilidad de tratar las letras musicales como literatura popular contemporánea).
6º Aprendimos la poeticidad de las expresiones populares a través de Lorca y Pedro García Cabrera, lo que nos obligó a buscar expresiones canarias que fueran más allá de los malos chascarrillos y las deformaciones de En clave de Ja y los doblajes de Sistolo en Youtube.
7º Estudiamos la esctructura narratológica de Vladimir Prop, para convenir que el equilibrio inicial no se recuperara y hacer ver así que la emigración canario-americana no fue para nada alegre.
8º Además de todo esto, habría que entrar en cuestiones como la preparación de partituras, ensayos, diseño de producción, permisos a los ayuntamientos de Santa Lucía, Agüimes, una iglesia de Vegueta, etc. para poder rodar en exteriores, y no se pueden imaginar cuántas cosas más[4].
Voy a finalizar ya, así, de manera brusca, para no abusar de su paciencia y dilatar más el tiempo: en el fondo todos hemos pensamos más o menos lo mismo en estas cuestiones.
Creo que lo que nos compete a nosotros como profesores de Literatura es, primero, no olvidar el amor que sentimos por la lectura y los libros; y segundo, transmitir ese amor a nuestros alumnos, libre de las rutinas academicistas del currículum, los inspectores y los directores generales, que no dan respuestas –esa es mi experiencia–. Y que hacen, cada día, más dura una profesión ya de por sí lo es.
La literatura debe alcanzar su original sentido y cumplir la misión que le corresponde a cada obra y que debe ser establecida entre ella y sus lectores (en este caso: el alumno y el profesor). Y yodo ello, sin negar otras artes emergentes e interesantes. Es más, el aprendizaje de los mecanismos de la lengua oral y escrita (en que se incluye la literatura) desvela, desde otra luz, los sentidos de aquel.
Muchas gracias.
Bruno Pérez
IES Josefina de la Torre
Notas
[1] Más que nada en mejorar las tasas de idoneidad en un sistema y unas condiciones que no favorecen en absoluto el aprendizaje significativo y competencial de nuestros alumnos.
[2] Luis Goytisolo: “El suprarrelato”, Babelia, 8 de marzo de 2003, pág. 11.
[3] Me gustaría aquí que recordáramos el significado que recoge la RAE de esta palabra.
[4] En este enlace pueden ver un número, a modo de ejemplo, de aquel espectáculo. En el vídeo, acompañado de una canción del compositor cubano Miguel Matamoros, se muestra cómo Antonio, emigrante canario, lejos del hogar, formaliza una segunda relación en la isla caribeña con otra mujer, mientras su mujer legítima quedó sola en la isla, esperándolo (Ulises-Circe-Penélope): https://www.youtube.com/watch?v=yAQCTF3YSF8
Este texto, con algunas variantes para hacerlo más compresible, fue leído el 21 de enero de 2017 como inicio al debate dentro de una mesa redonda convocada por la ACL en las II Jornadas de la Enseñanza de la Lengua y la Literatura en Canarias.