Ya nadie lee a Pentti Saaritsa, de Alba Sabina

Reseña de Ernesto Suárez

Alba Sabina Pérez comparte rango de edad -nace en 1984- con un conjunto de escritores que, de forma muy poco ostensible, ha ido ocupando el espacio literario canario. En contraposición a lo que había sido costumbre durante las dos décadas últimas del siglo XX y la de los primeros años del XXI, Daniel Bernal, Miguel Pérez Alvarado, Daniel María, Ramiro Rosón, Yeray Barroso, Daniela Martín Hidalgo o -anticipando la llegada de sus colegas- Iván Cabrera Cartaya, entre otros, escriben y publican sin haber querido armarse de evidencia pública, discurso programático o manifiesto alguno. Su escritura se ha ido destilando con segura lentitud y sin apremio, sin cobertura escolástica o grupal que les facilitara una supuesta protección, intencionalmente a la intemperie ante la avidez de nosotros, sus posibles lectores.
aclApenas hace un año, Alba Sabina publicó Silence, una primera novela que, pese a no contar con el respaldo de una comercialización editorial convencional, ha ido ganando lectores y elogios críticos. De esa narración, escribió Eduardo García Rojas en El Escobillón, su blog de crítica cultural, que se devoraba con pasmosa rapidez y con pasmoso desconcierto. No era la primera vez que Eduardo atendía a la escritura de la autora. Antes, refiriéndose al libro de cuentos ¿Quién cuidara de mis guardianes? (Ediciones Idea, 2013) había dejado escrito: “Aprecio en la mayoría de sus historias un fondo de melancolía que no irrita. En todo caso, sabe a resignación, a necesidad por aprehender pedazos de una existencia que solo entiende de tiempo presente”.

De 2013 a 2015, tres libros entonces. El primero reunía once relatos, el segundo fue una novela. Ahora, publicado en la renovada Ediciones La Palma, un libro de poemas de original título: Ya nadie lee a Pentti Saaritsa.

La primera pregunta resulta obvia, ¿Quién es o fue Pentii Saaritsa?

Pentii Saaritsa es un poeta finlandés nacido en 1941, traductor a su idioma materno de alguno de los mayores escritores españoles e hispanoamericanos del siglo XX: Lorca, Neruda, Octavio Paz. Al buscar alguna imagen del poeta escandinavo lo que se encuentra es el paso del tiempo por un rostro común, siempre enmarcado por unas gafas discretas sobrias y un poblado bigote que se ha ido encaneciendo con los años, al igual que el cabello, que aún conserva aunque peinado de manera algo descuidada. De entre todas las imágenes a las que he podido acceder, la que prefiero es una fotografía tomada el año 2009, durante la lectura en un festival de poesía. En ella, el rostro de perfil de Pentti Saaritsa apenas ocupa el ángulo inferior izquierdo; tiene la vista baja y se inclina hacia un micrófono. Del cuerpo se aprecian los hombros cubiertos por una chaqueta bermeja sobre una camisa gris. El fondo de la imagen es oscuro, casi negro. La luz sobre la cara del escritor pareciera la que algún maestro de la escuela holandesa hubiera podido pintar en uno de sus óleos. Si buscasen alguno de los poemas de Saaritsa, quizás hallen repetidos en distintas fuentes uno o dos de la docena que tradujo Francisco Uriz para una antología colectiva de poesía nórdica hace ya casi 20 años. Poco más. Así, un hombre acotado únicamente por un manojo de textos.

La segunda pregunta acaso resulte algo incómoda, ya sea para quien vaya a leer este libro, ya para su propia autora: ¿Por qué se habría de leer a Pentti Saaritsa? ¿Qué hay en la escritura desconocida de ese poeta desconocido que sea para cada uno de nosotros? Y en ese “nosotros” incluyan tanto a quien lee como a quien escribe poesía.

En el poema con el que Alba inicia el libro se lee:

Y ahora, sin ello, ya sin ello,
soy, yo al menos Pentti,
como un viento vespertino
al que todavía nadie hace ningún caso.

Me formé en la noche y lo intenté,
quise decir algo y fui solo una extranjera.

La palabra y la extranjería. Decir y ser; decir y no-estar, no-ser. Se combinan dos elementos ineludiblemente asociados al proceso de identidad concebida con y desde la escritura. Por un lado, cuando se asume que la escritura (en particular, la escritura poética) resulta de una presencia que designa la entidad a la voz lírica. El poema así recreado como una prueba de vida. Por otro, cuando el poema da fe, testifica y construye la memoria y, por tanto, todos los hechos, la sucesión de todo lo ocurrido. En ambos casos, se es en el decir(se) y también, si lo prefieren, en el leer(se). La estancia del ser es en la palabra; la palabra escrita como una forma para hacer que la vida dure, ya sea en una sucesión de instantes sobre los que la poesía, según el poeta Ángel Rupérez, fija “la visión y la experiencia de la eternidad y, con ella, la necesidad de materializarla en obra durativa” (Sentimiento y creación, indagación sobre el origen de la literatura. 2007. Pág. 167).

Mas, ¿qué queda de esa identidad desde la que se escribe para eternizar(se) cuando nadie lee ya o cuando quien lee es “nadie”? Entonces, ese “nadie” que aparece en el título del libro de Alba, ¿es la propia autora? ¿O es que Alba se ha transmutado en Pentti y Pentti en Alba para que un desconocido poeta finlandés ocupe la estancia de la palabra? Así, surge otra opción, una alternativa elegida y desplegada de forma plenamente consciente: la escritura y la identidad como desasimiento. A ella, creo, se acoge Alba Sabina Pérez cuando decide escribir este primer libro de poesía

En su ensayo La muerte del autor, Roland Barthes define al autor como una mera localización donde el lenguaje se cruza en si mismo. La autoría sería entonces la cristalización de ciertos ecos, la repetición de formulaciones sociales de la lengua escrita, la memoria de otros textos. También su olvido. Poco o nada pues de un alguien individualizado. Los poemas de Alba, en especial aquellos que componen la primera parte del libro, sostienen un tramar culturalista explícito y expresivo desde el que se hace presente ese nadie. Soy como un cuadro de Sisley, / En el que ya no hace frío, anota la autora. La identidad es cultural, no ya en el sentido evidente de la categorización de los agrupamientos humanos sino en la esfera de la persona, de su imagen y de su propia estima. También, en el abandono y el desapego de la misma.

Al igual que sucede en su obra narrativa precedente, la expresión culturalista de los poemas de Alba se despliega a partir de continuas referencias cinematográficas y cinéfilas que van desde películas como Jules et Jim hasta personajes como el de los directores Truffaut y Lone Scherfig, pasando por las menciones a John Wayne, Bogart, Orson Welles y su, Ciudadano Kane, Rosebud o el Tercer hombre, todo estos últimos, elementos que atestan el poema en prosa “Alicia to be en Boston”. Otro dominio de anclajes culturales empleado, acaso de forma menos evidente pero sin duda igualmente significativa, proviene de la pintura y el arte. Véase así el poema “Paseo por el Prado”, la referencia al cementerio de Montparnasse o el título de un poema (“Impresión: Insomnio”) en el que resuena indiscutiblemente el óleo de Monet que bautizaría el impresionismo artístico. Sin embargo, no deja de llamar la atención que buena parte de las muchas claves culturales elegidas por la autora se refieran a figuras estrafalarias, acodadas en la disidencia o la rareza. Así, por ejemplo la apología de Shengmo, decimonónico opiómano chino convertido al cristianismo, fe en la que llega a actuar como pastor evangélico; o la recurrente referencia a la locura y a los afectos asociados con ella que ilustra el poema “La fotografía de Bukowsky”.

Con todo, tampoco el afán culturalista sirve de vía de escape ante la evidencia de la precariedad –cuando no simplemente de la imposibilidad- para comprender(se), para el (re)conocimiento de la persona. No hay salida:

Tocar los ojos con veneno,
tocar el sexo con veneno,
saturar la belleza.

Los poemas de Ya nadie lee a Pentti Saaritsa, en particular los de su primera parte, se disponen a modo de estructuras elegiacas en las que se tensiona y regula brillantemente el exceso de carga de sentimentalidad mediante un uso preciso y precioso de la ironía. Véase si no el poema “Lolita ha muerto”:

Lolita ha muerto

Lolita ha muerto
Vieja y olvidada
Óxido de su adolescencia.
¿Para qué boca
Maduran ahora las cerezas?
¿Qué boca se posa ahora
En la punta de los dientes?
Hoy todas lo hacen, Vladimir,
Hoy todas lo hacen.
Lolita ha muerto
Y rugen las tripas del viento;
Y el pelo de Lolita, blanco,
Cruje en la tumba.
Redoblan sus huesos
Como un tambor de guerra
Lolita ha muerto
Y un mendigo en una biblioteca
es el único que sigue
leyendo a Nabokov.

Y en otro poema estos categóricos versos:

El amor que desprenden mis heridas
considérese inútil

Hace unos pocos días, exactamente el 26 de abril de 2015, la revista digital Transtierros publicaba una selección de cinco poetas españolas, Túnel rojo blanco: poetas españolas de los ochenta, refiriéndose con su título a la década de nacimiento de las autoras. En la nota de introducción que acompaña a esta muy breve antología, Luis Eduardo García, responsable de la misma, afirma que la muestra se decanta por escritoras que “se mantuvieran alejadas de la estética Alt Lit [y expresaran] actitudes arriesgadas en terrenos sintácticos, rítmicos, conceptuales o discursivos” toda vez que consideraba que el trabajo de las poetas pone de manifiesto “una dimensión no tan obvia (ni sobreexpuesta) de la poesía española reciente”. Si el antólogo hubiese conocido este libro de poemas de Alba Sabina Pérez, estoy convencido que habría apreciado en él parecidas cualidades.

Ya nadie lee a Pentti Saaritsa es un excelente primer libro de poesía y, por tanto, una obra en marcha. Se cimienta en una actitud permeable al riesgo y a la desfachatez. De ese talante resulta su estructura en dos partes muy diferenciadas o, al menos, en las que se aprecian procedimientos poemáticos distintos. Así, si la primera se caracteriza por algunos de los aspectos hasta aquí comentados, la segunda parte del libro presenta un certero desplazamiento del lenguaje empleado. Aunque no se abandona del todo la ironía y el coloquialismo, se incrementa la gravedad y la hondura esencialista de los poemas, al tiempo que el uso de la imagen poética se hace mucho más notable, orientándose el verso hacia un espacio mistérico, tal y como puede apreciarse en los siguientes fragmentos:

Esa fuerza arbitraria de la noche
me obliga a correr y correr;
pero rasga cada ruta que conozco
y, al trote, van los bárbaros desnudos,
rozando lo que queda de mi ser
bajo nubes cargadas de miseria
y vacías como acantilados nuevos.

Y:

Vacilé al tocar mis heridas
y crecieron ramas sobre ellas.

Nos encontramos ante una poeta y narradora que ha afirmado contundentemente no sentirse identificada con ningún referente de la literatura insular. Alba Sabina Pérez ha optado por orientar su búsqueda hacia una escritura sin fronteras lingüísticas o culturales y transita de Nabokov, al surrealismo, como lo hace también de Bryce Echenique a Kafka. Acaso, sin embargo, sea este evidente desapego crítico suyo la única vía que permita vivificar y renovar eso que, demasiado pomposamente, muchas veces denominamos como literatura canaria.

Acabo transcribiendo aquí un breve poema de Saaritsa:

Y estar aquí ligeramente inclinado hacia delante
con un libro en la mano y transformado en otro
como si se hubiese vivido veintinueve años
únicamente para entender un solo poema.

Aunque, bien mirado, quizás no sea del finlandés sino que su autoría corresponda, por qué no, a Alba Sabina.

Alba Sabina: Ya nadie lee a Pentti Saaritsa, Ediciones La Palma, 2015


Fe debida, de Sabas Martín

Reseña de Luis Antonio González Pérez

Sabas Martín entrega al público lector su Fe debida. Antología poética 1978-2011(Ediciones Vitruvio, Madrid, 2015) y en el propio libro, en su texto introductorio, nos presenta su ser poeta: “yo estoy con esos poetas que pretenden abrir sendas e inaugurar mundos; que exploran, transitan y acuden a nuevos horizontes por alcanzar”. Este extenso volumen es fiel reflejo de esa pasión y entrega del autor por el atrevimiento y la diversión, incluso, de la búsqueda constante de algo más y algo nuevo. En cada libro descubrimos un autor que no sigue lo que su generación dicta, ni lo que sus contemporáneos imprimen. Intenta caminar en una personal batalla contra la rutina, la aceptación o el conformismo.
Fe debidaNos adentramos en la obra y nos encontramos con la selección del libro titulado Títere sin cabeza. Sin duda nos llama la atención y se nos quedará en la memoria aunque avancemos en el libro el poema Sabas Martín, natural de una tierra. Una definición del autor al tiempo que declaración de intenciones temprana.

Con el debido respeto y sin ánimo de ofender EXPONGO (dos puntos)
a) QUE soy feliz cuando me detengo, miro al mundo y aun sonrío.
b) QUE soy consciente de mis limitaciones.
c) QUE me callo a tiempo y escucho.
d) QUE intento conocerme a mí mismo.
e) QUE contemplo largamente el sol, las nubes y los pájaros en el cielo.
f) QUE no exijo nada a cambio
g) QUE no vivo deprisa
para no morir demasiados antes.
OTROSÍ: h) QUE bienaventurada la imaginación.

El poeta se descuelga con esta brillantez de lo sencillo y directo, de la confesión certera de sí mismo, sin pudor, pero tampoco pretensiones. Sin duda es este un poema genialmente diferenciado del resto de libro.

La Antología recoge una selección de títulos de su obra poética, que como bien declara el propio autor “son cada uno de ellos un poema en sí mismos, por lo que seleccionar y alejar del conjunto supone un gran esfuerzo”. Indiana Sones, Peligro Intacto, Navegaciones al margen, Mar de fondo, Cuánto necesaria, La Luz del Silencio, Música en las sombras, La Espiral, Sendas del Mirador, Ojos de calendario, y una colección de inéditos, componen el presente volumen, y nos presentan un recorrido diverso en lectura, forma e intención, por los temas esenciales de la poesía pues, a fin de cuentas, y como el propio autor nos dice, recordando a Borges: “son comunes y constantes, solo toca contarlos de manera única y propia, distinta”.

La celebración de la vida, la crítica social desde la ironía, la intención poética o literaria, el tiempo y la muerte, el terruño y el paisaje de la memoria, el propio bestiario imaginario, la soledad, la modernidad o el amor. Temas cimentados en la historia de la poesía, pero que el poeta actualiza y singulariza en sus versos.

Sin puntuación, como herramienta de lectura múltiple, y no como interrupción de la misma, en diversas formas poéticas desde la endecha al haiku, pasando por la prosa poética, la oda o las composiciones breves a modo de sentencia, Sabas Martín comparte con nosotros “todos los poetas que hay en él”.

Podemos comprobar que el compromiso que el mismo autor nos deja fijado en la nota introductoria, aquella de “yo estoy con esos poetas que pretenden abrir sendas e inaugurar mundos; que exploran, transitan y acuden a nuevos horizontes por alcanzar” queda ampliamente cumplida y resuelta entre estas páginas con certeza genial e incluso divertimento, y que como el propio autor nos dice: “ Sin embargo esa pluralidad de voces que configuran mi discurso lírico se establece en unas constantes identificables”. Es por tanto un libro de múltiples ejecuciones, de variedad de lectura y atracción amplia, pero con un definido código poético y una clara simiente común.

Estamos ante la oportunidad de descubrir, volver a disfrutar, o reconocer a un poeta capaz de escribir en conciencia y consecuencia. Confesar, reflexionar, deleitar y criticar y ahondar en sus versos sin temor ni fuegos de artificio.

Sabas Martín: Fe debida, Ediciones Vitrubio, 2015


Presentación de Instante en Lucio Fontana, de Francisco León

Reseña de Alfonso González Jerez

La mejor poesía ―y una parte no desdeñable de la mejor prosa― que se practica actualmente en Canarias es casi perfectamente desconocida. Son poquísimos los lectores de Melchor López o Bruno Mesa. A cualquiera puede ocurrírselas respuestas más o menos verosímiles para interpretar este hecho tan modesto como molesto: desde la desertificación de la crítica literaria en este país hasta la casi desaparición de las revistas culturales que, en el pasado, marcaron el desarrollo de la cultura literaria en Canarias, pasando por la ausencia de interés que, con muy contadas excepciones, se registra en los medios de comunicación isleños, donde solo suele caber la cultura transformada en espectáculo simiesco y beleño narcotizante para los fines de semana. Como suele ocurrir en Canarias, hemos llegado tarde. Me explico: crítica, revistas, prensa y academia universitaria solían articular un sistema prescriptor de valoración de obras, tendencias y gustos que ha sido carcomido por los procesos de concentración del mercado editorial, la publicidad y el poderío ambigüo de Internet.

Pero seamos realistas. En Canarias ese sistema prescriptor ―lo mismo que el apetito cultural de nuestra burguesía y nuestras clases medias― nunca fue, en realidad, demasiado potente, demasiado cohesionado, y ahora cualquier pretensión de rigor valorativo y jerarquización estética suele ser desdeñada, cuando no ridiculizada, como una petulante intromisión en la feliz democratización del gusto. Por supuesto, esta exclusión incluye, y en primer lugar, a la poesía, simplemente porque la poesía no es espectáculo, la poesía es intraducible a cualquier otra palabra que no sea la suya, la poesía no puede ser objeto de intercambio. Personalmente no creo que se trate de una desgracia, sino más bien de todo lo contrario. La poesía es exigente, esquiva, antiinstrumental y ambigüa: solo en esa ambigüedad duramente conquistada puede encontrarse la fulgurante exactitud del poema. La poesía es un saber y solo se puede acceder a ese saber a través de una extraña, errática e intensa disciplina. La poesía, por la tanto, está bien donde está, espléndida, luminosa, oscura y sola. Siempre me ha parecido extraña esa aspiración de universalizar lo que solo puede abrirse a un alma dispuesta a enloquecer. La imagen de 50.000 personas en un estadio que en vez de disfrutar de un partido de fútbol se pongan a recitar a Hölderlin es, francamente, una aspiración social o cultural un poco intranquilizadora.

Francisco León es esencialmente un poeta, aunque ahora nos presente aquí un libro de relatos titulado Instante en Lucio Fontana. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna, ha sido lector de español en la Universidad de la Bretaña Francesa Occidental. Hace ya demasiados años recuerdo haber escrito de la irrupción de los cien mil hijos de San Andrés Sánchez Robayna en la poesía canaria y española. Por supuesto, exageré un poco el número, pero la alusión se refería a la fuerza, el empuje y el entusiasmo de un apreciable número de poetas que, en las aulas de la Universidad de La Laguna, encontraron en el magisterio del profesor Sánchez Robayna la fortuna de una lección permanente de curiosidad, de exigencia, de rigor y riqueza de autores, fuentes y contextos. A estas alturas del siglo XXI no cabe hablar de escuelas sin hacer el ridículo, y ni profesor ni exalumnos admitirían tal desafuero, digamos, por tanto, que de la revista Paradiso (1993-1995) y del Taller de Traducción de la Universidad de La Laguna ―una experiencia esta que no ha sido suficientemente valorada dentro y fuera del ámbito universitario canario― han partido una constelación de poetas y escritores con una obra independiente y autónoma, algunos de los cuales (León entre ellos) han mostrado una actitud activa y hasta debeladora en defensa de su concepción de la poesía, proclamándose esforzados herederos de las vanguardias históricas, y no han hecho ascos a la hora de entrar en debates y querellas que piadosamente omito. Más interesante y perdurable es la labor difusa y crítica que Francisco León y otros compañeros ―especialmente Alejandro Krawietz― han hecho en revistas como Can Mayor, Vulcano y, sobre todo, Piedra y cielo, que se edita en la red, cuyo suplemento de crítica Sur Absoluto, es uno de los espacios de análisis sobre la maltrecha cultura isleña más lúcidos e independientes que pueden encontrarse por estos andurriales. A la hora de definir aproximadamente su poética, León ha apuntado: «Estoy convencido de lo siguiente: tomar conciencia de uno mismo con respecto al mundo y del lugar que ocupamos en él y en qué modo lo ocupamos, es decir, en relación a qué fundamentos morales y espirituales vivimos, es sin duda uno de los peligros que entraña la verdadera poesía. ¿Por qué? Porque la poesía es una autoplasmación de la conciencia, es una liberación del ser, es un antídoto contra los prejuicios y las verdades impuestas. Y cuanto más honda, trascendental y compleja sea la poesía, mayores serán sus efectos liberatorios sobre nosotros. Para André Breton y los surrealistas éste era un razonamiento indudable: la poesía despertaba al hombre o a la mujer verdaderos que llevamos dentro de nosotros. Es un tipo de revolución —y he aquí lo mejor de los poderes de la poesía— únicamente individual. Por lo tanto puede decirse que se trata de una revolución lenta, es cierto, pero que no da pasos atrás, puesto que nadie que alcanza un tipo de videncia superior elige como solución ulterior la ceguera». La bibliografía de Francisco Léon incluye Cartografía (1999), 8 Pajazzadas para Salomé (1999), Tiempo entero (2002), Ábaco (2003), Terraria (2006), Dos mundos (2007), Aspectos de una revelación (2012), Heracles loco y otros poemas (2012), así como una novela, Carta para una señorita griega, publicada por Artemisa en el año 2009 y que, como se decía antiguamente, no tengo el gusto de conocer.

Terraria, concretamente, es en mi muy humilde opinión uno de los libros más deslumbrantes y perfectos que nos ha deparado la poesía canaria a principios de este siglo. Es un libro escrito en prosa, pero es, naturalmente, un poema, un conjunto orgánico de poemas. Para un poeta la elección entre la prosa o el verso es solo la elección entre dos estructuras musicales y es la sustancia poética la que toma la decisión de elegir entre uno u otro: el autor no tiene casi nada que decir al respecto. Terraria, que ganó el I Premio de Poesía Márius Sampere en lengua castellana, indaga en un paisaje que es el paisaje insular y al mismo tiempo reflexiona vertiginosamente sobre su sombra y a veces su reverso: la desolación, la soledad, la devastación, la muerte o, si se prefiere, la insignificancia, el significado en el límite de la expresión, en el límite (también) del propio paisaje. En cambio, los relatos de Instante en Lucio Fontana son otra cosa. Francisco León ha desembarcado en el territorio del relato, que tiene sus propias leyes, incluso sus propias leyes que fragmentar, romper o disolver. La narrativa exige (frente a la expresión poética) un desarrollo retórico, la elección de una retórica para poder completar su misión. Y como quizá podría esperar el lector del Francisco León poeta, ensayista y polemista, la retórica que ha elegido el autor es la retórica de la ironía.

«La ironía es sana en cuanto libera al alma de las trampas de la relatividad; es una enfermedad en tanto en cuanto es incapaz de tolerar lo absoluto excepto en la forma de nada, y sin embargo esta enfermedad es una fiebre endémica que solo contraen determinados individuos, y que superan todavía menos». En esta cita de Kierkegaard, un ironista insuperable por cierto, están cifrada la virtud y el error de la ironía como retórica narrativa, y a mi juicio Francisco León, con Instante en Lucio Fontana, ha domeñado y superado esa fiebre endémica que eligió como instrumento narrativo en su nuevo libro. La ironía no es una cosa de broma (aunque alguno de los relatos de este volumen inviten a una sonrisa más o menos malévola y regocijada): es un artilugio que permite distanciarse de lo narrado y adivinar nuevas perspectivas, es desenvolver sobre el lector todo aquello de lo que el lector se consideraba liberado, cuando no inocente, es descubrir con un escalofrío que el observador puede ser la presa y también absolutamente lo contrario, es fundir la cara y el revés del relato, es tal vez ―y lo encontramos en varios de los cuentos― la única manera narrativa en la que tratar el eros como una victoria, una enajenación o una miserable pesadilla simultáneamente. Al leer ―y escribir― bajo un código irónico leemos la vida misma, y al abordarla nos basamos en nuestras relaciones con los demás. Por esta razón la ironía ―una ironía inteligente en un lenguaje preciso, rítmico, elegante, una pizca escéptico sobre sí mismo, como el que caracteriza a Instante en Lucio Fontana― es un camino de acceso maravilloso para todo el arte de la interpretación: saca a la luz las complejidades ocultas, hirientes y gozosas, que integran las relaciones entre los hombres, entre la memoria y el deseo, entre la perplejidad y las acechanzas de lo real, entre la desolación cotidiana y nuestras pequeñas y mefíticas quimeras diarias.

Casi todos los relatos reunidos en Instante en Lucio Fontana tienen la potencia suficiente para convertirse en novelas, pero obviamente al autor no le ha interesado este camino, porque su interés más central y definitorio no está ni en las tramas ni en los personajes ni en las psicologías ni en ninguno de los adminículos damasquinados de la tradición novelística. Si Francisco León eligió esa retórica de la ironía es, por supuesto, porque lo que le interesa fundamentalmente es el lenguaje, y la ironía suprema consiste en saber que son las palabras las que ocultan lo que dicen. Es la exploración del lenguaje ―a veces en un ejercicio casi caricaturesco, otras optando por una vía alucinatoria― donde más brilla el talento del autor y el sentido último de este magnífico ejercicio escritural. No hallarán ustedes en Instante en Lucio Fontana ni la más tenue sombra de costumbrismo terruñero, ni de chismografía paisajística, ni de distracciones de un barroquismo de corta y pega, ni espacios espirituales en recintos telúricos que pudieran interesar a la Dirección General de Cultura del Gobierno de Canarias, sino un libro de relatos inteligente y lúcido, cortante como un cuchillo y extrañamente plácido, divertido y desolador, hipnótico e inmediato. Unos cuentos para disfrutar aprendiendo a disfrutarlos. Muchas gracias, Francisco León, por esta oportunidad para charlar, y muchas gracias por su presencia a todos ustedes.

*Texto leído por su autor con motivo de la presentación del libro de realtos Instante en Lucio Fontana, de Francisco León, en la XXVII Feria del Libro de Santa Cruz de Tenerife (Abril-Mayo de 2015).

Francisco León: Instante en Lucio Fontana, Ediciones Trea, Asturias, 2015


Sobre El síndrome de Tarzán, de Sinesio Domínguez Suria

Reseña de Daniel María

El amor y la literatura son como el fuego, en su naturaleza de ceniza tendrán sentido. Y en las cenizas de lo que fuera amor duerme la historia de un tiempo compartido del que duele desprenderse, porque no hemos sido más expuestos al dolor y a la dicha que cuando amamos. El síndrome de Tarzán es la historia de una pareja heterosexual que rompe su unión y es también la asimilación de un padre, el progenitor de la mujer, que asiste a los escritos de esa ruptura, un sucesivo intercambio de correos electrónicos que muestran la cobardía postmoderna del email y la postmodernidad dolorosa de leerlos.

Síndrome de TarzánAlfonso Blasco es el Tarzán del relato, mas un Tarzán sin aventura. Solo responde a un papel que se le ha asignado, pero no sobrevive por un apego a la vida. Es, en todos los casos, una víctima de sí mismo. La recurrente liana que nos vendrá a la cabeza solo con vislumbrar el imaginario de Tarzán se presenta necesaria para comprender que una vida ordenada, académica, rigurosa, equilibrada, ascética casi, tan cercana al estudio de las sagradas escrituras en un principio y a la disciplina militar posteriormente, no ha aprendido nada del amor, y mucho menos de cómo perder una batalla. Alfonso Blasco es indiferente a cuantas veces gira el mundo sobre sí mismo, porque no tiene, ni siquiera, amor propio. Está desprovisto de empatía. Y esto no es un ataque, es un comprensivo acercamiento al difícil mundo interior de un personaje complejo, escrito con la riqueza de un notable narrador, que al final de la lectura nos sitúa en un espacio de inevitable complicidad con este hombre que se ha dejado llevar por la deriva sin timón ni timonel.

Sinesio Domínguez Suria es el hombre tranquilo de la literatura canaria, como John Wayne en la comedia irlandesa de John Ford que potenciaba la socarronería habitual del cowboy. Seguramente el sosiego constante de Domínguez Suria no nos permite apreciar las veces que se ha llevado las manos a la cartuchera, pues no ha hecho otra cosa que encañonar con cada una de sus obras: encañonó al existencialismo con Crónica de una angustia, a la muerte con Los juegos del tiempo, al azar con Los sueños imposibles y al oficio de narrar y a la metaliteratura con su excelente Los caminos de Creta, una de las mejores novelas publicadas en Canarias durante el primer decenio de este siglo.

Es bien sabido que el silencio de la selva es preludio de amenaza, acecho de peligro. Y Alfonso Blasco arma sus textos electrónicos con dosis de mutismo, lo que nos lleva siempre a preguntarnos quién es verdaderamente este hombre. El principal interés que me produce la lectura de El síndrome de Tarzán es que, por un lado, acompañamos a un padre atento, generoso, pero nunca entrometido, en la difícil digestión del fracaso matrimonial de su hija, lo que permite descubrir la relación paternofilial, una relación de llamadas puntuales todos los martes y de una complicidad sana y respetuosa. El padre no nos limita el conocimiento de la ruptura, no edulcora ni manipula el relato central de la novela, y no lo hace, he aquí el segundo interés que me brinda la lectura, porque el corazón de esta discordia lo forma el intercambio de correos electrónicos que la hija entrega a su padre.

Quiero decir con esto que el padre no nos cuenta la ruptura, nos cuenta su desazón, su preocupación, su visión de la paternidad a los sesenta y pocos años que le presuponemos al narrador. Si en algún caso no saciamos nuestras ansias de morbo, nuestra gula de desgracias ante la posibilidad de asistir a los entresijos de una intimidad, es porque los protagonistas de esa intimidad ofrecen en sus escritos más vinagre que sangre. Y yo, como lector, comprendo que Julia, la hija del narrador, reserve sus fuerzas para una conversación cara a cara que no se producirá.

Esta es una novela sobre la distancia. La distancia entre la pareja, física y espiritual, y la distancia entre la hija y el padre, física fundamentalmente. La distancia es el más duro de todos los finales y el más insoportable de los dolores. Quizás porque la distancia es irremediable y en ella se procura el armazón de conversaciones, confidencias y desahogos, Julia necesita que su padre, la voz de los martes, pero sobre todo, el guarda incondicional y discreto que siempre la ha acompañado, atestigüe cuanto le ocurre, y por eso le entrega los correos electrónicos, porque hay momentos en la vida en los que solo nos sentimos vivir si alguien nos acompaña. Vivir solo o solo vivir no es suficiente.

Si asumimos que el Antiguo Testamento es el Libro del Padre y que el Nuevo Testamento es el Libro del Hijo, podemos considerar que en ambos casos la escritura es siempre de terceros. Ni uno ni otro rubrican lo contado, mas el Verbo es el principio y sobre esa Palabra se edifica la fe. Quizás Alfonso se encuentra atrapado por esta fórmula de las sagradas escrituras que tan bien conoció, pero al contrario que la divinidad, él sí firma su declaración. Lo hace porque no tiene nada que perder, porque no ha dejado de aferrarse a su liana, porque él no es el autor del mundo ni está en la vanguardia del batallón. Perdió el sentido de su rumbo vital y ahora pierde el sentido de su relación amorosa. En ambos casos, insisto, él siempre es víctima de sí mismo, aunque sus decisiones repercutan en terceros. Es importante señalar que el padre, narrador de esta novela, no se posiciona frente a Alfonso desde el odio y la rabia, sino que se esfuerza en entenderlo, en explorar las conversaciones que mantuvo con él durante el tiempo en que fueron familia, y este trazo de la narración acaba por evidenciar la historia de un hombre triste.

A una trayectoria literaria que viene desarrollándose desde 1966 no le es preciso confirmarse, reafirmarse o consagrarse. A Sinesio cada novela le seduce como si fuera la primera, solo así se comprende que la última entrega sea tan diferente a la anterior y que ahora decida adentrarse en la escritura de una ruptura amorosa que afecta a una generación de amantes que dista de la suya, y que combine esta labor con la voz narradora de un hombre de su tiempo. Este equilibrio narrativo es el objetivo superado en El síndrome de Tarzán, pero también que Sinesio revalide nuevamente ser el más rápido de todos los pistoleros en su duelo inquebrantable con la elegancia.

Sinesio Domínguez Suria: El síndrome de Tarzán, Ediciones Idea, 2015