Reseñas

Hupalupa. Memoria desde tus vivos, de Yaiza Afonso Higuera, por Rafael-José Díaz. Caballo muta a cebra, de Antonio Carmona, por Cecilia Domínguez Luis. Cartas imaginarias, de Bernardo Chevilly, por Alberto Pizarro. Las geografías circundantes, de Samir Delgado, por Cecilia Domínguez Luis. El letargo, de Rafael-José Díaz, por Cecilia Domínguez Luis. Africanos en Madrid, de Nicolás Melini, por Leticia González. Madreselva, de Ernesto Rodríguez Abad, por Cecilia Domínguez Luis.

Hupalupa. Memoria desde tus vivos, de Yaiza Afonso Higuera

Rafael-José Díaz

Cuando uno se dispone a leer un libro, cualquier libro, la mente debería liberarse del arsenal de prejuicios con que se pertrecha cada vez que la sometemos a una experiencia nueva. Intentamos conocer a través de lo ya conocido, etiquetamos los procesos y las aventuras con los nombres de otras vivencias anteriores, nos hacemos cábalas sobre lo que vamos a vivir entre esas páginas que están a punto de abrirse. Sería más provechoso enfrentarse al nuevo libro con la más franca de las disponibilidades, decirnos que para llegar hasta lo que el libro quiere regalarnos no harían falta andadoras ni orejeras, orientaciones ni alabanzas, sino tan solo la capacidad de lo que comúnmente se llama “tirarse a la piscina”. Reconozco que cuando empecé a leer el libro que Yaiza Afonso Higuera me había regalado y que hoy estamos presentando no logré desprenderme plenamente de las precauciones con que mi deformación de lector me sale al paso con demasiada frecuencia. Y, sin embargo, a medida que lo leía, se fueron trazando conexiones inesperadas, anclajes con experiencias de mi vida que apenas recordaba, visiones de lugares y de tiempos que consiguieron brillar con rara intensidad.

Y es que estamos ante un libro bien extraño, singular. Podríamos pensar que es una biografía, y no lo es. Que se trata de unas memorias, y no lo son. Que se limita a ser un testimonio, y no se limita sólo a eso. Que es un conjunto de recuerdos ordenados cronológicamente, y es mucho más. Que se trata de un ensayo entreverado de semblanza, y nos quedaríamos cortos. Que es una especie de confesión al borde de las lágrimas, y no acertaríamos. Que es una larga loa, una hagiografía, y tampoco daríamos en la diana. Quizá estemos simplemente ante un monólogo, ante una especie de elegía destinada a un tú perdido para siempre, ante una carta enviada demasiado tarde, ante los restos de un naufragio que se recogen para recordar, para reconstruir, para volver a ser, para empezar de cero. En realidad, y esto lo habrán detectado quienes lo hayan leído, estamos ante un libro que es todo eso a la vez, pero que siempre es más que eso. Fíjense en el título, en el subtítulo. La autora, desde este lado, el lado de la palabra y del recuerdo, el costado de la vida y de la memoria, se dirige a su padre, veinte años después de su muerte, con la intención de contarle, de algún modo, cómo es la vida, la vida de ahora, cómo es su nieto, cómo es el mundo en el que ella vive, ese mundo que no es exactamente como él, el padre, hubiera querido que fuera, pero que sigue conteniendo la semilla de lo que él sembró, un mundo en el que sigue habiendo tanto por lo que luchar, un mundo con desmemoria y con desigualdad, con humillaciones y con injusticias, es decir, un mundo que aún lo sigue necesitando a él. Y ella, la autora, quiere decirle quizá esto: que, de algún modo, lo seguimos necesitando, que su memoria es vida, o que su memoria llega hasta los vivos y, a la vez, parte de los vivos para llegar a él.

Mi primera noticia de Hermógenes Afonso de la Cruz, el protagonista de este libro, es bien reciente. Y vino de la mano de un libro de mi amigo el poeta Fermín Higuera, tío materno de Yaiza. En su Sinfonía de la sombra blanca, que tuve el placer de presentar hace unos meses, y que es un singularísmo periplo por la isla interior, la de la infancia y la memoria, dedica Fermín un capítulo titulado “Vasijas” al descubrimiento, en su juventud, de su primer gánigo. Junto a dos personajes tutelares, uno de los cuales es un álter ego literario de Hupalupa, el protagonista de la Sinfonía, que está a punto de dejar la isla para trasladarse a Madrid, descubre en la Cañada del Trigo una vasija intacta. Se la lleva con él a la gran ciudad, no sin antes escuchar de Hupalupa las siguientes palabras: “Si alguna vez se te rompe, piensa que seré yo, que desde la muerte te pido que hagas memoria de este día y se lo cuentes a alguien”. Veinte años después, en una mudanza, la vasija cae al suelo y se rompe. Al poco rato, el protagonista recibe una llamada que le anuncia que Hupalupa ha muerto. Nunca sabremos si esto ocurrió en la realidad, y poco importa. Lo que esta historia me reveló cuando la leí fue sobre el modo íntimo, la trabazón que determinados objetos provenientes del pasado establecían con alguien que parecía, no tanto haberlos descubierto, sino haber sido descubierto por ellos. El mismo día que presentamos Sinfonía de la sombra blanca, Yaiza Afonso me regaló el libro sobre su padre. Mientras lo leía, fui descubriendo que lo que Fermín Higuera contaba desde la transfiguración poética y musical de la memoria tenía un respaldo real, histórico, digamos, pero no menos vital, que en el libro de Yaiza se iba desmenuzando capítulo a capítulo.

Dije antes que este libro es quizá, ante todo, una manera de devolverle al mundo de los muertos el peso o el perfume de la vida, todo lo que desde este lado le debemos a los que se han ido. Lo que Yaiza Afonso Higuera ha elegido para este proceso de restitución simbólica, para esta especie de exorcismo en el interior de la memoria, es una secuencia de fragmentos ordenados en una sucesión que no es estrictamente cronológica. Una vez superados los agradecimientos, los prólogos y los preámbulos, necesarios en un libro como este por todo lo que debe a los demás, a los que acompañan y estimulan, comenzamos por el nacimiento y, después de varias secciones dedicadas a la juventud, los libros, la finca de Barranco Hondo, otros lugares de la vida de Hupalupa, sus descubrimientos arqueológicos, sus pasiones políticas o su hundimiento final y su muerte, desembocamos en una última sección, titulada “Vivir sin ti”, en la que la ausencia cobra por fin sentido, es decir, dice su verdad más honda. El vacío que deja tanta plenitud descrita en las páginas anteriores se expone ahora como el único camino posible, un vacío que es como un gánigo repleto de memoria. No va a desbordarse, no va a verter más lágrimas, pero tampoco va a perder todo lo que atesora. De alguna manera, es recomponer los fragmentos de un gánigo roto sabiendo que el resultado será un vacío, pero un vacío firme, entero, tan implacable como necesario…

Muchas veces he pensado que vivir aquí, en estas islas, es hacerlo rodeado por los fantasmas de nuestros antepasados. No únicamente por los de nuestra historia personal, que son siempre los más insistentes, los más incisivos, sino también por los de los pueblos aborígenes que fueron exterminados y cuya memoria se pretendió borrar de la faz de la tierra. Atravesamos constantemente túmulos que no conocemos. Es como si bajo nuestros pies, en capas infinitas, descansaran unas sobre otras voces que cantaran, insistentes, la salmodia desmenuzada de su eterna penuria. Personas como Hupalupa nos ayudan a escucharlas, a no olvidar que habitamos un territorio que ha sufrido la depredación o la desdicha en muchos momentos de su historia: una guerra que duró casi un siglo, el exterminio de los pueblos aborígenes, la imposición de un régimen colonial, los devastadores ataques de la piratería, la inquisición, el caciquismo, las hambrunas, la emigración, el fascismo, la imposición de un modelo turístico insostenible que ha degenerado en corrupción, hiperurbanización, desigualdad, pobreza, destrucción del territorio. Se podrá o no compartir determinadas ideas de Hupalupa, pero no estamos sobrados de esa pasión mostrada en la defensa de su tierra. Aunque este libro no está escrito para enseñar nada, nos enseña quizá que lo más importante es esa pasión que puede llamarse también dignidad, sabiduría, cultura.

Yaiza Afonso Higuera: Hupalupa. Memoria desde tus vivos, Ediciones Tamaimos, Colección Tábata, Las Palmas de Gran Canaria, 2016.


Caballo muta a cebra, de Antonio Carmona

Cecilia Domínguez Luis

Todo destino trágico parece tener su origen en la desmesura y, como tal, quien parte de esa visión con respecto al mundo, me refiero a la visión del mundo como tragedia, corre el peligro (o no) de sacar a la luz aspectos insospechados y oscuros de nuestra condición humana.

Esto, en cierta manera, es ponerse contracorriente, en una sociedad que pretende controlarlo todo, donde el poder político y el económico intentan censurar o promocionar, según sus intereses.

De ahí que la poesía, el poeta, deba tomar posición frente a ese estado de cosas: o bien adaptándose a sus reglas, o bien rebelándose para no caer en sus trampas.

Pues bien, esto último es lo que hace Antonio Carmona en su libro Caballo muta a cebra, publicado por Ediciones Idea Aguere, dándonos una visión del mundo que, aunque cercana a la tragedia, esta se atempera con un lenguaje donde lo poético y lo cotidiano, la imagen precisa y trabajada y el decir de cada día, se mezclan de forma que producen un libro sugestivo y, al mismo tiempo, señalador de nuestros errores y nuestros miedos.

Porque todos somos conscientes de que hemos sido arrojados del paraíso. Porque, cuando supimos del bien y del mal, no tuvimos el suficiente valor ni la suficiente sabiduría para elegir, y nos pudo ese lado oscuro y demoledor.

Verdugos y víctimas a un tiempo, buscamos desesperadamente un rescate mientras la capitulación transpira sin condiciones.

Este libro de Antonio Carmona, tercero de sus publicaciones, está dividido en seis partes, una de las cuales, “Enero”, la constituye un solo poema con el mismo título y que parece un poema de tránsito entre las dos primeras partes y las tres restantes. Dos primeras partes que podemos considerar como una reflexión sobre el origen de esa pérdida y la constatación de vivir en un tiempo oscuro donde la dignidad es figurada porque sirvió de alimento, con la presencia inevitable de la duda, a la que conjura en el hermoso poema “Informe para Claudio”, en el que expresa el deseo de

Que, por fin,
si descubre un antropólogo
al cabo de unos milenios tu osamenta,
que vea las huellas de tu valentía
y las heridas de tus miedos.

Pasado el laberinto de nieve del poema Enero, llegamos a las consecuencias que esa pérdida de paraíso supone para nuestro intento de huida, a través de una metamorfosis , que, como la del caballo que muta a cebra, nos haga invisibles, entre enjambres de mosquitos y rugidos, versos que dan título a la penúltima parte del libro donde un hombre acribillado por diez mil mutaciones/ se hizo otro hombre.

Antes, ya nos había advertido el poeta en la parte del libro titulada Acecha la vida eterna, la necesidad de emprender un camino de despojamiento, que afecta también al propio lenguaje, con versos de escasa y certera adjetivación. Poemas donde la muerte, aparece como parte de ese despojamiento.

Volviendo a Entre enjambre de mosquitos y rugidos, la parte más larga y densa de este libro, la visión del poeta se mueve entre la desazón y la esperanzas, aun a sabiendas de que no existen los milagros.

El paso del tiempo, la vejez, la muerte, se abren paso aquí con la contundencia y la certeza de quien lo asume y lo reivindica, para los otros y para sí mismo, porque Aquellos pájaros- usted lo sabía- esculpían su epitafio. Y esa cercanía al acabamiento hace que su visión sea más lúcida porque:

Viajamos cada cual a su modo,
con la mueca de la verdad,
aún estupefactos,
mirando la ruleta pararse
en el número de la gran duda.

Los poemas de este libro parten de una mirada desde fuera, a la incorporación de un yo que luego se convierte en un tú y en un nosotros. Mutaciones necesarias, tal vez para llegar a esa parte Del corazón, la última del libro, donde el poeta vuelve a dar otra vuelta de tuerca, en la que, a pesar de todo, nuestro paladar todavía reclama miel.

Un libro, pues que denuncia nuestra mudez conformista y nuestra queja estéril. Una invitación a que nos preguntemos por esa necesidad de hacernos invisibles ante nuestras propias culpas, y en el que se hace evidente la madurez poética y vital de su autor.

Antonio Carmona: Caballo muta a cebra, Ediciones Idea, 2017.


Cartas imaginarias, de Bernardo Chevilly

Alberto Pizarro

Recientemente Bernardo Chevilly ha dado a la estampa su libro “Cartas Imaginarias”. Así reza el título y así tenemos que enfrascarnos en él. Jamás pensaría M. Schwob que su nombre fuera utilizado en el prólogo de este libro, acercándolo a sus “Vidas Imaginarias”, pero en él hay una especie de leyenda que nos lleva a través de edades pasadas. Quizás se acerque más a los Retratos Imaginarios de Walter Pater, pero en todos ellos hay más una semejanza al ensayo que al motivo de prosa poética, o mejor, poema en prosa que para mí no es lo mismo, tienen las Cartas Imaginarias de B. Chevilly.

También conviene recordar que Bernardo Chevilly, con anterioridad a este libro, publicó una “Galería de retratos” de diversos personajes, en su mayoría de nuestro tiempo, en la editorial Pre-Textos.

Analizando los dos libros, podemos observar la diversidad poética: en “Retratos” personajes más cercanos; en el que nos ocupa hay de todo pero las cartas, perfectamente imaginarias, van desde el pasado al presente. Lo que nos lleva a otro punto.

Bernardo Chevilly es un psiquiatra de su tiempo y un amanuense de sí mismo, porque su labor de escritor consiste en filtrar el mundo a través del tamiz secreto de la subjetividad, en irse deshojando, lentamente, como quien se desgrana a plazos, hasta que el alma se convierte en una especie de “calendario” del que apenas queda el esqueleto aterido del poeta – Bernardo Chevilly- que se ha ido despojando en estas cartas poéticamente inverosímiles, de los ropajes que lo abrigan de la intemperie, hasta ofrecerse desnudo tatuado de su propio poema, que pudo haber sido, y, que nunca sabremos o no queremos saber, si es imaginación del propio B.Ch., o las verdaderas cartas de los personajes presentados.

Nunca encontraremos en el autor del libro un veredicto inapelable, nunca atisbaremos entre sus opiniones dogmatismos pontificales, nunca lo sorprenderemos arrebatado por la soberbia estéril y la intransigencia. Bernardo Chevilly podrá emplear la ironía más disimulada, corrosiva e impávida en sus apreciaciones de los personajes de las cartas, pero nunca la revestirá de ensañamiento; podrá dinamitarse el lenguaje hasta descoyuntarlo, pero nunca recurrirá a la muletilla fácil y energúmena de la interjección.

En definitiva, en Cartas Imaginarias encontramos al escritor que le da las vueltas a las mangas del tópico, para vestirse con el lenguaje transparente que, más allá de su aparente facilidad, esconde el talento insomne de quien sabe hacer de cada palabra un candil inédito y de cada combinación de palabras una luz no usada.

Bernardo Chevilly: Cartas imaginarias, Editorial Renacimiento, Sevilla, 2017.


Las geografías circundantes, de Samir Delgado

Cecilia Domínguez Luis

MANOLO MILLARES EN LA MEMORIA DE UN POETA

Cuando un escritor -en este caso un poeta- elige como protagonista o fuente de inspiración a un artista relevante, como es el caso de Manolo Millares, un artista plástico de fama internacional, se encuentra con unos límites marcados por la obra del artista, que parece indicarle el camino a seguir. Claro que esos límites son solamente externos y su superación o acomodo depende del propio poeta.

En el caso del libro que nos ocupa, su autor, Samir Delgado ha sabido enfrentarse a esos límites, de tal manera que, siguiendo su propio camino, ha sabido encontrar el territorio propicio para ofrecernos sus geografías circundantes.

El poeta inicia el camino junto al pintor. Un camino en el que vida y arte van a darse la mano para penetrar en los entresijos de una memoria colectiva. La memoria de un pasado aborigen que, en la primera parte de este libro, titulada, precisamente “Las geografías circundantes” sitúa al escritor frente al lienzo Aborigen y escribe:

Una espiral al vacío
la primigenia
soldadura de la carne

saja del tiempo insular.

Si la palabra aquí se vuelve reivindicativa de la memoria, como lo hace la pintura de Millares, la vida de este pintor forma parte también de ese imaginario poético que Samir va desgranando a lo largo de las tres partes en las que se divide el libro.

En esta primera parte, aún existe variación de color en los cuadros de Millares. Espirales, figuras geométricas, ocres, verdes, azules, rojos, negros, con lo que nos habla de ese pasado, de la cuadrangulación/de una isla interior:/un objetivo íntimo, al mismo tiempo que aparece el deseo de recuperación de los juguetes perdidos en la playa.

Pero la vida avanza y, con ella, la mirada del pintor que necesita explorar otros medios para expresar su postura frente a la existencia.

Y las arpilleras comienzan a dar forma a ese mundo que se va tornando hostil o, al menos, no deseado.

Y aparece la necesidad del viaje, de la marcha de esa Ítaca que llega a agobiarlo pero cuyo alejamiento hace que encumbre todas las distancias. Así lo expresa el poeta en su poema “Millares, 1955”, a través de un yo del pintor que es, a su vez, el yo del propio poeta.

La arpillera surge con rotundidad, como lo hace el poema de Samir cuando dice: LA MANO y el hilo/ tuercen al punzón/ su abrigo de junco.

Aún quedan dos grandes hitos para la vida y arte de Millares: la fundación del grupo El Paso, recogido en un texto que, a manera de carta a Cirlot, habla de la preocupación de una serie de artistas para ofrecer una visión crítica y comprometida ante la realidad, tanto artística como vital.

El otro gran hito es la aparición del “Homúnculo” que, según Paracelso, es una criatura del subsuelo, lugar en el que encuentra todo lo que necesita, y al que el poeta pregunta acerca de sus propias preocupaciones existenciales.

Con estas preguntas se inicia la segunda parte del libro, “Los escombros”.

Todos sabemos que los escombros son materia de desecho que provienen de cualquier derribo, ya sea real o imaginario, físico, moral o ético.

Aquí, el poeta pone en palabras esa necesidad de demolición, de bajada a los infiernos, para poder resurgir de entre nuestras propias ruinas. Y los colores se convierten en símbolos de esta destrucción necesaria. El negro, el rojo y el blanco se convierten en símbolos de la muerte, del acabamiento, pero, al mismo tiempo de denuncia, de lucha contra los espantajos de la guerra, las injusticias, el dolor.

Esta vez, arte y poesía se unen en la denuncia, en la reivindicación de la libertad, a pesar de la oscuridad aparente de “La galería de la mina”, poema diecisiete, o del “Asesinato del amor”, poema dieciocho, donde UNA BALA/ ensangrenta/ las sienes/ de la víctima/ eros yaciente/ en el semisótano/ de la eternidad.

En esta parte, la evocación de un poeta como Miguel Hernández no es baladí, pues el poeta oriolano conoció muy bien las sombras, el amor truncado por una muerte injusta. El derrumbe.

Pero se hace preciso salir de la oscuridad, resurgir de los propios escombros, y hacerlo con un grito; un grito al rojo vivo, con el que empieza la última parte de este libro, “El grito”, donde “El gran díptico” viene a ser una clave de sol/ en la densa armadura/ para orquesta sinfónica/ del gran díptico universal.

La vida de Millares vuelve a estas páginas en el poema veintinueve, donde Samir Delgado hace una interpretación muy personal y poética de la película documental sobre el pintor titulada, precisamente Millares, donde la muerte, duración inversa, protagoniza casi todos sus versos.

Artista y poeta saben que hay que excavar, hundirse en la corriente de la vida y la muerte, para brotar, como lo hacen las semillas. Y el blanco y el negro apuestan, junto al grito del primer hombre, por el vuelo de las palomas.

Blanco y negro, negro y blanco que cierran este bello libro, en un poema sin título con el que se despide al artista.

Samir Delgado ha sabido encontrar la luz que despide las arpilleras de Millares. Ha sabido excavar en las profundas derrotas y victorias de un artista universal, y viajar, de su mano a los lugares profundos de nuestro origen, de nuestro ser y estar en este mundo terrible y hermoso, a pesar de todo.

Samir Delgado: Las geografías circundantes, Viceconsejería de Cultura del Gobierno de Canarias, 2016.


El letargo, de Rafael-José Díaz

Cecilia Domínguez Luis

Si buscamos en un diccionario el significado de la palabra letargo, ninguna de sus acepciones nos habla precisamente de un estado vital o fértil, sino de todo lo contrario. El letargo es un estado de somnolencia que, al parecer, se relaciona con la enajenación.

De ahí que, en un principio y dejándome, hasta cierto punto, llevar por el significado de esta palabra, me enfrenté al libro de Rafael-José Díaz con cierta prevención.

También es cierto que no me llamó demasiado la atención este título, acostumbrada ya a los que este autor elige para sus libros, como Algunas de mis tumbas, un libro de relatos, o su última entrega poética, Un sudario.

Quien ha leído la poesía de este autor es consciente de la evolución que ha experimentado a lo largo de sus libros, sin que por ello sus preocupaciones dejen de girar alrededor del cuerpo o su recuerdo, donde la sensualidad es una parte esencial, de la entrega y la pérdida, de la realidad y el deseo, aparte, claro está, de los sueños, materia presente en casi toda su obra.

Al margen de todo esto, abrir este nuevo libro, El letargo, supone un nuevo vislumbre en el quehacer de este escritor.

Hablo de vislumbre como podría hablar de “El chispazo», título del antepenúltimo texto de este libro y que nos habla, dirigiendo de «algo que se cruza con nosotros [….], y nos dice que sí, que en ese mismo lugar que ahora ocupamos- con la leve y efímera manera de ocupar un lugar que es propia de los hombres-, podemos asistir, desde el otro lado del tiempo, a lo que fuimos, a lo que éramos cuando aún no había tenido tiempo el tiempo de perseguirnos hasta aquí,…»

Estamos ante un libro singular en el que los relatos, a veces prosa poética, a veces una relación concatenada de aforismos y casi siempre reflexivos, nos hablan de la soledad -buscada o no- de ese aislamiento en medio de una multitud del que, de vez en cuando, como en el poema de Cernuda, alguien nos saca; ese alguien «que marcha abriendo el aire y los cuerpos».

Y es que, en este libro, algunos de sus textos nos llevan, inevitablemente, al poeta de Los placeres prohibidos, donde cada encuentro, tarde o temprano, acaba en el desencanto, en una frustración del deseo solo restablecido a través del sueño. Porque, como apunté antes, es el sueño uno de los elementos recurrentes en la obra de Rafael-José Díaz, sobre todo en sus últimas entregas.

En El letargo, el sueño o la ensoñación recorre gran parte de sus relatos, pues, como bien afirma Bachelard, el sueño, la ensoñación «nos permite conocer el lenguaje sin censura».

Pero hay algo más en estos relatos, y es la plasmación de los deseos y temores de su autor. Ese pasar al otro lado del espejo, a través de «esa puerta que no parece haber sido pensada para entrar ni salir», de la que habla en « El siguiente sueño».

Pero, aparte de este guiño a Alicia, hay otros en este libro, como en el «Brick Breaker», un homenaje al Ulises de Joyce o «El sueño del piso», en el que nos lleva hacia Cortázar, más concretamente al de Historias de cronopios y de famas.

No falta en este libro-como era de esperar en un escritor como Rafael-José- la crítica, a veces mordaz de una sociedad en la que vive y que rechaza. La vemos en relatos como «Palazón. Una crónica», «Las ratas» o «El torneo», textos narrados en tercera persona, tal vez buscando ese distanciamiento necesario a la hora de enfrentarnos a una realidad que rechazamos, pero que en El extrarradio de los huesos tristes da una vuelta de tuerca, para acercarnos desde un tú a un mundo sórdido y tan terrible como real, con esa capacidad de acercamiento, digamos que casi no exenta de cierta ternura, que nos lo hace aún más terrible.

Rafael-José Díaz pretende contarnos historias, y lo hace, pero nos tiende trampas, porque nos invita -casi nos exige- a que tomemos partido, y no desaprovecha la ocasión para reflexionar sobre el fenómeno de la escritura, sobre los lectores, y/o sobre los críticos, a través de relatos como «El amigo Uruguayo», en el que, al tiempo que nos cuenta una historia reflexiona acerca del lenguaje narrativo, o en el más largo «El verano pasado en la mareta» en el que queda clara su opinión acerca, no solo del que escribe sino también del lector que le interesa.

Tal pareciera que estamos ante una postura excluyente de todo aquel lector que no se ajusta a sus expectativas o a sus condiciones. Juego o no, cada uno de los lectores tendrá la oportunidad de posicionarse, para bien o para mal.

Dicho todo esto, lo que sí está claro, al menos para mí, es que El letargo es, ante todo un libro de reflexión y de búsqueda.

El escritor, desde una soledad que desea o que rechaza y que, muchas veces le produce desasosiego, se pregunta sobre ese otro yo que lo acompaña y que con él se enfrenta a su destino.

Es la curiosidad del hombre solo que mira o que contempla, y, más que describir lugares o contar historias, nos describe y cuenta sensaciones, a veces, como si estuviese «En las partes traseras de las guaguas», otras, simplemente caminando y deteniéndose, de forma casi involuntaria e inexplicable, en calles como la de «Calle El saludo», en la que el escritor se da cuenta, y así nos lo hace saber, de que «somos parte del tiempo y del espacio, pero casi nunca nos es dado comprobarlo de forma fehaciente, sentir que nuestro cuerpo se adhiere a un instante y a un lugar que nos atrapan con su inanidad y nos desfiguran, nos anonadan y nos devuelven transformados».

Es por esto por lo que les hablo del letargo fértil que supone este libro de Rafael-José Díaz.

Rafael-José Díaz: El letargo, La playa del ojo, 2016


Africanos en Madrid, de Nicolás Melini

Leticia González

El conjunto de siete textos que componen Africanos en Madrid de Nicolás Melini nos introduce en un mundo cercano y lejano al mismo tiempo. Se trata de una suerte de «relatos de viajes» que muchas veces llevan al «viajero» al infierno de la desesperación, del agobio y de la dependencia. Habla de los africanos que viven con nosotros, que son nuestros vecinos, pero están fuera de nosotros, porque no los entendemos y por ello a veces, incluso, los tememos. Ese miedo y esa incomprensión la encontramos a lo largo de todo el libro, no obstante, estos «viajeros» incansables y obstinados, no se resignan, no se empequeñecen, más bien siguen adelante con entereza y, además, alegres, con lo que podríamos llamar endurance (aguante, resistencia, pero no resignación), como el nombre del buque rompehielos en el que se llevó a cabo la difícil expedición Imperial Trans-Antártida, emprendida por Shackleton.

De los siete textos, especialmente inquietante y estremecedor es el titulado «Mis padres me susurran», sobre la mutilación genital femenina (MGF). A pesar de la prohibición estatal de esta práctica en Senegal, se siguen llevando a cabo estas ceremonias que persiguen la supuesta «pureza» de la mujer. Una vez más aparece el miedo, el miedo al otro, a la mujer, en este caso. Según los datos de la OMS, más de 200 millones de mujeres y niñas vivas actualmente han sido objeto de la MGF en los 30 países de África, Oriente Medio y Asia donde se concentra esta práctica. En la mayoría de los casos se practican en la infancia, entre la lactancia y los 15 años. La MGF es una violación de los derechos humanos de las mujeres y niñas. Refleja una desigualdad entre los sexos muy arraigada, y constituye una forma extrema de discriminación de la mujer. Además, viola los derechos a la salud, la seguridad y la integridad física, el derecho a no ser sometido a torturas y tratos crueles, inhumanos y degradantes, y el derecho a la vida en los casos en que la práctica acaba produciendo la muerte. Como leemos en la ficción de Melini, este procedimiento viene asociado a un modelo cultural que vincula la feminidad al recato y la castidad, portadores de la idea de que las niñas son puras y hermosas toda vez que se eliminan de su cuerpo aquellas partes que se tienen por impuras o, paradójicamente, por no femeninas (no propias de esa idea de feminidad). El argumento utilizado siempre apela a la tradición cultural, tradición que, en este caso, poco a poco se va cuestionando en los países en los que se practica. La prevalencia de la mutilación genital femenina depende de los países y de las etnias. En Senegal, tal y como escribe Melini, es una práctica de algunas etnias, sobre todo de los diola (al sur del país). La prevalencia actual en este estado varía entre el norte, con menos del 10% , y el sur, del 10 al 25 % de mujeres mutiladas.

Finalmente, el texto que cierra la «expedición» de Africanos en Madrid, es un homenaje al profesor El Hadji Amadou Ndoye, del Departamento de Español en la Universidad Cheikh Anta Diop de Dakar. Este texto apareció en el primer número de nuestra revista, en noviembre de 2016 (http://aclrevistaliteraria.academiacanarialengua.org/sr-profesor-el-hadji-amadou-ndoye/). Nos presenta Melini al profesor fallecido en 2013, nos habla de su interés por la literatura canaria y por el canario en sí. Produce extrañeza que un africano se interese por lo que se ha escrito y se escribe en las islas y, además, diagnostica Melini que «en Canarias hemos padecido una necesidad casi existencial de que nos hablen de quiénes somos». Curioso es también que no hayamos querido mirar los canarios hacia el continente africano, «a un tiro de piedra» de las islas, al que nos une una historia de sometimiento: «si ha desaparecido oficialmente la esclavitud como institución sigue viviendo agazapada en los pliegues de la idiosincrasia» escribía Ndoye a propósito de Faycán, de Víctor Doreste. Quizá los canarios hemos tenido miedo a vernos reflejados en ese continente cercano y lejano.

Solo con el conocimiento del otro perderemos el miedo, se acercará lo lejano. Africanos en Madrid nos acerca a la realidad de los senegaleses que viven en España. No pretende ser compasivo, no es condescendiente, es un reflejo de sus vidas.

Nicolás Melini: Africanos en Madrid, Reino de Cordelia, 2016.


Madreselva, de Ernesto Rodríguez Abad

Cecilia Domínguez Luis

La madreselva es una planta trepadora, de flores en forma de campana y olores fragantes, que crece en cualquier lugar.

Tal vez por esa forma de enredarse, como una caricia, pero firmemente a los lugares, la haya adoptado el escritor Ernesto Rodríguez Abad, no solo como título de este libro sino como metáfora del amor.

Realmente Madreselva es un libro difícil de clasificar. Es cierto que en él se nos cuentan historias, pero a veces estas historias se convierten en microrrelatos, a veces en greguerías y otras en auténticos poemas.

No sé si podríamos hablar de poemas en prosa de los que habla, acertadamente, Benigno León, por ese “tono intimista y la intencionalidad poética”. De cualquier manera, nos encontramos ante un libro singular, que podemos leer sin plantearnos un orden a seguir.

Dividido en seis partes, Madreselva es, ante todo, un libro sobre el amor.

Existen los Amores de tiempos lejanos, donde Tristán e Isolda comparten sus desdichas, como la madreselva y el avellano, junto a Abelardo y Eloísa, mientras en La copa de oro, Ricardo apura su veneno, y la bella y ardiente Inamna se convierte en árbol, bajo la mirada de los dragos gemelos y el vuelo libre del águila y el halcón.

He querido jugar con los títulos de esta primera parte, para abrir la puerta al Amor prohibido, donde su primer texto, Mantis religiosa, es toda una metáfora de la libertad. Una libertad que, por ser la de amar, va más allá del amor, de sexos y convenciones.

El ajedrez le sirve a nuestro autor de bella excusa para hablarnos de ese amor que prohíben las diferencias de clase; amores prohibidos o comprados como el de Lindo caballero, Amor de cuentos, que podría llamarse también amor de papel y que nos hace esbozar una sonrisa, o el que nos ensombrece como el de El hada del espino albar, un relato donde lo poético, como el aliento del hada, se respira en cada párrafo, y donde la imposibilidad de amar hace buscar caminos igual de imposibles pero inevitables como ese amor.

Los dos últimos relatos de esta parte llevan nombre de mujer: Isabel (La buscadora de oro) y Jacinta, dos heroínas de la fatalidad que, hasta el último instante mantuvieron la esperanza y con las que el lector, al terminar, no puede evitar sentir “una mordida dolorosa en el corazón”.

Eros y el amor se abre con Madreselva, un auténtico poema amoroso donde los cuerpos, como la madreselva, se funden en un abrazo interminable. Amor y sensualidad fundidos como la planta olorosa y trepadora que da paso a esa pasión que puede convertirse en peligrosa, incluso en mortal, como en Los que se amaron demasiado, a como quien se obsesiona con una mano y su caricia. Todo mientras en un palacio, cuya decoración nos habla de un mundo próximo al ocaso, la pasión cumplida origina cada vez más deseo, esa sed de la sed que no acaba, que diría Luis Feria refiriéndose al poema.

Corto de amor nos introduce, como indica su título, a una serie de veinte microrrelatos que, a veces son greguerías y siempre, a mi parecer, poemas en prosa, en los que tampoco falta el toque irónico tan bien utilizado siempre por Ernesto Rodríguez Abad en este libro. Textos donde los párrafos, incluso las líneas finales, nos sorprenden, bien por el giro que dan a la historia, bien por la contundencia de sus afirmaciones, cuando no por ese aliento poético que nos hace navegar hacia el amanecer de las historias.

Esta vez toma carta de presencia el desamor, el olvido, la espera inútil, como es el caso de La radiografía, Traición, El beso perdido o Mal de amor, relatos en los que aparece ese lado oscuro que deja al lector un sabor entre dulce y amargo. Un sabor que se convierte en sonrisa en cuentos como Escena de amor que no me resisto a copiar:

Se arrodilló. Cogió la mano de la princesa. Temblaba.
Ella lo miraba con cierta languidez.
El príncipe azul le declaró su amor y le pidió matrimonio.
La princesa rosa respondió con un rotundo ¡NO!
Entonces ocurrió el prodigio. Fueron felices.
Y para terminar esta parte, nada mejor que esta greguería:
Fue un amor tan rápido que solo llegó a la A.

Grueguería con la que damos paso a la penúltima parte donde podemos comprobar la vocación teatral de Ernesto. Cuatro pequeñas piezas teatrales-dos de ellas solo diálogo- en las que el decorado forma parte de la historia y donde la primera, Deshabitados de amor me remitió a una rima de Bécquer que termina: Pero, al pensar en nuestro mutuo amor/ yo digo aún ¿por qué callé aquel día?/ Y ella dirá ¿Por qué no lloré yo?

Le siguen dos diálogos, uno en el que dos personajes, El y Ella, se preguntan por el amor y otro, Amor ingenuo que inevitablemente me trajo el diálogo del niño con la luna en el Romance de la luna, luna lorquiano.

Termina esta parte con La cajera sabia, una vuelta de tuerca al famoso “juicio de Salomón”, actualizado y repleto de humor negro.

Llegamos así a Amor de otoños, cuyos cinco relatos hablan de los últimos renglones del amor, fortalecidos y renovados gracias al recuerdo o al deseo de que no se desvanezca lo que fue o lo que pudo ser. Tal vez por eso esta parte y el libro termina con la historia de Almerinda Quiunché, una india de Jujuy, cuya mirada abarca siglos de amores, desarraigos, hambre, miseria y esperanza. En definitiva, la vida.

Cerramos el libro con la sensación de haber vivido cada una de sus pequeñas historia, de haber paladeado frutos jugosos, copas de veneno, de haber escuchado la música del mundo y, sobre todo, con un agridulce olor a Madreselva.

Ernesto Rodríguez Abad: Madreselva, Diego Pum Ediciones, 2015.