Reseñas

Dignidad creadora y lecturas de cabotaje, de Oswaldo Guerra, por José Yeray Rodríguez Quintana. Un rumor de siglos, de Sabas Martín, por Cecilia Domínguez Luis. Y tú serás el río, de Cecilia Domínguez Luis, por Sabas Martín

Dignidad creadora y lecturas de cabotaje, de Oswaldo Guerra*

José Yeray Rodríguez Quintana

Voy a confesarles, queridos todos, que cuando Oswaldo, para mi emoción y responsabilidad, me convidó a presentar este libro, estuvimos trasteando con la fecha. Todo parecía indicar que sería más tarde pero sin embargo es hoy. Solo después de que quedara fijada la cita caí en la cuenta de que, seguramente, no era una casualidad. Hoy cumple años Tomás Morales, ciento treinta y cuatro para ser exactos, y parece voluntad suya que, después de la celebración de esta mañana en Moya, la fiesta de la tarde fuera en casa de su querido Domingo Rivero y que no habría ocasión mejor para que uno de los que más sabe de ambos presentara un nuevo libro en el que, además, se habla, y con mucho acierto, de ellos y de sus obras. Y yo, seguramente por esta fecha tan de Tomás Morales, he recordado, y he recordado concretamente que hace tres años me tocó celebrar con la lectura de un texto en su casa de Moya, el cumpleaños número 131 del autor de Las Rosas de Hércules. En aquel entonces escogí para principiar mi intervención un poema de Tomás que anunciaba el fin de sus vacaciones infantiles en la villa norteña y el regreso al colegio y a la ciudad. En él palabrea con su habitual maestría, con cuánta felicidad se hubiera cambiado en aquel instante por el hijo del herrero, su camarada con la cara sucia y el oído acostumbrado al estruendo del metal, que lo veía pasar desde la puerta de la herrería sabedor de que empezaba a faltar mucho tiempo para volver a verse. En aquel entonces confesé al poeta de Moya que a mí también me hubiera gustado, como a él mismo, asombrarme al umbral de aquel adiós en lugar de pasar en aquel coche triste que lo arrancaba de donde querría estar. Pero Tomás Morales, echándose al hombro aquel pesar, no renunció a su camino ni a la encomienda que la tradición le tenía reservada. No solo llegó a aquella ciudad que lo aguardaba sino que la refundó con su palabra modernista y su bendición casi sacerdotal y nos la entregó convertida en otro paisaje, el paisaje al que su colega Domingo Rivero llamaría la ciudad futura. Y es que, como al jovencísimo Tomás Morales, la vida suele colocarnos en constantes encrucijadas en las que, generalmente, el camino más difícil es, también, el más atractivo y, al final, el más fructífero. De eso puede hablar con propiedad Oswaldo Guerra, que eligió como filólogo (pero también como creador) el difícil pero necesario rastreo de la literatura canaria en busca de una serie de constantes que siguen asombrándonos por desconocidas y por extraordinariamente coherentes. Y quiero hablar consciente y profundamente de literatura canaria porque a ella consagra Oswaldo la mayor parte de las páginas que integran el libro que hoy presentamos y porque, de algún modo, siento que por eso soy el privilegiado presentador de esta obra, por compartir con su autor ese camino que ambos iniciamos de la mano del mismo maestro, el poeta y profesor Eugenio Padorno. Y no crean que es gratuita ni un ejercicio de soberbia la afirmación de la dificultad de este camino. La literatura canaria sigue pugnando desde su peculiar naturaleza por una dignidad creadora, como certeramente se titula la obra, que muchas veces le es negada desde distintas concepciones, todas ellas erradas. En ocasiones se indica la irrelevancia de las letras insulares y se salva de la quema una escasa nómina de autores que por lo general no han sido leídos por los mismos que los redimen; otras veces se entiende la literatura canaria como una mera versión regional extraordinariamente mimética y por tanto irrelevante de una literatura considerada matriz y que no es otra que la habitualmente denominada literatura española; otras veces se considera que no solo es una literatura imitativa del modelo dominante sino que además es extraordinariamente tardía y, por supuesto, ese rezago inevitable no añade nada a su calidad ni relevancia sino que, más bien, resta. Por eso no son tantos, aunque parezca lo contrario, los que se han acercado a la literatura canaria con la intención de desvelar sus singularidades en lugar de señalar sus lógicas coincidencias con otros discursos estéticos. Esta pesada losa, que no deja de tener que ver con los habituales complejos que hacia lo canario se vierten muchas veces intramuros, también afecta a la literatura. En ocasiones, lo hemos dicho muchas veces, la nombradía de un autor viene dada por su parecido con otras figuras a las que se les ha dado más relevancia, haciendo buena la frase aquella de que quien tiene padrino no muere pagano, con la diferencia de que, en este caso, el ahijado lo sabe casi todo del padrino y el padrino, casi nunca, sabe nada del ahijado. Algo similar a lo que sucede con el español de Canarias sucede con la literatura. El sempiterno complejo que achica nuestro dialecto frente a otras realizaciones del español, también gotea y a veces llovizna sobre la literatura. Pocos le han dado la vuelta al argumento. A una materia prima extraordinariamente singular como el español de Canarias, atlántica, europea, americana y africana, le corresponde, o le debería corresponder, una literatura con las mismas posibilidades. He ahí el reto asumido por Oswaldo, como por otros que dejaron las primeras huellas en ese camino: descubrir la singularidad canaria, no conformarse con las certezas esperables, no ser un descubridor de lo evidente sino explorar los rumbos que conducen hacia la formulación del enorme interrogante que conforman esos siglos de literatura que han hecho todo lo posible por descifrarnos. Solo desde esa condición desprejuiciada, tan rigurosa como cualquier otra pero libre de cargas que no le corresponden y de deudas que otros quisieran endosarle, se puede ofrecer el fruto del trabajo crítico que Oswaldo nos brinda en Dignidad creadora y lecturas de cabotaje. Solo así se puede descubrir que esa literatura canaria habitualmente considerada imitativa y rezagada, tiene su propio tempo y se adelanta en ocasiones a su propio paso para ofrecer perspectivas y lecturas que tardarán en arribar a otras latitudes. Solo así se entiende y se le da su exacta importancia, por ejemplo, a la figura de Cairasco, pionero en tantos rumbos, un poeta inaugural en todos los sentidos; o al particular regionalismo canario, que antecede al modernismo y que, sin embargo, en América lo sucedió; o a la temprana poesía citadina isleña, que se llenó de calles y viandantes cuando en otras latitudes estaba lejos de ser urbana, o el ecologismo de González Díaz o el feminismo de Mercedes Pinto, que surgieron cuando nadie los llamaba exactamente así; o a la poesía social, que en 1947 nos regala Antología Cercada mucho antes de lo esperado o a la novela Mararía, que si no hubiera estado tanto tiempo en un cajón habría sido todavía más sorprendente. Pero, queridos todos, a estas conclusiones solo se puede llegar desde lo que, jugando nuevamente con el título del libro, llamaré dignidad crítica, y esa condición la exhibe Oswaldo Guerra en todas las páginas del libro que presentamos, pero especialmente en aquellas que persiguen dar luz a la literatura canaria. No se trata, como podría pensarse, de una competencia o de una carrera hacia la nada; se trata, simplemente, de tener la suficiente capacidad para escuchar lo que una literatura tiene que decirnos y de la posibilidad de establecer un diálogo entre tiempos diversos para dar más razón si cabe al concepto de tradición interna que su maestro y mi maestro Padorno supo ver con tanta claridad. Por eso no es casual que las páginas de este libro se conviertan en una suerte de conversación con autores cercanos y remotos en el tiempo, conocidos personalmente o no por el autor: García Cabrera, Pinto Grote, Pino Ojeda, Padorno o Isaac de Vega pero también Gadamer, Rilke, Octavio Paz o Heidegger, pero también Oramas, Chirino, Padrón o Dámaso. Este último es, sin duda, uno de los tesoros del libro, la fantástica interacción tejida entre pincel, cincel y pluma que añade al discurso filológico una plasticidad identitaria ciertamente interesante y extraordinariamente didáctica. Pero de lo más que se habla en el libro, podrán deducirlo, es de literatura y más concretamente de poesía, de autores diversos predispuestos todos a dejarse desentrañar por un crítico que puede hablar tanto de poesía porque también es poeta y, como él mismo indica en un texto sobre Padorno citando a Schlegel “La poesía solo puede ser criticada desde la poesía”. Yo, con el permiso de Schlegel, Padorno y Guerra, me atrevería a ir más allá diciendo que la poesía solo puede ser criticada poéticamente, puesto que solo desde un lenguaje crítico poético (que no pierde rigor sino que lo gana), se puede tratar de desentrañar qué dijo otro poeta. Lo contrario es convertir el texto crítico en las soluciones de un crucigrama y no se trata de eso.

Especialmente alumbradores son los rumbos que abre el análisis de Oswaldo al tratamiento literario y plástico del paisaje, eterno tema que vertebra las letras isleñas, paisaje idealizado que pasó a ser maldito en las endechas de Guillén Peraza y que desde ese entonces, entre ambos polos, no ha dejado de ocupar el discurso literario y teórico de las islas; también destaco su análisis de la importancia de lo prehispánico en la configuración de lo canario o, más bien, en su exacta definición; su consideración de la Comedia del Recibimiento como verdadero texto inaugural de la literatura canaria y el análisis de la dignidad, otra vez esa palabra, asumida por Doramas por obra y gracia de Cairasco, un poeta más que moderno según el análisis de nuestro autor; la lectura insular de Julio Verne, el exhaustivo homenaje a nuestro común maestro, a su íntimo Juan Ismael o el emotivo recuerdo de Pino Ojeda son solo alguna de las fortalezas, como se diría ahora, del libro que presentamos. Suele pasar, siempre pasa, que el que presenta tiene que demostrar que se ha leído el libro, motivar a los que no se lo han leído para que se lo lean y evitar destriparlo demasiado como para que se le quiten las ganas a los que tenían intención de hacerlo. Eso siempre es más difícil de lo que parece. Yo solo puedo decirles, con el corazón en la mano, que esta nueva aportación de Oswaldo, que reúne textos que originalmente nacieron separados y algún inédito, que incursiona en la pintura y hasta en el cine, es una obra necesaria. Lo es cada una de sus entregas y lo es, por supuesto, el volumen total. Este último lo es más si cabe, porque nos permite no solo conocer el pensamiento de su autor sino rastrear su coherencia en diversos ámbitos aparentemente separados pero unidos por su sensibilidad, talento y agudo párpado de filólogo.

Les comenté al principio que no es una casualidad que hoy cumpla años Tomás. Morales. Tampoco lo es, seguramente, que Oswaldo presente este libro en la Casa Museo Domingo Rivero, solo a unos metros de donde una lápida en la pared de uno de los edificios más viejos, si no el más viejo, de la calle recuerda el poema “La calle de Triana” del poeta de Moya y un relieve en el suelo uno de los discursos míticos de Galdós, que, precisamente, nació a unos metros de aquí. Pero seguramente tampoco es una casualidad que Oswaldo firmara el prefacio de este libro el 24 de junio de 2018, exactamente 540 años después de la fundación de esta ciudad que Tomás Morales refundó con sus palabras y que él sigue alumbrando con su particular manera de encender su mirada.

*Esta reseña se corresponde con el texto leído por su autor con motivo de la presentación del libro el día 10 de octubre de 2018. Se ha preferido conservar ese formato por la importancia que el día y el espacio de la presentación tienen en la reseña.

Oswaldo Guerra: Dignidad creadora y lecturas de cabotaje,Editorial Mercurio, 2018


Un rumor de siglos, de Sabas Martín

Cecilia Domínguez Luis

Sabas Martín es un escritor, preocupado, entre otras cosas, por rescatar del olvido episodios de la Historia, sobre todo de aquellos que conciernen a la historia de Canarias, a nuestra memoria común.

Desde Nacaria, novela reivindicadora del origen, hasta El Farallón, pasando por La Heredad o La noche enterrada, la narrativa de este autor (y también gran parte de su poesía y su teatro) está muy ligada a su idea de pertenencia a un lugar, a una isla que puede ser todas las islas de este archipiélago en el que habitamos. De ahí que en su primera novela cree ese espacio mítico, en el que transcurren hechos reales o posibles, Nacaria, que no es otra cosa que un anagrama de Canaria.

Y esta idea de reivindicar nuestro pasado aparece en Un rumor de siglos, su última novela, cuidadosamente publicada por Ediciones Mercurio.

Todos sabemos que escribir una novela cuyos protagonistas tuvieron una existencia real, en un tiempo y espacios históricos determinados, requiere una labor de profunda investigación, la mayoría de las veces, ardua, pero que tiene como compensación el hallazgo, ese vislumbre misterioso por el que descubrimos algo de ese espacio, ese tiempo o esos protagonistas, que ni siquiera habíamos intuido.

De ahí que Un rumor de siglos sea producto de una concienzuda investigación y nos desvele situaciones inusitadas y datos históricos que, si no ocultos, no habían sido lo suficientemente difundidos.

Pero de esto les hablaré más adelante, porque tiene mucho que ver con la Adenda que el autor nos ofrece, una vez acabada – o no- esta novela. Una especie de blog de notas o epílogo esclarecedor de intenciones.

Así que volvamos a Un rumor de siglos.

Por lo pronto, nos encontramos con un narrador- esta vez narradora- en primera persona.

Es la Siervita Sor María de Jesús de León Delgado quien se reconstruye a sí misma a través de lo que denomina, y más de una vez: el recuerdo de los recuerdos, que es a veces sueño o ensoñación, desde ese no tiempo y no espacio en el que permanece la protagonista, tal vez, por los siglos de los siglos.
Junto a ella, inevitablemente, el corsario Amaro Pargo, al que nombra desde el primer capítulo, pero también la hermana de este, Sor Juana de San Vicente Ferrer, compañera de convento de Sor María Jesús, y Fray Juan de Jesús, fraile tuerto del convento de San Diego del Monte, tres personas a las que amó y que tuvieron una gran importancia en su vida.

A lo largo de una suerte de 45 pequeños capítulos, la Siervita irá desgranando, en un desordenado orden, sus vicisitudes, sus sacrificios, sus temores, pero, sobre todosu sentimientos amorosos, a veces, contradictorios.

Dije “una suerte de capítulos” porque, en esta novela, no aparecen los capítulos de la forma tradicional que conocemos, es decir, numerados, sino que les da entrada una frase- no una palabra- capitular. Como OLOR A JAZMÍN, ENFERMA DE AMOR, o MURIÓ MI MADRE.

También hablé de un desorden ordenado, porque es así y no de otra manera como nos llegan los recuerdos: a golpes, a ráfagas a veces inconexas. Algo que se agudiza en el caso de la Siervita y se convierte en extraordinario, ya que no solo recuerda hechos de su vida, sino los acaecidos en torno a ella después de su muerte, fechada en 1731, como puede ser su proceso de beatificación, la fundación de su casa museo en el Sauzal, lugar en el que nació, incluso el robo cometido en su convento en el año 1998, entre otros.

La novela comienza con el recuerdo de su exhumación, tres años después de su muerte, y el asombro del descubrimiento de su cuerpo incorrupto, al que acompaña un olor a jazmines. A partir de ahí, la historia se cuenta con saltos temporales y espaciales, relatados de tal forma, que el lector, en ningún momento pierde la perspectiva y el hilo de aquello que se le cuenta.

Pero la Siervita no se limita solo a contar lo que le sucede o lo que hace, sino que también reflexiona sobre ello, se hace preguntas, se reafirma o no.

Está claro que para la protagonista, el amor es el motor que la mueve, junto al deseo de conseguir el goce de la gracia a través del sufrimiento.Un sufrimiento que ella misma se infringe y que, por sus características, nos desconcierta enormemente.

¿Ante quién estamos?

Tal parece que estamos ante la presencia de un ser desequilibrado, con una tendencia- o algo más- al masoquismo, nada extraño en esa época en la que no faltaban las llamadas “mortificaciones” que se infligían algunas personas, sobre todo en los conventos, como medio de purificación de sus pecados.
Y es que no dejan de ser, como mínimo, equívocas, frases como estas: «Y para arder en el amor: la penitencia, el sufrimiento, el suplicio gozoso del cilicio.»

O esta otra: «Y los azotes, chas, los azotes chas, los azotes chas chas que me incendiaban de amor vivo con sus flechas de fuego antes de que el sueño me encontrara gozosamente rendida.»
Para una no creyente, como la que esto escribe, estas frases, trasladadas a lo humano, no dejan de ser inquietantes.

Y aquí llego a esa visión irónica que, a mi parecer recorre gran parte de estas llamémoslas confesiones o recuerdos de la Siervita. Una ironía que, por supuesto no es inocente, como tampoco lo son esos guiños a dogmas de la iglesia como el de la Trinidad, cuando la protagonista, hablando de las cinco casas que habitó afirma «Cinco casas distintas y un solo hogar verdadero.» Imagino que les recordará algo, incluso en el ritmo de la frase.

También cuando la propia Siervita pone en duda sus propios prodigios y dice «Pues que así lo han dicho, así ha de ser, aunque más a la devoción que a la certeza pudiera atribuirse tal suceso.»

Los tres personajes que giran alrededor de Sor María de Jesús, Amaro, Sor Juana y Fray Juan de Jesús, contribuyen- incluso sin proponérselo- a reforzar la imagen de esta monja a la que aman y por la que son amados con esa clase de amor, comprensible tal vez, en esa época, pero casi imposible en la nuestra.

Tal vez ahí esté el prodigio, lejos de esas supuestas levitaciones o viajes astrales, lejos de rezos salvadores de un corsario cuyos robos justifica la Siervita, lejos de esa reconstrucción milagrosa de su medalla rota.

El amor, como único medio de salvarse y salvarnos. O al menos eso es lo que piensa y cree firmemente la protagonista de Un rumor de siglos.

Destacar también episodios escritos con un especial sentido del humor, como el del gato meón, el de la levitación, o mejor dicho, vuelo de kilómetros de Fray Juan de Jesús, o esas enumeraciones casi esperpénticas de los instrumentos de tortura que se encuentran en la reconstrucción de lo que fuera su celda, o la de las clases de milagros que se le atribuyen.

Además, si tenemos en cuenta que quien nos narra las historias lo hace desde el interior de un sarcófago que solo se abre con las tres llaves cada 15 de febrero, podemos imaginar cualquier cosa.

Pero en la Siervita hay algo más, algo que, personalmente, es lo que más me interesa de ella: la duda. Las preguntas que ella se hace sobre sí misma, sobre lo que desea que se recuerde de ella, sobre la verdad o la mentira, porque son precisamente esas preguntas, esas inseguridades lo que la acerca más a lo humano. «¿qué de mí ha de quedar, cuando a los siglos más siglos se añadan?»«¿Quién puede explicar lo que explicación no cuenta?» «¿Solo existe una realidad cierta?»

Y de esta manera llegamos a la otra gran preocupación de Sabas Martín: el lenguaje. Algo de lo que nos habla claramente en un libro suyo titulado La mano entre las líneas, todo un ejercicio de utilización del lenguaje, como lo es, también, esta novela.

Al ser solo una voz la que narra, esta lo hace de tal manera que nos sumerge en esa época, en esos espacios de sombra y luz por las que transitan sus protagonistas.

Lenguaje donde la onomatopeya toma un poder expresivo inusitado. Así el olor del jazmín humm, los azotes, chas, chas, el agua que cae en la pila splashchaaf, el cococooc cacareador o el clanc clanc de las cadenas. Donde las frases continuamente repetidas como el recuerdo de los recuerdo, el olor de jazmín, el sarcófago que solo las tres llaves abre, refuerzan ese espacio y tiempo detenidos en los recuerdos de una persona viva en su muerte, espacios y tiempos que se hacen unívocos, a pesar de las diferencias.

Por otro lado, la descripción de los diferentes paisajes, jardines y huertos, no exentos de sensualidad, en los que el color, el olor y los sabores toman importantes posiciones, junto a las de los protagonistas, hechas a través de la contemplación de cuadros o esculturas existentes, nos llevan a un escenario único y envolvente en el que, tampoco para el lector, existe el tiempo y el espacio tal y como los concebimos.

Dejo a un lado las posibles interpretaciones de las relaciones amorosas de la Siervita con el corsario, el fraile o la monja, pues pienso que es el lector, a través de las confesiones de la protagonista de Un rumor de siglos, hechas entre el recuerdo y la ensoñación, quien tiene que sacar sus propias conclusiones.

Con sus preguntas, con su deseo de prevalecer y «ese olor a jazmín humm, que todo lo enciende» acaba la novela. Pero no acaba ahí el libro.

Después de unas páginas de Reconocimientos, en las que el autor da cuenta de las fuentes consultadas, aparece la Adenda que no es otra cosa que una poética de Un rumor de siglos y de la que podría escribirse otra novela.

Si, como Sabas Martín dice, leer es dialogar, en esta adenda se cumple esta afirmación, ya que el autor establece un diálogo muy convincente y sugestivo con el lector.

Desde la génesis y el porqué de esta novela, a -vamos a llamarlos- cierres en falso en 2008, hasta los diferentes avatares que le supuso enfrentarse a una nueva historia, de la que, es precisamente la Siervita, protagonista y narradora, el escritor nos va dando cuenta de las claves y los entresijos de esta novela, de tal manera que podríamos sentir, alrededor de sus declaraciones, el deseo de verlas noveladas.

No son pocos los hallazgos – para el autor prodigios o hechos llenos de misterio- Así, el de un poema en prosa de Picasso, el de la fuerza creativa que le proporciona una vela, mientras escribe, o el de una paloma intrusa que se posa en un lugar determinado, entre sus papeles.

Y, de esta manera, llega a esa decisión final, gracias a una serie de acontecimientos que lo lleva a optar por una manera singular de contar una historia, que tiene mucho que ver con la victoria de la palabra y de la memoria sobre el tiempo.

Porque esta novela, no es solo una recreación del personaje de la Siervita y de los que gravitaron alrededor de ella, sino, sobre todo, una reflexión sobre el lenguaje y el recuerdo, pues la palabra se torna herramienta esencial para transmitirnos emociones y sensaciones de unos protagonistas y una historia que Sabas Martin rescata para que deje de ser solo Un rumor de siglos.

Sabas Martín: Un rumor de siglos, Editorial Mercurio, 2018.


Y tú serás el río, de Cecilia Domínguez Luis

Sabas Martín

La nueva novela de Cecilia Domínguez Luis, Y tú serás el río (Diego Pun Ediciones, Santa Cruz de Tenerife, 2018), se presenta como la primera parte de Mientras maduran las naranjas, (Cam-PDS Editores, Las Palmas de Gran Canaria, 2009). Cierto, pero no se piense que nos hallamos ante dos textos que suponen una indisoluble implicación en lo que a estilo, voz narradora, o dependencia para su comprensión se refiere. Su relación es más sutil y enriquecedora. Y lo primero que hay que decir es que las dos novelas funcionan de forma autónoma. Y no es necesario leer ambas -primero la una, luego la otra- para que el sentido del universo que en ambas se desarrolla cobre su plenitud. Evidentemente, y como veremos, hay una mutua interconexión y su lectura conjunta esclarecen mutuamente aspectos abordados en ambas. Pero, insisto, cada una de ellas es autosuficiente y se cumplen en sí mismas.

Si en Mientras maduran las naranjas la historia está narrada a través de las evocaciones de una adolescente, Sara, que tenía diez años cuando el golpe de estado de Franco, en Y tú serás el río son dos personajes quienes ocupen el espacio de la escritura. Julia, madre de Sara, narra en primera persona sus experiencias. Ernesto, hermano de Julia, lo hace a través de las cartas que le escribe a Maruja, su prometida. Hay, pues, una doble perspectiva que contribuye a ampliar, matizar y complementar el universo que se desarrolla en lo narrado.

Y, por encima de las vinculaciones de familia, ¿cuál es ese universo? En Y tú serás el río es la crónica insular de los años previos al alzamiento franquista. Una crónica asentada firmemente en las vivencias de los personajes y en donde confluyen identidad, memoria e historia con singular intensidad. Ciertamente, el contexto socio-político marca el devenir de la novela. Pero no es un relato “histórico” al uso, por más que el acontecer histórico se proyecta sobre el sentido de lo escrito a la manera de un sustrato permanente. Y no lo es -a mi entender- porque, más allá de lo estrictamente histórico, en la escritura de Cecilia Domínguez Luis prevalece la verdad de sus personajes. Es a través de ellos, de las incertidumbres de su sentir, del desvelamiento de sus emociones, como percibimos los ecos de una realidad gris y represiva.

En un momento de la novela, Ernesto escribe (pág. 228): “Esta carta, como las demás, querida Maruja, también habla mucho de mí porque, en cierta forma, lo que te digo es como si me lo dijera también a mí mismo, y, aunque te parezca extraño, me ayuda a comprender las cosas que hay a mi alrededor y a esta persona que te escribe. Te cuento y me cuento mis propias dudas, mis propias esperanzas”.

El retrato que de sí mismo hace Ernesto, ese intento de “comprender las cosas que hay a su alrededor” contando sus dudas y esperanzas, es trasladable asimismo a la figura de su hermana.

En Julia encontramos la afirmación de su condición femenina contrapuesta al caciquismo, las manipulaciones de la Iglesia, la división de clases… Toda una realidad esperpéntica que, en las encrucijadas cotidianas, combate desde la firmeza de sus convicciones y el vigor de sus sentimientos y emociones. Algo que le lleva a mostrar un valor y una rebeldía que configuran y definen la naturaleza de su carácter.

Igualmente, Ernesto, a través de sus cartas da constancia del empeño por mantenerse fiel a sus ideales y convicciones democráticas, en un afán por conseguir una sociedad más justa y solidaria. Eso lo llevará a convertirse en una suerte de proscrito que desemboca en su deserción de la guerra de Marruecos –una guerra inútil e incomprensible-, y, luego, haciéndose con un pasaporte falso –que es un guiño cómplice a la verdadera identidad del personaje-, marchará a Cuba donde permanece hasta que el indulto general concedido por Primo de Rivera le permite retornar a Canarias.

Si en Julia asistimos a la recreación de la vida insular en los años que abarca la novela, en Ernesto encontramos, además de sus más íntimas inquietudes y la pasión amorosa por su prometida, unas muy vívidas descripciones de los escenarios africano y cubano. Esos tres ámbitos diferentes -la isla, África y Cuba-, con distintas gradaciones e implicaciones, actúan como reflejos especulares de una realidad turbia, injusta, llena de sometimientos y sumisiones, condensada en el período cronológico abordado por la escritora. En esa realidad emergen lúcidas y ejemplares las imágenes de quienes, como los protagonistas, se reafirman en su identidad como luchadores inconformistas, entregados a cumplirse en sus ideales.

Esperanzas y decepciones, anhelos y derrotas, ilusiones y contrariedades, convergen en el recuento de las experiencias vividas por los personajes, configurando el testimonio de un tiempo en el que suman más las sombras de las luces.

Junto a ello, Cecilia Domínguez Luis alude sutilmente a personajes que son referencia de nuestra historia insular, como Pedro García Cabrera o María Rosa Alonso, con lo que la ficción novelesca ve reforzada su veracidad.

Identidad, memoria e historia, he dicho. Los tres pilares sobre los que Cecilia Domínguez Luis asienta su escritura. Una escritura donde está muy presente, además, como un magma que impregna todo el entorno, el firme compromiso ético de la escritora. Y, otorgando verdad a lo que se cuenta, esa otra verdad íntima, esencial, despojada de retórica, con que se nos revelan sus protagonistas.

Cecilia Domínguez Luis: Y tú serás río, Diego Pun Ediciones, 2018.