Reseñas

Tentaciones al caer la tarde, de Iván Cabrera Cartaya, por Cecilia Domínguez Luis. Fuego de nadie, de Verónica García, por Cecilia Domínguez Luis. Los ojos de la lluvia, de Isabel Medina, por Covadonga García Fierro. Rehacer el aliento, de Ernesto Suárez, por Cecilia Domínguez Luis

Tentaciones al caer la tarde, de Iván Cabrera Cartaya

Cecilia Domínguez Luis

tentaciones al caer la tardeTentaciones al caer la tarde es una incursión en el mundo narrativo de Iván Cabrera Cartaya que, después de haber frecuentado el poético- algo que no ha abandonado- se ha impuesto esta aventura como un reto.

El título es bastante sugerente ya que el ocaso es un momento de transición del día a la noche, en el que todo parece quedar en suspenso, mientras el mar va ocultando lentamente al sol.

Tal vez, con este reto, Iván se haya propuesto solucionar esa especie de conflicto entre la poesía como plenitud de la existencia y la prosa, reflejo de una realidad cada vez menos comprendida y comprensible.

Aparte del texto introductorio de André Gide, que precede a estos relatos como una especie de declaración de intenciones, algunos de los catorce cuentos que se incluyen en este libro están precedidos por citas de diferentes autores, que nos ponen sobre aviso acerca de lo que vamos a encontrar a lo largo de la lectura, lo que se nos irá aclarando a medida que nos adentremos en ella.

Así, la cita de Amado Nervo que encabeza el titulado Para sobrevivir y que dice: «Ama como puedas, ama a quien puedas, ama todo lo que puedas. No te preocupes de la finalidad de tu amor», es, junto con el título, un aviso a navegantes que se repetirá al final y que se completa con un verso de T.S. Eliot muy esclarecedor: «He medido mi vida con cucharillas de café».

Los relatos de Iván Cabrera son relatos de antihéroes cuyas características: la derrota, la frustración, el miedo a actuar, o la nostalgia, le acarrean un sentimiento de soledad que se hace palpable en su alejamiento de todos y de todo. Y este sentimiento de derrota nos da la visión de un mundo que parece desmoronarse ante la pasividad de los otros.

Los personajes de estos relatos intentan perseguir y atrapar el tiempo, cuyo fluir hacia la nada les provoca una amarga desilusión. Personajes, descritos con pequeños y certeros trazos, y que imaginamos a través de sus diálogos o comportamientos. Como «El viejo me miró con su aplomo habitual y como tratando de retener las líneas de mi rostro en la arena infiel de la memoria», que leemos en El agujero o la confesión de la protagonista de La cámara de alabastro que dice: “Todo se lo confiaba al piano y a mis libros, a la soledad y a la bestia, la serpiente que me ciñe con su perpetua amenaza». Muchos de estos personajes se saben al borde del desequilibrio, y se sienten poco preparados para el viaje al interior de sí mismos y para enfrentarse con lo que los rodea, y en ocasiones se valen del autoengaño para seguir sosteniéndose en un mundo que parece disolverse con los días.

De este modo nos encontramos con que Un verano con David, más que la nostalgia de un amigo es la constatación dolorosa de la pérdida de la adolescencia; es la mirada hacia atrás de un adulto que sabe de la imposibilidad del regreso.

Esta misma mirada aparece en La tarde del encuentro o en Nostalgia de la muerte, relatos en los que las descripciones del ambiente cobran un protagonismo que comparten con la memoria, incluso de lo no vivido o imaginado.

No faltan los relatos confesionales en los que el protagonista no llega a violar las leyes de la naturaleza o de la lógica, pero sí muestra deseos de hacerlo a través de sus visiones alucinadas. De ahí que acumule coincidencias, exagere o permita que el azar lo lleve de un lado a otro sin hacer nada por evitarlo.

Ejemplo de esto son los relatos titulados La risa, relato en el que lo narrativo se impone a lo poético, o El agujero. Los dos narran ese descenso a los infiernos que supone una reflexión sobre los propios fracasos y donde, el primero de ellos, termina con una pregunta final que no dejará de inquietarnos, mientras que en El agujero se nos habla de lo absurdo y lo irreal de las metas, a través de unos personajes que construyen su propio agujero donde perderse. Relatos donde a la dolorosa cotidianeidad se unen la soledad y la esperanza, acaso utópica, de que ocurra algo diferente que cambie sus vidas.

Si hablamos de alucinaciones no podemos obviar La cámara de alabastro, un relato kafkiano encabezado por una cita de este autor que pertenece a “Conversación del suplicante”, y en el que la irrealidad juega un papel decisivo en la confesión del protagonista hasta que «un ruido súbito, un fuerte golpe de un objeto muy pesado que hubiese caído contra el suelo, interrumpió lo que parecía una alucinación».

Fenómeno que se repite en Las pupilas del puente, donde la memoria se nutre de imaginaciones y deseos, que tiene mucho que ver con esa búsqueda desde un ayer, imaginado o no, de sí mismo.

Búsqueda que, en numerosas ocasiones, como en el relato El hundimiento, conduce al fracaso, a la derrota ante la indiferencia de los otros, y que provoca un vacío que solo llenará la certeza del acabamiento, de saber que «ya le tocaba, que sería el próximo en hundirse hasta el fondo».

Ese viaje al interior de uno mismo que es, en realidad, el tema de todos los relatos, se hace más explícito si cabe en La herida más vieja del mundo, donde el Virgilio que lo acompaña es una mujer imaginaria, Haydée y en el que realidad, memoria y ensoñación se mezclan de tal forma que, al final se tornan una sola para el protagonista que tiende la mano en la oscuridad y toca «un cuerpo delgado y suave, concreto como un libro». Al lector le corresponde creer o no si realmente está ante una realidad o ante una nueva quimera. Algo que también se plantea en el titulado Daniel Brum, relato borgiano en el que realidad y ficción se mezclan en un juego de luces y sombras, de reflejos y duplicidades que, sin embargo, no solucionan el problema de soledad irredimible que siente su protagonista.

Otra de las cosas que me llaman la atención de estos relatos es que muchos de ellos ocurren en horas nocturnas y se desarrollan en espacios como bares o pubs, esos lugares en los que la soledad y el desarraigo de sus protagonistas se agudiza ante la presencia de los otros. Es como si quisiera reafirmarse en aquella frase que dijo Corneille de que «las delicias de la noche producen un triste mañana». Y es precisamente en estas descripciones de espacios, ya sean abiertos o cerrados, donde lo poético hace su aparición, dotándolo de emotividad y cercanía, sin que por ello pierda el interés narrativo. De esta manera nos encontramos con imágenes como “caballos de agua deslizándose bellísimos en el cielo limpio”, u otras que, al mismo tiempo, son reflexiones sobre la vida, la muerte o sobre el mismo lenguaje, como ocurre en Para que todo ocupe su destino que junto a la bella comparación en donde afirma “Como un polizón, en nuestro barco también viajaba el tiempo”, hace que sea precisamente este paso del tiempo el culpable de que el lenguaje llegue a corromperse.

Hay incluso relatos que parecen realmente prosa poética, cargada de sensualidad, como es el caso de ¿Una última vez? en el que aparecen bellas imágenes como cuando afirma: «Nuestros cuerpos se cerraron el uno sobre el otro, como una herida que comienza a cicatrizar…», y en el que, por fin, atisbamos una esperanza o, al menos una afirmación en la realidad de un presente, en el que la comunicación y el amor hacia el otro hace que valga la pena “seguir aquí, implicado en el reino de este mundo”.

Se podría afirmar que Tentaciones al caer la tarde son relatos que hablan de la fragilidad de una etapa concreta de la vida: la juventud, aunque eso no signifique exclusividad. Contados, la mayoría de ellos en primera persona que, en ocasiones se vuelve un tú dialogante, vienen a recordarnos que todos, en el fondo, somos criaturas frágiles ante determinadas situaciones, sobre todo ante aquellas que por lo inesperadas o dramáticas, apenas podemos dominar.

Pero también, y como no podía ser menos, estos relatos son también una reflexión sobre el hecho de escribir, su necesidad o su destino, con alusiones a autores y obras literarias que, probablemente, han dejado una impronta en el autor de este libro. Así nos remite a escritores como T.S.Eliot, Walt Whitman, Borges, Thomas Mann o Hermann Hesse, o a títulos como Por quién doblan las campanas, Viaje al fin de la noche o El Principito, entre otros.

Tampoco faltan las alusiones musicales como es el caso de Cocamida Dea, Pete Doherty, Otis Redding o Guns N’Roses, músicos inseparables de las noches de pubs y discotecas, que añaden un camino más hacia la memoria de un tiempo pretérito o de un tiempo no vivido o por venir.

Como dije al principio pienso que, con estos relatos, Iván Cabrera ha sabido conciliar ese mundo poético del que viene con el de la prosa, sin menoscabo de uno ni de otro y, al mismo tiempo, nos recuerda que la vida es como un combate en el que ganemos o perdamos, seamos o no víctimas de un destino que nos lleve muchas veces, al fracaso, lo importante es conservar la dignidad y saber que conocer a nuestros propios demonios, nuestros propios miedos, es el primer paso para combatirlos, y que tal vez sea esta lucha lo que hace más apasionante el hecho de vivir.

Iván Cabrera Cartaya: Tentaciones al caer la tarde, Ediciones Idea, 2015


Fuego de nadie, de Verónica García

Reseña de Cecilia Domínguez Luis

fuego de nadieFuego de nadie, de la poeta Verónica García es la confesión de un desgarro en cuanto significa rompimiento, herida lacerante, pero también y quizá por ese rompimiento, este libro representa una catarsis, en el sentido griego de la palabra, es decir, purificación de las pasiones por medio del arte.

Todo se rompe, se aniquila, en nombre de una búsqueda en la que las dicotomías amor/odio, placer/sufrimiento, nos atenazan a lo largo del libro.

Las citas que lo preceden son bastante esclarecedoras y nos ponen sobre aviso de lo que podemos encontrarnos a medida que avanzamos en la lectura.

«Triunfante quiero ver al que me mata
y mato a quien me quiere ver triunfante»

escribe sor Juana Inés de la Cruz en un poema donde se nos explicita de manera contundente lo contradictorio del amor. Ese moverse entre la dominación y el vasallaje, entre la querencia y el odio, entre lo abyecto y lo sublime.

No obstante esta advertencia, los poemas de Verónica García no dejarán de sorprendernos con esa manera tan suya de romper los esquemas, de mostrarnos el lado oscuro que, en mayor o menor medida, mejor o peor controlado, tenemos todos.

Ya en los primeros poemas nos encontramos con el mito que nos acompañará a lo largo de ese viaje de descenso al infierno: el mito de Electra.

La saliva de Electra ensucia el folio, se apagan las luces que no miras;
tan pequeño eres, padre mío que ya ni el aire te toca.

No menos significativos son estos versos:

Quise ser tuya pero eras ya con ella,
la usurpadora y fue lo que no debía

Es inevitable, entonces, acudir a la figura de un padre ausente: Quise amarte, pero estaba tus cenizas/ en paz sobre las aguas.

Una ausencia, la última y definitiva de una serie de abandonos que provoca en la poeta un asesinato del alma. De ahí que busque en otros rostros, en otros cuerpos, para resarcirse del desamparo.

Los poemas nos hablan de una pulsión destructiva que empuja a la poeta, como única forma de sublimar el amor y sus múltiples fracasos y miserias.
De esta manera se establece un diálogo entre ese yo, sujeto y objeto de los avatares del destino, y un tú ausente, en un juego, la mayoría de las veces cruel pero que, lejos de impedirlo, le procura el gozo de la transgresión como una forma de redimirse. No en vano, ya desde el mundo griego se reconocía que el hombre era, a su vez, él mismo y su contrario, héroe y villano.

Ese tú al que se dirige la poeta es un tú desdoblado: Tú, amante/ tú, padre, que se confunden e interactúan entre el deseo y el rechazo, entre el dominio y la sumisión.
Un desdoblamiento que se produce también en el “yo”, sujeto necesario para contemplar desde los ojos del otro ese yo subjetivo y contradictorio.

En ocasiones, ese tú se convierte en un “nosotros” : Estamos en el mismo sueño/ cada uno en su tejado, escribe Verónica, o desaparece y se convierte en un tú colectivo, como ocurre en el poema El miedo difumina mis contornos u otros en los que, aparte de esa sensación de fracaso, y no gratuitamente, la autora rinde homenaje a los cantantes y compositores de rock, Zappa, Jimi Hendrix o Janis Joplin.

Nada es gratuito en este libro. A imágenes y escenas duras como la del primer poema: He visto tu puño al final de mi útero, u otros como Te voy a romper los espejos mientras me tiras del pelo, o Con alfileres negros piqué tu foto en la mía y dije: dominio (una escena que tiene que ver mucho con la búsqueda a través de la magia negra), le suceden otras de una gran ternura o deseo de ella, como Mi corazón es un libro que quiere ser leído, o Desnúdame,/ transita mis cimas con dedos de marfil, acaríciame. Imágenes que se contradicen, se oponen y se destruyen en esa búsqueda de una verdad amorosa que no parece posible.

A medida que avanzamos en la lectura de Fuego de Nadie, vemos cómo el tema recurrente amor/odio se muestra en múltiples facetas, algunas tan significativas como el poema dedicado a la mantis religiosa, símbolo de la destrucción del amor y que dice: En tu boca la mantis probó la locura.

Locura que se ofrece como una salida más a esa conciencia culpable que la divide entre el remordimiento y la redención.

Una salvación oscura y solitaria, si tenemos en cuenta que, si hay algo que tememos del loco es la absoluta indiferencia que siente hacia nosotros.

Otro recurso para la distancia es la ironía que contienen muchos de estos poemas y que, a su vez, es un exponente de carácter valorativo, donde lo dicho y lo no dicho o sugerido interactúan y toman un nuevo significado.

Introduce así unos poemas de carácter narrativo, donde el sentido irónico se hace patente con finales un tanto sorpresivos.

Además, como toda ironía, al poner las cosas en entredicho, se convierte en pregunta, que a veces se hace explícita como en el poema donde se lee:

¿Deliras en los cuerpos bellos
porque estás loco de amor,
o el amor es un pretexto para el delirio
y estás, simplemente, loco?

Ironía que, en ocasiones se convierte en sarcasmo, con esa potencia que sienten particularmente los vencidos. La derrota salva, dice al final del poema 29.

Son escasos los momentos de respiro en este libro en el que, poco a poco vemos el posible descubrimiento del origen y la aceptación del destino. Un destino que hunde sus raíces en lo inevitable porque Hay un guion escrito en los andamios, entre hierro fundido y ventanas rotas. Donde el presente con la certeza de la imposibilidad de regreso, se convierte en un presente alucinado donde no llega el sol naciente ni el unicornio alado de la infancia.

De vez en cuando la poeta hace un alto en el terrible e intenso camino hacia sí misma, para reflexionar sobre el amor y la libertad. Pero incluso entonces, esa interpretación de la libertad no es precisamente liberadora.

Así dice: Tanta libertad me da frío. Afirmación que nos remite al poema cernudiano Si el hombre pudiera decir, en el que el poeta escribe: «Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien/ cuyo nombre no puedo decir sin escalofrío». El poema de Verónica afirma amar cada barrote, cada marca de pared de esta cárcel tuya y mía.
Claro que, como dije antes, este sentimiento no es liberador sino que se vuelve opresivo y la invade.

Al final la vida se acepta como un riesgo y el amor como lucha, la mayoría de las veces cruel y dominador. Me voy a hacer un tatuaje que diga cuanto más amor más daño, escribe. La vida pues como drama de la voluntad que nada puede hacer ante un mundo que la aplasta, pero al que no quiere renunciar.

Por eso recurre al mito, porque en el pensamiento mitológico se concentran las preguntas sobre el misterio de la vida y la muerte, sobre los momentos de ruptura de la vida humana, sobre la angustia, sobre las relaciones ambivalentes.

De esta forma, en Fuego de nadie, la poeta convierte su yo en un sujeto ético, no solo porque se plantea una determinada postura ante el lenguaje, sino también por la indagación en su experiencia existencial.

Pero este lenguaje referencial no supone, en absoluto, la ausencia de un sujeto lírico, ya que con la palabra poética, cualquier valor o sentimiento que afecte a la escritora, se convierte en universal. No en vano lo terrible o hermoso del amor, el miedo a la muerte, la angustia, la necesidad de ternura, constituyen experiencias del ser humano que aquí, gracias a la acertada palabra de la autora, se convierte en materia del poema.

El libro termina con una aceptación del destino, ese fatum clásico que supone la aceptación de la decisión irrevocable de los dioses. Pero no es esta una aceptación pasiva sino producto de esa lucha contra los propios fantasmas, despojada de deseos, viviendo un presente donde es vórtice del ciclón que teje los planetas. Un presente al que ha llegado por la muerte (que me conoce desde niña) y a la que no teme porque, por el contrario es su aceptación la que la afirma más en la vida.

Fuego de nadie al sumergirnos en lo terrible de nuestro lado oscuro, lo que hace es una defensa de lo humano pues, como afirma Claudio Magris: «mirar a la Medusa de frente es la única posibilidad de presentar resistencia».

Verónica García: Fuego de nadie, Ediciones La Palma, 2016


Los ojos de la Lluvia, de Isabel Medina

Reseña de Covadonga García Fierro

los ojos de la lluviaA pesar de los siete años que separan las respectivas ediciones de Las sandalias de la Luna y Los ojos de la lluvia, podemos afirmar que el segundo, si bien constituye una entrega poética singular y diferente, también es, hasta cierto punto, una continuidad del anterior.

El tema principal continúa siendo el amor; y otros temas como el viaje, el irrefrenable huir del tiempo, la infancia y la melancolía siguen estando igual de presentes que en Las sandalias de la Luna. El tono general de nostalgia y la acción de recordar también hermanan a este poemario con el anterior; y el misterio de nuestro origen sigue siendo una de las bazas de inspiración de la autora. Sirvan como ejemplo estos versos del poema que abre el libro, «La especie»:

Nacemos desnudos y frágiles
y a pesar de nuestra innegable soberbia
somos el animal más desvalido
del planeta.

Tardamos siglos en bajar de los árboles
abrir un hueco a la semilla
caminar erguidos
o mirar de tú a tú al otro que nos mira.
[…]

Por otro lado, también aquí la autora decide introducir en sus poemas numerosas referencias artísticas y culturales, como la máxima universal «Siempre nos quedará París», del clásico film Casablanca; la seriedad ambigua de La Gioconda, la literatura de Cortázar, la figura legendaria de Guillermo Tell, la metamorfosis de la agonía que Kafka retrató, imágenes de la mitología como la Laguna Estigia o Penélope, tejiendo y destejiendo el tiempo; e, incluso, evocaciones filosóficas de Heráclito o de Kant; así como la inolvidable voz desesperada de Jacques Brel al entonar aquel «Ne me quitte pas» que conmovió al tiempo. Se trata de referencias artísticas y culturales que, como en el poemario anterior, han marcado la vida de Isabel Medina de un modo u otro y que, por tanto, afloran en sus poemas en forma de imágenes y momentos llenos de significado en el tránsito de la existencia. Así, en Los ojos de la lluvia siguen siendo esenciales la música, la danza, la literatura y el arte que permean el mundo poético de la autora.

No obstante, en Los ojos de la lluvia también cobran especial protagonismo otros dos temas: el primero, que recorre prácticamente todas las páginas del libro, es la impasibilidad del destino, que dicta a su antojo las pautas de la vida. Isabel Medina escribe versos llenos de profundidad y belleza al preguntarse qué hilos invisibles producen las coincidencias, las colisiones, las sorpresas y esas apariciones repentinas que todo lo cambian con su sola presencia.

El segundo tema que cobra especial relevancia en Los ojos de la lluvia es, precisamente, el destino que cultural e históricamente se ha ido construyendo específicamente para la mujer. Y es que, a medida que avanzamos en la lectura, encontramos una crítica –a veces más sutil, otras veces más abierta y feroz– a ese empeño de distinguir entre el destino del hombre y el destino de la mujer, irremediablemente madre y, según el mensaje bíblico, pecadora que sucumbe a la tentación y trae los males a la Tierra. Veamos un ejemplo de estos poemas que, desde mi punto de vista, otorgan a este poemario una línea temática nueva con respecto al anterior, y un valor añadido muy notable:

No soy hija de Eva
ni me concibieron en lejanos paraísos.
Yo, mujer,
recuerdo aún el segundo cósmico
en que me puse en pie y miré de tú a tú
la casa sin techo de la noche.
En el ir y venir de estaciones indolentes
la primavera trajo redondeces a mi cuerpo
y sin saberlo recité los antiguos misterios
que recorrían el ADN de mi sangre.
Por eso amé de pie la luz blanquecina
de un astro de opereta
sin saber que mi vientre ocupado
crecía como una flor regada por la lluvia.
Lo supe más tarde,
el misterio se abrió paso entre las frondas
del bosque dejando un rastro de sangre.
Llena estaba la luna cuando abierta de piernas
un grito nuevo suspendió en vilo la tierra
que se detuvo maravillada ante el prodigio de la vida.
Yo, mujer,
útero, pecho, barro donde los hombres
amasaron la forma.
Fuera del refugio de las cuevas
la multitud atravesó barrancos y desiertos
llegó descalza a las villas y ciudades
y subió sin permiso a los rascacielos del aire.
Y yo, mujer,
cargué con el pesado fardo de un burka
me arrastré por caminos de ignominia
y parí hijos cuando los falos en tormenta
violentaron mi carne y lapidaron mis sueños.
Y aprendí a olvidarme, a hacerme cosa,
mientras los siglos parían revoluciones
que desviaban el curso de los ríos
y torturaban el color inocente de una rosa.
Tal vez ahora
que tu voz me llama por mi nombre
seré capaz de amar mientras se enciende al fin
la casa sin techo de la noche.

Como se puede observar, en este poemario, Isabel Medina cultiva una escritura directa, cuya sencillez formal alimenta el disparo certero de cada verso. Otro poema es especialmente reseñable en la línea que venimos señalando. Se trata del poema «No quiero ser tu media naranja», donde se revela la necesidad de construir culturalmente otra manera de entender el amor, donde la mujer no exista para complementar al hombre en lo que a este le falta (o viceversa) sino que, por el contrario, mantenga su autonomía, su individualidad como ser humano completo y autosuficiente.

Por otra parte, cabe destacar que en Los ojos de la lluvia Isabel Medina introduce a un personaje ya conocido por el lector de la anterior entrega poética de la autora. Se trata del Caballero Tiempo, que había aparecido ya en Las sandalias de la Luna. Como es lógico, este personaje viene de la mano del tópico tempus irreparabile fugit, que nuevamente se despliega por los versos de la escritora.

Es importante señalar que el orden de los poemas no es caprichoso, sino que, por el contrario, va presentando historias que, a medida que avanza la lectura, vuelven a aparecer, o se retoman con un verso anterior para continuar con otra imagen nueva. En este sentido, el tema del tiempo que huye va engarzando numerosos poemas e historias que el lector va reconociendo y completando hasta llegar al final del libro. Un ejemplo a este respecto lo constituyen los poemas «Infancia», «Juventud» y «Nadie puede seguir el rastro del amor en el bosque de la vida». Queda patente que el tema del tiempo que huye no solo forma parte de los contenidos de diversos poemas; más aún, los atraviesa, los hilvana a partir de imágenes que se van repitiendo, como las manos unidas de los amantes en la infancia, la juventud y la vejez en los poemas citados. Pero también, en la repetición de otras imágenes como la de la estación de trenes. Sin duda, una de las que otorgan mayor progresión temática al libro, además de representar, en sus numerosas apariciones, el paso del tiempo y las cadencias de la vida. Porque cada vez que aparece la estación de trenes, las vidas de quienes protagonizan las historias se encuentran en un estado completamente distinto y, sin embargo, paralelo.

La característica más destacable de este poemario es, precisamente, su capacidad visual: el lector encuentra en los poemas de Isabel Medina en general, y en los de Los ojos de la lluvia en particular, un conjunto de imágenes muy bien construidas verbalmente, y portadoras de una gran belleza: «era tarde de domingo/ y ni los árboles movían los recuerdos»; «el amor, que es memoria/ desnuda de la luz, se disponía a danzar/ con la fragilidad de un suspiro»; «me despierto de la muerte cada noche», «la sabiduría/ antigua del agua que pule día tras día, siglo tras siglo,/ la materia bruta de las rocas hirientes», «un secreto que se te olvidó en los labios», «la sed/ es una guadaña que ciega los arpegios de la vida», «lo escribió la libélula/ con la sangre azul de los estanques», «El mar,/ serenidad líquida, me recibió en el útero materno/ de su abrazo», «acepto el rojo disparo de la primavera», «aquel jardín antiguo/ donde entramos a curiosear/ los destrozos del tiempo», «el recuerdo dormía plácidamente/ en un fundido en negro», «averiguar el primer instante en que el amor golpeó/ en el pecho con el puño cerrado de la urgencia», «el desierto que habita entre tu boca y la mía».

Sin duda, se trata de imágenes poéticas reveladoras de una enorme sensibilidad.

Casi al final de este libro de poemas, encontramos los versos que, de algún modo, explican el título:

Y si tu amor me olvidara…
[…] Qué dirían los ojos de la lluvia,
ciegos de llorar por las esquinas del mundo.

Los ojos de la lluvia son testigos de cuanto acontece; pero también, son símbolo del llanto, la melancolía y el frío. Son los ojos del recuerdo, los que se asoman al invierno y alimentan su memoria, ya sin hojas.

La sensación que le queda al lector después de leer Los ojos de la lluvia es de absoluta satisfacción. Isabel Medina ahonda en temas universales como el amor, el paso del tiempo, el recuerdo, el origen del cosmos o el misterio del destino. Y es especialmente interesante el punto de vista que asume la autora para hablar sobre el rol que históricamente se ha identificado con la mujer y con lo «femenino». Isabel Medina construye con palabras un mundo poético de imágenes llenas de narratividad. Un poemario redondo, cuya progresión temática invita a ir de un texto al siguiente; y al que identificamos, enseguida, con la ya inconfundible voz de su autora.

Isabel Medina: Los ojos de la lluvia, Ediciones La Palma, 2016


Rehacer el aliento, de Ernesto Suárez

Reseña de Cecilia Domínguez Luis

rehacer el alientoMaría Zambrano decía que «escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que solo brota desde un aislamiento efectivo pero comunicable en que, precisamente, por la lejanía de toda cosa concreta, se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas». Y este aislamiento comunicable en el que acontece la búsqueda de ese momento de revelación del yo a uno mismo, conforma el hacer poético de Ernesto Suárez, y puede encontrarse en cada uno de sus libros publicados.

En Rehacer el aliento, libro cuidadosamente editado por Baile del Sol, la poesía se convierte en una realidad a la que recurrir cuando todo parece fallar a nuestro alrededor. Una realidad que a veces se muestra y otras se sugiere.

En su soledad, el poeta contempla, serenamente, todo lo que lo rodea y de pronto, en un instante, esas cosas, esas personas, esos sucesos cambian de valor y se convierten en objetos poéticos que se asocian de forma diferente a la habitual, de tal modo que producen un universo propio. Le queda, entonces, la difícil tarea de transmitir a los otros el mismo sentir que el poeta experimenta en ese determinado momento. Lo que deriva en la necesidad de búsqueda de un lenguaje, esa selva intrincada en la que internarse, buscando o dejándose llevar por significados imprevistos, por voces y ecos que oscilan entre el extravío y el encuentro con lo extraño.

Como apunté antes, la trayectoria de Ernesto Suárez es fiel reflejo de esa indagación. Desde sus primeros poemas, publicados en Cuadernos Insulares de Poesía, con el título de Espumas de carrusel, en los que el autor acude al mundo de lo onírico y la ensoñación, el poeta va buscando nuevas formas de expresión porque sabe que no puede quedarse solo en el ensueño.
En un principio acude al verso corto, en el que «cada palabra tensiona desde dentro», lo que da lugar a sus Ocho tankas oscuros, poemas que captan el instante de asombro en la contemplación de lo que lo rodea, y donde el erotismo y lo sensual envuelven cada uno de sus versos. Esa preferencia por el verso corto la vemos también en El relato del cartógrafo, un libro donde el autor funda un territorio del que se adueñan amor, vida y muerte.

Sin embargo, este interés va derivando hacia el versículo y el poema en prosa, de lo que es una muestra su libro La casa transparente, pues, como el mismo autor afirma, «el versículo me permite incorporar elementos ajenos a la escritura propia». Así, hasta llegar al poema inacabado o en suspenso, que ya se inicia en algunos poemas de su bello “cuaderno de viaje” Spree, editado por Cartoneras Island en 2013 y que constituye gran parte de los que integran Rehacer el aliento, donde la primera declaración de intenciones la vemos en la elección de las tres citas que abren el libro y que, curiosamente, si se las utiliza como versos, pueden conformar un poema:

En las mañanas de poca luz (Miguel Casado)
El alma es una región sin límites definidos (A. R .Ammons)
Lo que venga será invisible y ligero (Adam Zagajewski)

A Ernesto Suárez siempre le ha preocupado la utilización del lenguaje, la sonoridad y el gesto del poema. De ahí que utilice diferentes recursos gráficos en el poema escrito para, como él mismo dice, «intentar simular esta clave afectiva y no verbal de la comunicación».

Ya desde Advertencia del poema, dos poemas a manera de prólogo, vemos su intención de dejarse llevar por el sonido interior, lo que se une a su búsqueda en la naturaleza, de la medida abierta y precisa, como los surcos de la tierra, para plantar la semilla de su voz y esperar los posibles brotes. Una naturaleza que va a tener una presencia constante en este libro.

Estos versos dan paso a Conjeturas, un título que define muy bien la serie de poemas que lo compone, donde un “si” condicional, va a ser elemento recurrente que nos habla del deseo de que algo que aún no es, tenga la posibilidad de existir, no solo a través de la palabra sino también de sus sonido, del silencio y de los gestos. De ahí que la colocación de los versos intente señalar una posición gestual de acercamiento al lector.

El primer poema comienza ya con ese “si” condicional: si arde el incienso, y acaba con para la tierra música constante y para todas las rutas, verso que deja en suspenso el significado final.

A continuación aparece un poema corto que dice:

mudo entre tanto rumor
permanezca

si es el mundo su anuncio

Aquí, el orden sintáctico trastocado y la doble separación entre el penúltimo y último verso, hacen más patente la mudez. Un silencio que comunica incluso más que la palabra.

Pero esta necesidad de instantes de silencio, de suspensos interrogantes, se hace más patente si cabe en el poema III, poema inconcluso en el que vuelve a aparecer el “si” condicional que pregunta a la palabra dejada en el muro, tal vez sin esperar respuesta.

para qué…
si el muro ahuecado por la yema de los dedos
que lo avientan
es la memoria la más antigua
aquella

Si me he detenido en estos poemas iniciales es porque pienso que en ellos están todos los caminos y encrucijadas por los que el poeta va a discurrir a lo largo de este libro, en su búsqueda por rehacer el aliento.

Los poemas que siguen plantean las cuestiones del descubrimiento a través del asombro- algo para lo que se requiere la mirada de un niño-, de la creación por medio del acto de siembra del campesino, o de la necesidad de reconocernos fugaces como el río, imagen de todo lo que fluye y que arrastra una mirada, la nuestra que, a su paso, deja de pertenecernos, como el tiempo.
De nuevo el “si” condicional que acaba en una pregunta sin respuesta. Una idea que se repite cuando escribe: miramos al cielo/ en busca de noticias sobre la vida/ bajo nuestros pies/simple y oculta/ corre el agua.

Los poemas ahora tienen un principio y un final y en ellos el poeta insiste en la contemplación serena de la naturaleza y en su reflexión sobre ella, sobre su influjo en nuestras vidas y lo que puede enseñarnos si nos detenemos a contemplarla: si se mira…

Lo conjetural sigue planeando en los poemas, como el que se inicia con un verso de Yehuda Amijai, poeta israelí fallecido en 2000: Y hay una ventana que no cerrará/el que la abre, y otros en los que el juego rítmico y de significados nos insisten en la necesidad del encuentro con uno mismo.

Poemas cortos y largos se entremezclan, y lo gráfico de sus versos nos comunica esa duda, esa sensación de marcha, de ausencia irredimible pero necesaria, en ese fluir de los días en los que nos es preciso retener cualquier segundo de asombro y descubrimiento.

hacia el poniente
como la vida
y sin embargo
y aún

Con Los días, otra de las partes de este sugerente libro, se produce una inmersión del poeta en lo cotidiano, sin abandonar esas preguntas sobre la existencia, y que se inicia con una especie de letanía o enumeración, a manera de guía de los poemas que vendrán: los días del indulto/ los días de gracia/ los días de misericordia/ los días del perfume y el aceite/ los dones/ los días.

La contemplación de los otros, de los objetos cotidianos, del orden de la naturaleza; el escuchar esa “melodía a ciegas” de la tierra, el agua y el aire; el simple hecho de andar bajo la luz plena del día /camino hacia otras horas, despiertan en el poeta ese impulso por traducir y comunicar lo que siente en ese instante, aun sabiendo la dificultad que se le presenta a la hora de convertir esas emociones y sensaciones en palabras.

La memoria trae momentos de un pasado no vivido pero que está en la mirada de los otros cuando los presos están cerca del mar, cuando el padre llega, desde otro tiempo para darme el nombre/ limpio de la vida o cuando llega la madre de cuyas manos pacientes/ una vez provino todo el pan, sin que falte esa memoria del futuro en quien llega a esa vida que defiende la vida.

Los versos se tornan ahora versiculares porque así lo requiere la memoria de los días que fueron, de los que son o de los que hayan de venir, mientras la luz se posa sobre los hombros de los niños.

A partir del Viajero inmóvil, se suceden una serie de poemas en prosa donde ese Viajero elige para su inmovilidad un jardín. ¿Paraíso perdido y recobrado en la savia del árbol central que el Viajero toca y que podría ser –siempre el condicional- el árbol de la vida?

Lo cierto es que el jardín aparece como lugar de conocimiento, donde cada cual aprende a mirar de nuevo, a nombrar de nuevo, como el Viajero que mira afuera desde su jardín y también hacia adentro de él que no es otra cosa que una manera de mirar hacia su propio interior.

Todos sabemos que, en toda búsqueda son inevitables las pérdidas porque la vida abierta ni va ni vuelve a la cerrazón ineludible que espera. De ahí el deseo y la voluntad de aprovechar cada momento en el lugar donde abrimos los ojos cada mañana, mientras aún permanecemos aquí juntos, reunidos. Y así vuelve el deseo de comunicación unido a la aceptación de la vida, el paso del tiempo y la muerte.

En los últimos poemas de esta parte el poeta regresa al verso corto, del que no descarta el haiku, en esa intención del poeta por detener el tiempo a partir de la sensación en el aquí y el ahora que le revela la intimidad de lo que contempla; aquello sobre lo que, con frecuencia, nuestra mirada pasa distraída.

bajo el puente que ya solo cruza
el cauce seco

vi la flor blanca

Rehacer el aliento es el título de la última parte de este libro, que además da título a toda la obra, y que nos lleva a la pregunta ¿desde dónde rehacer el aliento?

El poeta tiene claro que hay que acudir a la Raíz; no en vano esta palabra da título a los cinco primeros poemas de esta última parte.

De nuevo el árbol como símbolo, como principio de generación y regeneración, como eje de la vida. Y la raíz, como origen que se hunde en el corazón de la tierra para buscar en ella las sustancias que nutran al árbol que sostiene, es el elemento elegido por nuestro autor para preguntarse por su propia identidad.

Yo digo
mis pies son raíces que vuelan

Una identidad que se apuntala como la raíz en la tierra, pero que no impide el vuelo con el que encuentra las huellas de los otros, el paisaje que descubre cada día y en el que se descubre a sí mismo, para renacer con la palabra precisa y necesaria, con el hallazgo de lo que se encuentra hacia dentro pero afuera.

Llegamos al final del libro con el deseo de atrapar ese instante en el que rehacer el aliento.

Tal vez baste solo con estar dispuesto a escuchar esa palabra que nos señala el camino hacia las voces que provienen de dentro, de muy dentro de nosotros mismos. Esa palabra que define el mundo y con la que penetramos, de la mano del poeta, en el atrayente y oscuro reino de lo inexpresable.

Ernesto Suárez: Rehacer el aliento, Baile del Sol, 2016