Todos los días se cumple algún centenario. Aquí, allá. De esto, de lo otro. De nacimientos, de fallecimientos. Evidentemente, el mundo de las letras no es ajeno a esos recordatorios conmemorativos. Y en este 2017, como en cualquier otro año, hay donde elegir. Pero, entre tantas posibles opciones, una de esas aleatorias casualidades ha hecho que dos de los más grandes de la literatura hispana coincidan en los cien años de su nacimiento. Hablo de Juan Rulfo y de Augusto Roa Bastos. Y esa ha sido mi elección. Por lo que significan. Por su legado. Por su compromiso con la palabra y por seguir viviendo en lo escrito. Tuve la oportunidad de conocerlos a ambos. No solo profesionalmente, haciéndoles varias entrevistas para diferentes medios y comentando largamente, por escrito y de palabra, sus libros. También, a través de esporádicos encuentros en diferentes escenarios a lo largo de los años y en los que me sentí próximo a la persona que habitaba detrás de la obra escrita. Ello explica que, junto a la visión estrictamente literaria, el doble texto celebratorio que aquí se presenta, esté recorrido igualmente por la evocación de la memoria. Así, pues, Rulfo (1917-1986) y Roa (1917-2005). Mi elección. Dos centenarios entre cientos.
CUANDO A RULFO SE LE MURIÓ EL TÍO CELERINO
(Anecdotario para el centenario)
Cuentan que quizás cansado de que le preguntaran continuamente por qué no había escrito nada después de El llano en llamas y Pedro Páramo, Rulfo contestó: “Es que se me ha muerto el tío Celerino, que era el que me contaba las historias”… Cierto es que hubo un tío Celerino en la vida del escritor mexicano y puede que, en efecto, le inspirara. Pero la respuesta de Rulfo no vino a aclarar nada, si acaso, contribuyó a acrecentar más la leyenda de alguien que con tan solo con un par de obras –esenciales, eso sí- se ha convertido en un hito en la historia de las letras hispánicas y que hizo del enigma de su silencio seña de identidad y pábulo para múltiples conjeturas.
Recuerdo la anécdota ahora, cuando se cumplen los cien años del nacimiento de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. (¿Cómo sustraerse a la tentación de acrecentar lo escueto de su firma con esa ristra nominativa –“como racimo de plátanos”, según el propio escritor-, con el Nepomuceno tan rotundo y con ese apellido, Vizcaíno, de vascas resonancias?… Y, por abundar en referencias toponímicas, apuntaré que, entre las diferentes ocupaciones que tuvo a lo largo de su vida, Rulfo vendió llantas fabricadas por la empresa Goodrich Euzkadi. Anotada queda la curiosidad).
Si bien las biografías suelen señalar que el escritor nació el 16 de mayo de 1917, en San Gabriel Sayula, en el estado de Jalisco, en cierta ocasión le escuché al propio Rulfo decir que en realidad había nacido en Pulco. Que Pulco era un pueblo muy pequeñito, metido en un barranco, con calles torcidas y empinadas, y que fue su abuelo quien construyó casi todo el pueblo: el puente sobre el río, la iglesia… Y que luego de la revolución cristera, a toda la gente de los pueblos pequeños los concentraron en los grandes y por eso su familia pasó a vivir en San Gabriel. No puedo precisar cuándo ni dónde se lo escuché, pero sí tengo nítida en la memoria su afirmación rotunda de que nació en Pulco. (Anotada queda también la puntualización rulfiana).
Recuerdo, sí, a Juan Rulfo: la inmensidad de su obra tan breve pero de tan estremecedor y profundo calado, sus silencios abismales, su manera de ser y estar como una sombra surgida de Comala. Y, en el recuerdo, recuerdo el primero de los varios encuentros que mantuvimos.
CON LA RADIO DE FONDO
Fue en Las Palmas, en el transcurso del Iº Congreso Internacional de Escritores en Lengua Española, allá por junio de 1979. Aprovechando el evento le hice una entrevista para Radio Nacional de España que luego incluí en una serie de 26 capítulos titulada “Foro Literario: Narrativa Hispanoamericana Contemporánea”. Además de Rulfo, en la serie radiofónica me ocupaba de Borges, Uslar Pietri, Onetti, Sábato, Cortázar, Roa Bastos, Fuentes, Cabrera Infante, Edwards… así hasta los más jóvenes que, por aquel entonces, eran Abel Posse y Bryce Echenique. El esquema de aquellos guiones para la radio consistía en una semblanza biográfica, el análisis de su literatura, el testimonio del propio escritor, y la dramatización, a cargo del Cuadro de Actores de Radio Nacional, de fragmentos de algunas de sus obras.
Lo habitual era que la entrevista con las respuestas de cada escritor tuviera una duración de unos 4 o 5 minutos. Pero con Rulfo –una vez suprimidos, al editar la grabación, los largos silencios que había entre pregunta y respuesta y, aún, durante la misma respuesta- logré que me hablara más del doble del tiempo establecido. Todo un acontecimiento habida cuenta su proverbial fama de parquedad verbal. La serie completa, emitida de final de mayo a agosto de 1980, y de enero a marzo de 1981, a razón de un capítulo por semana, se conserva en el Archivo Sonoro de RNE.
Durante aquella entrevista Rulfo me dijo algo que todavía me sigue sorprendiendo. Por lo sencillo. Por lo hondo. Por lo revelador. Al preguntarle ¿por qué escribió Pedro Páramo?, contestó: “Porque quería leerlo, fui a buscarlo en mi librería, y no estaba. Así que no me quedó más remedio que escribirlo”.
Inevitablemente, también yo -¡cómo no!- quise indagar en las razones de su silencio literario. Luego de una vaharada del humo de su cigarro, como si en el humo rumiase el eco de su propia voz, respondió: “Es que tengo muchos chamacos y me cuesta alimentarlos”. Quise pensar que en aquella contestación había un deje de frustración o melancolía. Porque –recordémoslo hoy- Juan Rulfo desempeñó múltiples ocupaciones para sobrevivir. Trabajó sucesivamente en el Departamento de Migración de la Secretaría de Gobierno, en una empresa de publicidad, como guionista de películas, en la televisión de Guadalajara… hasta conseguir al fin un empleo en el Instituto Nacional Indigenista, en la capital mexicana, donde se dedicaba a la edición de estudios antropológicos.
Pese a tanto dispar quehacer, y afortunadamente para sus lectores, Rulfo nos había entregado en 1953 El llano en llamas, y dos años después su Pedro Páramo. Una novela que, cuando apareció, según dicen algunos, Álvaro Mutis le lanzó sobre la mesa a García Márquez diciéndole: “¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!”. Y bien que aprendió, pues no en vano al mexicano se le considera precursor de lo que después llamaríamos realismo mágico.
De aquellos días del Congreso de Las Palmas aún conservo otra imagen. Es en el Hotel Iberia, donde nos alojábamos los participantes. Veo ante una mesa, sentados frente a frente, a Onetti y a Rulfo. Cada cual con su bebida delante. El ritual se repetía por las tardes, al finalizar las sesiones del Encuentro. El saludo entre ambos era siempre el mismo. Uno decía: “¡Hola, Juan!”, y el otro respondía: “¿Qué tal, Juan?”… Y permanecían en silencio, enfrascados en un mutismo absoluto, bebiendo de cuando en cuando un trago, ajenos y ausentes, perdidos tal vez en los remotos confines de Comala o de Santa María.
Una vez, estando con Guillermo Morón, Director de la Academia Nacional de la Historia de Venezuela, mientras los observábamos a distancia, le dije que parecían dos sordomudos, los dos sordomudos más geniales de nuestra literatura… Morón sonrió y desde entonces repetía lo de “sordomudos geniales” y otros siguieron repitiéndolo después hasta acabar convirtiéndose en una suerte de calificativo definitorio.
MÁS POÉTICO QUE LÓGICO
Es verdad que con sus dos obras fundamentales Rulfo forma parte de la memoria de la literatura universal. Pero ¿hubo algo más?
Entre remiso y desganado, Rulfo me explicó que, bueno, algo hubo, que ya lo había contado otras veces… Lo que hubo fue La cordillera, una novela que él mismo se encargó de destruir luego de rescatarla de la imprenta donde estaba a punto para ser impresa. Y otro texto más, Días sin floresta… Nada de ello queda. Apenas si sobrevivió al olvido Un pedazo de noche, un fragmento de otra historia que se iba a titular El hijo del desconsuelo o del desaliento, según quien la cite.
Sí queda otro empeño literario: El gallo de oro y otros textos para cine, de 1980, que en su mismo título define la naturaleza del volumen. Del relato que lo nomina, Roberto Gavaldón hizo una película en 1964, con guión de Carlos Fuentes y García Márquez. No fue la única vez que Rulfo vio llevados al cine sus relatos y su novela, aunque, a veces, no se mostrara muy satisfecho del resultado de algunas de esas adaptaciones. En una ocasión afirmó que el cine había asesinado varios de sus cuentos convirtiéndolos en películas abominables… En distintas fechas y con títulos dispares pueden contarse las versiones de directores como Antonio Reynoso, Rubén Gómez, Alfredo B. Crevenna, Arturo Ripstein o Carlos Velo, entre tantos otros. Y asimismo puede contarse su aparición como extra, con un breve parlamento, en el film que en 1964 realizó Alberto Isaac, titulado En este pueblo no hay ladrones, basado en un texto de García Márquez. En el reparto también figuraba Luis Buñuel.
En Canarias, los hermanos tinerfeños Teodoro y Santiago Ríos igualmente realizaron un cortometraje basado en el cuento “Talpa”. Fue en 1972. La película obtuvo diferentes galardones en Canarias y la Península, así como el Premio Absoluto de la Bienal Internacional de Niza.
No solo por la potencia visual de su narrativa, las imágenes forman parte también del legado rulfiano. Además –o antes– de las derivas cinematográficas, ahí quedan esas más de 7000 fotografías fruto de su viajar incansable por tierras mexicanas. Unas fotografías que son la extensión de la materia de sus ficciones. De ellas Carlos Fuentes afirmó. “Las fotografías de Juan Rulfo son como asomarse fuera de las tumbas de Comala para descubrir la luminosidad de las sombras”.
Más poético que lógico, en sus textos Rulfo parece que hubiera acometido la tarea de una gran orquestación de voces, de tonos, de acentos, para componer con ellos un estremecimiento continuo y profundo, para dejar una grieta en la que los vivos nos reconocemos muertos.
No es difícil detectar la influencia de Faulkner en la obra rulfiana, pero el mexicano supo encontrar en el ámbito de su propio pueblo, en el entramado de sus creencias, supersticiones y tradiciones, en su familiaridad con los muertos, los cimientos de su insólita escritura. Profundamente enraizada en lo popular, la palabra de Rulfo describe con fuerza conmovedora la cotidiana realidad de un territorio a la vez violento y lírico, espejo y reflejo de la expresión de la soledad, el desconsuelo, y el dolor universales. En su literatura, lo mágico, lo ultraterreno, lo cotidiano, se revelan a través de un lenguaje sobrio, cuajado de metáforas destellantes, que se combinan con la misma fluidez con que intercambian sus susurros las ánimas de Comala.
PARA ESTO HE VENIDO
Recuerdo a Juan Rulfo en su centenario mientras evoco ahora un fragmento de lo que sobre él, a él, le dije en mi ensayo “El libro inexistente de Comala”, incluido en el volumen Territorios del verbo (Academia Nacional de la Historia, Caracas, 1992, y segunda edición en Idea, Canarias, 2007). Entonces escribí: “Pareciera que las palabras viven por sí solas en lo escrito. Sabemos que no defines, que huyes del abuso del adjetivo, que prescindes de toda prescripción o posición subjetiva. Sabemos que te caracteriza la concisión, la desnudez originaria, ningún exceso… Como si te embargara un prodigioso pudor. Y sobrecoge tu refulgente sobriedad, la trágica poesía que destila tu escritura”.
Y más adelante: “Una voz callada incesantemente hablando. Un silencio que ahonda. Un rumor violento, escarpado, seco. El tiempo que se eterniza, que cesa de fluir. Al perforar esa eternidad, el mundo físico parece independiente del ensueño de quien vive muerto en Comala”.
Como se le murió el tío Celerino, yo vine acá para platicarle mis recuerdos a la sombra de Rulfo y, en la memoria, saberlo cierto y sentirlo próximo. Vine acá porque sé que la vida es literatura por otros medios. Vine acá para buscar a Juan Rulfo porque me dijeron, y yo lo sé, que sigue vivo aunque ande callado entre el dolor de los vivos y los murmullos de los muertos.
ROA BASTOS O EL ESCRITOR ES EL GRAN NÁUFRAGO DE LA HISTORIA
En 1989 Roa Bastos obtuvo del Premio Cervantes de Literatura. Con motivo del galardón, la Universidad de Alcalá de Henares organizó un ciclo de conferencias con el título de “Homenaje a Roa Bastos”, en el que tuve la oportunidad de intervenir. Fue el 19 de abril de 1990. Entonces leí un texto titulado “Yo, Roa Bastos: literatura y vida” que posteriormente fue incluido en mi libro Territorios del verbo, más arriba citado. En mi intervención incluía una nota autobiográfica escrita por el propio Roa en 1966 donde se retrataba y se definía con estas palabras:
“La imagen de un escritor como la de un hombre solitario volcándose íntegramente en la tarea desde lo hondo de sí, pero haciéndose solidario de los demás, proyectándose hacia lo universal, con valor, sin claudicaciones, con irreductible fe en la condición humana, en lo que ella tiene de permanente y perfectible, es la aspiración que da cierta consistencia al oscuro fantasma llamado Augusto Roa Bastos”.
¿Y qué había, qué hay, detrás o en el fondo de esas luminosas y reveladoras palabras? Hay un escritor paraguayo conocedor del exilio que se acompaña del silencio para seguir en su tarea de constructor o pescador de mitos. Alguien que se considera un hombre común que además escribe, y que entiende que la literatura es un acto de vida. Hay un nombre, Roa Bastos, que es punto de referencia obligado cuando se trata de la pasmosa capacidad expresiva de nuestro idioma, al que enriquece con aportaciones guaraníes y el ritmo de las lenguas indias donde pervive la memoria del pasado y del origen.
(En uno de nuestros encuentros mantenidos en Cádiz, Madrid, Canarias, Alcalá de Henares, Roa Bastos me explicó que a los pocos meses de haber nacido en Asunción, su madre le llevó a Iturbe del Manorá y que allí empezó a asimilar el Paraguay esencial, profundo, culturalmente bilingüe y oral, mágico y mítico. Y si a Rulfo era el tío Celerino el que le contaba las historias, a Roa fue Ña Rufina, una anciana analfabeta, pobrísima y esquelética, quien le enseñó a hablar en guaraní, llenándole la cabeza y los oídos de hermosos y tristes relatos de su pueblo. Y, junto a Ña Rufina, la ternura de su madre comentándole en guaraní los capítulos de la Biblia que antes le había leído en español).
El universo violento y lírico, rebelde y solidario, de denuncia y esperanza, que se encerraba en aquellos relatos de su infancia impregna de raíz los volúmenes de cuentos del escritor: El trueno entre las hojas, El baldío, Madera quemada, Los pies sobre el agua, Moriencia… Y estalla con el estertor de la barbarie, como una ráfaga de apocalipsis, en su primera novela, Hijo de hombre, de 1960, que constituye una mural impresionante de casi un siglo de la historia paraguaya, desde mediados del siglo XIX hasta poco después de la Guerra del Chaco en la década de los 30. (Por cierto que Roa Bastos participó como camillero y aguador de los servicios auxiliares durante la contienda del Chaco. Tenía entonces 15 años).
Podría pensarse que Hijo de hombre es una novela de un dramatismo exacerbado. Sin embargo, no es así. Los hechos, incluso los más crueles y brutales, se cuentan desde una ternura y un lirismo siempre presentes, tamizado por las expresiones guaraníes que conviven con el español. Con ello, el escritor funde la primitiva cultura indígena, mítica y de múltiples significaciones, con la actual cultura mestiza paraguaya. Una cultura y una historia, como he escrito en “Yo, Roa Bastos: literatura y vida”: “que ha padecido el embate de la violencia, como un cráter incendiado por un sol de hierro. Pero eso no ha hecho que Roa Bastos renuncie al viejo sueño de la especie de un mundo más justo”.
(La violencia ha sido una constante no solo en la literatura de Roa, sino en su propio acontecer cotidiano. Su largo exilio desde 1947 hasta la caída del dictador Stroessner en 1989, es muestra de ello. Estuvo primero en Buenos Aires, exiliado tras ser acusado de comunista a instancias del ministro de Hacienda y futuro presidente, Juan Natalicio González, por cuestiones de celos literarios luego de que Roa criticara duramente sus libros sobre la historia de la cultura de Paraguay; después en Toulouse, tras el golpe de estado de Videla; y, aún más tarde, en la ciudad argentina de Clorinda, a donde fue deportado y privado de su ciudadanía paraguaya. Y, por cierto, que como respuesta a ello España le concedió, en 1983, la ciudadanía española. Francia haría lo mismo. Por fin, en 1996 regresó definitivamente a su país. Pero, de nuevo, la violencia, una violencia doméstica y mezquina, habría de sorprenderle. Porque, en sus últimos años de vida, enfermo y desvalido, sufrió los malos tratos de su cuidadora, una tal Cesarina Cabañas, que lo dejaba encerrado, le privaba de visitas e, incluso, le quitaba el teléfono. Denunciada por los hijos del escritor, fue condenada por “abandono de persona y robo agravado”).
Ciertamente, en sus colecciones de cuentos y en su novela primera, Roa traza un gran fresco de la vida y la historia del Paraguay. Un retrato que, partiendo de una realidad concreta, con la violencia como jugo donde se ha desarrollado históricamente la existencia paraguaya, alcanza tonos de gran belleza poética y mitológica. Tal vez, el Roa Bastos poeta de El ruiseñor de la aurora y El naranjal ardiente, no es ajeno a ese vuelo lírico que traspasa su narrativa.
LA OBRA MAESTRA
Pero, sin lugar a dudas, Yo, el Supremo, la segunda novela de Roa Bastos, de 1974, es su obra maestra y uno de los libros cumbre de la literatura contemporánea. Los críticos literarios del periódico El Mundo así lo constataron en 2001 escogiéndola –al igual que a Pedro Páramo– como una de las cien mejores novelas escritas en castellano del siglo XX.
Inspirada en la vida de José Gaspar Rodríguez de Francia, Dictador Perpetuo del Paraguay desde 1814 a 1840, Yo, el Supremo no es una más entre las novelas de dictadores hispanoamericanos que inaugurara Tirano Banderas, de Valle-Inclán, y a la que seguirían títulos como Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias, El recurso del método, de Carpentier, El otoño del patriarca, de García Márquez y, ya más próximos a nuestros días, La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa. Y no lo es porque Yo, el Supremo es todo un acontecimiento literario que certifica la pasmosa capacidad expresiva del lenguaje.
Partiendo de la biografía de Rodríguez de Francia y de la realidad histórica, Roa Bastos crea “otra realidad” distinta y autosuficiente. La historia es solo un punto de partida. La novela de Roa no es una biografía novelada ni una novela histórica, sino un ejercicio descomunal de ficción pura. Roa Bastos utiliza símbolos, mitos, documentos, entrelazamientos de varios niveles de significación, juegos con el tiempo y el espacio… mezclado todo ello con una técnica narrativa poderosa y magistral. De esta forma, Roa lleva a cabo una transgresión en el orden tradicional de concebir el texto novelesco. El autor no es el dueño ni el árbitro definitivo de su relato. Aquí, el autor tiene el sentido del amanuense, del que compila fragmentos de historia imaginaria que va entretejiendo para trascender el tiempo y el espacio.
Además de su renovadora y asombrosa propuesta formal y crítica, Yo, el Supremo alberga una profunda meditación sobre el poder absoluto, una reflexión punzante sobre la condición humana. El lector asiste a la elaboración de un grandioso mural de la vida de los pueblos de América Latina y del trágico destino del hombre de todas las épocas y latitudes. En esta obra, Roa Bastos llega a las más altas cotas en su búsqueda de la voz colectiva de los pueblos enmudecidos.
Lo he escrito antes y ahora lo repito. Yo, el Supremo implica una honda reflexión sobre la escritura y el género narrativo, sobre la literatura y su función crítica. El autor deja de ser el creador absoluto. Quien escribe una novela no la genera de la nada. La facultad demiúrgica del novelista, pues, es reducida a “recopilación” y “ordenamiento” de un material básico ya dado: la lengua, los mitos, las creencias, la historia, las vivencias, toda la literatura anterior de un pueblo… El novelista opera sobre estos elementos que nunca le han pertenecido. Son patrimonio colectivo que el escritor aprovecha y enriquece para legarlo nuevamente a sus múltiples e innominados propietarios.
Difícilmente cualquier otra novela en nuestro idioma puede equiparse con lo que propone y acomete con éxito Yo, el Supremo. Ni siquiera el propio Roa Bastos la superó con sus entregas posteriores –Vigilia del Almirante, El fiscal, Contravida y Madame Sui– donde vuelve y ahonda en sus temas identificatorios. Es el débito a pagar por una creación de tamaña envergadura.
DESDE EL MAR DEL TIEMPO
En una entrevista que le hice a Roa Bastos para la revista La Nueva Estafeta (Madrid, nº 23, octubre de 1980), manifestaba:
“Yo siempre estoy en una lucha terrible con la realidad, no solo la del pasado, sino también la del presente. En la creación artística siempre hay una liberación, una descarga de esas entidades monstruosas, obsesivas, que pueblan el mundo real y onírico de los hombres de la cultura. […] Y si el lenguaje es la dimensión por excelencia de lo social, entonces lo que hace un escritor cada vez que escribe un texto es arrojar una botella al mar del tiempo. El escritor es el gran náufrago de la historia que se comunica a través de estos mensajes que, a veces, no llegan a destino”.
Solitario y solidario, volcado sobre su obra, empeñado en lanzar mensajes de náufrago al mar del tiempo, ese “oscuro fantasma” –como dijo de sí mismo- que es Augusto Roa Bastos, cien años después, aún no nos ha abandonado. Su mensaje de náufrago llegó a destino. Nos alcanza. Nos reclama. Prevalece.