Dentro de la obra narrativa de Alonso Quesada se destaca el conjunto de textos publicados por el autor en los diversos periódicos y revistas locales de Las Palmas de Gran Canaria. Alonso Quesada con la crónica periodística creó una suerte de álbum de la vida insular e inmovilizó ante nuestros ojos aquello que se desarrollaba a su alrededor. En su labor periodística, Quesada publicó más de trecientos textos donde se describen irónica y humorísticamente la vida en la ciudad Las Palmas de Gran Canaria y su isla Gran Canaria; también una época en plena evolución, inmersa en las inquietudes internacionales del primer tercio del siglo XX. La idiosincrasia del isleño, sus costumbres y la ciudad están aquí minuciosamente retratadas.
Alonso Quesada solo llegó a publicar hasta 1919 una parte muy pequeña de estos textos, alrededor de 84 crónicas, bajo el título de Crónicas de la ciudad y de la noche. Este libro está formado por dos grupos de crónicas: «Crónicas de la ciudad» y «Crónicas de noche», que fueron publicadas por el periódico Ecos, dirigido por el autor entre septiembre de 1916 y agosto de 1917.
Estos textos resultan para el lector insular contemporáneo y, en particular, para el investigador de la historia y la sociedad canaria un importante documento para acercarse a la época. Alonso Quesada nos ofrece una proyección sobre su propio entorno, describe, interpreta, lo que permite un conocimiento de primera mano de su sociedad.
Los artículos que aquí se incluyen llevan el título que Quesada da a textos periodísticos que publicó en Ecos y en otros periódicos y revistas locales: «Crónicas de la noche». Son seis crónicas publicadas en el periódico Ecos y que aparecen entre octubre de 1917 y abril de 1918. Las hemos podido localizar en la hemeroteca de El Museo Canario, de Las Palmas de Gran Canaria, y desde su primera aparición, hasta donde sabemos, no se han vuelto a reproducir.
Estas crónicas siguen las pautas habituales con que Alonso Quesada las da a conocer, las mismas expresiones y estilo, similar descripción de personajes y de circunstancias. Cinco de estas crónicas están publicadas sin firma, como fue habitual en la mayoría de las crónicas que llevan el mismo título; una crónica aparece firmada por «U». Todas aparecen bajo el título de “Crónicas de la noche”. En este sentido, los textos ahora recogidos vienen a sumarse a aquellos otros que Lázaro Santana ha publicado en Obras Completas o Biblioteca Alonso Quesada, y que procedían de los fondos del autor. También se suman a los editados por Antonio Henríquez en los últimos años.
Estos seis textos que reproducimos a continuación se encajan dentro de la misma definición que el autor dio a las «Crónicas de la noche», publicadas en 1919: «comentarios sentimentales de cosas entrevistas en las noches isleñas». Se describen situaciones concurrentes en las noches isleñas y que el autor refleja desde una perspectiva sentimental y humorística.
En una de las crónicas, el autor desde su humor e ironía habitual, habla de la actuación en el circo de la cantante Úrsula Falcón Quintero (1870- 1966), más conocida por su nombre artístico, Úrsula López. Quesada habla de una especie de «cólera morbo-musical» que ha despertado la cantante en su ciudad. El autor manifiesta su asombro, subrayando otras necesidades, ajenas a los cuplés, que tendría que programar el ayuntamiento. La crónica que hoy ofrecemos tiene relación con otra ya editada en Obra Completa y con el mismo título, «Crónica de la noche», donde se cita a Úrsula López. El autor subraya en esta la inutilidad de estos conciertos dentro de una sociedad formada por «hotentotes» y aborda una de las consecuencias de la Primera Guerra Mundial en las Islas Canarias, la falta del carbón inglés motivada por la presencia de los submarinos alemanes en el Atlántico.
Dejamos las otras crónicas al lector para que redescubra el estilo quesadiano. Avanzamos estos textos, además, con la esperanza de que el gran escritor cuente alguna vez con la completa reconstrucción de la obra en prosa. Son muchos los artículos que todavía permanecen en el olvido en los periódicos locales de la época.
Estos seis textos aparecen ordenados según su fecha de aparición en Ecos.
Crónica de la noche
Anoche se despidió por última y definitiva vez la cupletista doña Úrsula López. Gracias a Dios. Con todos los respetos debidos queremos manifestar nuestra disconformidad con esta señora que ha sembrado de cuplés todos los hogares y todas las esquinas. Ayer tarde fue preso de un síncope un amigo nuestro, a causa de estar oyendo tocar al piano el Mala entraña. La señora de López ha resultado en su tierra una especie de cólera morbo-musical. Y es lástima porque es guapa, de un buen ver, como dicen aquí.
Nosotros sabemos que más de un novio anoche tuvo que llevar a su respectiva dama al Circo. Y con bastante malhumor. Todas las jovencitas de la ciudad dijeron por la tarde: — ¡Ay, niña vamos al Circo, que esta noche es la última noche que canta Úrsula! — Y el Circo estaba lleno. Felicitamos a Úrsula. Si llega a traer ideas en vez de cuplés, se tiene que marchar tranquilita. Pues…
Todas estas noches, desde hace un siglo…—¿no hace un siglo que está Úrsula entre nosotros? —la crónica de la noche no puede ser sino Úrsula, los trajes de Úrsula, las joyas de Úrsula… Es para temblar.
Nosotros sentimos una profunda admiración por esta señora reina del cuplé, así la llaman los empresarios, pero reconocemos imparcialmente que es mucho cuplé ya. Un socio del casino decía la otra tarde en plena terraza que de Canarias lo único bueno que había salido era Úrsula. Y tiene razón. Pero se olvidó de citar el banano y al divino Cairasco, el de la Esdrujúlea, que eran los cuplets del siglo XIX.
Sí; Úrsula es de lo mejor que ha salido de Canarias… Mejor dicho, de lo mejor que saldrá porque todavía está aquí y, por trazas lleva camino de quedarse.
[Ecos, 1 de octubre de1917]
Crónica de la noche
Cuando dan las tres de la madrugada salimos hambrientos y cansados, y en plena calle, bajo una divina claridad lunar nos detenemos, alzamos los ojos al cielo. Es una postura romántica, casi mística. ¿Dónde ir? ¿Qué amigo hostelero nos brindará ahora un bistec reconfortador? Nuestros bolsillos no están vacíos. La noche es inmensa. Cade ogni romore. —Cuando se tiene hambre y peor cuando no hay dinero ni fiador al alcance de la mano, el alma se alimenta de lirismos. Los versos del amigo D´Annunzio se prestan a toda hora, perfectamente. Aunque haya unas pesetas…
Nos miramos en silencio. Un pequeño problema de subsistencias. Nos sentamos en un portal a la luz de la luna; es esta noche más fría que nunca Cade ogni romore. Y nuestros oídos auscultan en el silencio.
—Habrá que esperar a que amanezca, compadre. Cuando abran la churrería. Yo, esta noche, no me acuesto sin comer alguna cosa. ¡Qué terrible es la noche en esta ciudad! Ni un figón abierto, uno de esos figones baratos y salvadores… ¡Oh, qué bien vendría ahora un bistec…!
El instante, a pesar de la luna y del amoroso silencio, es prosaico y vulgar. Falta un bistec en la noche. ¿Es posible una tan honda relación entre el bistec y la luna?
—Habla, hombre. ¿No sería mejor que hubiese oscuro, que la madama sideral se estuviera quietecita detrás del horizonte?
—¿Para qué?
—Es que con tanta luz es más notada la ausencia de este bistec misterioso. Yo estoy viendo en tu cara mi propio apetito reflejado… Si hubiese oscuro, quizás no tuviéramos tantas ganas. De verdad; tengo la certeza de que si el cielo se cerrara de pronto y esa luna se perdiera en el mar, a mí se me quitaba el hambre.
—Es posible […]
—¡Hombre, no divagues! ¡Que tendrá que ver una cosa con la otra! El príncipe estaba pensando en su madre. Iba a verla. El maleficio va por otro lado. Porque esta hora es también la hora en que se abren los cementerios y el infierno respira: (When churchyards yawn, and hell itself breathes… etc). ¡Toma ciencia! Hay otra pausa como en los dramas. Pausa larga.
De pronto surge una mujer en la esquina. Se acerca. Es una muchacha que se ha perdido. Pero que se ha perdido hace mucho tiempo.
―¿Qué buscáis?
—Un figón, tenemos hambre. No sabes tú lo que es tener hambre con dinero en el bolsillo, pues cuando no hay dinero y hay hambre, suele irse lo uno por lo otro.
―Nada hay abierto. Si queréis, puedo ofreceros…
Y la muchacha nos pone en la mano una ensaimada.
¿Y qué vamos a hacer nosotros sino nutrirnos con este panecillo mallorquín que parece un estropajo?
El alba suena. Llega el rumor de la máquina que empieza a tirar…
¿Hay algo más terrible que hacer un periódico por la noche, en una provincia española?
Este periódico, si lo lee el suscriptor, lo lee a las seis de la tarde. Ya nos lo dijo uno, una vez: —Yo colecciono todos los periódicos del día y los leo cuando me voy a acostar por la noche.
¡Y esta es la hora, compadre, en que los camposantos se abren…! When churchyards yawn and hell…
¡Ah, querido Príncipe!
[Ecos, 28 de noviembre de 1917]
Crónica de la noche
Cuando llegamos a la Plazuela, Molina ha apagado ya las luces del kiosko, pero conserva un hilito de luz que sale por la ventana entreabierta. —¿Cómo es eso, Molina, no se puede cenar? Y Molina, que es un hombre amable, dice que sí, que puede cenar todo lo que uno quiera. Él ha lanzado su mirada sobre nosotros, que somos seis y espera cerrar la caja con un balance redondo. Cada uno se comerá tres pesetas. Molina, aunque tiene sueño, se sacrifica y torna a encender las luces.
Y después viene Ramón, que también tiene sueño, y se aprende la lección de memoria: «Una tortilla con patatas fritas y media ración de jamón para Vd.; un bistec con patatas fritas y un chocolate con tostadas para V.; otro bistec y una tortilla con jamón, pan y queso y dulce de cabello para V… ¿Es así? —No Ramón, el bistec y las tostadas para el señor, el chocolate para el señor, la ración de jamón…
—¡Ah, sí¡ —dice Ramón, la tortilla para el señor y el dulce de cabello… y así, entre Ramón y nosotros se entabla un vivo diálogo de subsistencias. Al final Ramón comprende, y a la hora nos trae en dos enormes bandejas la cena.
Ramón es un hombre pequeñito que cuando trae dos bandejas grandes no se le ve, pero es un mozo consecuente y bien educado. No protesta ni se irrita jamás aunque el cliente lo mortifique con impertinencias. Cuando nosotros venimos a cenar él tiembla, porque sabe lo terrible, lo babilónica que va a ser nuestra cena. Pero no divaguemos. La cena está sobre la mesa.
Ramón, apoyado sobre el mostrador, va apuntando en un papelito el importe. Mientras, uno pide agua, otro más pan, otro sifón… Y Ramón trae todo esto y sigue sumando. Un bistec, 1’25, una tortilla, 1’25. Dos cincuenta. —¡Ramón tráeme el vaso de vino y pone « un vaso de vino 25».
Total, doce pesetas. Al amanecer Molina está dormido en su silla, Ramón cabecea de pie, apoyado en el kiosko, el municipal junto a un árbol espera que nos vayamos para sentarse en un sillón y dormir.
Y cuando todos están hartos de esperar, nosotros terminamos la cena. Y Ramón acude solícito a despertar a Molina, que al abrir los ojos extiende su mano para cobrar y devolver lo que sobra. Pero Ramón ha pronunciado la palabra inesperada, una palabra tremenda que en la alta noche ante unos hombres dormidos, debe tener un sonido ultraterreno: ¡Deme el cuaderno de los vales!
Sin embargo, Molina no se enfada, y dice con el cuadro de los vales en una mano: —¿No quieren más nada? —No, no queremos más nada. Y Molina vuelve a apagar la luz. ¡Oh, él no sabe la trascendencia social que tienen estos vales! Cuando no hay dinero en el bolsillo y se trasnocha tanto. Molina, con sus vales, ha hecho más por los ciudadanos que el ayuntamiento.
[Ecos, 6 de diciembre de 1917]
Crónica de la noche
Ya estamos en vísperas de Carnavales. Pronto amaneceremos un buen día, oyendo pitos y tambores y gritos desafinados. Así se anuncia el Carnaval en esta tierra, tan callada durante el resto del año.
Desde Noviembre hay permiso para vestirse de máscara. Desde el día veinticinco. El día veintiséis se tropezará uno con un mamarracho como la cosa más natural…No habrá derecho a la protesta, ni siquiera a la risa. Santa Catalina preside la seriedad de la función.
Pero, esta noche, nosotros habíamos olvidado todo esto. Sentados frente a la ventana, frente a la profunda oscuridad de la calle, contábamos recuerdos del modo más sencillo…. Diríase un éxtasis.
Y de pronto, en el marco de la ventana, nos saluda una cara verde y cabellos rizados…
―¿Me conoces, periodista?
A nosotros esta palabra de periodista nos ha hecho siempre una gracia especial. Sonreímos, pues.
―No te conocemos, máscara.
Y la cara desaparece. Vuelve en todo el marco la oscuridad serena de la noche.
Esperamos la reaparición de la careta, pero esperamos en vano. Se fue definitivamente.
Entonces, nos asomamos y miramos por la calle. Allá arriba, junto a la última luz de los jesuitas, una figura deforme roza las columnas salomónicas.
Nosotros sentimos una angustia terrible. Nosotros hemos mentido y queremos decir la verdad. Hemos dicho a la máscara que no la conocemos…
Y, mira, máscara; sí te hemos conocido. Si lo callamos fue por compasión. Tu eres lo más conocido. Eres la máscara primera, esa que apenas dice cuatro palabras…
[Ecos, 16 de enero de 1918]
Crónica de la noche
Han dado las dos. ―Venid, venid, ― ha dicho el compañero de otro periódico, un hombre pequeñín y nervioso, algo fantástico en las conquistas y en el amor. ―Venid, venid. Yo tengo un palacio encantado, que se abre a todas las horas de la noche, si yo llamo en él.
Era un momento en que desorientados, sin saber dónde meternos, nos mirábamos en silencio unos a otros. ¿A dónde ir? ¿Habrá pasado esta noche? Y el compañero volvió a repetir: ―Venid. Yo os llevaré a un sitio maravilloso.
¿Qué sitio maravilloso será este que nosotros no conocemos? El amigo ha dicho que él dará una voz y la puerta del palacio se abrirá como la cueva de los cuarenta ladrones. Nuestro amigo es como Ali-Baba, que ha descubierto el santo y seña de esta puerta.
Un poco desocupados echamos andar. El amigo nos cuenta por el camino. Se trata de una mujer. Una mujer extraordinaria. La Reina Mora. Él la conoce mucho. No abre su puerta a nadie, pero al amigo sí.
Esta mujer ha venido de un reino lejano. De Gádex. Es hermosa. Nuestro amigo la ha descubierto y nadie más que él sabe de la vida de esta mujer. ¿Pensáis que en las ciudades pequeñas se puede saber todo? Así lo hemos creído siempre. Todo el mundo conoce a todo el mundo. Una mujer bella, aunque se esconda, siempre será sabida. Ella, descuidadamente, se asoma un día a la ventana. Un transeúnte la ve y alza los ojos al número de la casa. ¡El 37! El transeúnte se encuentra a un amigo y le dice: en el número 37 hay una mujer estupenda. Luego, en el Casino se entera un viejo verde. Y a las veinticuatro horas ya sabe la ciudad entera que en el número 37 de la calle Tal, hay una mujer de belleza oriental.
Pero con esta mujer de nuestro amigo no ha ocurrido lo mismo. De ella no se ha sabido nada hasta que el amigo nos invita a verla. ¿Y cómo siendo tan hermosa y tan oculta y él tan presumido de conquistador, no la quiere mostrar insistentemente? No será bella.
Vamos pues ―decimos todos, ―D. Ignacio, D. Ramón, D. Fermín, D. Rafael, D. Raimundo, D. Arturo.
Y llegamos al lugar del misterio. Y el compañero llama a la puerta, y una voz extrahumana responde: ―¿Quién es? ―Abre, mujer. ―No puedo. ― Pero, mujer, abre. ―De ninguna manera. ―Si soy yo. ―¿Y quién eres tú?
―Nuevos golpes. ― La mujer, al fin sin saber quién llama, abre con sigilo. ― ¿No me conocías? ―¡Ah, era usted! Y luego sacando la cabeza que parece la de un pulpo miserable, añade dirigiéndose a D. Ignacio: ―D. Ignacio no es el amigo que nos llevó. ― ¡Ah, es usted D. Ignacio! Si yo llego a saber que es usted abro enseguida.
La mujer, que el compañero nos quiso presentar como misteriosa era ya amiga de D. Ignacio. Y de don Fermín, porque también saludó a D. Fermín, y de D. Rafael, que lo saluda asimismo.
El compañero pequeñín queda corrido. No es posible que una mujer tan extraordinaria permanezca oculta en la ciudad pequeña.
Esta mujer ha cenado ya cuarenta cenas en el Retiro. La mujer misteriosa no existe en los puertos de mar lejanos, uno inventa una. El compañero ha querido inventarla, pero ya estaba inventada de antemano. D. Ignacio fue el primer inventor, pero como era modesto no ha dicho nada a nadie.
(Esta crónica no tendrá gracia ninguna, pero como yo me voy esta noche, ahí queda eso…)
[Ecos, 22 de enero de 1918]
Crónica de la noche
La santa compañía: tres municipales y tres guardias de seguridad. Son las dos de la mañana. Estos seis hombres están juntos, reunidos en cónclave. Nosotros, al pasar en una tartana, por la virtud luminosa de los farolillos que delatan la conjura, los vemos platicando animados mientras fuman los cigarros que uno de ellos debió ofrecer a los demás. La ciudad está a oscuras. La calle de Triana, que es el teatro donde se representa esta comedia nocturna, está solitaria. Los seis hombres encargados de vigilar se han reunido para vigilarse a sí mismos. En tanto el ciudadano a tientas camina por la acera expuesto a un atraco.
Sin embargo, nosotros hemos pensado: un hombre nos sale al camino; este hombre nos robará el dinero, quizás nos mate. Si son dos hombres en vez de uno nada podemos contra él. Pero si el atraco se verifica en la esquina frente al «Club de los Seis» salvaremos nuestro pellejo y nuestra bolsa. Roguemos a Dios pues, que el atraco sea cerca de esos seis guardias. O detengámonos en la esquina toda la noche, hasta que pase la noche, por si nos atracan. Es más seguro. Los seis guardias han pensado que juntos podrán más que separados.
Ellos han pensado así mismo: Si estamos cada uno en su respectivo lugar, y cuatro hombres atracan a uno nada podemos hacer. Los seis reunidos, con pistolas y chuzos sabremos defender mejor la libertad del ciudadano pacífico. Lógicamente, pues, es preciso juntarse.
Y se juntan. Y he aquí cómo lo más absurdo se torna lo más claro.
Y he aquí también por qué nosotros, en medio del silencio de la noche, hemos mandado a parar nuestro coche, nos hemos apeado y hemos dado una estrepitosa, una descomunal ovación a estos guardias, solidarios y unánimes.
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[Ecos, 2 de abril de 1918]