1. Introducción

La novela canaria ha estado inmersa desde los inicios de la segunda mitad del siglo XX en diferentes disyuntivas derivadas de la condición insular. Esta condición ha pendido como espada de Damocles sobre textos y autores sin que ninguna de las diversas épocas –o décadas– haya podido quitársela de encima. Hasta ahora, se ha vivido con ella y se la ha rehuido. Cierto es que lo que quiera que sostiene dicha espada a veces es más fuerte que otras y parece como si no la dejara caer sobre la cabeza de los escritores o sobre las páginas de sus textos, y la mantenga viva a través de los tiempos; otras veces, es tan fino el soporte que hace presumir un desastre inminente. Esta situación no dejará de ser un vaivén peligroso hasta que varíen las condiciones de y para Canarias, o de un sentimiento insular más abierto propiciado por los propios autores. Estas condiciones afectan a todos los canarios, ya sean particulares, profesionales, empresarios o comerciantes, músicos, escultores, pintores o escritores. En lo que a nosotros nos atañe, hablemos de los escritores y, particularmente, de los narradores.

Es en Isaac de Vega y en su novela Fetasa (1957) donde se plantean y ponen de manifiesto los sentimientos que producen esos condicionantes y que son característicos de la narrativa canaria de la segunda mitad del siglo XX.

Rodríguez Padrón (2006: 44) señala al respecto:

Cuando se habla de Fetasa casi siempre se piensa en la isla, en la condición insular canaria de los implicados o en aquello que se dijo broma pero fue muy serio. Seriedad que empieza a aflorar precisamente cuando encaramos, no esa localización geográfica y humana, sino cuando vemos la soledad del creador como centro medular de aquella propuesta y cuando descubrimos en ella el fundamento de la perspectiva que la literatura de Canarias introduce en el conjunto de la escrita en lengua española: una reflexión que me parece imprescindible.

No es que autores de antes de los años 50 del siglo pasado no hubieran mencionado lo insular: tanto Agustín Espinosa en Lancelot 28º-7º como Alfonso García-Ramos en Guad, por citar dos ejemplos, hablan de la isla como entidad y de sus circunstancias. Pero lo hacen desde una perspectiva geográfica, con tintes surrealistas el primero y con tintes sociales el segundo. No lo hacen, desde luego, con el sentido de espacio literario mítico con que se dice en Fetasa. Y que no es lo insular la única afectación de esta narrativa sino que viene acompañada de otros condicionantes. Son la mayoría de los escritores posteriores a los años 50 los que recalcan esas características de la narrativa en Canarias, que han resultado ser siempre un lastre, sobre todo para esas generaciones de escritores nacidos como hemos indicado entre las décadas de los 30 a los 60 y que empezaron a publicar sus textos dos o tres décadas más tarde, respectivamente. Podrían resumirse en los enunciados siguientes:

1.1. La isla como espacio literario.
1.2. La soledad, la angustia.
1.3. El mar como barrera y el mar como istmo que une a la Península.
1.4. El complejo de lejanía, el complejo de prisión y la rebeldía del prisionero.
Para ilustrar y estudiar estos enunciados, como apoyatura de lo que exponemos, incorporamos textos de varios narradores canarios para cada uno de los enunciados. La presencia, y la presencia que a veces descubre una ausencia, la evocación o el rechazo y la llamada y referencia de estos rasgos en sus novelas son constantes y recurrentes para la mayoría de los autores de los textos de cualquiera de estas décadas.

1.1. La isla como espacio literario.

La última de las Islas Canarias se incorporó a la Corona de Castilla en 1496 y lo hizo por la puerta pequeña, esto es, los nativos no sabían nada de los castellanos ni lo que suponía pasar a depender de España. Aún se tardará casi un siglo en empezar a notar los efectos de tal dependencia. Los habitantes de las islas pasaron a ser esclavos y tratados como tales y fueron moneda o material de cambio hasta bien entrado el siglo XVI, de manera que nuestra identidad histórica tiene solo cinco siglos de vida. Los incontables acontecimientos históricos que Canarias tuvo que soportar, la desaparición de su mundo, la esclavitud de sus gentes, la pérdida de sus bienes, los abusos de los conquistadores, los ataques de los piratas, las epidemias, los lazaretos, la peste de Las Palmas, las invasiones de Drake, y de Nelson, las rafias de Van der Roer sobre todo en La Palma, la situación de colonias hasta finales del siglo XIX y principios del XX, las levas para atender las guerras de la independencia de las posesiones americanas, las emigraciones a Venezuela y a Cuba, la Primera Guerra Mundial, la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial no dejaron jamás asomar la cabeza por fuera del agua y llenaron todo de soledad y de tristeza en un territorio tan pequeño y disperso. Lo historicista, la incorporación de las islas al mundo moderno en un momento determinado de la historia, como si tomaran el vagón de cola, desarrolló el gusto por los hechos históricos y esa circunstancia está siempre presente en nuestros narradores. (Delgado, 1992: 17) relata:

La isla entró en la historia la jornada antes a la del conquistador poner los pies en la orilla. Nada dicen las crónicas de la silueta aumentada en el catalejo del navegante, con la costa en los ojos y a unas diez millas de distancia. Soplaba competente el viento, y el capitán, equilibrado en el puente de mando, no bien la supo a su alcance, reencendiósele la vocación conquistadora y de futuro señor de la próxima tierra y de otros piélagos que hubieren y se le cruzasen por los contornos. Mitigaba así la pena de haber ido a parar al paraje más longicuo de todos los reinos, en el mismo culo –opinaban muchos– de los de su graciosa majestad.
Los conquistadores, desde que pisaron orilla de arena, se ordenaron en cautelosa formación; apretaron nalga contra nalga como glúticos janos para evitar caer en la consuetudinaria emboscada que urden los pueblos incivilizados. Se mantuvieron en tal prevención hasta que las patrullas regresaron de fisgonear los alrededores. Se ordenó doble centinela, y ya tranquilizados, estimaron picar lanzas y plantar pendones. Tomaron posesión con modestísima parafernalia, y un misionero bautizó santamente el lugar, viniéndolo a llamar de la Santa Cruz, e imploró a su Dios conceder a sus soldados una buena ventura y matanza de indígenas.

Sin embargo, no es la insularidad desde el punto de vista histórico, económico, demográfico, naturalista, etc., ni desde punto de vista físico alguno lo que queremos traer aquí (que también). No son estas características geográficas de la insularidad lo que queremos desmenuzar en este trabajo, sino tratarla desde una perspectiva anímica, desde algo que atenaza al canario –y, por tanto, al narrador canario– y lo condiciona: El espacio insular del que estuvieron impregnados los narradores de la última mitad del siglo XX.

Rodríguez Padrón (1982: 25-26), especialista y crítico de esta narrativa, ha contribuido a delimitar la situación:

Todos parten, hemos dicho, de una realidad común: la isla. Prefiero el término “Universo-isla”, utilizado por uno de estos narradores, porque eso es exactamente lo que los condiciona a todos: no la isla como ente geográfico o como paradigma de determinadas costumbres, sino como actitud, incluso moral, en muchos casos hasta lingüística, y desde luego social e histórica, pero con la suficiente dimensión como para que la concreta ubicación de las historias no se convierta en transformación empequeñecedora.

La insularidad tiene que ver con el aislamiento, con la distancia al centro y con las comunicaciones y, sin duda, el concepto ha ido variando a medida que el progreso ha ido ganando espacio y tiempo a esa distancia que ya no es insalvable. En los tiempos del siglo XIX, cuando se hablaba del regionalismo, cuando no se conocía el viaje en avión y los viajes en barco a Cádiz, Valencia o Barcelona tardaban diez o doce días, las comunicaciones entre Canarias y la Península negaban el contacto, y el canario se resignaba y se parapetaba, se llenaba de excusas y razones ante la imposibilidad de trasladarse. El canario del XIX sabía que estaba condenado a permanecer en la isla y esa insularidad no iba más allá de la dificultad física y de la resignación: éramos insulares. A medida que los viajes fueron haciéndose con más rapidez, cuando el penoso puente entre el archipiélago y la metrópolis parecía que podía ser cruzado, el canario fue ansiando el contacto. Así nacieron, a la espera de una esperanza, las disyuntivas y los conflictos de la insularidad porque ya el impedimento había cambiado de signo: la dificultad no era toda física sino también anímica. Sin embargo, seguían existiendo trabas al viaje, trabas económicas que parecían insalvables: el costo del viaje, las aduanas, el estraperlo y los fielatos. Era una insularidad también económica. Si antes un viaje en avión desde Canarias a la Península en aparatos de hélice, como eran los DC-3, tenía que hacer escalas en Sidi Ifni, Casablanca y Sevilla antes de aterrizar en Madrid en lo que era un viaje a saltos, los Super Constellations y luego los DC-9 a reacción facilitaron el viaje directo. No obstante, la isla seguía pesando en el ánimo de los escritores y en el resultado de sus escritos. No estaba todo ganado o, mejor dicho, no estaba todo vencido. Las novelas o las colecciones de cuentos –y los poemarios– se enviaban a las imprentas peninsulares en paquetes postales que tenían que llevar onerosas declaraciones aduaneras, los impresores las montaban en sus cajas, remitían las galeradas a los autores para las correcciones y estos, de vuelta, las reenviaban a las imprentas. En total, dos o tres meses mal contados para disponer de un libro. Demasiado tiempo.

Los novelistas canarios de los años 70, que constituyeron el importante boom de la narrativa canaria, fueron profundamente conscientes de estas dificultades, aunque veían y sentían que las barreras al viaje y al salto a la Península estaban al alcance de la mano. Muchos, casi todos, quisieron dar ese salto, pero, a pesar de los adelantos técnicos, las progresiones exponenciales de la técnica en los temas aeronáuticos, entonces en desarrollo, y en las comunicaciones que todavía no eran ni en sueños tan globales como en la actualidad, la situación no había variado demasiado de lo que había significado la insularidad para los escritores nacidos entre los años 30 a 60. Se seguía hablando de ella con la misma urgencia, efectos, pesadumbre e importancia que tiempo atrás. Si la insularidad era un fenómeno casi tangible, fue verdaderamente insufrible y agobiante para la generación de los 70.

Volvamos a Fetasa con sus metafóricas imágenes llenas de significados, porque es donde se canta con una desesperada e inaugural resignación ese aislamiento insoportable, esa esterilidad devenida. Es la visión de un espacio insular mítico:

–Me llamo Juan –le dijo–. Toda la isla es mía y en ella permaneceremos por muchos años, casi por una eternidad. Mientras dure el sol alumbrando los espacios y siga batiendo el mar estas rocas estaremos aquí. La isla forma parte de mí. Me agrada sentir el paso fatal de las estaciones por sus llanos y barrancos, el sonido del mar, el cruzar de las nubes arrastrando sus sombras sobre la tierra, el susurro del viento al deslizarse por las colinas (Fetasa, p.83).

La isla para Isaac de Vega es, desde luego, donde nace y muere lo geográfico. En Fetasa, ese espacio insular circunda al autor y en él halla su soledad de creador y su angustia de ente único:

El centenar de artistas y poetas que la isla tenía empapándose de la cultura pasaron a engrosar su contingente de inadaptados y mendigos, hasta que años después el gobierno de la ciudad los expulsó, o los obligó a entrar en las tropas coloniales. Una generación más tarde la isla había desaparecido como factor humano. […] Luego las muchachas acabaron por exportarse ellas mismas, y hoy yacen en variados cementerios del mundo entero, la mayoría sin lápidas y sin nombres.
Se volvió hacia él. En sus negros ojos había una luz fanática y apasionada. Lo miró de frente.

–Así la encontré yo. Estéril y abrupta. Seca. Nadie vive en ella sino yo, y ya es mía para siempre (Fetasa, pp. 85-86).

En Especulaciones fugitivas (2009), de Andrés Servando Llopis, un viejo pensionista abandonado por la familia que raramente lo visita, asilado en un convento, parece resignado y sus quejas tienen ciertas connotaciones míticas:

Resiste el tiempo acodado sobre la baranda, embelesado con el estruendo de las olas contra las rocas y el pie de este muro enorme que sostiene al convento y a la plaza sobre el horizonte, o recorriendo la villa en el mapa de sus tejados, las torres de los conventos, las sombras de sus calles tramadas en idas y venidas. ¿Se fijó? Solemos pasear en esta plaza acompañados por esa fuente incansable que destila horas interminables sobre las ñameras. Mire, los parterres no son vistosos por culpa de la frondosidad de los laureles que les roban luz, pero a nosotros nos libra del calor. Preferimos el bullicio de la pajarera –así llamamos a la arboleda– a la vistosidad de las flores. […] Por detrás, al pie del volcán –familiar pero dicen que de aspecto amenazante–, las plataneras, los canales de agua cruzando la ladera, los pinos que bajan desde el monte… Disculpe mi entusiasmo pero es nuestra patria. No se ría. A nuestra edad la patria se reduce a una sombra fresca, al saludo de los gorriones, a lo palpable por nuestras articulaciones gastadas, a lo que nos dispensa el escaso afecto, a lo que nos entretiene la espera, en resumen (Especulaciones…, pp.21-22).

No podemos soslayar en ningún instante, en lo histórico-legendario, el descubrimiento de la isla mítica, lo que de misterio tenían aquellas singladuras de las primeras veces que la isla se les presentaba a los conquistadores; en cualquier caso, a los viajeros:

Contaban los viajeros que las naves se detenían en alta mar. El asombro tensaba los cuerpos, acallaba mástiles y velas, y sobrecogidos por el paisaje que se divisaba, los tripulantes, escogían la solidez de las regalas de babor o estribor, según por donde surgiera la sorpresa, o subidos como aves expectantes en las cúspides de las embarcaciones, pugnaban por ocupar las reducidas y vertiginosas cofas, boquiabrían la imaginación y por su cerebro corría una voz espectral.
Callaba hasta el aire, que tiene la tenacidad de su aliento, y se aquietaba el agua para poder mejor ver desde la mansedumbre. Una isla, siempre lejana, dando la impresión de estar suspendida en el aire, interrumpiendo la recta imaginaria del horizonte, se decoraba con un misterioso bosque de brumas.
Entusiasmada, la marinería afinaba catalejos, precisaba la vista e intercambiaba frases de admiración, mientras se extasiaba en una contemplación inédita. Tozudas, las naves, presintiendo tal vez la dificultad, […], emprendían veloz carrera, galope náutico al encuentro de la misteriosa tierra (Díaz Pacheco, El camarote de la memoria, 1987, p. 13).

Ni podemos soslayar tampoco que ese espacio insular fue trampolín de las ansias de aventuras, la mirada hacia la América hispana, la que tiene el mismo idioma, ni olvidar que los puertos canarios fueron la última escala de donde partieron las almas y las naves de la conquista:

Viven cabalgando desde lejos las trece generaciones que marcaron la isla durante trescientos cincuenta años, una legión de soldados para el rey, visionarios para las Indias Occidentales, monjas y mercaderes, expósitos y primogénitos marcados por el estigma de los Van de Valle, sus ramificaciones y mixturas en las tierras del Alto México, la multitud de sus bastardos en las Antillas, sus enlaces con las últimas nietas de Maninidra que se libraron de ser vendidas en el puerto de Valencia, su fundición de sangre con moriscos que buscaban refugio de la persecución del rey Felipe, sus expósitos que llevan la marca de Guinea, sus enlaces de interés con otros emigrantes del continente, […] cuya esencia se ha trasmutado tras las sucesivas expediciones de extremeños, andaluces y vascones que vinieron a poblar las tierras ganadas por la Corona en la primavera de 1496, tras noventa y cinco años de desembarcos y treguas que precisaron continuos esfuerzos, en prolongados asedios cuya certeza ponen en duda los historiadores (Luis León Barreto, Las espiritistas de Telde, 1983, 201).

En paralelo, la visión negativista, o la del espacio insular desde la desesperanza, de Rafael Arozarena en Mararía (1973) hace que este la compare con figuras de animales en lo que es un espacio insular simbólico:

Entorné los párpados. Me vencía el calor, la modorra de la tarde. A mis espaldas, al otro lado de las casas, el mar murmuraba monótono y suave. Ahora estaba en Lanzarote, la más oriental de las Islas Canarias y era como si estuviera sobre el lomo de aquel perro flaco, aquel perro de cal y arena (Mararía, p. 45).

La isla está llena de símbolos. El mismo autor y en las misma novela aplica a la isla uno de los nombres originarios principales, ya usado desde el tiempo de los griegos y de los romanos: Canarias, insiste, es tierra de canes:

En Femés no hay gallos para cantar la madrugada; en Femés este oficio es para los perros, que perros sí que hay, delgados, asustadizos, con las orejas puntiagudas y más de cuatro garrapatas en el cuello. En Femés, los perros son los amos porque son muy dueños de sus vidas, porque son los amos de sus amos, aunque de patadas, piedras y variscazos tengan el lomo más que satisfecho. Los perros de Femés son amigos de las moscas, a quienes nunca espantan por verdes que estas sean. Los perros en el pueblo son los señores, porque si es verdad que no comen, también es verdad que no trabajan (Mararía, p. 61).

O la visión externa de J.J. Armas Marcelo, inconformista siempre, que presenta a la isla como receptora de males o de contrariedades venidas de fuera. Es un espacio insular colmado de resentimientos. Las contrariedades no son propias de la isla de Salbago, nombre inventado que da a Gran Canaria y la hace escenario de sus tramas, sino de agentes externos:

Cuando la calima africana asoló una vez más la isla de Salbago, los campos de labranza, los barrancos, las presas vacías, las cumbres, las carreteras, los pueblos, las medianías, los cementerios, los puertos de mar, la ciudad y los barrios aledaños a ella no escaparon a los tentáculos de la ventolera, sino que sintieron en sus carnes la picadura venenosa de la arenisca, quedaron teñidos de polvo seco y fueron barridos por la metralla fulminante de un terrible golpe de calor. Ocurrieron además en un mismo día varios episodios, que marcaron con claridad solar el comienzo de un nuevo ciclo de disturbios y cataclismos (El árbol del bien y del mal, 1995, p. 74).

En Las espiritistas de Telde (1983), de Luis León Barreto, novela traducida a varios idiomas, se habla también de misterios, de vivos y muertos y de la indiferencia que parece poseer a las gentes de la isla, con el empleo, incluso, de expresiones y palabras del habla canaria: alantito es ‘adelante(ito)’ y sacho es ‘azada’:

–Más alantito es la casa de los señores. ¿Y qué se le ofrece allí? –le miraba incrédulo el hombre sentado en un poyo del camino sin cesar de liar su cigarro junto al sacho, el cuchillo de mango labrado en su cintura, sus ojos desconfiados bajo el sombrero.
–Tenga cuidado, cristiano, que en esta tierra los muertos se comen a los vivos y los vivos se comen entre sí (Las espiritistas…, pp. 64-65).

Cada cual presenta y representa la isla como la ve pero, en cualquiera de los casos, la isla es una protagonista real, con presencia fehaciente, con cuerpo no siempre en equilibrio y con alma atormentada. Esa fiebre efervescente, que no parece tener medicamento y que, a veces, es como una prisión para el pensamiento, tiene todas las trazas de ser la definición –una más– de la insularidad.

1.2. La soledad, la angustia

Pero se diga lo que se diga, la sensación de estar solos y, lo que es peor, la sensación angustiosa que eso causa es profunda. Nuestros escritores vierten en sus novelas esas sensaciones con lo que se corrobora esa angustia y lo demuestra la cantidad de referencias textuales de las que nos hacemos eco.

En Isaac de Vega, la soledad y la angustia son sensaciones iguales a la pérdida de la luz, al caminar bajo tierra sin saber a dónde llegar. La isla no es solo la tierra que asoma por encima de la línea del mar sino también la parte de la isla que está sumergida y en la que imagina que existe vida, otra clase de vida sojuzgada por otros seres anteriores que horadaron cuevas y túneles. Pero no son otros seres distintos de nosotros. Somos nosotros mismos que nos vemos de otra manera. La oscura longitud de un túnel le inspira una desazón similar a la angustia y a la cobardía. La ciudad, la humanidad ha quedado sobre las cabezas de los angustiados, pesando sobre ellos. La realidad está arriba, en la parte exterior, en el mundo visible. La angustia, la soledad, el miedo, todo lo que el personaje no domina representa un mundo de tiniebla. La isla vista al revés, de abajo a arriba. Lo metaforiza en este pasaje:

Todos sus deseos de decisión y fortaleza fueron, de nuevo, suplantados por el miedo y la angustia. Tiene el presentimiento de que no llegará a sitio alguno, ni aun retrocediendo a la ciudad recién abandonada. […] Iba despacio, con paso seguro y sin vacilaciones. Aquel túnel fue obra de los hombres. De otros hombres que picaron bajo el sol, de otra raza de hombres, ya perdida, que habitaron los subterráneos y horadaron grutas bajo la tierra. Era algo maravilloso: no se podía suponer cómo fueran sus pensamientos, ni siquiera que hubiesen existido. ¡Había una lejanía terrible que lo separaba de la Humanidad! Las nuevas gentes aún están en gestación en su cerebro, presas en sus surcos (Fetasa, pp. 103-105).

Del mismo modo, Rafael Arozarena, el otro gran fetasiano y amigo íntimo de Isaac de Vega, parece no querer relacionarse con nadie. Es su soledad interna. En Mararía, se rebela con un matiz de maldad y contempla cómo el paisaje se deteriora, cómo la isla se deshace siendo él un espectador dentro de un espectáculo decadente en el que el fuego interior de su volcán, su rabia y su ira, se enfrían irremediablemente. Él no busca una salida sino que se sienta a la vera del camino a esperar la debacle:

–Entonces es bueno sentarse a la vera del camino y estar, sencillamente. La felicidad o la desgracia pasan bajo mi ventana. Las llevan otras personas, con el saquito de esperanzas a cuestas.
–Es usted un espectador –le dije.
–Pero de un espectáculo singular. Yo no soy un santo. Nunca tuve materia de redentorista. En verdad soy un malvado, un ser ahíto de ruindad que a los setenta y más años se sostiene por ver el fin de una condena. Me divierte observar el óxido que día tras día va destruyendo el hierro, el fruto que se pudre, la flor que se aja, la piel que se arruga, el viento que deshace la piedra hasta convertirla en polvo, los cuerpos que se encorvan, la tierra que se vuelve yerma, el sol blanqueando los huesos de lo que fue un magnífico ejemplar y, allá al final del desierto, el horizonte vacío años tras años por donde nadie ha de venir a salvarnos porque sería ridículo. Esta es mi condena y aún me queda por ver cómo se apagan unos ojos, cómo se enfría del todo un volcán (Mararía, pp. 154-55).

Al final del relato en El camarote de la memoria, cuando no han encontrado la Isla Fugaz y han perdido la ruta de regreso a las otras islas sí conocidas, el personaje del Ocupante del Camarote de la Memoria, le habla al Capitán Montelongo, marino ciego que ha gobernado la expedición, de la soledad que le espera:

–Conforme, capitán. Conténtese entonces con la soledad. Escoja su patria y su bandera. Una esposa y varios hijos y muy pocos amigos. El hogar y la fidelidad. El aislamiento y el amor, una satisfacción triste. La travesía le ha servido para medir el horror de las multitudes, la fiebre pesarosa de la demagogia de los pueblos. La soledad, capitán, sería su himno, su código. La soledad, solo la soledad, es lo que nos aguarda. Estaremos siempre acompañados de ella. Aunque algunos lo nieguen. La soledad, sí, la soledad, esa es nuestra patria, capitán (El camarote… , p. 176).

Y en la escena final, cuando está todo perdido, cuando el navío es una isla y así lo comprenden los personajes, la angustia se desata entre ellos, que se ven destinados a lo irremediable:

El capitán se contiene y fuerza la voz:
–¿Y el reloj de arena de proa?
Grita lastimosamente Carmelo Peñate a un anciano que está junto al reloj de proa.
–¿Cómo está ese reloj, Sebastián?
Y el anciano levanta una mano y parece borrar horizontalmente el aire, luego cierra los puños y segundos después los abre, como disparando los dedos. Sebastián Chinea, el segundo pilote del Hades, ha contestado.
–Tampoco hay arena en el reloj de proa –indica Carmelo Peñate.
El anciano capitán Montelongo se estremece en aquel mundo hueco, ante una inmensa extensión de vacuidad e incomprensible quietud, y no ataja un comentario.
–Si hubiera un relojero. […] –Capitán Montelongo, estos relojes no se pueden arreglar.
Solo le queda a la nave un pedazo de noche. El abatimiento de los cuerpos. Pero no cabe la preocupación por esa extraña oscuridad. Es la que siempre han tenido (El camarote…, p. 182).

1.3. El mar como barrera y el mar como istmo que une a la Península.

La línea cambiante de la orilla es mar y merece la atención del narrador que lo toma como la cosa más natural del mundo o se extasía con el flujo y el reflujo de las aguas que arrastran los callaos de la playa. En Fetasa, que sigue siendo nuestra guía, Juan, el guardián de la isla, comparte sus soledades y sus borracheras con los límites de la tierra y el agua. Dice la cita:

El mar acababa por parecerle como algo lejano, difuminado, pálido, y los peces unos seres de existencia más imaginaria que real. Juan combatía la frialdad nocturna con unos tragos de aguardiente, que el mismo destilaba en un rudimentario alambique, y le obligaba a hacer lo mismo. Allí, en la orilla del mar, se sumía en borracheras nocturnas. Borracheras melancólicas, como las estrellas que los alumbraban, con los ojos semicerrados, sin ver nada, y sin cerrarlos del todo porque el Universo comenzaba a dar vueltas (Fetasa, p. 89).

También en Nos dejaron el muerto (1984), de Víctor Ramírez, el mar se confunde con la costa. Es la misma cosa. El personaje del padre, dice el protagonista de la novela, no había regresado de la costa cuando realmente no está en la costa, sino en el mar:

Mi padre no había regresado aún de la costa. Lo esperábamos desde cuatro días antes, pero sus retrasos no nos extrañaban, ya conocíamos a la mar y sus caprichos. Era cocinero del barco cuando eso y regresó a la mañana siguiente, tempranito y a tiempo de tropezarse él también con el cuerpo presente de don Lucio Falcón, allí en medio de la alcoba y junto a la cama de matrimonio (Nos dejaron…, p. 50).

La isla y el mar son como la uña y la carne, pero en movimiento. La isla acoge en sus costas, en sus playas, con brazos abiertos, al mar y este, vigoroso y luchador, no ceja de enfrentarse, infructuoso, a la tierra impertérrita y ciclópea. Sin embargo, el tiempo dará la razón a la fuerza del mar y, no tan infructuoso, lo declarará vencedor. El mar tiene inagotables perspectivas reales y ficcionales. Es tan cambiante y embaucador, tan impetuoso e irrespetuoso con las gentes y las costas que desconoce las consecuencias de su bravura.

El mar provoca, de vez en cuando, el accidente. Y siempre, por su inesperada impronta natural, el accidente es indeseado y temido. A veces, el accidente puede acabar en tragedia y sume a las familias, sobre todo a las madres y a las esposas de los pescadores, en la desgracia permanente. La figura del padre es la figura del destino, el que marca el futuro del hijo navegante, del emigrante, del pescador, del que necesita el mar como elemento de evasión o de sustento. Alrededor de la tragedia se crea, casi siempre, lo misterioso y lo arcano:

La mujer del señor Sebastián me miró por encima de sus lentes.
–¿No sabe usted? Es la bahía de los ahogados.
Hizo una pausa y prosiguió en tono más bajo y misterioso.
–Es la bahía de los ahogados. La bahía a donde vienen para que sus familiares los vean. Una vez que fui a ver a mi padre se apareció también el marido de seña Carmen, el padre de Isidro, que tuvo muerte en la mar.
–¿Y los vio usted, señora?
–¡Ay! ¡Que si los vi! ¡Y con mis propios ojos y tan clarito como lo estoy viendo a usted ahora!
–Cualquier día por la noche. Cuando uno quiera ir a verles. Aquella vez vino a buscarme seña Carmen y me dijo si quería acompañarla a la costa para ver a su marido. Yo aproveché para ver a mi padre y cogimos unas antorchas y nos fuimos a la bahía. Una no tiene que hacer nada sino ponerse en la orilla y esperar a que sea bien cerrada la noche y luego encender la antorcha y sentarse en un risco y aguardar (Mararía, pp. 87-88).

Casi de una manera obsesiva, como si tuviera permanentemente interiorizada la figura del accidente, Rafael Arozarena, en Cerveza de grano rojo (1984), vuelve a narrar una escena tan misteriosa como la anterior, tal es su grado de preocupación:

Entre dos aguas ya, en un descenso lento hacia las profundidades, un cuerpo delicado, con los brazos en alto, parece decirme adiós bajo la superficie. Unos ojos de niña me miran con espanto. Se hunde. Algo mío se hunde también en un espacio oscuro y profundo. Recojo todo el dolor posible, todo mi susto infantil ante la escena.
El señor Jacobo sigue hablando y rompe:
–Me lancé al agua y nadé unas brazas hacia el fondo. Logré asirla por los cabellos y llevarla a la superficie. Fue entonces cuando sentí el tironazo en mi pierna. ¡Un escualo gigante, compañero!
Mi cuerpo atraviesa cortinas de niebla, masas traslúcidas y gelatinosas tratando de alcanzar el borde de la cama de Sir Jacob. Las sábanas de Holanda forman un solo caballón, una única ola. Es cierto. El cuerpo no se bifurca después del tronco.
–¿Y la niña? –pregunto con timidez porque espero, como siempre, que el señor Jacobo me ponga el lazo doloroso, el dogal que me ata a su voz.
–La niña se salvó, muchacho. Con el tiempo se hizo una bella mujer.
Al llegar a este punto de la narración tengo por costumbre levantar uno de mis pies, dejarlo flojamente en el aire, hacerme liviano tratando de guardar el equilibrio. Lo hago siempre cuando presiento alguna sensación dolorosa.
El viejo Jacobo aspira con fuerza de la pipa. La cazoleta cruje con las hierbas ardientes. La estancia se llena de corpúsculos luminosos, cegadores. Una noche de humo procura el escozor en mis ojos.
–Llegó a ser tu madre –termina el anciano (Cerveza…, pp. 84-85).

El mar es, también, el ámbito adecuado para esconder secretos de amor. Es el espacio donde se oculta un misterio, o los mitos de amor o la pasión amorosa. ¿Dónde, si no? En el mar siempre hay un san borondón que nos espera, que nos confunde y que nos lanza a la aventura:

Simón Toledo indaga en los ojos del médico una respuesta ante aquella insólita situación, porque las ideas se le enmarañan en la mente, le maniatan la voluntad. Busca alguna razón que rellene aquel vacío.
–Bien, y qué pretenden encontrar en la isla.
Se teje un silencio que recuerda al mármol, a la parálisis definitiva, y ha de ser el propio Simón Toledo quien los saque de su ahogo:
–La isla corre, se evade; he leído que viene de norte a sur. En esa trayectoria esconde algo, explica algún enigma, algún misterio que comienza a mortificar. Qué importancia guarda aquel pedazo de tierra, sin áncora que la sujete al fondo del océano.
El capitán Montelongo lo interrumpe:
–Señor, la isla, movediza y observadora, tan fisgona que intuye en la proa de las naves abordajes e invasiones, tiene la misma sensación que la mayor parte de los hombres y mujeres que se atrevan a formular una pregunta.
–¿Cuál es esa sensación, capitán? –interroga algo cohibido Simón Toledo.
–Miedo, y si la isla posee un temor hondo, lleno de negrura, imagínese usted el pánico del hombre durante la travesía. Ahí está el misterio, señor Toledo (El camarote…, p. 32).

Para el hombre canario, narrador o no, el mar permite siempre los dos sentidos del viaje: el viaje de ida y el de vuelta. Es inevitable. Solo una minoría insignificante se queda en el sitio de la ida. El resto vuelve a la tierra que lo vio nacer aunque muchas veces sea para morir. Sigamos con dos citas de El collar de caracoles (Félix Casanova de Ayala, 1981) en las que los dos sentidos quedan explícitos, el viaje desde Tenerife a La Gomera, el de ida:

Chano, acodado en la borda, taladraba la oscuridad con ojos alucinados. Aquel resplandor rojizo, fluctuante, visible tan pronto abandonaron la costa, no podía ser otro que el de la hoguera de Roque. Coincidía el lugar en la sombra nocturna de la isla. Y hasta le pareció ver, durante un fugaz destello ígneo, el ondular de un trapo blanco en señal de despedida. Estuvo a punto de gritar por Cayaya, en la ilusión de ser oído. Pero había gente a su lado (El collar…, p. 27).

Y, luego, el viaje de vuelta, el que culmina el ciclo, el final de un recorrido que al viajero le parece vital:

Antes de las siete remaba ya rumbo a Tenerife. Comenzaba a levantarse la brisa e izó la vela. No había nadie en el mar. Solo Juan, parado en la orilla, cada vez más lejana.
Un hermoso resplandor naranja, con franjas verdes y azules, reflejándose en el agua, preludiaba la inminente salida del sol. Poco después, una vivísima estría dorada abrió el cielo por encima del pico del Teide. El globo solar emergió en escasos instantes pasando del rojo intenso al amarillado deslumbrador. Daba la sensación de un inmenso trompo bailando. Los rayos de luz, decantados en la enrarecida atmósfera, serpenteaban en todas direcciones como cintas rutilantes. Ningún espectáculo tan grandioso como ese orto solar en pleno océano (El collar…, pp. 51-52).

1.4. El complejo de lejanía, el complejo de prisión y la rebeldía del prisionero

Ya nos pueden hablar de que estamos en medio de tres continentes, que somos un nudo que une la Europa que nos dio la cultura, el África que nos da la situación geográfica o la América que emite una llamada fuerte y racial; que somos coyuntura, encrucijada. Es obvio que eso nos condiciona pero es más obvio que la isla y el mar nos condicionan más. Nos aíslan. Al canario le cuesta salir de su tierra y alejarse de ella. Quizá lo atraiga el arrullo del mar, ese ruido presentido de movimiento repetido de todas las noches lo que imanta la mente del hombre de aquí. Si no, no se comprendería ese síndrome o ese complejo humano que no terminamos de precisar ni de definir. Sin embargo, lo sentimos como un componente más de nuestra esencia. Cuando estamos fuera de casa necesitamos saber en qué dirección está el mar, por muy lejano que esté. Somos una isla dentro de otra isla.

En Los puercos de Circe (Luis Alemany, 1983), novela que marcó un hito en la narrativa de Canarias y que dibujó y puso al descubierto las costumbres aburguesadas de la población de Santa Cruz de Tenerife, el autor da cuenta de esos muros emocionales que nos encierran:

[…] porque todo, todo, todo, empieza y termina entre estas cuatro costas que nos unen, que nos separan, que nos limitan, ¡esa!, esa es la palabra: que nos limitan, que nos constriñen, que nos marcan la falsilla a la cual debemos atenernos forzosamente, nos basta con eso…, estamos excusados de todo lo que vaya más allá del terreno que podemos recorrer con los zapatos, nada –nada verdaderamente importante, queda claro– puede trascender en absoluto por encima de las aguas azuladas: nada puede caminar por encima de las olas sin hundirse, sin anularse definitivamente: es necesario que todo quede entre nosotros, que nos pertenezca verdaderamente, para que podamos utilizarlo a nuestro placer, para que podamos manejarlo como creamos más conveniente, […] …posturas susceptibles de ser adoptadas llegado el momento, pero que empiezan y terminan entre nosotros, entre Anaga y Los Cristianos, entre Teno y Bajamar, entre San Marcos y El Médano, entre cunas húmedas y nichos subtropicales, y que, como tales formas, se reducen a una sola llegado el momento, como ahora (Los puercos…, pp. 328-329).

Cierto es que la isla nos presta la sensación de estar encerrados. La isla hace las veces de una prisión. ¿Cómo escapar de la isla? Por eso el canario se rebela y golpea los hierros de su prisión, gritando desde siempre más transportes, más transportes, más transportes, y piensa siempre en el temor –un presentimiento– de quedar bloqueado, de que el puerto no funcione, ni el aeropuerto tampoco.

2. Vías abiertas, ¿o no?

Le daba la razón a don Miguel de Unamuno cuando en su destierro majorero llegó a la conclusión de que esta soñarrera insular, el estado belicoso en que viven los seres cercados por el océano, se curarán con comunicaciones más rápidas e intensas con España y con el resto de Europa y América, pues con ello se olvidarían de sus rivalidades mezquinas, del abatimiento de sus espíritus: –Sois islas dentro de islas, dijo Enrique sintiéndola respirar cerca, como si les aproximara la lluvia fina que golpea los cristales frente al mar turbio…(Las espiritistas…, p. 111)

Este texto de Luis León Barreto, en el que el personaje Enrique pone en boca del de don Miguel de Unamuno de hace casi un siglo, encaja perfectamente en este epígrafe: nuestros males, dijo el erudito maestro, “se curarán con comunicaciones más rápidas”. Era una premonición. Está claro que esa premonición se ha cumplido; las nuevas tecnologías desbaratan gran parte de los inconvenientes de la insularidad expuestos para los narradores canarios del siglo XX. Las consecuencias de la insularidad y esas otras cuestiones expresadas en este trabajo han sido archivadas gracias a las modernas técnicas informáticas. Sobre todo para los narradores más jóvenes. Escriben en la isla pero se olvidan de ella. Los jóvenes escritores del siglo XXI viven en la isla, pero no sienten ya su influjo. La globalización les impide mirarse el ombligo. ¿O no es así y siguen embarcados en siete naves-islas con rumbo cambiante? ¿O sigue existiendo todavía alguna de las viejas barreras?

Bibliografía:

Alemany Colomé, Luis (1983). Los puercos de Circe, Santa Cruz de Tenerife: Interinsular.
Armas Marcelo, Juan Jesús (1995). El árbol del bien y del mal, Barcelona: Seix Barral (Biblioteca Breve).
Arozarena, Rafael (1973). Mararía, Santa Cruz de Tenerife: Interinsular, ed. 1993.
Arozarena, Rafael (1984). Cerveza de grano rojo, Santa Cruz de Tenerife: Interinsular.
Casanova de Ayala, Félix (1981). El collar de caracoles, Santa Cruz de Tenerife: Centro de la Cultura Popular Canaria.
Delgado, Juan José (1992). Canto de verdugos y ajusticiados, Madrid: Ediciones Libertarias.
Díaz Pacheco, Agustín (1987). El camarote de la memoria, Madrid: Ediciones Cátedra.
Espinosa, Agustín (1929). Lancelot 28º 7º, Santa Cruz de Tenerife: Interinsular, ed. 1988.
García-Ramos, Alfonso (1983). Guad, Santa Cruz de Tenerife: Interinsular.
León Barreto, Luis (1983). Las espiritistas de Telde, Las Palmas de Gran Canaria: Edirca.
Ramírez, Víctor (1984). Nos dejaron el muerto, Las Palmas de Gran Canaria: Edición Propia.
Rodríguez Padrón, Jorge (1982). La Nueva Narrativa Canaria, Las Palmas de Gran Canaria: Mancomunidad de Cabildos, Plan Cultural y Museo Canario.
Rodríguez Padrón, Jorge (2006). “Isaac de Vega, ahora”. Ed. Juan José Delgado. Fetasianos. Santa Cruz de Tenerife: CajaCanarias. pp. 43-56.
Servando Llopis, Andrés (2009). Especulaciones fugitivas, Santa Cruz de Tenerife: Ediciones Idea.
Vega, Isaac de (1957). Fetasa, Santa Cruz de Tenerife: CajaCanarias, (ed. de Juan José Delgado, 2006).

* Sinesio Domínguez Suria (Santa Cruz de Tenerife, 1944) es Arquitecto Técnico, Licenciado en Filología Hispánica y Máster Universitario en Filosofía, Cultura y Sociedad por la Universidad de La Laguna. Miembro del Instituto de Estudios Canarios, fue Premio Nacional de Novela Corta Salamanca con su novela La tregua (1966, ex aequo) y Premio Ciudad de La Laguna con Crónica de una angustia (1981). Ha publicado también las novelas Los juegos del tiempo (1994), finalista del Premio de Novela ‘Benito Pérez Armas’ 1992; Los sueños imposibles (2006), Los caminos de Creta (2008) y El síndrome de Tarzán (2015).

Fotografía de portada: ©Julio Alejandro Carreño Guillén