“Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida”

Homenaje a Osvaldo Rodríguez Pérez, por Zenaida M. Suárez M.

A lo sonoro llega la muerte
como un zapato sin pie, como un traje sin hombre,
llega a golpear con un anillo sin piedra y sin dedo,
llega a gritar sin boca, sin lengua, sin garganta.
Sin embargo sus pasos suenan
y su vestido suena, callado, como un árbol.

                                                        Pablo Neruda

El amor y la muerte son un solo camino que se bifurca. El amor y la muerte apresan el tiempo, lo secuestran, lo amordazan, lo paralizan; y ahora y aquí, en este instante detenido, la figura eterna del maestro-amigo aparece erguida en la memoria, intacta y nítida; sonriente y dispuesta.

Así son los seres del sur; como Osvaldo Rodríguez y Pablo Neruda; navegantes de tierra insistentemente rodeados de mar. El uno, hijo de marinero; el otro, de ferroviario, ambos transitaron su camino con el paso firme del hombre que se sabe protegido por el amor: el amor a la vida, a las pequeñas cosas, a los seres indefensos y a la mujer: su gran inspiración. Ambos murieron como vivieron: amando la vida y la literatura por encima de todas las cosas. Y como su compatriota, compañero de tantas horas de soledad, Rodríguez dio sus últimos días a la literatura a pesar de que su tiempo se agotaba y sus acotadas fuerzas iban decayendo vertiginosamente. Pero al contrario que el gran Pablo, el chileno-canario no alcanzó a volver al reencuentro de la madre que ostentaba el último abrazo; su más ansiado anhelo.

Allí debía regresar el poeta, su último y definitivo regreso desde el verano europeo para encontrarse con el invierno de Chile, y preparar -con toda la urgencia que le demandaba su minada salud-, el legado de estos ocho libros con los que completaría la siembra poética del país más austral del mundo. Como Violeta Parra, convencida de que Chile era “el mejor libro de folklore que se haya escrito”, la poesía de Neruda -con toda su universalidad- tiene en ese largo y delgado territorio su primera y última residencia.[1]

OSVALDO RODRÍGUEZ PÉREZ

Osvaldo Rodríguez Pérez (Valdivia, 1944 – Gran Canaria- 2015). Catedrático de literatura de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.

Osvaldo Rodríguez Pérez, nuestro Catedrático de Universidad, fue también nuestro amigo de tantos cafés de entretiempo, de tantas sobremesas de trabajo. El maestro Rodríguez nunca quiso poner y nunca puso, los límites entre el académico y el hombre, y eso lo colmó de incondicionales que durante décadas soñaron -hemos soñado- con la humanidad que ronda a las Humanidades pero pocas veces logra atravesarlas. Vivimos desilusionados, los discípulos, hasta que la suerte nos enfrenta a grandes ídolos de carne y hueso que, como él, accesibles y humildes, no dudan en doblar sus rodillas para poner su cara a la altura de la nuestra y decirnos, con esos ojos desorbitados que se ilusionaban con cada nueva empresa, con cada nueva posibilidad: “- ¡tienes que hacerlo, no puedes dejarlo pasar, no dejes de intentarlo!”. Mentor de tantas generaciones y, sin embargo, a la sombra siempre, Osvaldo tenía el corazón dividido entre el Calle Calle y Las Canteras; entre la casita urbana de Baquedano en que dejó el gran amor materno y la porteña casa a pie de acantilado de Sardina del Norte donde afianzó su afecto por Gran Canaria.

Filósofo y filólogo, crítico y analítico, con una exitosa carrera académica que conjugó a la perfección las temáticas más universales con las especiales condiciones en que se desarrolla el quehacer literario de las latitudes que vieron fluir su discurrir vital, Osvaldo era un hombre sensible y reflexivo que trataba de ensamblar, sin demasiado éxito, las certezas del pensamiento con las dudas del corazón. Capaz de recordar casi exactamente pasajes de los más variados textos de teoría literaria y filosofía, era incapaz, sin embargo, de matar las esperanzas de quienes, sabiéndolo cercano, se allegaban a él con los más variados escritos y sueños, porque sus orígenes humildes le enseñaron que una palabra amable en el momento preciso podía ser la llave hacia el éxito en la vida de muchos a los que nadie tendió la mano antes.

El maestro, el amigo, el confidente; el respetado académico y recurrido profesor de literatura hispanoamericana, Osvaldo Rodríguez Pérez, partió de este mundo abruptamente el pasado 02 de febrero, sin sopesar los riesgos de dejar huérfanas a tantas generaciones de profesores e investigadores que, como él, hemos querido y ansiado vivir por y para constatar nuestro amor por la literatura; porque como dijo su conterráneo más universal, “si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida”. Celebremos haberlo conocido y démosle las gracias por tantas alegrías.

IX CELEBRACIÓN

Pongámonos los zapatos, la camisa listada,
el traje azul aunque ya brillen los codos,
pongámonos los fuegos de bengala y de
artificio,
pongámonos vino y cerveza entre el cuello
y los pies,
porque debidamente debemos celebrar
este número inmenso que costó tanto
tiempo,
tantos años y días en paquetes,
tantas horas, tantos millones de minutos,
vamos a celebrar esta inauguración.

Desembotellemos todas las alegrías
resguardadas
y busquemos alguna novia perdida
que acepte una festiva dentellada.
Hoy es. Hoy ha llegado. Pisamos el tapiz
del interrogativo milenio. El corazón, la
almendra
de la época creciente, la uva definitiva
irá depositándose en nosotros,
y será la verdad tan esperada.

Mientras tanto una hoja del follaje
acrecienta el comienzo de la edad:
rama por rama se cruzará el ramaje,
hoja por hoja subirán los días
y fruto a fruto llegará la paz:
el árbol de la dicha se prepara
desde la encarnizada raíz que sobrevive
buscando el agua, la verdad, la vida.

Hoy es hoy. Ha llegado este mañana
preparado por mucha oscuridad:
no sabemos si es claro todavía
este mundo recién inaugurado:
lo aclararemos, lo oscureceremos
hasta que sea dorado y quemado
como los granos duros del maíz:
a cada uno, a los recién nacidos,
a los sobrevivientes, a los ciegos,
a los mudos, a mancos y cojos,
para que vean y para que hablen,
para que sobrevivan y recorran,
para que agarren la futura fruta
del reino actual que dejamos abierto
tanto al explorador como a la reina,
tanto al interrogante cosmonauta
como al agricultor tradicional,
a las abejas que llegan ahora
para participar en la colmena
y sobre todo a los pueblos recientes,
a los pueblos crecientes desde ahora
con las nuevas banderas que nacieron
en cada gota de sangre o sudor.

Hoy es hoy y ayer se fue, no hay duda.

Hoy es también mañana, y yo me fui
con algún año frío que se fue,
se fue conmigo y me llevó aquel año.

De esto no cabe duda. Mi osamenta
consistió, a veces, en palabras duras
como huesos al aire y a la lluvia,
y pude celebrar lo que sucede
dejando en vez de canto o testimonio
un porfiado esqueleto de palabras.[2]