Sitarane o el Hocico del Monstruo

Cuento de Jean-François Samlong · Trasatlántico

Presentación de Nilo Palenzuela


«Las islas se comunican de forma subterránea». Así lo han sugerido Derek Walcott en el Caribe y Malcolm de Chazal en el océano Índico. Desde este punto de vista las islas dialogan con raíces poéticas y míticas pues parten de una misma unidad.

Pero también existen puntos de encuentro complejos, de raíz histórica, que muestran discursos diferentes en los espacios conquistados por la expansión occidental. Las creaciones artísticas y literarias se presentan entonces en un territorio babélico y plural. Aquí las islas se ignoran entre sí a pesar de tantas coincidencias.

En 1997 empecé a distanciarme de las visiones fundadas, de forma exclusiva, en la creencia en la identidad poética y mítica de las islas para verlas en contextos críticos que, si bien podrían asumir aquella inclinación, no dejasen de repensar las circunstancias en que se ven inmersas en la actualidad. Colaboré entonces con el Centro Atlántico de Arte Moderno, de Las Palmas de Gran Canaria, con un amplio texto para el catálogo Islas-Island, la exposición comisariada por Orlando Britto y en la que estaban representados creadores americanos, europeos, africanos,  neozelandeses, reunioneses… Coordiné un seminario sobre las islas y sus diversos sentidos, donde había especialistas en el Caribe y en las literaturas insulares, en el dominio anglosajón y en las literaturas clásicas, incluso en la filosofía. Allí participó Eugenio Trías que pensó con agudeza la realidad contemporánea, sus «ínsulas utópicas» y sus encrucijadas. Al hilo de todo aquello salieron los libros Las islas extrañas (1998) y, más tarde, Encrucijadas de un insulario (2006). En los años siguientes volví a coincidir con Orlando Britto y surgió un proyecto más ambicioso: Horizontes insulares, con el que tratamos de establecer, ya en 2009-2010, nuevos vasos comunicantes en el terreno poético e histórico de una sensibilidad contemporánea insular. Se trataba de una iniciativa que nacía en Canarias y que contaba con el apoyo de Septenio, del Gobierno Canario, y de Seacex (Sociedad Estatal para la Acción Cultural en el Exterior), del Gobierno de España. Se trataba de una iniciativa que promovía el diálogo del arte y la literatura entre lugares estrechamente vinculados por causas políticas, geográficas, históricas y, también, por aquellas razones poéticas y «subterráneas» a las que aludieron Walcott y Chazal.

Orlando Britto se ocupó de la parte expositiva y del catálogo; por mi parte me encargué de la elección de los escritores para los breves libros que debían acompañar la muestra en su itinerancia por Martinica, República Dominicana, Cuba, Madeira y Canarias. Elegí a un artista y a un escritor de cada una de las regiones ultra periféricas europeas (RUP) y de las islas americanas estrechamente vinculadas con Europa; también, a creadores del archipiélago de Cabo Verde, tan próximo a nosotros. Así dimos un nuevo paso hacia el diálogo entre lenguas y espacios culturales que a menudo se desconocen. Azores, Madeira, Cabo Verde, Puerto Rico, República Dominicana, Cuba, La Reunión, Guadalupe, Martinica, también Guayana Francesa, tan relacionada con los islas francófonas de las RUP, dialogaron en este proyecto que partió de Canarias. En él asomaba el signo de la unidad mítica y de la diversidad expresiva en una época contradictoria y en permanente mutación. Los textos, casi todos inéditos, se publicaron en tres lenguas, en español, francés y portugués.

El panorama literario de cada isla es complejo. Opté por los escritores que consideré representativos. Los escritores eran numerosos en la isla de La Reunión, situada en el océano Índico, de  nacionalidad e idioma francés. Destacaba un gran poeta, Boris Gamaleya, y varios novelistas. Me incliné por invitar a Jean-François Samlong, reunionés, de origen chino, que escribe en francés y en créole, autor de un universo narrativo muy comprometido con la historia de la isla y su pasado de esclavismo, y que ha presidido la Union pour la Défensa de l’Identité Réunionnaise. Su texto, Sitarane ou la gueule du monstre, abordaba directamente el problema de la esclavitud. Antonio Álvarez de la Rosa, catedrático de la Universidad de La Laguna, lo trasladó al español; desde Funchal, Ana Isabel Moniz y Thierry Proença dos Santos realizaron la traducción al portugués. La traducción es la otra gran manera de explorar los vasos comunicantes que existen entre pueblos.

Los espacios insulares, sin duda, tienen motivos comunes y es preciso continuar en la indagación de aquello que los aproxima y, también, en lo que los diferencia. En Canarias, desde comienzos del siglo XX, se reflexionó sobre la naturaleza de lo insular. En el último tercio del siglo se diversificaron las perspectivas. La actividad creadora y la reflexión abrieron paso a la comprensión de otros espacios insulares y, asimismo, a otros entornos culturales y políticos.

A lo largo del siglo se ha descrito una importante trayectoria en el conocimiento de la realidad desde la perspectiva de las islas: en Cuba, desde Cintio Vitier a Antonio Benítez Rojo; en las regiones de ultramar francesas, desde Aimé Césaire y Édouard Glissant a Patrick Chamoiseau y Maryse Condé; en nuestro archipiélago, desde Alonso Quesada a los escritores del mediosiglo y desde éstos a los actuales autores de novela negra. El discurso ha superado el provincianismo y se ha desplegado sin complejos. Los caminos están dispersos, pero también lo están el conocimiento y la comprensión de las diferencias. El escritor halla permanentes encrucijadas por las que puede transitar, desde Isla Mauricio a la Isla Goré, desde São Vicente, en Cabo Verde, a O Pico, en Azores, desde las capitales europeas y americanas al reguero de islas de uno y otro mar. En el movimiento de las lenguas se reflejan las voces que vienen de otras culturas y de otros territorios. Los escritores de Azores, de Cabo Verde, de Madeira, de Canarias, del Caribe, de tantos otros lugares, describen en sí mismos dimensiones de nuestra realidad. Sus obras edifican regiones para ver de otra manera, acaso para ver lo que los grandes discursos del poder y de sus voceros mediáticos pretenden ocultar: las múltiples realidades en que vivimos.


El mestizaje de una obra: Jean-François Samlong
Presentación de Antonio Álvarez de la Rosa

Jean-François Samlong no solo es un escritor consolidado, sino además uno de los motores culturales de La Reunión y, por extensión, de la francofonía literaria.

Traducir a Samlong me supuso la inmersión -más cultural que lingüística- en un mundo que solo conocía de oídas. Creo que el título de su autorretrato, Escribir una isla o la escritura de la diferencia, le resume muy bien, intelectual y creadoramente hablando. Más que oponerse a las herencias recibidas, se percibe en su obra el encuentro o el diálogo crítico entre lenguas y culturas. En lugar de guerras identitarias, mestizajes creadores. «Lo que la escuela no me enseñó, me lo dio la isla: una lengua materna y una cultura plural». Entre otras, las de los cuatro continentes que poblaron la isla de Reunión. De ahí que su obra desprenda una voz diferente en el coro de la literatura francófona, una incesante búsqueda de una escritura otra, la excavadora de la memoria que permite encontrar los cimientos de la historia de su entorno y, por consiguiente, de la suya propia, construcción imprescindible para universalizar su insularidad. «Mi isla es el mundo y no dejo de escribirla bajo la impronta francesa».

Hace ya más de 30 años que ¡por fin! Francia empezó a reconocer que la literatura en lengua francesa no es su propiedad exclusiva , que la que se genera fuera del Hexágono no es un apéndice de la metrópolis, sino que es una de las fuentes enriquecedoras de su propia cultura. Sin la literatura de los diferentes países de la Francophonie, la francesa estaría padeciendo aún de raquitismo creativo.

Bibliografía

Nace el 25 de julio de 1949 en la isla de Reunión. Poeta, novelista, ensayista y traductor al francés de textos créoles.
Miembro de la Academia de la Reunión, fundador y presidente de la UDIR (Union pour la Défense de la Identidad de la Reunión), profesor de francés y de lengua créole, doctor en Filología.

Novelas

  • Madame Desbassayns. Le Tampon: Éditions Jacaranda, 1985.
  • Pour les bravos de l’empire. Le Tampon: Éditions Jacaranda, 1987.
  • Zoura, femme Bon Dieu. Paris: Éditions Caribéennes, 1988.
  • La Nuit cyclone. Paris: Grasset, 1992.
  • L’Arbre de violence. Paris: Grasset, 1994; Paris: Le Livre de Poche, 1996.
  • Danse sur un volcan. Matoury: Ibis Rouge, 2001.
  • Le Nègre blanc de Bel Air. Paris: Le Serpent à Plumes, 2002.
  • L’Empreinte française. Paris: Le Serpent à Plumes, 2005.
  • Une guillotine dans un train de nuit. Paris: Gallimard, 2012.

Ensayos

  • Le Défi d’un volcan. Paris: Stock, 1993.
  • Les Mots à nu. Saint-Denis. UDIR, 2000.
  • La crise de l’Outre-mer français: Guadeloupe, Martinique, Réunion (avec Suzanne Dracius et Gérard Théobald). Paris: L’Harmattan, 2009.

Cuentos

  • « Hier, les voleurs de soleil ». Le Serpent à Plumes. 21 (1993): 29-32.
  • « La voleuse de saison ». La Revue Psychiatrie Française. 25 (1994): 76-82.
  • « Le fils de Cimendef ». Les Chaînes de l’Esclavage. Daniel Mallerin, dir. Paris: Florent-Massot, 1998: 325-331.
  • « L’envers de la carte postale ». Riveneuve Continents 10 (hiver 2009-2010): 7-13.

Literatura para jóvenes

  • Kafdor. Jarry: Ibis Rouge, 2004.

Antología

  • Anthologie du roman réunionnais. Paris: Seghers, 1991.

Sitarane o el Hocico del Monstruo

Cuento de Jean-François Samlong
Cedido por Horizontes Insulares – Traducción de Antonio Álvarez de la Rosa

A comienzos del año 1909, Sitarane cometió varios asesinatos abominables en el sur de la Isla. Saqueó casas, mató, se bebió la sangre de sus víctimas hasta que la policía logró encontrar la gruta en la que se ocultaba.


Sitarane estaba en su sano juicio y dormía tranquilo en la gruta de la Chattoire. El gendarme no se aventuraría a entrar, temeroso de que un punzón pudiera perforarle el corazón. Algunos días de soledad, comiendo, bebiendo, fumando en medio del silencio, constituían excelentes razones para seguir allí. Todo le animaba a entrever un periodo de calma, mientras esperaba poder volver a sumergirse pronto en el crimen. Hasta ese día, en efecto, no había oído ningún ruido discordante y el demonio que lo habitaba, estaba convencido, velaría para que sus hermanos de sangre respetaran el pacto. La ley no le acosaría. La gruta le protegía como antaño protegió a los esclavos fugitivos. Era un lugar seguro. Un lugar santo. Un lugar sagrado, dados los vínculos que mantenía con la memoria de sus antepasados. Un lugar imperceptible a la mirada de los profanos y de los cazadores de cabezas, ¡siempre y cuando nadie de su entorno lo mencionara nunca!

Allí se encontraba la libertad, soñadora entre las sombras.

Imaginó que, fusilada hace tiempo en los bosques y barrancos, la libertad revivía en él. Crecía en él. La llevaba como la mujer lleva al niño. La consolaba, le prometía sol para mañana. Para siempre. Lucharía y moriría por ella. Si soltaban sus perros sabuesos, comprobarían por doquier la explosión de su cólera. Era poderoso y lo seguiría siendo, convencido desde un principio de que sus asesinatos quedarían impunes.

Sitarane había elegido la venganza y, tomando a los dioses por testigos de la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros, salmodiaba las oraciones de los muertos-vivos para que le sonriese la fortuna.

A medida que le abandonaba la lucidez, pensaba que todo estaba más tranquilo a su alrededor, que los contornos de su futuro eran más visibles, que el final de la historia le sería favorable y le alzaría al rango de esos personajes que nadie olvida. Hasta entonces no habían visto nada. Lo mejor estaba por sucederle; a ellos, lo peor. Ni el poder de la ley ni el poder del dinero le detendrían. Estaba por encima de todo eso. Por encima de sus santurronerías. Dejaría de ser el negro de la plantación y el buey que tira de la carreta. Respondería a la provocación con la provocación. Golpearía con fuerza y precisión. Inventaría un polvo de tal calidad que embelesaría a los jueces, se les pondrían los ojos de color del mangostán, parecidos a la leche. Les angustiaría la facilidad con la que se movería de una ciudad a otra. Creen que estoy en Saint-Pierre, seguía diciéndose, y estoy en Saint-Louis. Me ven aquí, pero otros me ven allá. ¿Dónde estoy, en realidad? Muy listo será quien pueda contestar. Yo mismo no sabría responder. Estoy y no estoy. Me ven sin verme y se equivocan si piensan haberme visto. Veo sin que puedan verme. Soy como un medio diablo vengador que lleva cuchillo, punzón, veneno, pistola, qué ganga para los negros de aquí. La isla será nuestra. La isla es un volcán, yo soy un volcán. Los negros llevan un volcán consigo, pero lo ignoran porque atravesaron el mar en las bodegas de los barcos. Lo que digo es la verdad de la historia, también la mía y no miento. Sitarane no mentía: se mentía. Era, en el caso de que podamos usar esta imagen, su propio brujo-manipulador-de-sí, con la inteligencia algo trastornada. Sitarane arrojaba polvo a los ojos de Sitarane. En el momento del crepúsculo, una vela iluminaba el lugar sagrado, pero él permanecía en las tinieblas que habían envuelto su vida como una sábana mortuoria. Como un viento tempestuoso. De rabia y de locura.

Y el castigo se acercaba a pasos agigantados.

Sitarane recibió varias señales precursoras de su caída, pero no pensó en ninguna estrategia para que sus movimientos fuesen libres. Para continuar corriendo. Para seguir vivo entre los vivos y no vivo entre los muertos (volveremos a ello más adelante). El rostro tenso y la mente alerta, esbozó un rictus para convencerse de que su posición no era tan desfavorable. Conocía la galería. Cuando creían verle aquí, estaba allá y así sucesivamente. En medio de las profundidades, un orgullo de negro, una excesiva fe en los dioses de los antepasados a los que, con frecuencia, pedía socorro. No les hablaba en lengua criolla, sino en la del país natal. Mascullaba hechizos con el cuchillo en una mano y la botella del infecto jarabe en la otra. Al confundirse su silueta con la roca, se sentía invulnerable, reconfortado en su enfrentamiento por la presencia de almas errantes con las que trataba directamente, testigos de descargo (¡según él, por supuesto!) de sus paseos nocturnos y sangrientos. Una mañana le hubiese gustado volver a ver la luz del día; otra, la inquietud le minaba tanto que le habría gustado aislarse bajo tierra, mientras horadaba y rebuscaba para que la gruta dejara de ser un laberinto de caminos tortuosos. Así, podría dormir en paz. Era muy capaz de enterrar su vida de truhán sin ayuda. De vez en cuando, tarareaba una vieja canción africana que su madre le había enseñado. Bebía, apagaba un cigarro y encendía otro. Mientras fumaba, los cuentos de la infancia desfilaban por su cabeza.

¿Quién no ha oído la historia del rey de reyes que viajó por siete países y casó a su hija única con siete señores para agrandar su imperio? El día de la boda, se dirigió a su brujo más fiel: “¿Qué voy a hacer con una hija?”. El brujo le rogó que buscase un perro, una cabra, un gato, una rata, un buey y una gallina, que los juntase con la hija y  aguardase su llegada. El rey volvió a su casa y siguió los buenos consejos. Al llegar a palacio, el brujo se puso manos a la obra y sus sortilegios hicieron que los animales adoptaran una forma humana. Llamó al rey y le espetó orgullosamente: “¡Estas son vuestras siete hijas!”. Como tenían el mismo rostro, el rey ya no sabía cuál era la suya ni cuál no.

Cada vez que rememoraba esta historia, Sitarane envidiaba a esos brujos que elaboraban más de un truco de magia para desafiar a los poderosos de este mundo cuya mirada, sin verles, aplastaba a los pequeños. Se sentía un poco rata y creía que nadie podría convertirle en cabra. En eso erraba. Equivocarse era el tributo por no poder pensar ya con tino. La muerte estaba anclada en lo improbable, desenlace desconcertante que ignoraba por completo, ya que había perdido contacto con la realidad exterior, un territorio para él desconocido en adelante, sabana en la que merodean las grandes fieras. Su felicidad radicaba en ese reposo en soledad, aunque solo era una prórroga. Si alguna vez mudaba su sombra, se exponía a un peligro en la medida en que la libertad se terminaba donde terminaba la gruta. ¿Era consciente? Viéndolo, diríase que sí: con la espalda pegada a la pared, clavado como una cochinilla, un sol moribundo en la cabeza.

Días más tarde, ya no era más que un sol cadavérico con el que cargaba, deslomado en su lucha contra el hastío. Contra sí mismo. Contra su propio fantasma que le tendía la mano: “¡Vamos, ven…!”. Aquella mañana, el deseo de oscuridad le atrapó por la garganta. Su corazón latía con tanta fuerza (era como un tambor en el pecho) que apoyó la mano para contenerlo. De inmediato, se dedicó a tallar la roca con el cuchillo y, después, con el punzón. Cavar o matar, era el mismo gesto, el mismo frenesí, la misma determinación. Perforar, herir, tallar la carne de la tierra. Lograr que se derrumbe. Lograr que fluya como lava de sangre. Delteil, degollado la víspera de su matrimonio. Robert, fulminado en plena juventud. La isla-tierra de esclavitud que sangraba bajo sus golpes. Casa pillada. Mujer violada. Sangre bebida. Uno a uno, devolvió los golpes y amontonó los recuerdos. Reorientó su destino para hablar en nombre de los negros. Respondió a su llamada. Y les convocó a la hora de arreglar cuentas. Les vengó. Les ofreció una nueva dignidad, una esperanza. Desafió a la policía y a la muerte que le acechaba en cada recodo. Y desafió la justicia de los blancos hasta las puertas del tribunal. Provocó a los gendarmes al arrastrarles por senderos sin salida. Y sembró el dolor en bohíos con tejados a cuatro aguas, en almacenes de café, en sótanos para aprovisionamiento. Desterró de su vida la piedad y la bondad. Su mano no aprendió a temblar al quitar la vida y tampoco temblaba al picar la piedra. Ese agujero que se ensanchaba a medida que golpeaba. Cuando suspendía el gesto, el silencio era tal que se oía el gemido de la piedra. Ese silencio que se espesaba al correr de los minutos. Ese polvo que se bebía su sangre. Esas sombras que abrazaba con cada metro ganado a la roca. Sitarane miraba fijamente el agujero como se mira una tumba. Cogía un puñado de tierra y la observaba como si hubiese recogido los restos de negros marrones en el hueco de su mano. Esa tierra era suya y, a través del olor que exhalaba, se comunicaba con sus antepasados.

Recuperaba la altivez, sabedor de que los gendarmes se parecían a los milicianos de ayer, implacables. Seguían la pista noche y día, un batallón en la llanura, otro en la colina y otro en la cima. Con su carga de caballería, pisoteaban como pisotearían a serpientes cargadas de veneno. Si se escondía, no debía temerles. Tenía confianza. Cavar hasta llegar al mar. Cavar hasta ver el horizonte que le incitaría a pasar al otro lado del océano, él y nadie más. Cavar hasta lanzarse al agua, lavarse y nadar hacia esa libertad que le embriagaba y le haría nadar diez veces más rápido hacia las costas de África.

No flaqueaban sus fuerzas. El punzón no se cansaba, pero en torno suyo la negrura era cada vez mayor. Una negrura devoradora. Estaba completamente trastornado. Manos sudorosas. Sudores agrios. No concederse pausa alguna. El mundo exterior le reclamaba. Su vida de guardián le volvía a la memoria. Volvía a ver la vivienda de la dama Hoarau. El verde los campos de caña. El tiempo para sí mismo en el sendero, a la sombra de los mangos. Las ganas de mujer. Quizá había tardado demasiado en ponerse a la tarea. No lo creía. La tierra no se le resistía. Cavarla hasta merecer su libertad. Hasta verla abrirse como se abre un vientre de mujer. ¿Dónde estaba Zabèl? ¿A quién traicionaba ella? Ya no tenía que mirar en su dirección. Había matado a su perro y a ella le había pegado más de una vez. Para él ya era el pasado. Su instinto le obligaba a atacar la piedra para no ir a la cárcel ni regresar al polvo antes de que le llegara su hora. Nunca. Se aferraba a esa idea para que su cuerpo se liberara de la gruta. Solo ese agujero, ese conducto estrecho, esa excavación húmeda le salvaría la vida. Solo esa sombría abertura le procuraría el esperado placer. Como un animal hostigado en la más oscura gruta, se excavaba un reino subterráneo. Mientras cavaba, los gendarmes bloqueaban las salidas norte y sur. El sargento, deseoso de demostrar que estaba a la altura de su reputación, merecida desde hacía poco, había invitado al señor Choppy a asistir a la operación, denominada “rata almizclera”. Otras razones le llevaron a desvelar sus intenciones: disimuló varios triunfos de su juego frente al negro africano que se jugaba la última carta. Hombres disciplinados, información precisa, dos perros, y la concubina de Sitarane que aceptó acompañarle sobre el terreno. Era el comodín que utilizaría sin vacilar.

El sargento creía ser el amo de aquellos lugares (después de Dios) y que gobernaría solo. El señor Choppy asintió con la cabeza y se mantuvo apartado de la agitación de los cascos. ¡Siempre que la victoria sea nuestra!, se dijo, mientras sudaba bajo el sombrero y su traje de calle. No tendría valor para enfrentarse con el alcalde, el consejo municipal y la rabia de los administrados. ¿Qué iba a decirles? Les había contado, garantizado y jurado todo. La quietud y la serenidad que les había prometido y ya era hora de que acabara aquella investigación. Que viera el final del túnel. Se acordó de Ernestine Generosa y recordó la conversación con ella cuyas visiones eran de una rara agudeza. Su clarividencia podía modificar radicalmente el curso del destino. El final de la pesadilla también era asunto suyo y de ahí que ella se interesara con inteligencia. Al saber que estaba de parte de la ley, la confianza corrió a galope tendido. La esperanza de vivir algo diferente alimentaba la impresión de que los gendarmes someterían al monstruo de la Chattoire como un solo hombre.

En resumen, a los ojos del ayudante del alcalde ese podría ser el día más hermoso de su vida.

Alrededor de la entrada sur de la gruta, la ley se afanaba, afinaba su plan de ataque, se prodigaba como si diez mil azagayas la atacaran. También había que contar con brujos y zombis. En el último minuto, el sargento, más que enviar a sus hombres para que exploraran la galería, decidió confiar esa tarea a uno de los dos perros, un pastor alemán macho, de pelaje negro y leonado, tan falsamente indiferente como un tiburón de las profundidades, acostumbrado al aire helado de las cumbres, a la luz, al claroscuro, al peligro que surge de no se sabe dónde. El pelo denso, rudo y echado cuan largo era, llevaba un collar sobre el que figuraba un número, pero no una correa. Al pie de su amo, se parecía a esos perros criados en zonas en las que encontramos depredadores en todas las esquinas de la calle, o en países en que los dictadores se refugian tras telones de acero para fusilar mejor a la multitud y agravar la miseria.

El macho olió un trozo de tela que su amo le puso ante el hocico, mientras le daba golpecitos en la barriga. Permaneció tranquilo. Su mirada se parecía a la de los escualos desprovistos de sentimentalismos. Aquel animal nació para seguir la pista al fugitivo, para arrinconarlo contra la roca y matarlo. Su hocico revelaba que ya conocía ese placer, aquí o bajo otros cielos en los que ondeaba la bandera tricolor para gloria y libertad de la patria. Ese macho había viajado mucho, de colonia en colonia y, sin duda, había dejado recuerdos atroces en el seno de poblaciones desamparadas. Ese macho había mordido mucho y desgarrado, hasta saciarse, la carne-negra. Ese macho había degollado a los granujas con unos dientes que no enseñaba. Tampoco enseñaba el odio con el que le habían atiborrado el cráneo. Era un asesino de una fría crueldad, no un bebedor de sangre. Acorralaba, mataba o se apoderaba de la presa porque le habían adiestrado para obedecer órdenes y ¡qué adiestramiento!

El gendarme amo-perro que, bajo su casco colonial, tenía la misma mirada que el animal, ordenó: “¡Vamos! ¡Ataca!”, sin agresividad en la voz. Ni una palabra ni un gesto de más. Ninguna señal de nerviosismo ni en el hombre ni en el animal. El macho se fue a cumplir su misión con la elegancia del león que, en cuanto aparece, transforma la sabana en una trampa. Ante sus pasos, la vida se acelera y ronda la muerte para que nadie discuta la moraleja de la fábula que pretende que la razón del más fuerte es siempre la mejor. En cuanto se desplaza por su territorio, el fatalismo de la sabana africana recupera sus derechos y el viento hace que corra por entre las altas hierbas un canto fúnebre. Un olor a carnicería. O nos encontramos en su camino, en un mal lugar y en un mal momento, o nada tenemos que temer de la melena que pasa a lo lejos. Hasta la siguiente alerta, la prudencia obliga a no mugir, ni a moverse ni a temblar en el solitario rincón.

Cuando el macho entró en la gruta, el amo consultó su reloj de bolsillo como si el perro y él, trabajando en equipo, tuvieran que ser más fuertes que el tiempo. El animal debía recordar todo lo enseñado, arreglárselas solo si el negro le había tendido trampas, analizar las circunstancias y contraatacar a iniciativa propia, debía traer el trofeo para que, más adelante, contaran su epopeya en las chozas y le citaran como un ejemplo en las escuelas de adiestramiento. Debía adentrarse en la sombra, ver a fuerza de querer verlo todo, comportarse como un héroe y reaparecer entre hurras como si tuviera alas o mil patas. O alas y mil patas. Un monstruo de perro que volaba, una leyenda ya. Era imposible que el asesino, atrapado en su propia trampa, pudiera escapar a la técnica de su acoso. ¡Parece una rata!, pensó su amo-perro. Pronto se restablecerá  el orden en la ciudad y en el campo.

Los minutos se desgranaron lentamente. Demasiado lentamente. Aquella lentitud no era del agrado de los gendarmes que aguardaban con el revólver empuñado. Hurgaron en la memoria, no, no recordaban golpes fallidos. El éxito y el sentimiento del deber cumplido iluminaban sus caras, sus uniformes y los galones que exhibían en las hombreras. Años después, esa luz seguía intacta. Aún se comentaba en los barracones, en la cantina, en la residencia, en el estado mayor, en esa comunidad cerrada que es el cuartel. Toda la gendarmería desfilaba con la cabeza alta, llevando el paso, en sus miradas se leía cómo cada uno se había esforzado en defender el bien. El canto de la victoria tintineaba bajo el casco colonial, la bandera de la nación plantada en tierra inexplorada, la sangre del vencido en la bayoneta, tambor y trompeta que, ayer, incitaban a los militares a cerrar filas, el dedo meñique sobre la costura del pantalón. Como hoy al pie de la gruta. Los cascos se llenaban de cantos, ecos, resonancias procedentes de un pasado glorioso que les brindaba una débil esperanza, un pequeño deslumbramiento, la conciencia de proteger la isla y de ser los gendarmes del mundo.

El sargento tampoco era de los que se abandonaban a amargas reflexiones y, sin embargo, también él empezaba a creer que era demasiado tiempo. Tiempo pesado de repente, hosco, incierto. No corría, se arrastraba, enfermo. El tiempo se tuerce, pensó. El macho pastor alemán seguía sin regresar. Perro de raza, el mejor enemigo del fugitivo. Perro-policía, utilizado en operaciones rápidas y aisladas. Era un comando que ya había recibido varias condecoraciones. Perro fiel que solo pensaba en su fidelidad al amo. Perro-soldado que siempre había cumplido con su misión. El sargento no entendía por qué esta se eternizaba y no le veía el final. Había visto a ese perro, iniciado en sofisticados métodos de combate, actuando en circunstancias más peligrosas, había tenido ocasión de felicitar al perro y al amo. Nunca se atrevió a mirarlo con severidad ni a acariciarle el pelaje y mucho menos a darle órdenes.

Transcurrida una hora, la paciencia desapareció y la inquietud acabó por entristecer a los hombres. El amo-perro se sintió mal. Se quedó indeciso, dividido entre el deseo de tranquilizar a su gente y el sentimiento de que, en momentos tan crueles, era mejor dar pruebas de humildad. No disponía de ninguna información ni de ningún plano de la gruta.

El sargento sacó al amo-perro de su vacilación en cuanto le dijo que Sitarane debió haber utilizado el polvo amarillo para adormecer al pastor alemán y acabar con él sin darle tiempo a patalear o a quejarse, que cerró los ojos antes de que llegara la muerte.

El amo-perro no podía soportar tamaño fracaso que consideraba como un fracaso personal. Se llevó el silbato a los labios. No el silbato de un agente de policía. El sonido agudo era poco perceptible al oído humano, pero el perro-comando podía captarlo a kilómetros de distancia. De inmediato, debía desenganchar y volver sobre sus pasos. Le había enseñado a obedecer a esa señal de peligro. Silbó una y otra vez. A pesar de sus esfuerzos, de la saliva, de su aliento y de su pena (¿puede el amo dejar de querer al perro que ha adiestrado, aunque fuese un gendarme?), el pastor alemán macho, matrícula 974-I, no reapareció. Confuso, el sargento concluyó que la gruta les había robado un perro sin entregarles al fugitivo que se escondía y se burlaba de ellos. Creía incluso escuchar su risa.

-¿Y ahora qué hacemos?-, espetó como un reproche.

-Queda la hembra.

-¿A qué esperamos?

El amo-perro aparcó el silbato y la pena. Llamó al pastor alemán hembra que se colocó a sus pies. La acarició bajo el vientre, le habló, tratando de moderar su emoción, y la condujo hasta la entrada de la gruta. “¡Ven! ¡Ven!”, le dijo. La hembra, que tenía el oído muy fino, movió las orejas como si hubiera percibido un estremecimiento en la voz.

Cuando su amo le dio a oler la tela y le puso una máscara de gas para perros, supo que había llegado la hora de la separación. Con sus 30 kilos y sus garras era capaz de acabar con el enemigo en la sombra, de entregárselo a su amo que le había enseñado el arte de matar. Lo que debía hacer era matar, matar y todo iría bien. Una última caricia y ¡acabemos! La orden llegó en sílabas recalcadas: “¡Aaa-ta-que!”. Saltó a la búsqueda de su presa, pues había sido educada para vivir ese instante y conocer interminables minutos de soledad cazando al viento, encontrando un olor a carne de horca que reavivara su odio. El último aprendizaje: vencer o morir en la oscuridad en la que dormía el macho quizá sobre su sangre.

¿Había algo más?

Poeta, novelista y ensayista de la Isla de La Reunión