Eduvigis Hernández Cabrera (Treinta y Tres, Uruguay, 1961). Desde 1972 reside en Las Palmas de Gran Canaria.

En los años ochenta publica relatos breves en Diario de Las Palmas y Canarias 7. A partir de los noventa escribe textos para catálogos de arte, tanto de creación como de crítica. Ha colaborado en las revistas Disenso, La Plazuela de las Letras, Espejo de Paciencia, Anarda y Al-Harafish, en las que publica diversos relatos y ensayos, así como en el suplemento de cultura Pleamar, del periódico Canarias 7.

Durante varios años formó parte del equipo de redacción de La Plazuela de las Letras. Ha participado en los volúmenes colectivos de narrativa breve Reincidencias (2000), Primera antología: cuentos escogidos sobre personajes elevados (2005), Ínsulas encantadas (2005), Cartas al Quijote: escritores y pintores ante el IV Centenario (2005), Generación XXI (2007), Rojo sobre negro (2007) y De la saudade a la magua; antología de relatos luso-canaria (Ediciones Baile del Sol, 2009). Textos suyos fueron incluidos en las publicaciones de carácter interdisciplinar El ojo narrativo: ecos (2009), Corpus de ausencia (2010) y ciudad(es) (Aulaga Literaria, 2013).

Ha publicado los libros de relatos Muerte natural y otros suicidios (Ediciones Baile del Sol, 2007); Fantástica fábula (Alharafishedita, 2010); La lógica del rastro (Gas Editions, 2012) y el cuaderno Verbo Cisne (Rumores de ArteMisia, Aulaga Literaria, 2014).

De este año es Venerada Virginia, un conjunto de doce relatos publicado en la colección Sitio de Fuego de Ediciones Baile del Sol.

Eduvigis Hernández Cabrera es escritora que desarrolla su obra de forma independiente, casi secreta, pero con gran intensidad creadora. Recogemos aquí dos textos poco conocidos, editados en el catálogo Innatura, de Augusto Vives (CICCA, 2014): “Atrapa el deseo…” y “El cielo azul intenso…”. Los otros escritos son inéditos y pertenecen a libros que crecen sin prisas: “El miércoles” y “Quizá la involución…” pertenecen a Entretiempos. “Hablo…”, “Que se calle..” y “Se levantan…” , forman parte del proyecto que denomina A la gloria de las mujeres.

1
El cielo azul cielo intenso.
Construir la casa en una nube.
La nube es la casa, la morada de los sueños.
Parece que basta con flotar, con vivir en la nada casi, con poseer casi nada.
Sin embargo, el paraíso hecho de aire acaba por desvelarse insuficiente.
Es incómodo, a la larga, aposentarse en tronos atmosféricos, prescindir de la materia.
Siempre habrá una ranura que reclame una moneda. Una moneda tras otra, un caudal de monedas.
Se adquiere así el edén a bajo precio.
Las pieles se cambian para sucesivos asentamientos.
Si uno se sienta, no se levanta ─a menos que el próximo atuendo resulte más atractivo.
La ilusoria fiabilidad de lo sólido contiene la clave de la existencia.
Triunfa la poética de lo máximo.
Se multiplican los cofres a medida que el tesoro aumenta.
Conforta aterrizar para mantener los pies en el suelo.
Quizá echar raíces garantice el estado de permanencia.
Quizá la única garantía sea la levitación permanente.
La posesión no contiene tanto peso específico como para que se perpetúe la ley de la gravedad.
Si lo grávido semeja leve, cabe entonces extraviar la levedad en elementales laberintos.
Una vía de agua y otra de aceite.
La mezcla básica evidencia que el ascenso es el descenso y viceversa.
La sangre circula en doble sentido.
Negra tierra extensa plagada de rizomas aéreos.

2
Atrapa el deseo de volar, devora el ansia de llegar arriba, aunque el apremio abrase tanto como una combustión mínima, presta a consumirse por sofoco inmediato.
No es el fénix esa ave que engulle la carnaza y sólo deja las entrañas calcinadas.
El pájaro parlante despelleja la superficie para poner en evidencia el interior oscuro que mueve los resortes.
Las vísceras extendidas abarcan kilómetros que se expanden y múltiples caminos son los que conducen siempre a igual lugar.
Estiramiento de fibras que adelgazan hasta sangrar, hasta escupir coágulos que se enredan en espirales inacabables.
Vil es el metal que se frota contra los órganos internos.
Los músculos así encendidos crecen, se hinchan y acaban por estallar.
La piel artificial realiza el simulacro adecuado.
Las identidades se esfuman si el destrozo intestino es ya irreparable.
Nadie es reconocible cuando la máscara cubre los rasgos cual membrana esencial ─humana sólo en apariencia.

*

El miércoles es de esos días acolchados en los que se echa de menos algún sonido, alguna presencia que no sabemos cuál es y que no vemos.
Enclaustrada en un paréntesis la jornada simula amanecer con promesas de frágil suerte que no se adivina buena ─ o eso nos atrevemos a creer.
Es un día incómodo el miércoles engañoso, plagado de sutiles trampas en las que se suele caer.
Semeja próximo el descanso, el fin de la semana, y sin embargo no lo está, no lo es.
Con agridulce sensación se comprueba que el esfuerzo del inicio aún perdura, y aun así se reafirma la esperanza de que en este día los grises se detengan.
Lo cierto es que nos consideramos entre algodones ─ el ruido de la calle se percibe amortiguado ─ aunque lo más cercano sea notar que estamos en medio de casi ninguna parte, en la tierra de nadie del intervalo inamovible que nos ofrenda una tregua que no llega.

*

Quizá la involución del pensamiento que nos aqueja últimamente haya afectado también al transcurso de las estaciones.
La primavera es el otoño y el otoño primavera – además está el verano, que intenta colarse entre las debilidades de ambos y sofoca cuando no debe.
La inconstancia propia del clima de la isla se evidencia aún más ahora que el cambio generalizado de la atmósfera, la afecta, al parecer, con su peor repertorio.
Las personas y los tiempos demuestran alteraciones y mudanzas. Se trastoca el orden natural porque los discursos -curiosamente reiterativos y añejos- descomponen la realidad cotidiana a su imagen y semejanza.
Variables son los seres como variable es la temperatura ambiente, pues habitar a merced de las corrientes marinas y de los vientos no favorece a la estabilidad en modo alguno.
Cambios de criterio y cambios de actitud.
Este es el sino que persigue sin descanso al morador de tan influenciable latitud, agravado en el presente porque el temple moral se presta a incontrolables altibajos.
Si pudiéramos contar con las insuperables fregonas de Jeanette Winterson, conjuradoras mágicas de soflamas –y, por tanto, ideologías – vacías, con suerte podríamos recuperar la estabilidad extraviada entre tanto retroceso.
Recobrar la cordura tras la tormenta se nos antoja una ardua tarea, si bien el rescate de la lucidez, cuando es el anuncio de tormenta lo que se prolonga alrededor, configura un escenario más lejano aún de cualquier posibilidad de redención.
Ya sabemos que el ejercicio de la memoria no cura de la reiteración de los males (aunque debería), pero no estamos libres del cultivo de la ingenuidad ni de la apelación a la esperanza cuando se trata de ansiar que el panorama se despeje.

*

Hablo a las paredes, los objetos escuchan.
Escribo líneas al viento para oídos sordos, sonidos vagos que absorbe el aire.
Y no quiero ser poeta, me aferro a las palabras que se asientan en el suelo.
Sin embargo, obtengo solamente polvo de arena, el desierto no torna su fisonomía al crepitar de mi eco…
Entonces, derrota tras derrota, la única opción es diluirse ─marcharse y desaparecer─ en venas de azul de tinta.

*

Que se calle el silencio y que por sí solo muera.
Ensordece ya tanta ausencia de palabras, retumba a destajo la voz nunca articulada.
Demasiado estruendo es el que produce la omisión del pensamiento, el bramido de lo que se guarda.
Que el silencio calle y muera, que se asome la vida a nuestros labios.

*

Se levantan muros alrededor.
El encierro queda así garantizado.
Después la quietud brinda su calma compañía.
Hacia dentro la vida es otra.
Los de fuera no perciben si el músculo cautivo es capaz de latir, si late todavía.
La protección –voluntaria o no– por sólida se torna rígida.
La fortaleza se adivina inexpugnable.
¿Cabe acaso abrir alguna brecha?